Anarquismo: sus aspiraciones y propósitos – Rudolf Rocker

Rudolf RockerEl anarquismo es una corriente intelectual bien definida en la vida de nuestro tiempo, cuyos partidarios propugnan la abolición de los monopolios económicos y de todas las instituciones coercitivas, tanto políticas como sociales, dentro de la sociedad. En vez del presente orden económico capitalista, los anarquistas desean el establecimento de una libre asociación de todas las fuerzas productivas, fundada en el trabajo cooperativo, cuyo único móvil sea la satisfacción de las necesidades de cada miembro de la sociedad, descartando en lo futuro todo interés especial de las minorías privilegiadas en la unidad social. En lugar de las actuales organizaciones del Estado, con su inerte mecanismo de instituciones políticas y burocráticas, los anarquistas aspiran a que se organice una federación de comunidades libres, que se unan unas a otras por intereses sociales y económicos comunes y que solventen todos sus asuntos por mutuo acuerdo y libre contrato.

A todo el que examine, de una manera profunda, el desenvolviemiento económico y político del presente sistema social le será fácil reconocer que tales objetivos no nacen de las ideas utópicas de unos cuantos innovadores imaginativos, sino que son consecuencia lógica de un estudio a fondo del presente desbarajuste social, que a cada nueva fase de las actuales condiciones sociales se pone en evidencia de manera más palmaria y nociva. El moderno monopolio, el capitalismo y el Estado, no son más que los últimos términos de un desarrollo que no podía culminar en otros resultados.

El enorme desarrollo de nuestro vigente sistema económico, que lleva a una inmensa acumulación de la riqueza social en manos de las minorías privilegiadas y al continuo empobrecimiento de las grandes masas populares, preparó el camino para la presente reacción política y social, favoreciéndola en todos sentidos. Ha sacrificado los intereses generales de la sociedad humana a los intereses privados e individuales y, con ello, minó sistemáticamente las relaciones de hombre a hombre. No se tuvo presente que la industria no es un fin en sí misma, sino que debiera constituir el medio de asegurarle al hombre su sostén y hacerle accesibles los beneficios de una actividad intelectual superior. Allí donde la industria lo es todo y el hombre no es nada, comienza el reino de un despiadado despotismo económico, cuya obra no es menos desastrosa que la de cualquier despotismo político. Ambos se dan mutuo auge y se nutren en la misma fuente.

La dictadura económica de los monopolios y la dictadura política del Estado totalitario son ramas producidas por idénticos objetivos sociales, y los rectores de ambas tienen la presunción de intentar la reducción de todas las incontables manifestaciones de la vida social al ritmo deshumanizado de la máquina y afinar todo lo que es orgánico según el tono muerto del aparato político. El moderno sistema social ha dividido internamente, en todos los países, el organismo social en clases hostiles, y en lo exterior, ha roto el círculo de la cultura común en naciones enemigas, de suerte que ambas, clases y naciones, se enfrentan unas a otras con franco antagonismo, y en su constante lucha tienen la vida social de la comunidad sometida a continuas convulsiones. La última gran guerra (*) y los terribles efectos subsiguientes, que no son sino la resultante de las luchas por el poder económico y político, unido todo ello al constante temor a la guerra, temor que hoy atenaza a todos los pueblos, son consecuencia lógica de este insostenible estado de cosas que ha de arrastrarnos, indudablemente, a una catástrofe universal, si el desenvolvimiento social no toma otro rumbo a tiempo. El mero hecho de que la mayoría de los Estados se vean obligados hoy día a gastar del cincuenta al setenta por ciento de sus ingresos anuales en eso que se llama la defensa nacional y en la liquidación de viejas deudas de guerra, es clara demostración de lo insostenible del presente estado de cosas, y debiera ser bastante para revelar a todo el mundo que la presunta protección que el Estado ofrece al individuo, cuesta demasiado cara.

El poder, que crece cada vez más, de una burocracia desalmada y política que inspecciona y salvaguarda la vida del hombre, desde la cuna al sepul cro, está poniendo cada día mayores trabas en el camino de la cooperación solidaria entre los seres humanos y estrangulando toda posibilidad de nuevo desarrollo. Un sistema que en todos los actos de su vida sacrifica, en efecto, el bienestar de vastas zonas de población y de naciones enteras a la egoísta apetencia de poder y de intereses económicos de unas reducidas minorías, está necesariamente condenado a disolver todos los lazos y a promover una guerra incesante de cada uno contra todos. Este sistema no ha servido más que para prepararle el camino a esa gran reacción intelectual y social llamada fascismo, que va mucho más allá que las seculares monarquías absolutas en su obsesión del poder, tratando de someter todas las esferas de la actividad humana al control del Estado. Así como la teología hace que las religiones proclamen que Dios lo es todo y el hombre nada, así también esa moderna teocracia política pretende que el Estado lo sea todo y el ciudadano para nada cuente. Y de la misma manera que, ocultas tras «la voluntad de Dios», descubrimos a las minorías privilegiadas, así, amparado bajo la «voluntad del Estado», hallamos exclusivamente el interés egoísta de los que se consideran llamados a interpretar esa voluntad, tal como ellos la entienden, e imponerla forzadamente al pueblo.

