Prisiones: El crimen social y su fracaso – Emma Goldman

Emma GoldmanEn 1849 Feodor Dostoyevsky escribió en la pared de su celda la siguiente historia, El Sacerdote y el Diablo:

“¡Hola, obeso padre!”, le dijo el diablo al sacerdote. “¿Qué mentiras le contaste a esas pobres y engañadas personas? ¿Qué torturas del infierno le describiste? ¿No sabes que ya están sufriendo las torturas infernales en sus vidas terrenales? ¿No sabes que tú y las autoridades estatales son mis representantes en la Tierra? Eres tú quien los hace sufrir las torturas infernales con que los amenaza. ¿No lo sabía? ¡Bien, ven entonces conmigo!”.

El diablo tomó al sacerdote por el cuello, lo alzó en el aire y lo llevó a una factoría, a una fundición. Vio a los trabajadores corriendo y apresurados de aquí para allá, moviéndose penosamente bajo el calor abrasador. Muy pronto, el aire espeso, pesado y el calor fue demasiado para el sacerdote. Con lágrimas en sus ojos, suplicó al diablo: “¡Déjame ir! ¡Déjame abandonar este infierno!”.

“Oh, mi querido amigo, debo mostrarte muchos otros luga­res”. El diablo lo tomó de nuevo y lo arrastró hacia una granja. Allí pudo ver a los jornaleros trillando el grano. El polvo y el calor eran insoportables. El capataz llevaba un látigo y cruel­mente golpeaba a cualquiera que se cayera al suelo a consecuen­cia del duro trabajo o por el hambre.

Posteriormente, lleva al sacerdote hasta unas chozas donde estos mismos jornaleros viven con sus familias, sucios agujeros, fríos, llenos de humo, insalubres. El diablo sonríe a carcajada. Indica la pobreza y las penalidades que campean en este lugar.

“¿Bien, no es suficiente?”, preguntó. Y parecía que incluso él, el diablo, sentía pena por estas personas. El pío servidor de Dios apenas podía sobrellevarlo. Alzando sus manos, rogó: “¡Sácame de aquí! ¡Sí, sí, éste es el infierno en la Tierra!”.

“Bien, entonces ya ves. Y todavía les prometes otro infierno. ¡Los atormentas, los torturas mentalmente con la muerte cuando ellos sólo están vivos físicamente! ¡Vamos! Te mostraré otro infierno, uno más, el peor.”

Lo llevó a una prisión y le mostró un calabozo, con su aire viciado y sus muchas siluetas humanas, carentes de vitalidad y energía, arrojadas en el suelo, cubiertas de bichos que devora­ban sus pobres, desnudos y enflaquecidos cuerpos.

“¡Quítate tus vestidos de seda!”, le dijo el diablo al sacer­dote. “¡Ponte en tus tobillos las pesadas cadenas como las que llevan estos desafortunados; échate en el frío y sucio suelo; y háblales sobre el infierno que todavía les aguarda!”.

“¡No, no!”, respondió el sacerdote. “¡No puedo imaginar algo más terrible que esto! ¡Te lo suplico, déjame marchar!”

“Sí, éste es el infierno. No podrás encontrar otro infierno peor que éste. ¿No lo conocías? ¿No sabías de estos hombres y mujeres a quienes asustabas con la imagen del infierno? ¿No sabías que estaban en el verdadero infierno aquí, antes de que murieran?”

***

Esto fue escrito hace cincuenta años en la triste Rusia, en la pared de una de las más horribles prisiones. ¿Aún hay quien puede negar que lo mismo se aplica, con igual fuerza, a los tiempos presentes, incluso en las prisiones norteamericanas?

Con todas nuestras alardeadas reformas, nuestros grandes cambios sociales y nuestros descubrimientos trascendentales, los seres humanos continúan siendo enviados a unos lugares peores que el infierno, en donde son ultrajados, degradados y torturados, ya que la sociedad debe ser “protegida” de los fan­tasmas que ella misma ha creado.

La prisión, ¿una protección social?, ¿Qué mente monstruosa concibió tal idea? Es como decir que la salud se promueve mediante una epidemia.

