La voluntad del pueblo: democracia y anarquía

aRafael Barret, seguramente solicitado por la tristeza, escribe una frase profundamente desesperanzada: «Hay en el mundo una irreductible cantidad de sombra y amanece aquí porque anochece en otra parte». Sin embargo, poco a poco, se ha ido insinuando una tendencia a integrar y unificar a los pueblos de la tierra. Si ella se realiza o se afirma, ¿se extenderá la luz del día o se prolongará la oscuridad de la noche?

¿Una tal tendencia llevará un día a construir la unidad fraterna del viejo ideal internacionalista, o cosmopolita, como prefería llamarlo Malatesta? Un mundo organizado en la igualdad sociopolítica y en la diferencia infinita de los seres, un mundo por la libertad del hombre.

O, contrariando el deseo, ¿se generalizará la terrible continuidad de las instituciones presentes, la mundialización del mercado capitalista, la acentuación de las diferencias de clase, aportando la opresión, la miseria y la explotación para el gran número, uniformando las poblaciones sometidas en la aceptación de la obediencia, al servicio de las minorías dirigentes?

Cambiar para seguir igual

Con el fin de los totalitarismos, y particularmente en los últimos treinta años, se fue consolidando una variante en la red de significaciones constitutivas de la democracia representativa nacida de la revolución burguesa, una reformulación del imaginario sociopolítico que ha dado origen a lo que podemos llamar el bloque de la democracia neoliberal, variante que tiende a imponerse como el “límite infranqueable” de los valores de la modernidad.

Si hablamos de “bloque imaginario” es porque pensamos que la sociedad funciona sobre la base de un sistema de significaciones simbólico-imaginarias(1), de conceptos y de valores, que se organiza como un “campo de fuerzas”, atrayendo y orientando los diferentes contenidos de ese universo de representaciones, el cual se expresa en instituciones, ideologías, mitos, formas sociales que, al consolidarse, encierran y limitan el pensamiento y la acción.

Así, en el clima que nos envuelve, el politólogo F. Fukuyama pudo escribir El fin de la historia y el último hombre y creer que la “revolución liberal mundial” ha llevado la sociedad humana a su completo desarrollo, que es imposible pensar un mundo diferente del nuestro, ni imaginar que podamos mejorarlo. Si bien su posición puede ser considerada extrema, su conclusión: «la democracia liberal y la economía de mercado son las únicas posibilidades viables para nuestras sociedades modernas» (frase de un artículo de Fukuyama publicado en el diario francés Le Monde), parece ser el credo del establishment político tanto de derecha como de izquierda.

Las esperanzas revolucionarias comenzaron a declinar poco después del sobresalto del “mayo 1968”, dejando el campo libre a una aceptación, cuasi general y acrítica, del marco político y de las reglas de la democracia burguesa. La experiencia del Estado totalitario y de las dictaduras militares colocó los “derechos humanos”, entendidos como derechos individuales, en el centro de la dimensión política, contribuyendo, sin quererlo, a la juridización y a la privatización de la relaciones sociales. Para subsistir como régimen político la sociedad capitalista moderna privatiza a los individuos, los reenvía constantemente a la esfera sin relevancia de sus cosas, su casa, su trabajo, su televisión, sus diversiones. Concomitantemente el tejido social se distiende, la escena política, donde puede ejercerse la voluntad del pueblo, pierde consistencia y nitidez. La apatía, el sentimiento de impotencia, la idea de que el pensamiento y la acción individual son inoperantes para modificar las condiciones de la vida, se adueña de la mayoría y aísla aún más a los unos de los otros.

La democracia deja de ser vista como un sistema político, y es asimilada a un estado de la sociedad. El término mismo se liberaliza, y pierde su sentido, primero y pleno, de afirmar la soberanía popular, la capacidad colectiva de decidir. Para una gran cantidad de gente, “democracia” sólo evoca la libertad individual encuadrada “en las leyes que rigen su ejercicio”.

Se construye así una libertad liberal-democrática, orgánicamente atada al capitalismo, a los derechos humanos, a la propiedad individual, libertad llamada “de los modernos”, ligada con la posesión de bienes, dependiente del mercado y de la competición. La libertad se vuelve un privilegio individual, pagado con la pérdida de la capacidad de deliberar y decidir en común, con la impotencia colectiva.

El bloque neoliberal descarta y marginaliza las luchas por la autonomía, tanto como aquellas contra la alienación religiosa, al mismo tiempo que pretende ignorar que la cuestión social está en el centro de la emancipación humana. El neoliberalismo se representa la condición social del hombre como un constante despliegue del presente, como un crecimiento de lo existente, negando la posibilidad misma de la ruptura revolucionaria.

Revolución e identidad anarquista

El anarquismo, que surgió como movimiento social en el seno de la Primera Internacional, combatió sin concesiones las distintas formas de dominación y de explotación que fue asumiendo el poder político, sin ahorrar la crítica a la democracia representativa.

En el seno del neoliberalismo conquistador nuevas dificultades se presentan y, entre ellas, algunas se sitúan al interior mismo del movimiento anarquista.

Históricamente el anarquismo, con sus múltiples facetas y sus grupos marginales, mantenía un núcleo coherente de ideas y de proposiciones a partir del cual todo anarquista se reconocía como tal: la libertad fundada sobre la igualdad, el rechazo tanto de la obediencia como del comando, la abolición del Estado y de la propiedad privada, el antiparlamentarismo, la acción directa, la no colaboración de clases. Este conjunto constituía una definición revolucionaria indiscutible. Y frecuentemente de esto derivaba una posición insurreccionalista, que dependía más bien de situaciones históricas particulares.

Hoy en día, en algunos medios libertarios, este núcleo se ha ido desdibujando, también él mellado por la fuerza expansiva del bloque neoliberal, dejando lugar a un anarquismo más bien filosófico o “dandy”, un poco iconoclasta, a veces de buen tono, en todo caso por fuera de la lucha social.

Ante tal circunstancia, es indispensable oponer la fuerza de las ideas, críticas, heterodoxas, revolucionarias, contra el conformismo imperante. Alentando la esperanza de contribuir a ampliar la fisura, la brecha, que en el seno de la democracia liberal burguesa abrió el movimiento obrero revolucionario. Tarea desmesurada para un hombre solo, pero los revolucionarios tienen compañeros, y los compañeros forman los movimientos sociales, que, algunas veces, invierten el sentido de la historia.

Nota:

(1)    El imaginario social es postulado como imaginación creadora que forma parte de la realidad que vivimos, y no como ilusión o fantasía. Véase E. Colombo: El imaginario social, Nordan – Tupac, Montevideo/Buenos Aires, 1989.

Eduardo Colombo
Versión resumida del Prefacio al libro del mismo título, publicado en 2006 por Tupac Ediciones, Buenos Aires
Fuente: http://periodicoellibertario.blogspot.com.es/2014/01/la-voluntad-del-pueblo-democracia-y.html
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