Las ideas anarquistas aparecen en todos los períodos conocidos de la Historia, por más que en este sentido quede aún mucho terreno por explorar. Las hallamos en el chino Lao-Tse -«El Camino»- y en los últimos filósofos griegos, los hedonistas y los cínicos, como en otros defensores del llamado «derecho natural», especialmente en Zenón, quien, situado en el punto opuesto al de Platón, fundó la escuela de los estoicos. Hallaron expresión en las enseñanzas del gnóstico Carpócrates de Alejandría y ejercieron innegable influencia so bre ciertas sectas cristianas de la Edad Media, en Francia, Alemania y Holanda, todas las cuales cayeron víctimas de salvajes persecuciones. Hallamos un recio campeón de esas ideas en la historia de la Reforma bohemia, en Piotr Chelcicky, quien en su obra «Las redes de la Fe» sometió a la Iglesia y al Estado al mismo juicio que les aplicará más tarde Tolstoi. Entre los grandes humanistas destaca Rabelais, con su descripción de la feliz abadía de Théléme -«Gargantúa»- donde ofrece un cuadro de la vida, libre de todo freno autoritario. Sólo citaré aquí, entre otros muchos precursores, a Diderot, cuyos voluminosos escritos se encuentran profusamente sembrados de expresiones que revelan a una inteligencia verdaderamente superior, que supo sacudirse todos los prejuicios autoritarios.

Sin embargo, estaba reservado a una época más reciente de la Historia el dar clara forma a la concepción anarquista de la vida y relacionarla directamente con los procesos de la evolución social. Y esta realización tuvo efecto por vez primera en la obra magníficamente concebida de William Godwin: «Sobre la justicia política y su influencia en la virtud y en la felicidad generales» (Londres, 1793). Puede decirse que la obra de Godwin es el fruto sazonado de aquella larga evolución de conceptos de radicalismo político y social que en Inglaterra sigue una trayectoria ininterrumpida desde George Buchanan, de la que son hitos ciertos Richard Hooker, Gerard Winstanley, Algernon Sidney, John Locke, Robert Wallace y John Bellers, hasta Jeremiah Bentham, Joseph Priestley, Richard Price y Thomas Paine.

Godwin reconoce de una manera diáfana que la causa de los males sociales radica, no en la forma que adopte el Estado, sino en la misma existencia de ésta. Y así como el Estado ofrece una verdadera caricatura de sociedad genuina, así también hace de los seres que se hallan bajo su guarda constante meras caricaturas de sí mismos, obligándoles a reprimir en todo momento sus naturales inclinaciones y amarrándoles a cosas que repugnan a sus íntimos impulsos. Sólo de esta manera se pueden moldear seres humanos según el tipo establecido de los buenos súbditos. El hombre normal que no estuviera mediatizado en su natural desarrollo, modelaría según su personalidad el ambiente que le rodea, de acuerdo con sus íntimos sentimientos de paz y libertad.

Pero al mismo tiempo Godwin reconoce que los seres humanos no pueden convivir de manera libre y natural si no se producen las condiciones económicas adecuadas y si no se evita que el individuo sea explotado por otro, consideración ésta que los representantes de casi todos los radicalismos políticos fueron incapaces de hacerse. De aquí que se vieran forzados a hacer cada vez mayores concesiones al Estado que habían querido reducir a la mínima expresión. La idea de Godwin de una sociedad sin Estado suponía la propiedad social de toda la riqueza natural y social y el desenvolvimiento de la vida económica por la libre cooperación de los productores: en este sentido puede decirse que fue el fundador del anarquismo comunista que cobró realidad más tarde.

La obra de Godwin ejerció vigorosa influencia en los círculos más avanzados del proletariado británico y entre lo más selecto de la intelectualidad liberal. Y lo que es más importante, contribuyó a dar al joven movimiento socialista inglés, que halló sus más cuajados exponentes en Robert Owen, John Gray y William Thompson, ese inequívoco carácter libertario que le caracterizó durante mucho tiempo y que nunca llegó a tener en Alemania ni en otros muchos países.

Pero muchísimo mayor fue la influencia ejercida en el desenvolvimiento de la teoría anarquista por Pierre-Joseph Proudhon, uno de los escritores mejor dotados intelectualmente y de talento más diverso que puede ofrecer el socialismo moderno. Proudhon estaba completamente arraigado en la vida social e intelectual de su época y esta posición le inspiró todas las cuestiones de que hubo de ocuparse. Por consiguiente no se le debe juzgar, como han hecho incluso muchos de sus discípulos, por sus postulados prácticos especiales, nacidos de las necesidades de la hora. Entre todos los pensadores socialistas de su tiempo es el que tuvo una comprensión más profunda de la causa del desarreglo social y el que, al mismo tiempo, tuvo una visión más amplia. Se erigió en contrincante declarado de todos los sistemas y vio en la evolución social el acicate eterno que mueve hacia nuevas y más elevadas formas de vida intelectual y social, y sustentaba la convicción de que esta evolución no puede estar sujeta a ninguna fórmula abstracta definida.

Proudhon se opuso a la influencia de la tradición jacobina que dominaba el pensamiento de los demócratas franceses y de la mayoría de los socialistas de la época, en forma no menos resuelta que la intromisión del Estado central y el monopolio en los naturales procesos de adelanto social. Consideraba que la gran tarea de la revolución del siglo XIX consistía en librar a la sociedad de esas dos excrecencias cancerosas. Proudhon no era comunista. Condenaba la propiedad como privilegio que es de la explotación, pero reconocía la propiedad de los instrumentos de trabajo entre todos, practicada por medio de grupos industriales, relacionados entre sí por libre contrato, a condición de que no se hiciera uso de este derecho para explotar a otros y mientras se asegurase a cada persona el producto íntegro de su trabajo individual. Esta organización, fundada en la reciprocidad -mutualidad-, garantiza el goce de igualdad de derechos a cada cual, a cambio de una igualdad de servicio. El promedio del tiempo de trabajo empleado en la elaboración de todo producto, da la medida de su valor y es la base para el intercambio. Por este procedimiento, al capital se le priva de su poder usurario y se ata completamente al esfuerzo del trabajo. Poniéndosele así al alcance de todos, deja de ser instrumento de explotación.