Después de ocho meses en una prisión británica, Oscar Wilde dio al mundo su obra maestra, The Ballad of Reading Goal:

Los hechos más viles, como las venenosas malas hierbas, bien florecen en el aire de la prisión; es lo único bueno en el hombre que se consume y marchita allí. La pálida Angustia vigila la pesada puerta, y el Carcelero es la Desesperación.

La sociedad continúa perpetuando ese aire ponzoñoso, no percatándose que de ahí sólo saldrá más veneno.

Actualmente, gastamos $3.500.000 por día, $1.000.095.000 al año, para mantener las instituciones penitenciarias, y esto en un país democrático; una suma que es tan grande como los ingresos combinados del trigo, evaluado en $750.000.000 y del carbón, estimado en $350.000.000. El profesor Bushnell, de Washington D.C., ha estimado que el coste de las prisiones supera anualmente los $6.000.000.000 y el doctor G. Frank Lydston, un eminente escritor norteamericano sobre delincuen­cia, ha dado unos $5.000.000.000 anualmente como una can­tidad razonable. ¡Tales desembolsos inauditos con el objetivo de mantener un vasto ejército de seres humanos enjaulados como bestias salvajes!

Aun así, el delito está creciendo. Sabemos que en Norteamérica hay cuatro veces y medio más crímenes por cada millón de per­sonas en la actualidad que hace veinte años.

El más horrible aspecto es que nuestro delito nacional es el asesinato, no el robo, la malversación o la violación, como en el Sur. Londres es cinco veces más grande que Chicago, aunque hay ciento ochenta muertos anualmente en esta última ciudad, mien­tras sólo veinte en Londres. Aunque Chicago no es la primera ciudad en cuanto a los delitos, sólo es la séptima, encabezada por las cuatro ciudades del sur, junto a San Francisco y Los Ángeles. A la vista de tales terribles datos, parece ridículo hablar que la protección de la sociedad deriva de sus prisiones.

La mente media es lenta en aceptar una verdad, pero cuando la más minuciosa y centralizada institución, mantenida mediante un excesivo gasto nacional, ha demostrado su com­pleto fracaso social, incluso los más torpes deben comenzar a cuestionarse su derecho a existir. Perdemos el tiempo cuando nos contentamos con nuestra estructura social sólo porque lo “manda el derecho divino” o por la majestad de la ley.

La mayoría de las investigaciones sobre las prisiones, las perturbaciones y la educación en los últimos años han demos­trado de manera clara que los hombres han aprendido a buscar en lo más profundo de la sociedad, sacando a la luz las causas de la terrible discrepancia entre la vida social y la individual.

¿Por qué, entonces, son las prisiones un crimen social y un fracaso? Para responder a esta cuestión de vital importancia debemos revisar la naturaleza y causa del delito, los métodos empleados para hacerles frente, y los efectos que estos méto­dos producen al liberar a la sociedad del azote y horror de los crímenes.

Primero, sobre la naturaleza del delito:

Havelock Ellis clasifica a los delincuentes en cuatro catego­rías: el político, el pasional, el demente y el ocasional. Sostiene que el delincuente político es la víctima de un intento de un gobierno más o menos despótico que busca preservar su pro­pio estatus. No es necesariamente culpable de un delito anti­social; simplemente trata de volcar cierto orden político que en sí mismo puede ser antisocial. Esta verdad es aceptada en todo el mundo, salvo en Norteamérica, donde todavía prevalece la estúpida noción de que en una democracia no existe lugar para un delincuente político. Sin embargo, John Brown fue un cri­minal político; lo mismo que los anarquistas de Chicago o cada huelguista. En consecuencia, según Havelock Ellis, el delin­cuente político de nuestro tiempo o terruño puede ser un héroe, un mártir, un santo de otra época. Lombroso denominaba a los delincuentes políticos como los verdaderos precursores del movimiento progresista de la humanidad.

“El criminal por pasión generalmente es un hombre bien nacido y una vida honesta, quien bajo la presión de un gran e inmerecido mal, se toma la justicia por sí mismo.”

El señor Hugh C. Weir, en The Menace of the Police, cita el caso de Jim Flaherty, como un criminal pasional, quien, en vez de ser salvado por la sociedad, es transformado en un borracho y en un delincuente reincidente, con la ruina y la pobreza gol­peando a su familia como resultado.

Un tipo más patético es Archie, la víctima en la novela de Brand Whitlock, The Turn of de Balance; el gran escritor expone cómo se hace un criminal. Archie, más que Flaherty, fue conducido hacia el crimen y la muerte por la cruel inhuma­nidad de su entorno, y por la escasamente escrupulosa maqui­naria legal. Archie y Flaherty son sólo dos ejemplos entre miles, demostrando que los aspectos legales del crimen y los métodos para atajarlo ayudan a crear la enfermedad que está socavando completamente nuestra vida social.

“El demente criminal en verdad no puede ser considerado más criminal que un niño, en tanto su mentalidad es similar a la de un infante o un animal.»

La ley actualmente lo reconoce, pero sólo en raros casos de una flagrante naturaleza, o cuando la riqueza del culpable le permite el lujo de la locura criminal. Se ha puesto de moda ser una víctima de la paranoia. Pero de manera general, la “sobe­ranía de la justicia” todavía continúa castigando al demente criminal con toda la severidad de su poder. Así, el señor Ellis cita las estadísticas del doctor Ricter que demuestran que, en Alemania, ciento seis locos de ciento cuarenta y cuatro demen­tes criminales fueron condenados a severos castigos.

El delincuente ocasional “representa con diferencia el grupo más amplio de la población de nuestras prisiones, en tanto es la mayor amenaza al bienestar social”. ¿Cuál es la causa que empuja a un vasto ejército de la familia humana a cometer un crimen, que prefiere la horrorosa vida tras las paredes de la pri­sión a la vida en el exterior? Ciertamente, la causa debe ser de fuerza mayor, que conduce a sus víctimas a un callejón sin salida, ya que hasta el más depravado ser humano ama la libertad.

Esta terrorífica fuerza está condicionada en nuestro cruel ordenamiento social y económico. Esto no significa que niegue los factores biológicos, fisiológicos o psicológicos en la realiza­ción de un crimen; pero casi no existen criminólogos compe­tentes que no acepten que las influencias sociales y económi­cas son las más relevantes, los gérmenes venenosos del crimen. Aceptando incluso que existen tendencias criminales innatas, no es menos cierto que estas tendencias se ven enriquecidas por nuestro medio social.

Existe una profunda relación, mantiene Havelock Ellis, entre los crímenes entre las personas y el precio del alcohol, entre los crímenes contra la propiedad y el precio del trigo. Cita a Quetelet y Lacassagne; el primero considera a la sociedad como planificadora del crimen, y a los criminales como instrumentos que lo llevan a cabo; el último ha encontrado que “el medio social es el medio de cultivo de la criminalidad; que el criminal es un microbio, un elemento que sólo es importante cuando encuentra el medio que provoca su fermentación; cada sociedad tiene los delincuentes que se merece”.

En un período industrial muy “próspero” es imposible que el trabajador gane lo suficiente como para mantener su salud y su vigor. Y como la propiedad es, en el mejor de los casos, una condición imaginaria, miles de personas son constantemente enviadas al paro. Desde el Este al Oeste, desde el Sur al Norte, este vasto ejército de vagabundos anda en busca de trabajo o comida, y todo lo que encuentran son las casas de acogida o los barrios bajos. Aquellos quienes una chispa de amor propio prefieren el desafío directo, prefieren el crimen a la demacrada y degradada situación de la pobreza.

Edgard Carpenter estima que las cinco sextas partes de los crímenes procesables consisten en alguna violación del dere­cho de propiedad; aunque ése es un porcentaje muy bajo. Una investigación completa demostraría que nueve de cada diez crí­menes podrían vincularse, directa o indirectamente, con nues­tras injusticias económicas y sociales, por nuestro implacable sistema de explotación y robo. No hay ningún criminal tan estúpido como para no reconocer este terrible hecho, aunque no lo pueda explicar.