Esta forma de economía hace que resulte superfluo todo engranaje político coercitivo. La sociedad se convierte en una liga de comunidades libres que ordenan sus asuntos de acuerdo con las necesidades, por sí mismas, o asociadas a otras, y en las cuales la libertad del hombre no tiene una limitación en la libertad igual de los demás, sino su seguridad y confirmación. «Cuanto más libre, independiente y emprendedor sea el individuo en una sociedad, tanto mejor para ésta.» Esta organización del federalismo en la que Proudhon veía el porvenir inmediato de la humanidad, no sienta limitaciones definidas contra las posibilidades de ulterior desarrollo, y ofrece las más amplias perspectivas a todo individuo y para toda actividad social. Partiendo del punto de vista de la federación, Proudhon combatió asimismo las aspiraciones al unitarismo político del entonces naciente nacionalismo, sobre todo ese nacionalismo que tuvo sus más vigorosos apologistas en Mazzini, Garibaldi, Lelewel y otros. También en este aspecto tuvo una visión más clara que la mayoría de sus contemporáneos. Proudhon ejerció una fuerte influencia en el desarrollo del socialismo, influencia que se dejó sentir de manera especial en los países latinos. Pero el así llamado anarquismo individualista que tan valiosos exponentes tuvo en los Estados Unidos, como Josiah Warren, Stephen Pearl Andrews, William B. Greene, Lisander Spooner, Francis D. Tandy y, en forma sumamente notable, en Benjamin R. Tucker, siguió esas mismas directrices generales, aunque ninguno de sus representantes llegara a la amplitud de visión de Proudhon.

El anarquismo halló una expresión única en el libro de Max Stirner (Johann Kaspar Schmidt) «El único y su propiedad», libro que, es cierto, cayó muy pronto en el olvido y no ejerció ninguna influencia en el movimiento anarquista como tal, pero cincuenta años más tarde fue objeto de una inesperada rehabilitación. La obra de Stirner es eminentemente filosófica y en ella se señala la dependencia del hombre, de los llamados altos poderes, a lo largo de todos sus torcidos caminos, manifestándose el autor sin la menor timidez al deducir consecuencias del conocimiento obtenido en la meditación. Es el libro de un insumiso resuelto y consciente que no hace la más leve concesión de reverencia a ninguna autoridad, por encumbrada que se halle, con lo cual estimula enérgicamente a pensar con independencia.

El anarquismo tuvo un campeón viril, de robusta energía revolucionaria, en Mijaíl Bakunin, que tomó pie en las enseñanzas de Proudhon, pero que las extendió al terreno económico, cuando, con el ala izquierda, colectivista, de la Primera Internacional, salió en defensa de la propiedad colectiva de la tierra y de todos los medios de producción, propugnando quedarse reducida la propiedad privada al producto íntegro del trabajo individual. Bakunin era también un contrincante del comunismo, que en su tiempo tenía un carácter netamente autoritario, como el que ha tomado en la actualidad el bolchevismo. En uno de sus cuatro discursos pronunciados en el Congreso de la Liga para la Paz y la Libertad, en Berna (1868), dijo así:

«No soy comunista porque el comunismo concentra y hace absorber todas las potencias de la sociedad en el Estado, porque llega necesariamente a la centralización de la propiedad en manos del Estado, mientras que yo quiero la abolición del Estado, la extirpación radical de ese principio de la autoridad y de la tutela del Estado, que, con el pretexto de moralizar y de civilizar a los hombres, los ha sometido hasta este día, explotado y depravado.»

Bakunin era un revolucionario decidido y no creía en amigables reajustes del conflicto de clases planteado. Veía que las clases gobernantes se oponían, ciega y tercamente, a la más ligera reforma social, y por consiguiente no creía posible la salvación, a no ser por medio de una revolución social internacional que aboliese todas las instituciones eclesiásticas, políticas, militares y burocráticas del vigente sistema social y que las sustituyese por una federación de asociaciones libres de trabajadores que proveerían a las exigencias de la vida cotidiana. Y puesto que creía, como tantos otros contemporáneos suyos, que la revolución no sería a largo plazo, consagró toda su vasta energía a combinar el mayor número posible de elementos genuinamente revolucionarios y libertarios, dentro y fuera de la Internacional, a salvaguardar la revolución inminente contra toda dictadura, contra toda regresión a las antiguas condiciones sociales. Así es como vino a ser, en un sentido muy especial, el creador del moderno movimiento anarquista.

También halló el anarquismo un apologista valiosísimo en Piotr Kropotkin, quien se impuso la tarea de aplicar los adelantos de las ciencias naturales al desarrollo de los conceptos sociológicos del anarquismo. Con su ingenioso libro «El apoyo mutuo, factor de la evolución», se alistó entre los que combatían el llamado «darwinismo social», cuyos adictos trataban de demostrar que era inevitable mantener las vigentes condiciones sociales, según la teoría darwiniana de la lucha por la existencia, elevando el principio de la lucha del más fuerte contra el débil a la categoría de ley de hierro sobre todos los procesos naturales, incluso aquellos a los cuales el hombre se halla sujeto. En realidad, semejante concepto estaba grandemente influido por la doctrina maltusiana, según el cual la que podríamos llamar carta de la vida no está extendida para todos los seres y, por consiguiente, los no necesarios se tendrán que resignar a aceptar los hechos tal como son.