Una colección de filosofía criminalista, la cual ha sido reco­pilada por Havelock Ellis, Lombroso y otros eminentes hom­bres, demuestra que el sentir del criminal es tan profundo que sólo es la sociedad quien lo conduce hacia el crimen. Un ladrón milanés le comentó a Lombroso: “Yo no robo, sólo tomo del rico lo superfluo; además, ¿no roban los abogados y los mer­caderes?”. Un asesino escribió: “Sabiendo que las tres cuartas partes de las virtudes sociales son vicios cobardes, pensé que un asalto directo a un hombre rico tendría que ser menos innoble que la cauta combinación de fraudes”. Otro escribió: “Estoy prisionero por robar media docena de huevos. Los ministros, que roban millones, son honrados. ¡Pobre Italia!”. Un convicto educado, comentó al señor Davitt: “Las leyes de la sociedad están estructuradas con el objetivo de asegurar la riqueza del mundo para el poder y la especulación, privando a la porción mayor de la humanidad de sus derechos y oportunidades. ¿Por qué ellos pueden castigarme por tomar, por medios similares a los de aquellos que han tomado más de lo que les corres­pondía?”. El mismo hombre añadió: “La religión roba el alma de su independencia; el patriotismo es un estúpido culto del mundo en donde el bienestar y la paz de sus habitantes son sacrificados por aquellos que se benefician de él, mientras las leyes de la tierra, refrenando los naturales deseos, mantienen una guerra contra el espíritu manifiesto de la ley de nuestros seres. Comparado con esto”, concluye, “robar es una activi­dad honorable”.

Ciertamente, hay más verdad en este planteamiento filo­sófico que en todos los libros de leyes y de moralidad de la sociedad.

Si los factores económicos, políticos, morales y físicos son los microbios del crimen, ¿qué hace la sociedad para enfren­tarse a la situación?

Los métodos para enfrentarse al crimen, sin duda, han sufrido diversos cambios, aunque fundamentalmente, en un sentido teórico. En la práctica, la sociedad sigue teniendo el pri­mitivo motivo para hacer frente al ofensor, esto es, la venganza. También ha adoptado la perspectiva teológica, es decir, el cas­tigo; en cambio, los métodos legales y “civilizados” se basan en la disuasión o el terror y la reforma. En la actualidad podemos apreciar cómo los cuatro modos han fracasado completamente, y que no nos encontramos más cerca de la solución hoy que en las épocas más oscuras.

El impulso natural del hombre primitivo de devolver el golpe, de vengarse del mal, está fuera de lugar. En cambio, el hombre civilizado, despojado de todo valor y atrevimiento, ha delegado a una maquinaria organizada el deber de reprimir los errores, en la estúpida creencia de que el Estado está justificado para hacer lo que él ya no tiene ni la madurez ni la coherencia para llevar a cabo. El “imperio de la ley” es un producto del raciocinio; no se queda en los instintos primitivos. Su misión es de una naturaleza “superior”. En verdad, sigue los pasos de la confusa teología, la cual proclama el castigo como un medio de purificación, o la expiación indirecta del pecado. No obstante, legal y socialmente, los códigos judiciales emplean el castigo, no sólo como una aplicación de dolor frente al ofensor, sino igualmente por sus terroríficos efectos sobre los demás.

Sin embargo, ¿cuál es la verdadera base de castigo? La noción de la libre decisión, la idea de que el hombre es en todo momento un agente libre para el bien y el mal; si elige esto último, se le debe hacer pagar su precio. Aunque esta teoría desde hace mucho tiempo ha sido desacreditada y arrojada a la basura, continúa siendo aplicada diariamente por toda la maquinaria gubernamental, convirtiéndolo en el más cruel y brutal atormentador de la vida humana. La única razón para su continuidad es la aún más cruel noción de que cuanto mayor sea el terror generado por el castigo, mayor es su efecto preventivo.

La sociedad emplea los métodos más drásticos al hacer frente a los infractores sociales. ¿Por qué no los disuaden? Aunque en Norteamérica, un hombre se supone que es inocente hasta que no se demuestra su culpabilidad, los instrumentos legales, la policía, mantienen un reino del terror, llevando a cabo arres­tos indiscriminados, golpeando, apaleando e intimidando a las personas, empleando los métodos bárbaros del “tercer grado”, manteniendo a sus desafortunadas víctimas en el sucio aire de las comisarías y el aún más sucio lenguaje de sus guardianes. Aun así, los crímenes se multiplican rápidamente y la sociedad está pagando sus costes. Por otro lado, es un secreto a voces que, cuando el desafortunado ciudadano recibe la plena “cle­mencia” de la ley, y que por motivos de seguridad es recluido en el peor de los infiernos, su verdadero calvario comienza. Se le usurpan sus derechos como ser humano, degradado a un mero autómata sin decisión o sentimiento, dependiendo completa­mente de la misericordia de sus brutales guardianes, diaria­mente sufriendo un proceso de deshumanización, lo cual, com­parado con la salvaje venganza, parecería un juego de niños.

No existe ni una sola institución penal o reformatorio en los Estados Unidos en donde los hombres no sean torturados “para hacerlos mejores”, mediante los puños americanos, las porras, las camisas de fuerza, las curas de agua, el “pájaro zumba­dor” (un artilugio eléctrico que se pasa por todo el cuerpo), el aislamiento, el aislamiento y una dieta de inanición. En estas instituciones se rompe su voluntad, su alma es degradada y su espíritu dominado por la letal monotonía y la rutina de la vida del preso. En Ohio, Illinois, Pennsylvania, Missouri y en el Sur, estos horrores han sido tan flagrantes que han llegado al mundo exterior, aunque en la mayoría de las otras prisiones los mismos métodos cristianos se mantienen. Rara vez, los muros de la prisión permiten que los alaridos de las agonizantes vícti­mas puedan escaparse; las paredes de la prisión son gruesas y apagan los sonidos. La sociedad podría abolir todas las prisio­nes a la vez, con la mayor inmunidad, en vez de esperar que la protejan estas cámaras de los horrores del siglo xx.

Año tras año, las puertas de las infernales prisiones devuel­ven al mundo unos seres demacrados, deformados, sin volun­tad, los náufragos de la humanidad, con la marca de Caín en sus frentes, sus esperanzas masacradas, todas sus inclinaciones naturales frustradas. Recibiendo sólo el hambre y la crueldad, estas víctimas rápidamente recaen en el crimen como única posibilidad de existencia. No suele ser una cosa inusual encon­trarse con hombres y mujeres quienes han pasado la mitad de sus vidas –incluso casi toda su existencia– en la prisión. Conozco una mujer en Blackwell’s Island, quien había entrado y salido treinta y ocho veces; y a través de un amigo tuve cono­cimiento de un chico joven de diecisiete años, que había sido criado y cuidado en la penitenciaría de Pittsburg; nunca había conocido lo que significaba la libertad. Desde el reformatorio a la penitenciaría había sido el devenir de la vida del chico, hasta que, roto su cuerpo, murió víctima de la venganza social. Estas experiencias personales están apoyadas por los datos generali­zados que demuestran de manera aplastante la profunda inuti­lidad de las prisiones como medios de disuasión o reforma.

Las personas bienintencionadas están trabajando en la actualidad en una nueva salida para la cuestión presidiaria, recuperándolo, volviendo a dar la posibilidad al prisionero para que se convierta en un ser humano. Aunque sea encomiable, me temo que es imposible esperar buenos resultados de echar buen vino en una botella mohosa. Nada más que una completa reconstrucción de la sociedad liberará a la humanidad del cán­cer del crimen. Aun si el romo filo de nuestra conciencia social estuviera afilado, la institución penal podría recibir una nueva capa de barniz. Pero el primer paso que hay que dar es la reno­vación de la conciencia social, la cual se halla en unas condicio­nes muy ruinosas. Es lamentable que sea necesario que se tenga que reiterar el hecho de que el crimen es una cuestión de gra­dos, que todos tenemos el germen del crimen en nosotros, más o menos, conforme a nuestros pensamientos, a nuestro medio físico y social; y que el individuo criminal sólo es un reflejo de las tendencias de conjunto.