Kropotkin demostró que esta manera de concebir la naturaleza como un campo de guerra desenfrenada es presentar en caricatura la vida real, y que paralelamente a la brutal lucha por la existencia, que se libra a diente y uña, hay otro principio en la naturaleza, cuya expresión es la combinación social de las especies más débiles y el mantenimiento de las razas merced a la evolución de los instintos sociales y de la mutua ayuda.

En este sentido, no es el hombre el creador de la sociedad, sino la sociedad la creadora del hombre, pues éste recibió por herencia, de las especies que le precedieron, el instinto social que fue lo único que le permitió mantenerse en su medio, primero contra la superioridad física de otras especies, y de llegar a asegurarse un nivel de desarrollo no soñado. Esta segunda interpretación de la lucha por la existencia es, sin comparación, muy superior a la primera, como lo comprueba la rápida regresión de las especies que carecen de vida social y que sólo cuentan con su fuerza física. Este punto de vista, que en la actualidad es cada día más ampliamente aceptado, en las ciencias naturales y en las investigaciones sociales, abrió horizontes completamente nuevos a la especulación relativa a la evolución humana.

Lo cierto es que, incluso bajo el peor de los despotismos, la mayor parte de las relaciones personales del hombre con sus compañeros se ordena mediante el libre acuerdo y la cooperación solidaria, sin lo cual no cabría ni pensar en la vida social. Si así no fuera, ni la ordenación coercitiva más violenta por parte del Estado sería capaz de mantener el ritmo social ni siquiera un solo día. Sin embargo, estas naturales formas de conducta que surgen de lo más hondo de la condición humana se hallan hoy constantemente intervenidas y contrahechas por efecto de la explotación económica y de la vigilancia gubernamental, representación en la sociedad humana de la lucha por la existencia que tiene que superar el hombre por la otra forma de convivencia cifrada en la mutua ayuda y la libre cooperación. La conciencia de la responsabilidad personal y ese otro bien inestimable que ha llegado al hombre por herencia desde lo remoto de los tiempos, la capacidad de simpatía con los demás, en la que toda ética social y todas las ideas sociales de justicia tienen su origen, alcanzan un mayor desarrollo en el clima de la libertad.

También, como Bakunin, era Kropotkin un revolucionario. Pero el segundo, lo mismo que Élisée Reclus y tantos otros, veía en la revolución una fase especial del proceso revolucionario, fase que se presenta cuando las nuevas aspiraciones sociales se hallan tan reprimidas por la autoridad en su natural desarrollo, que tienen que hacer saltar la vieja cáscara por la violencia para luego poder funcionar como nuevos factores de la vida humana. En contraste con Proudhon y Bakunin, Kropotkin aboga por la propiedad en común, no sólo de los medios de producción, sino de los productos del trabajo, pues opina que, dado el actual estado de la técnica, no es posible justipreciar el valor exacto del trabajo realizado por el individuo, pero que, en cambio, en virtud de una orientación racional de nuestros modernos métodos de trabajo será posible asegurarles a todos una equitativa abundancia. El comunismo anarquista que antes fue ya recomendado con vehemencia por Joseph Dejacque, Élisée Reclus, Errico Malatesta, Carlo Cafiero y otros, y por el que hoy abogan la inmensa mayoría de los anarquistas, tuvo en él uno de sus más brillantes exponentes.

Debe ser mencionado también Lev Tolstoi, quien, partiendo de la cristiandad primitiva y fundándose en los principios éticos formulados en los Evangelios, llegó a concebir la idea de una sociedad sin instituciones rectoras.

Es común a todos los anarquistas el deseo de librar a la sociedad de las instituciones coercitivas que se interponen en el camino del desarrollo de una humanidad libre. En este sentido, el mutualismo, el colectivismo y el comunismo no deben ser considerados como sistemas cerrados que no permitan un ulterior desenvolvimiento, sino simplemente como postulados económicos en cuanto a medios para salvaguardar a una comunidad libre. Probablemente en la sociedad futura se darán diversas formas coexistentes de cooperación económica, pues todo progreso social es inseparable de esa libre experimentación y prueba práctica para las cuales, en una sociedad de comunidades libres, se hallarán las oportunidades más propicias.

Lo mismo puede decirse de los distintos métodos de anarquismo. Muchos anarquistas en la actualidad están convencidos de que la transformación social de la organización humana no será posible efectuarla sin violentas convulsiones revolucionarias.

La violencia de tales convulsiones depende, naturalmente, de la fuerza de resistencia que las clases gobernantes sean capaces de oponer a la realización de las nuevas ideas. Cuanto más amplios sean los círculos que se inspiren en la idea de la organización social según el espíritu de la libertad y el socialismo, tanto menos agudos serán los dolores en el alumbramiento de la próxima revolución social.

En el moderno anarquismo vemos la confluencia de las dos grandes corrientes que durante la Revolución francesa, y a partir de la misma, tomaron su expresión característica en la vida intelectual de Europa: socialismo y liberalismo. El moderno socialismo se desarrolló cuando observadores sagaces de la vida social empezaron a ver con una claridad cada vez mayor que las constituciones políticas y los cambios en la forma de gobierno no llegarían jamás al fondo de ese gran problema que llamamos «la cuestión social». Sus defensores reconocieron que una nivelación social de los seres humanos, a despecho de las más hermosas proposiciones teóricas, no es posible en tanto subsistan las diferencias de clases, a base de lo que poseen, o de lo que no poseen, privadamente, clases que por sí mismas destruyen de antemano toda idea de comunidad genuina. Y así ganó terreno el asentimiento a la idea de que sólo por medio de la supresión del monopolio económico y por el establecimiento en común de la propiedad de los medios de producción, en suma, mediante una completa transformación de todas las condiciones económicas e instituciones sociales ligadas a las mismas, se conciben unas circunstancias de justicia social, un estatuto en virtud del cual la sociedad se convierta en una comunidad auténtica y en que el trabajo no sirva ya para fines de explotación, sino para garantizar a todos la abundancia. Pero en cuanto el socialismo comenzó a reunir sus fuerzas y se convirtió en un movimiento, inmediatamente se advirtieron diferencias de criterio, debidas a la influencia de medios sociales distintos, según los países. Es un hecho que todos los conceptos políticos, desde la teocracia al cesarismo y a la dictadura, han afectado a ciertas fracciones dentro del movimiento socialista. Sin embargo, son dos las grandes corrientes de pensamiento político que han tenido una significación decisiva en el desarrollo de las ideas socialistas: el liberalismo, que estimuló enérgicamente las inteligencias avanzadas en los países anglosajones y de una manera particular en España, y la democracia en el último sentido, al que Rousseau diera expresión en su «Contrato Social» y que tuvo sus represntantes más influyentes en el jacobinismo francés. Mientras el liberalismo, en su teorización social, partió del individuo y aspiró a limitar al mínimo posible la actuación del Estado, la democracia partió de un concepto relativo abstracto, el «sentir general» de Rousseau, y cristalizó en el Estado nacional.

Liberalismo y democracia eran conceptos eminentemente políticos, y, puesto que la mayoría de prosélitos de uno y otra eran partidarios de mantener el derecho de propiedad en el sentido antiguo, todos ellos tuvieron que renunciar a aquellas ideas cuando el desenvolvimiento económico tomó un rumbo que difícilmente podía ser conciliado con los principios originarios de democracia y menos aún con los de liberalismo. Tanto la democracia, con su lema de «igualdad de todos los ciudadanos ante la ley», como el liberalismo con su «derecho del hombre a su personalidad», naufragaron en medio de las realidades de la conformación capitalista. Siendo así que millones de seres humanos se veían forzados en todos los países a venderle su capacidad para el trabajo a una reducida minoría de propietarios, expuestos a hundirse en la más odiosa miseria si no encontraban compradores para su mano de obra, la llamada «igualdad ante la ley» resultaba sencillamente un piadoso fraude, puesto que las leyes las hacen los mismos que se hallan en posesión de la riqueza social. Pero al mismo tiempo tampoco puede hablarse de «derecho de sí mismo», ya que este derecho termina en el punto en que se ve uno obligado a someterse al dictado económico de otro, so pena que prefiera morir de consunción.

El anarquismo tiene de común con el liberalismo la idea de que la prosperidad y la felicidad del individuo deben ser la norma de todas las cuestiones sociales. Y ofrece la coincidencia con los grandes exponentes del pensamiento liberal, de que las funciones gubernamentales deben reducirse al mínimo. Sus propugnadores se atienen a esta idea hasta sus últimas consecuencias lógicas, y se proponen hacer que desaparezcan de la vida social todas las instituciones que suponen un poder político. Si Jefferson reviste y envuelve el concepto básico del liberalismo en las siguientes palabras: «El mejor gobierno es el que gobierna menos», los anarquistas dicen con Thoreau: «El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto».

Con los fundadores del socialismo, los anarquistas reclaman la abolición de todos los monopolios económicos y la propiedad en común del suelo y de todos los medios de producción, cuyo uso ha de ser asequible a todos sin distinción, puesto que la libertad individual y social no se concibe más que a base de la igualdad de las ventajas económicas para todos. Dentro del movimiento socialista propiamente dicho, el anarquista representa el punto de vista de que la guerra contra el capitalismo debe ser al mismo tiempo una guerra contra todas las instituciones de poder político, pues la Historia demuestra que la explotación económica ha ido siempre de la mano de la opresión política y social. La explotación del hombre por el hombre y el dominio del hombre sobre el hombre, son cosas inseparables que se condicionan mutuamente.

Mientras dentro de la sociedad se enfrenten irreconciliablemente un grupo de seres con propiedad y otro de desposeídos, el Estado será indispensable a la minoría posesora para la protección de sus privilegios. Cuando esta condición de injusticia social sea descartada, dando lugar a un orden de cosas más elevado, en el cual no sean reconocidos derechos especiales y que tenga como postulado básico la comunidad de los intereses sociales, el gobierno sobre el hombre tendrá que dejar paso a la administración de los negocios económicos y sociales o, para decirlo con frase de Saint-Simon: «Día llegará en que el arte de gobernar a los hombres desaparezca. Otro arte surgirá en su lugar: el de administrar las cosas».

Y aquí viene la teoría sostenida por Marx y sus discípulos de que el Estado, en forma de dictadura del proletariado, es un grado transitorio, inevitable, en el cual el Estado, después de extirpar todos los conflictos de clase, se disolverá por sí mismo y desaparecerá por el foro. Este concepto que mixtifica completamente la verdadera índole del Estado y la significación histórica de ese factor que es el poder político, no es más que una resultante lógica del llamado materialismo económico, que en todos los fenómenos de la Historia ve meramente los inevitables efectos de los métodos de producción de la época. Bajo la influencia de esta teoría el pueblo llegó a considerar las distintas formas de Estado y de todas las demás instituciones sociales como una «superestructura jurídica y política» sobre el «edificio de la economía» social, y creyó que había hallado en esta teoría la clave de todos los procesos históricos. En realidad, cada zona de la Historia nos ofrece millares de ejemplos de la forma como el desarrollo económico de un país sufrió un retroceso de siglos y la caída forzosa a formas prescritas, a causa de las pugnas particularistas por la conquista del poder político.

Antes de la preponderancia de la monarquía eclesiástica, España fue el país de Europa más adelantado industrialmente y ocupaba el primer lugar en casi todos los campos de la producción. Pero un siglo después del triunfo de la monarquía cristiana, la mayor parte de sus industrias habían desaparecido. Lo que de ellas sobrevivió, se hallaba en las condiciones más desdichadas. En muchas de las industrias se retrocedió a los más rudimentarios procedimientos de producción. La agricultura se paralizó, los canales y las vías fluviales quedaron en estado ruinoso y vastas regiones del territorio se convirtieron en yermos. Hasta el presente, España no se ha recuperado de aquel retroceso. Las aspiraciones de una casta particular al poder político mantuvieron por siglos la depresión del desenvolvimiento económico del país.

El absolutismo principesco en Europa, con sus necias «ordenanzas económicas» y su «legislación industrial», que castigaba severamente toda desviación de los métodos de producción prescritos y no permitía los inventos, bloqueó el progreso industrial de Europa durante varios siglos, impidiendo su natural desarrollo. ¿Y no fueron consideraciones con miras al poder político las que, después de la guerra mundial, han venido frustrando constantemente toda posible solución de la crisis económica universal, entregando el porvenir de todos los países a manos de generales que representan la comedia política, o de aventureros políticos? ¿Quién afirmaría que el moderno fascismo es una consecuencia inevitable del desenvolvimiento económico?

En Rusia, no obstante, donde la llamada «dictadura del proletariado» ha cuajado en realidad, las aspiraciones de determinado partido al poder político han impedido se efectuara una verdadera reconstrucción económica socialista y han sometido por la fuerza a un país a la esclavitud de un aplastador capitalismo de Estado. La «dictadura del proletariado», en la que los espíritus triviales creen ver el mero paso inevitable por un estado de transición, ha llegado a desarrollarse hoy en proporciones de un despotismo espantoso, que no le va en zaga a la tiranía de los Estados fascistas.

La afirmación de que el Estado debe prevalecer mientras haya conflictos de clase y clases que los provoquen, se desvanece por sí sola y suena a broma pesada si se la considera a la luz de las enseñanzas de la Historia. Todo tipo de poder político presupone alguna forma especial de esclavitud humana que dicho poder está llamado a conservar. Y así como en el orden exterior, en relación con otros Estados, el Estado tiene que crear ciertos antagonismos artificiales con objeto de justificar su existencia, así también en el orden interior la escisión del cuerpo social en castas, rangos y clases es condición esencial de su continuidad. El Estado no es capaz más que de proteger viejos privilegios y crear otros nuevos: esto colma toda su razón de ser.

Un Estado surgido de una revolución social puede poner fin a los privilegios de las viejas clases dirigentes, pero no lo puede hacer más que instalando inmediatamente en lugar de aquéllas una nueva clase privilegiada, de la que necesitará para mantenerse en el ejercicio de sus funciones de gobierno. El desarrollo de la burocracia bolchevique en Rusia, bajo la llamada dictadura del proletariado -que nunca ha sido más que la dictadura de una camarilla sobre el proletariado y la totalidad del pueblo ruso-, es sencillamente un ejemplo más de lo que la experiencia ha registrado incontables veces en la Historia. Esta nueva clase gobernante que hoy está convirtiéndose rápidamente en una nueva aristocracia, se sitúa aparte de las grandes masas de obreros y campesinos rusos, lo mismo que lo están las castas privilegiadas y las clases en otros países con relación al pueblo.

Podrá tal vez objetarse que la nueva comisariocracia rusa no puede ponerse en un mismo plano de comparación con las poderosas oligarquías financiera e industrial de los Estados capitalistas. Pero esta objeción carece de consistencia. No son las proporciones ni la amplitud del privilegio lo que cuenta, sino sus efectos inmediatos sobre el promedio de los seres en la vida cotidiana. El trabajador norteamericano que bajo condiciones de trabajo de un relativo decoro, gana lo bastante para alimentarse, vestir y tener casa en que habitar humanamente, y que además tiene un margen sobrante para gastarlo en entretenientos, no puede tener, ante el hecho de que los Mellon y Morgan posean millones, el mismo resentimiento con que el hombre que gana apenas para cubrir las más indispensables necesidades ve los privilegios de una pequeña casta de burócratas, aunque éstos no sean millonarios. Unas gentes que apenas obtienen suficiente pan duro para satisfacer el hambre; que viven en mezquinas habitaciones, a menudo compartidas a la fuerza con seres extraños, y que, si fuera poco, se ven forzados a trabajar según un sistema de producción acelerada que eleva su capacidad de rendimiento al máximo, han de sentirse mucho más contrarios a los privilegios de una clase superior a la que nada le falta, que sus camaradas de condición de los países capitalistas. Y esta situación es más insoportable aún cuando un Estado despótico les niega a las clases inferiores el derecho a quejarse de las condiciones en que se hallan, pues la menor protesta puede acarrear el peligro de muerte.

Pero un grado superior de igualdad política al de Rusia, tampoco sería garantía contra la opresión política y social. Y esto es precisamente lo que el marxismo y las demás escuelas del socialismo autoritario no han comprendido nunca. Incluso en la cárcel, en los cuarteles, en el claustro, vemos un grado bastante alto de igualdad económica, pues todos los que forman la reclusión disponen de igual vivienda, igual comida, uniforme único e idénticas tareas. El antiguo imperio incaico, en el Perú, y las instituciones de los jesuitas en el Paraguay habían otorgado iguales condiciones económicas a todos los individuos, bajo un régimen fijo, y no obstante, prevalecía bajo aquellos regímenes el más inicuo despotismo, y el individuo no era más que un autómata que se movía a gusto de una voluntad superior, sobre cuyas decisiones no tenía la más leve influencia. No le faltaba razón a Proudhon al ver, en un «socialismo» sin libertad, la peor forma de esclavitud. El dictado de la justicia social no puede tener adecuado desenvolvimiento y llegar a ser efectivo, si se produce a expensas del sentido de libertad personal y no se funda en él. En otras palabras, el socialismo será libre, o no será de ninguna manera. En el reconocimiento de este hecho radica la profunda y genuina justificación de la existencia del anarquismo.

En la vida de la sociedad, las instituciones desempeñan las mismas funciones que los órganos en las plantas y en los animales: son los órganos del cuerpo social. Los órganos no se forman arbitrariamente, sino a causa de necesidades definidas que son determinadas por el medio físico y social. El ojo de un pez de las capas profundas está conformado de manera muy distinta que el ojo del animal que vive en la superficie de la tierra, pues cada cual tiene que responder a necesidades distintas. El cambio de las condiciones de vida comporta un cambio orgánico. Pero siempre cada órgano responde a la función que le es propia, o a una función venida a menos. En este caso, gradualmente se va eliminando hasta quedar en forma anquilosada, por no ser ya su función necesaria al organismo. Pero un órgano jamás desempeña una función que no corresponda a su fin propio. Es lo mismo en las instituciones sociales. Tampoco se producen arbitrariamente, sino que son suscitadas por necesidades sociales especiales, para servir a objetos concretos. Así es como el Estado moderno evolucionó hacia la economía de monopolio, y su inseparable división de clases empezó a ser más y más honda dentro del marco del viejo orden. Las clases de nueva formación necesitaban un instrumento político de poder para el mantenimiento de sus privilegios sociales y económicos sobre las masas de su propio pueblo y para imponerse, fuera, a otros grupos de humanidad. De esta manera se produjeron las condiciones adecuadas para la evolución del Estado moderno como órgano del poder político de las clases y castas privilegiadas gracias al cual se subyuga y oprime a las clases desposeídas. Esta tarea es la obra que motiva la vida del Estado, la razón esencial y exclusiva de su existencia. Y el Estado ha permanecido fiel a semejante obra y tiene que seguir siéndolo, pues va su vida en ello.

En el transcurso de su desarrollo histórico, han cambiado sus aspectos externos, pero sus funciones siguen siendo las mismas. Éstas han sido incluso ampliadas constantemente, al paso que sus defensores iban logrando establecer nuevas áreas de actividad social favorable a sus fines. Tanto si el Estado es monárquico como republicano, tanto si históricamente está ligado a una autocracia como a una constitución nacional, sus funciones son idénticas. Y así como las funciones en el organismo de las plantas y de los animales no pueden ser alteradas arbitrariamente, de manera que uno no puede, por ejemplo, oír con los ojos ni ver con los oídos, tampoco se puede transformar a gusto de uno un órgano social de opresión en instrumento adecuado para la liberación del oprimido. El Estado no puede ser más que lo que es: defensor de la explotación de las masas y de los privilegios sociales, creador de clases privilegiadas, castas y nuevos monopolios. El que no llegue a reconocer que ésta es la función del Estado, no comprende la verdadera constitución del presente orden social y es, por tanto, incapaz de señalar a la Humanidad nuevas perspectivas para una evolución social.

El anarquismo no es una solución manifiesta para todos los problemas humanos; no es la utopía de un orden social perfecto, como con tanta frecuencia se ha dicho, y no lo es porque, por principio, rechaza todos los esquemas y concepciones de carácter absoluto. No cree en ninguna verdad absoluta ni en metas definidas señaladas al desenvolvimiento humano, sino que cree en la ilimitada perfectibilidad de los arreglos sociales y de las condiciones de la vida del hombre, arreglos que suponen un constante esfuerzo por alcanzar formas de más alta expresión, y por tanto no puede prefijarse para ellos un estadio último, una meta definitiva. El mayor crimen de todo Estado consiste precisamente en que trata invariablemente de forzar la rica variedad de la vida social hacia formas definidas y ajustarla a una modalidad particular que no da margen a más amplias perspectivas y considera toda condición prevista como cosa permanente. Cuanto más fuertes se sienten sus adictos, más completa es la forma en que ponen a su servicio todos los órdenes de la vida social, tanto más agarrotadora es la influencia que ejercen sobre el desempeño de todas las energías creadoras de la cultura, y tanto más perniciosamente afectan al desarrollo intelectual y social de una época determinada.

El llamado Estado totalitario, que pesa hoy día como una montaña sobre pueblos enteros y que trata de modelar todas las expresiones de su vida intelectual y social según el patrón inerte trazado por una providencia política, elimina con fuerza despiadada y brutal todo esfuerzo encaminado a modificar el presente estado de cosas. El Estado totalitario es un espantoso presagio de nuestro tiempo, y muestra con horrible claridad a dónde puede conducirnos semejantes retorno a la barbarie de siglos pasados. Es el triunfo del mecanismo político sobre el espíritu, la racionalización del pensamiento, del sentimiento y de la conducta, de conformidad con las normas establecidas por los funcionarios. Es, por consiguiente, el fin del verdadero cultivo intelectual.

El anarquismo no reconoce más que el sentido relativo que tienen las ideas, las instituciones y las formas sociales. Por consiguiente, no es un sistema social delimitado, hermético, sino más bien un impulso definido en el desarrollo histórico de la Humanidad, impulso que, en contraste con la vigilancia y guardia intelectual que ejercen todas las instituciones clericales y gubernamentales, se esfuerza por el desdoblamiento libre, sin trabas, de todas las energías individuales y sociales de la vida. Incluso la libertad no pasa de ser un concepto relativo, ya que no es un hecho absoluto el que sustenta, si no propende incesantemente a ensancharse y a alcanzar a círculos más y más amplios, por múltiples medios. Sin embargo, no es para los anarquistas la libertad un concepto filosófico abstracto, sino la posibilidad concreta que tiene toda criatura humana de desarrollar plenamente las potencias, capacidad y talento de que le dotara la naturaleza, y convertirlos en realidad social. Cuanto menos influido esté dicho desenvolvimiento natural del hombre por la supervisión eclesiástica o política, tanto más eficaz y armoniosa llegará a ser la personalidad humana, y dará mejor la medida de la cultura de la sociedad en la cual haya prosperado.

Ésta es la razón por la cual todos los grandes períodos de la cultura de la Historia han sido etapas de debilitamiento político. Y se explica, porque los sistemas políticos se asientan indefectiblemente en la mecanización y en el desenvolvimiento orgánico de las fuerzas sociales. El Estado y la cultura están sumidos en la fatalidad de ser enemigos irreconciliables. Nietzsche lo reconoce así inequívocamente al decir:

«Nadie puede, a la postre, gastar más de lo que tiene. Así es para el individuo; así también aplicado a los pueblos. Si uno gasta por alcanzar el poder, en alta política, en cosas domésticas, en el comercio, en el parlamentarismo, en intereses militares, es decir, si uno consume en uno de esos fines todo su caudal de inteligencia, anhelo, voluntad, autodominio, que es lo que constituye su verdadera personalidad, no le quedará nada para otra cosa. La cultura y el Estado -que nadie se engañe sobre el particular- son antagónicos: el ‘Estado de la cultura’ es una simple idea moderna. Cada uno de los dos vive del otro y prospera a expensas del mismo. Todos los grandes períodos de cultura han sido períodos de decadencia política.»

Un poderoso mecanismo estatal es el mayor obstáculo para un más alto grado de cultura. Allí donde el Estado se ve atacado de decadencia interna, allí donde se reduce al mínimo la influencia del poder político sobre las fuerzas creadoras de la sociedad, es donde mejor cunde la cultura, pues el poder político siempre se esfuerza en uniformar y tiende a someter todos los aspectos del vivo conjunto social a su vigilancia. Y en esto se ve condenado a estar en contradicción inevitable con las aspiraciones creadoras del progreso cultural que siempre se halla en requerimiento de nuevas formas y campos de actividad social, para lo cual, la libertad de palabra, la diversidad y caleidoscópica mutabilidad de las cosas son de una necesidad tan vital como inconciliable con las formas rígidas, las normas muertas y la violenta supresión de todas las manifestaciones de la vida social.

Todas las culturas, si su desarrollo natural no se ve demasiado intervenido por las restricciones políticas experimentan una renovación perpetua del estímulo educativo, y de aquí nace una creciente diversidad de actividades creadoras. Cada obra lograda levanta el deseo de una mayor perfección, de una más honda inspiración: cada nueva forma es heraldo de futuras posibilidades de desenvolvimiento. Pero el Estado no crea la cultura, como con tanta frecuencia y sin reflexionar se afirma: no hace sino procurar que las cosas se mantengan donde están, amarradas firmemente a las formas estereotipadas. Esto ha motivado todas las revoluciones de la Historia.

El poder no obra más que de una manera destructora, dispuesto en todo momento a encajar, quieras que no, todas las manifestaciones de vida en el angosto figurín de sus leyes. Su forma de expresión intelectual es el dogma inerte: su modalidad física, la fuerza bruta. Y con semejante falta de inteligencia en los objetivos imprime su huella en los que le sostienen, volviéndoles brutales y estúpidos, aunque en el comienzo estuvieran dotados del más claro talento.

El moderno anarquismo nació de la comprensión de este hecho, y de ahí saca su fuerza moral. Únicamente la libertad puede inspirar grandes cosas y llevar a efecto las transformaciones intelectuales y sociales. El arte de gobernar a los hombres nunca fue el arte de educarles y de inspirarles el deseo de remodelar su vida. La imposición por el miedo no puede mandar más que sobre la uniformación sin alma, que sofoca toda iniciativa vital en cuanto nace, y sólo puede dirigir súbditos, no hombres libres. La libertad es la misma esencia de la vida, la fuerza impulsora de todo desarrollo intelectual y social, la creadora de toda nueva perspectiva para la Humanidad futura. La liberación del hombre de la explotación intelectual y de la opresión mental y política, cuya más hermosa expresión se halla en la filosofía mundial del anarquismo, es la primera condición indispensable para le evolución a una más elevada cultura social y a una Humanidad nueva.

(*) Se refiere a la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Rudolf Rocker
(Primer capítulo de su libro Anarcosindicalismo)
http://www.nodo50.org/tierraylibertad/241.html
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