Con el despertar de la conciencia social, el individuo medio aprendería a rechazar el “honor” de ser el sabueso de la ley. Podría dejar de perseguir, despreciar y desconfiar del delin­cuente social, dándole una oportunidad para vivir y respirar entre sus compañeros. Las instituciones, por supuesto, son más difíciles de cambiar. Son frías, impenetrables y crueles; aun así, con la conciencia social motivada, podría ser posible liberar a las víctimas de la prisión de la brutalidad de los funcionarios penitenciarios, guardias y carceleros. La opinión pública es un arma poderosa; los carceleros de las víctimas humanas, incluso, le tienen miedo. Se les puede enseñar un poco de humanidad, sobre todo si se dan cuenta que sus trabajos dependen de ello.

Pero el más importante paso es exigir para los prisioneros el derecho a trabajar mientras están en la prisión, con una recom­pensa monetaria que los capacite para ahorrar un poco para el día en que sea liberados, para comenzar una nueva vida.

Es muy ridículo esperar mucho de la presente sociedad cuando consideramos que los trabajadores, los propios esclavos salariales, deben ser convictos laborales. No entraré a tratar la crueldad de esta objeción, aunque meramente trataremos de su impracticabilidad. Para empezar, la oposición mantenida por las organizaciones obreras ha sido dirigida contra molinos de vien­tos. Los prisioneros siempre serán trabajadores; sólo el Estado ha sido su explotador, así como el patrón individual ha sido el ladrón del trabajo organizado. Los Estados, o han puesto a los convictos a trabajar para el gobierno, o han cedido el trabajo del convicto a individuos privados. Veintinueve Estados siguen este último modelo. El gobierno federal y diecisiete Estados lo han descartado, como las principales naciones europeas, en tanto sobreexplotan terriblemente y abusan de los prisioneros, y por generar un interminable soborno.

“Rhode Island, el Estado controlado por Aldrich, ofrece quizás el peor ejemplo. Bajo un contrato de cinco años, firmado el 7 de julio de 1906, y con la opción el contratista privado de renovarlo por otros cinco años más, el trabajo de los presos de la Rhode Island Penitentiary y de la Providence County Jail es vendido a la Reliance-Sterling Mfg. C. a razón de la nimiedad de 25 centavos al día por cada hombre. Esta compañía, en ver­dad, es un gigantesco Trust del Trabajo Convicto, ya que igual­mente arrienda el trabajo de los convictos de las penitenciarías de Connecticut, Michigan, Indiana, Nebraska y Dakota del Sur, y de los reformatorios de New Jersey, Indiana, Illinois y Wisconsin, once establecimientos en total.

La enormidad de los sobornos en los contratos de Rhode Island puede estimarse a partir del hecho de que esta misma compañía paga 62 ½ centavos al día en Nebraska por la labor de los convictos, y que Tennessee, por ejemplo, obtiene $1,10 al día por el trabajo de un convicto en la Gray-Dudley Hardware C.; Missouri obtiene 70 centavos por día de la Star Overall Mfg. Co.; West Virginia, 65 centavos al día de la Krft Mfg. Co., y Maryland 55 centavos al día de la Oppenheim, Oberndorf & Co., fabricantes de camisetas. Esta amplia dife­rencia en los precios señala los enormes sobornos. Por ejem­plo, la Reliance-Sterling Mfg. Co. fabrica camisetas, el costos del trabajo libre no es menos de $1,20 por una docena, mien­tras paga en Rhode Island 30 centavos la docena. Además, el Estado no impone ninguna tributación a este Trust por la utilización de sus grandes factorías, ni por la energía, la cale­facción, la luz o incluso los desagües; exactamente, ningún impuesto. ¡Qué sobornos!”

Se estima en más de doce millones de dólares el valor de las camisetas de obreros y pantalones producidos anualmente en este país por el trabajo de los presidiarios. Es una industria de mujeres, y la primera reflexión que nos supone es que una inmensa cantidad de trabajo femenino libre es desplazado. La segunda consideración es que los hombres convictos, quienes deberían aprender oficios que le den una oportunidad de ser

económicamente independientes tras su liberación, son mante­nidos en estos trabajos en los cuales no tendrán ninguna posi­bilidad de conseguir ni un solo dólar. Esto es aún más serio cuando tenemos en cuenta que mucho de este trabajo se realiza en reformatorios, los mismos que, tan cacareadamente se sos­tiene, forman a sus internos para que se conviertan en ciudada­nos de provecho.

La tercera, y más importante consideración, es que los enormes beneficios así extraídos del trabajo de los convictos es un cons­tante incentivo para los contratistas para exigir de sus infelices víctimas labores más allá de sus fuerzas, y para castigarlos cruel­mente cuando su trabajo no satisfacen las excesivas exigencias.

Existen otros datos sobre la condenación de los convictos a labores con las cuales no podrán esperar ganarse la vida tras su liberación. Por ejemplo, Indiana es un Estado que ha hecho gran­des alardes sobre su situación pionera en las modernas mejoras penales. Así, de acuerdo con el informe redactado en 1808, por las escuelas de capacitación de sus “reformatorios”, 135 estaban vinculados con la manufactura de cadenas, 207 en camisas y 255 en fundiciones; un total de 597 en tres ocupaciones. Aunque en estos denominados reformatorios, existían 59 oficios entre los internados, 39 de los cuales estaban vinculados con las activida­des agrarias. Indiana, como otros Estados, manifiesta que está formando a los internados en sus reformatorios en oficios con los cuales podrán ser capaces de ganarse la vida cuando sean libera­dos. En realidad, los ponen a trabajar haciendo cadenas, cami­sas y escobas, esto último para beneficio de la Louisville Nancy Grocery Co. La fabricación de escobas es un negocio completa­mente monopolizado por los ciegos, la realización de camisas por las mujeres, y sólo hay una fábrica de cadenas en el Estado, y en ésta, un convicto liberado no puede esperar conseguir trabajo. Toda la cuestión es una cruel farsa.

Por tanto, si los Estados pueden ser instrumentalizados para robar a sus desvalidas víctimas con tales tremendos beneficios, ¿no va siendo hora de que las organizaciones obreras detengan sus infundados alaridos e insistan en una decente remunera­ción para el convicto, como las organizaciones obreras exigen para ellas mismas? Por esta vía, los trabajadores pueden acabar con el germen que hace a los prisioneros unos enemigos de los intereses del trabajo. He afirmado anteriormente que miles de convictos incompetentes y sin formación, sin medios de sub­sistencia, son devueltos a la sociedad anualmente. Estos hom­bres y mujeres deben subsistir, ya que incluso un ex convicto tiene necesidades. La vida en la prisión los ha hecho, por tanto, seres antisociales, las intransigentes puertas cerradas que se encontrarán cuando sean liberados no parece que disminuyan sus resentimientos. El inevitable resultado es que formarán un núcleo favorable de donde obtener esquiroles, rompehuelgas, detectives y policías, predispuestos a llevar a cabo las órdenes de sus amos. De esta manera, las organizaciones obreras, por su estúpida oposición al trabajo en las prisiones, traiciona sus propios fines. Están ayudando a crear los humos venenosos que ahogan cada intento de mejora económica. Si los trabajadores quisieran evitar estos efectos, deberían insistir en el derecho del convicto a trabajar, considerándolo como un hermano, incor­porándolo a sus organizaciones y con su ayuda encaminarlo contra el sistema que a ambos aplasta.

Por último, pero no menos importante, está la comprensión de la barbaridad y de la inadecuación de la cadena perpetua. Aquellos que creen en el cambio, y seriamente tienen ese pro­pósito, están llegando rápidamente a la conclusión de que el hombre debe tener la oportunidad para enmendarse. ¿Y cómo lo va a hacer con diez, quince o veinte años de encarcelamiento frente a él? La esperanza de la libertad y de una oportunidad es el único incentivo para vivir, especialmente en la vida de los presos. La sociedad, que ha pecado tanto contra él, ha de dejarle eso por lo menos. No soy tan optimista para creer que esto ocurra, o que algún cambio real en esa dirección tenga lugar, mientras las condiciones que engendran tanto al prisio­nero como al carcelero no sean abolidas para siempre.

¡Fuera de su boca una roja, una rosa roja! ¡Fuera de su corazón una blanca! Para quien pueda decirme mediante que extraño camino Cristo trae su voluntad a la luz En tanto el árido bastón que porta el peregrino Florece a la vista del gran Papa.

Emma Goldman
Anarchism and other essays, Mother Earth Publishing Association, 1911

 

¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio