Anarquía versus democracia

Es relativamente frecuente encontrarse con algunos autores o componentes del movimiento libertario que equiparan la anarquía con la democracia. Según este punto de vista la anarquía, como escenario resultante de la revolución social que pone fin al Estado y a la propiedad privada, constituye un orden en el que las funciones de gobierno que antes eran desempeñadas por personal especializado en los órganos estatales son asumidas por la propia sociedad, de tal modo que las decisiones son tomadas de forma directa por sus integrantes, normalmente reunidos en asambleas o foros públicos. Esta es la denominada democracia directa para diferenciarla de la democracia parlamentaria o representativa. Sin embargo, la democracia como sistema político y social responde a una tradición ideológica y política que tiene un origen muy concreto que difiere en muchos aspectos de los postulados libertarios, lo que indudablemente afecta a los resultados a los que dan lugar en cada caso.

No es cuestión de establecer una genealogía de la democracia dentro de la teoría política ni de la historia de los sistemas políticos, sino que es suficiente con establecer aquellos rasgos que la caracterizan y que la distinguen de la anarquía, lo que en último término ayuda a dilucidar lo erróneo que resulta equiparar a esta última con aquella. Así pues, en primer lugar hay que apuntar que la democracia, en su acepción teórica y práctica, es el gobierno de la mayoría, lo que ya deja bastante claro la profunda divergencia que este sistema alberga en relación a la anarquía. Por este motivo la democracia es, por principio, la negación de la libertad. En esencia la democracia no es otra cosa que un despotismo de las mayorías en el que la fuerza del número hace que estas se impongan por sí mismas, lo que en última instancia conduce a la primacía de lo puramente colectivo en perjuicio de la esfera individual que es completamente eliminada. El sujeto directamente no existe porque es la voluntad de la mayoría la que concentra de un modo unitario y centralizado la capacidad decisoria, al mismo tiempo que esta es extendida a todos los ámbitos.

Si tenemos en cuenta a uno de los principales referentes ideológicos modernos de la democracia, Rousseau, nos percataremos en primer lugar de la ausencia del sujeto en su pensamiento político debido a que consideraba que todo cuanto estuviera fuera de la comunidad no merecía ser tomado en cuenta. La comunidad, o más concretamente el pueblo, lo abarca todo. Rousseau se opuso a cualquier noción de individualidad en la medida en que construyó su particular filosofía en oposición al individualismo de su época, y que se fundaba en la consideración del egoísmo racional como algo moralmente bueno. Rousseau, en cambio, se basó en la existencia de sentimientos comunes como base de la existencia de un vínculo entre los integrantes de una comunidad, con lo que la moralidad de la persona es inevitablemente la del grupo. Se trata de una moralidad que enseña siempre la sumisión al grupo y la conformidad con la voluntad del mismo. Indudablemente este planteamiento deja muy poca libertad personal dado que el individuo prácticamente no cuenta nada. La comunidad es, entonces, el valor moral más alto hasta el punto de que fuera de ella no hay nada moral, pues de ella los individuos obtienen sus facultades mentales y morales gracias a las que llegan a ser humanos. Además de esto la comunidad, al fundarse en un vínculo real que une a sus miembros, constituye una “persona moral”. De esta forma posee una voluntad que, según Rousseau, es la voluntad general que tiende a la conservación y bienestar del todo y de cada una de las partes, al mismo tiempo que es la fuente de las leyes, y constituye de esta manera la norma de lo que es justo o injusto. Esto hace que sea la voluntad general la encargada de regular la conducta de los miembros de la comunidad.

De todo lo anterior se deriva una noción de la comunidad en la que sus integrantes no tienen derechos contra ella. Esto se debía a que Rousseau rechazó la idea del estado de naturaleza que otros filósofos de su época defendían, con lo que el sujeto viene al mundo en una sociedad que no ha creado, que le preexiste, y que además se funda en un sentimiento común de sus miembros. Por tanto, según este punto de vista, no hay ningún individuo fuera de la comunidad, y lo que el individuo es se lo debe a la comunidad a la que pertenece. La voluntad general es la que ejerce la dirección de toda la comunidad. De hecho Rousseau sintetizó esto al afirmar que “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo”.[1] El sujeto se disuelve en la comunidad que a través de la voluntad general dirige a sus integrantes. La preeminencia de la comunidad es tal que es gracias a ella que el individuo es humano. Pero lo importante aquí es que la voluntad general representa un hecho único respecto a la comunidad, es decir, que esta tiene un bien colectivo específico. Por decirlo de alguna manera la comunidad vive su propia vida, realiza su propio destino y sufre su propia suerte. La comunidad es, entonces, superior a la suma de sus partes al tener una voluntad propia que es la voluntad general que opera como una fuerza universal y coactiva que mueve y dispone a cada una de las partes del modo conveniente al todo. Cualquier derecho que pueda existir sólo puede darse dentro de la comunidad, de forma que el derecho de cada particular está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos.

La comunidad es la que decide y determina la extensión de la esfera individual y con ello los derechos de los que eventualmente pueda disfrutar el sujeto. Los derechos y libertades individuales resultan ser una concesión sujeta a la tutela de la comunidad que es la que, por medio de sus leyes y convenciones, se ocupa de regularlos conforme al bien general que la voluntad general se encarga de determinar. Por tanto, y según este razonamiento, no existen derechos inviolables frente al bienestar general, y en última instancia no existen en absoluto derechos y libertades individuales ya que no serían otra cosa que una limitación de la voluntad general cuando esta última es considerada absoluta, sagrada e inviolable. Así las cosas, la voluntad general no admite oposición, lo que conduce directamente a utilizar la coacción contra quien se niegue a obedecerla, algo que Rousseau consideraba que era una forma de obligar al individuo desobediente a ser libre. Entonces, la coacción, según este punto de vista y su consecuente razonamiento, no es coacción como tal ya que cuando un hombre quiere individualmente algo distinto de lo que el orden social le da únicamente desea su capricho, con lo que no sabe en realidad cuál es su propio bien ni cuáles son sus propios deseos. En el fondo se trata de una mera restricción de la libertad que es presentada como un modo de aumentarla, al mismo tiempo que la coacción no es presentada como coacción al afirmar que con ella se hace el bien general. La consecuencia de todo esto, como ya se ha dicho, es el sometimiento completo del individuo a la comunidad hasta el punto de llegar a eliminarlo cuando sus convicciones son contrarias a las convicciones de la sociedad. La tendencia de la democracia es, entonces, la búsqueda de la unanimidad, lo que va en claro perjuicio de la individualidad y de la diversidad.

El individuo es, entonces, un apéndice de la comunidad al ser esta la que determina la esfera del juicio privado. El pueblo como cuerpo es soberano, mientras que el gobierno es un órgano que tiene poderes delegados que le pueden ser retirados o modificados según la voluntad general. La democracia, en este caso directa, es ejercida por el propio pueblo en asamblea debido a que su soberanía no puede ser representada sin que con ello se incurra en una usurpación o suplantación del pueblo. Pero la capacidad legislativa del pueblo es, tal y como acaba de ser expuesto, ilimitada al tener la capacidad de intervenir en la esfera individual y de determinar su extensión, al mismo tiempo que su voluntad general es inapelable, de tal manera que exige obediencia. Por todo esto la democracia resulta ser un despotismo de la mayoría que es la que determina la voluntad general. De este modo la voluntad de la mayoría se convierte en ley que se hace efectiva al estar provista de la fuerza necesaria para aplicarla a quienes la desobedezcan. Todo esto es lo que hace que la democracia sea en último término un sistema de votaciones en el que los individuos, reducidos a la condición de simples números, desarrollan dinámicas de mayorías y minorías, de ganadores y derrotados, con la correspondiente competición en la que lo que prima es la fuerza del voto y donde la argumentación y el razonamiento sólo sirve como elemento justificativo de estas sucesivas correlaciones de fuerzas entre mayorías y minorías.

La obligatoriedad de las decisiones de la voluntad general gracias al respaldo de la coerción, unido a la omnipotencia de las mayorías, es lo que anula cualquier libertad y autonomía individual. Esto es lo que hace posibles situaciones como aquellas en las que una mayoría impone su particular idea religiosa con la que priva a una minoría de su libertad al ser obligada a hacer una contribución para suplir los gastos de unas rogativas en cuya eficacia no cree. Igualmente cuando la mayoría se declara como patriótica e impone democráticamente a la minoría la obligación de verter su sangre por una causa que le es completamente desconocida. Lo mismo ocurriría si la mayoría se mostrase partidaria del sistema capitalista y con ello despojase democráticamente a la minoría disidente de su libertad económica al ser sometida a una relación de explotación. La democracia implica la obligatoriedad del cumplimiento de las decisiones adoptadas por la mayoría, y esto conlleva, a su vez, la existencia de un poder ejecutivo y de unos mecanismos de coerción con los que forzar la voluntad de los disidentes que componen las minorías. Así pues, las democracias no conocen ningún límite para el ejercicio de la voluntad general, y el individuo queda así relegado a la condición de un esclavo de la mayoría que se encarga de dictar leyes, normas y convenciones sobre todo cuanto se le antoje, y a exigir al mismo tiempo la más completa sumisión. Bajo una igualdad formal, que en nada sustancial afecta al terreno económico, el individuo es esclavizado a la tiranía de la mayoría y reducido a la condición de un número incapaz de sustraerse de la influencia perniciosa de la multitud.

Todo lo anterior contrasta con la anarquía y, en definitiva, con los postulados libertarios. En este punto es necesario hacer unas precisiones previas antes de exponer las principales diferencias que manifiesta la anarquía en relación a la democracia, y que son bastante esclarecedoras desde el punto de vista intelectual e histórico. En primer lugar hay que apuntar que los orígenes modernos del anarquismo como tendencia política e ideológica son diversos, pudiendo hacer una diferenciación en dos niveles: por un lado en el plano de la cultura erudita encontramos como principal antecedente del anarquismo en cuanto filosofía política a William Godwin, al que posteriormente le seguirían diferentes pensadores de mayor relieve como Proudhon y Bakunin; y por otro lado, en el plano de la cultura popular, nos encontramos con la práctica social desarrollada por las sociedades primarias en diferentes continentes y de las que habló Piotr Kropotkin en su obra El apoyo mutuo. Estas sociedades representaban de alguna manera un anarquismo inconsciente en la medida en que su forma de organizarse y de vivir se correspondía en muchos aspectos con los principios ácratas, pues en ellas no existían la propiedad privada, la autoridad y tampoco ninguna institución coercitiva, al mismo tiempo que las decisiones solían ser tomadas colectivamente en asamblea. El anarquismo como fenómeno social, político e ideológico de masas moderno ha sido el resultado de una fructífera influencia recíproca entre la cultura erudita, y por tanto las creaciones filosóficas de los principales pensadores que integran la tradición libertaria, y la cultura popular de las sociedades primarias. Esto explica que el anarquismo llegase a ser en diferentes lugares un fenómeno de masas en el que la población encontró en las ideas anarquistas una especial afinidad que guardaba cierta correlación con su modo de vida y de entender el mundo.

En cualquier caso entre las principales diferencias que pueden identificarse entre la anarquía y la democracia son fundamentalmente dos: por una parte la negación del principio de autoridad, lo que implica asimismo la oposición a cualquier forma de gobierno al ser considerada fuente de toda clase de males; y por otra parte el valor e importancia que para el anarquismo tiene el individuo. Respecto a esto último es interesante destacar que el pensamiento libertario se forjó en gran parte a partir de ciertas ideas ilustradas y liberales que tenían al individuo como fundamento de su propuesta filosófica y política. Sin embargo, el anarquismo, además de asumir la idea de la existencia del sujeto con su propia esfera privada y su correspondiente autonomía, fue capaz de integrarlo en la comunidad al considerar que este no puede vivir aisladamente como plantea el liberalismo, que lo presenta esencialmente como un átomo. De esta forma el anarquismo es capaz de concebir al individuo como parte de la comunidad sin que ello suponga su disolución y la pérdida tanto de su personalidad como de su propia esfera privada y de su correspondiente autonomía. El pensamiento libertario no concibe la anarquía como un avasallamiento del individuo por la comunidad, como sin embargo sucede en la democracia, sino que reconoce la importancia del individuo como sujeto provisto de su correspondiente personalidad, al mismo tiempo que lo concibe como parte de una comunidad amplia y diversa en la que cada persona conserva su individualidad. Por tanto, la homogeneización y el colectivismo democráticos, que van contra el individuo al disolverlo en una masa uniforme como resultado de la centralización, no forman parte de la propuesta libertaria.

Por otro lado, y como consecuencia de todo lo anterior, la comunidad, al ser considerada una realidad diversa y plural compuesta por sujetos provistos de su correspondiente individualidad y personalidad, no admite estructuras coercitivas ni de poder que la gobiernen, o que en su caso ejerzan funciones de gobierno en su nombre o bajo un pretexto pretendidamente administrativo. La organización de la sociedad, por el contrario, se funda en una convivencia no forzada de sus integrantes basada en el libre acuerdo y, por tanto, en la voluntariedad. La anarquía, entonces, constituye un escenario en el que el ámbito colectivo ocupa un lugar específico y limitado a lo puramente imprescindible para hacer posible esa convivencia voluntaria, lo que implica que el individuo disponga de un máximo de libertad y autonomía para el desarrollo pleno de sus facultades y personalidad. Esto es posible en la medida en que la anarquía supone que las decisiones colectivas sean tomadas sobre la base del libre acuerdo, y que este tenga lugar en aquel espacio decisorio que constituyen las asambleas populares.

La anarquía implica, por tanto, una diferenciación entre el ámbito colectivo y el individual, de tal manera que aquello que afecta al conjunto de la comunidad constituye la excepción al circunscribirse a aquellas cuestiones que afectan directamente a la convivencia colectiva. La anarquía limita y circunscribe la esfera comunitaria y hace que el individuo disponga de la máxima libertad, lo que va en el sentido contrario de la democracia que se ocupa, en cambio, de limitar y circunscribir, e incluso anular, la esfera individual en provecho de la comunidad que ostenta así una capacidad máxima para legislar sobre todos los ámbitos de la vida humana incluido, también, el terreno individual. De esta manera en anarquía la comunidad, a través de la asamblea, únicamente decide sobre su propio ámbito mientras que la esfera privada e individual queda al margen de su actividad. Esto es posible en la medida en que los miembros de la comunidad retienen individualmente más de lo que ceden a la propia comunidad. Asimismo, la limitación del ámbito específicamente colectivo supone, a su vez, una limitación funcional de la capacidad de tomar acuerdos de la asamblea popular que se traduce en una organización social marcada por un mínimo de normas imprescindibles para la convivencia. En tanto en cuanto la anarquía presupone una sociedad compuesta por individuos éticos ello implica que el número de normas que organicen la convivencia sea por necesidad mínimo, y que estas se limiten a ser la expresión de los acuerdos alcanzados en aquellas cuestiones que son de vital importancia para la existencia misma de la comunidad. De todo esto se deriva que una sociedad compuesta por individuos éticos apenas necesita normas, mientras que en aquellas sociedades donde abundan las normas la libertad se resiente. En este sentido la anarquía conlleva una organización mínima de la sociedad, y por tanto plantea una sociedad escasamente institucionalizada, lo que se manifiesta en clara contraposición con el orden estatal que, por el contrario, se caracteriza por su tendencia a establecer una organización máxima de la sociedad que se expresa en un alto grado de institucionalización.

Pero tan importante como todo lo anterior es la forma en la que desde los postulados libertarios se concibe el desarrollo de los procesos decisorios dentro de la asamblea. Mientras que la democracia basa fundamentalmente sus decisiones en la fuerza de la mayoría y, en definitiva, en la fuerza del voto, el anarquismo excluye esta dinámica de mayorías y minorías, de ganadores y perdedores, de vencedores y vencidos, que alienta la competición, debilita la cohesión social y destruye la libertad al basarse en una continua imposición de una voluntad general que es deificada. En contra de los presupuestos democráticos que hacen de la asamblea un espacio de luchas de poder en el que emergen facciones que pugnan por imponerse las unas frente a las otras, en la que hacen su aparición los demagogos de todos los tipos que tratan de embaucar al público al tiempo que traban alianzas en secreto y, de este modo, amañan decisiones, el anarquismo plantea un proceso decisorio completamente diferente. En este sentido el pensamiento libertario, a la hora de abordar la cuestión relativa a las decisiones colectivas, ha manifestado una especial sensibilidad a la importancia y necesidad de mantener la convivencia y la cohesión social al representar valores fundamentales para la existencia de la comunidad. En la medida en que la buena convivencia y la cohesión social son importantes estos sólo pueden alcanzarse a través del libre acuerdo y de la posesión común de la riqueza. Esto significa que los acuerdos se alcanzan no por medio de la imposición de la voluntad de una mayoría, sino que por el contrario son el resultado de un esfuerzo colectivo dirigido a construir consensos que permitan dichos acuerdos. Esto significa integrar las diferentes posturas que eventualmente pueden darse en la comunidad en un acuerdo común eficaz, de tal manera que la decisión resultante sea satisfactoria para todas las partes.

El enfoque libertario de los procesos decisorios en el marco de la asamblea popular implica no sólo la existencia de individuos éticos, sino también una disposición a la colaboración y cierta empatía que permita a cada una de las partes ser capaz de ponerse en el lugar de los demás. Estos factores, sin olvidar el papel que desempeña la existencia de unos valores comunes, son los que hacen posible una convivencia no forzada basada en el libre acuerdo. Todo esto, a su vez, presupone la inexistencia de una autoridad y, sobre todo, de estructuras coercitivas permanentes que eventualmente pudieran servir para imponer las decisiones tomadas. El libre acuerdo supone la participación voluntaria de los miembros de la comunidad en la aplicación de las decisiones adoptadas en la asamblea. Asimismo, el acuerdo es libre en la medida en que se basa en la voluntariedad y en la ausencia de instrumentos de coerción que obliguen su cumplimiento. La ejecución de los acuerdos depende de quienes los toman. De esto se deduce que la comunidad es en última instancia una unión entre diferentes individuos para beneficio de los mismos, de manera que como conjunto no tiene nada que imponer a sus integrantes, con lo que cada individuo tampoco tiene la obligación de aceptar ninguna resolución colectiva que no le convenga o le agrade. Esto es lo que hace que el individuo sea dueño de sí mismo junto a los demás, con lo que se reserva la capacidad de poder desvincularse de decisiones con las que no está de acuerdo, así como la capacidad de abandonar la comunidad a la que pertenece cuando le plazca y poder así integrarse en cualquier otra.

La democracia directa contempla la existencia de funcionarios públicos como secretarios, magistrados, administradores, etc., que representan una delegación de poder limitada y circunscrita a un mandato específico y temporal, susceptible de ser revocado en cualquier momento. La anarquía, en cambio, no plantea nada de esto como una necesidad inherente de la sociedad al descartar por principio la existencia de cualquier tipo de poder ejecutivo, independientemente de la forma en la que este se manifieste y las restricciones a las que eventualmente pueda estar sujeto, tal y como sucede en las diferentes versiones de democracia. Por el contrario, la anarquía constituye el marco general de convivencia en el que cada comunidad elige la forma concreta de resolver las cuestiones organizativas que afectan a la convivencia y a su existencia misma, sin por ello recurrir a la formación de poderes ejecutivos que de un modo delegado operan en el seno de la propia comunidad, y que rápidamente se convierten en una amenaza para la libertad al ser fuente de relaciones de explotación y dominación que desembocan en regímenes opresivos. Asimismo, en un sentido puramente práctico cabe apuntar que es lógico que desde el anarquismo no se contemple como una necesidad la existencia de administradores en calidad de poderes delegados por la comunidad, en tanto en cuanto la anarquía supone una situación en la que el grado de institucionalización de la comunidad es mínimo, lo que se debe sobre todo a su pequeña dimensión y a su escasa complejidad. En este tipo de contexto se hace innecesaria la existencia de cargos que, aún no siendo permanentes, desempeñen poderes delegados. Así, en contraste con la democracia la tendencia en anarquía es a que la comunidad misma reunida en asamblea se ocupe de determinar a quién o quienes les corresponde la responsabilidad de ejecutar los acuerdos tomados en cada caso concreto, e incluso el modo concreto de ejecutarlos, lo que tampoco impide que sea la propia comunidad en su conjunto, de manera concertada, la que se encargue de aplicarlos.

En no pocas ocasiones se dice que la creación de consensos que permitan la adopción de acuerdos es muy difícil, y que esto refleja la imposibilidad de poner en práctica los postulados libertarios en la organización de la sociedad. Sin embargo, tal y como ha sido expuesto, la anarquía es posible en la medida en que se den una serie de precondiciones como las ya señaladas. Así, la anarquía no puede darse en una sociedad como la que impera en la actualidad, pues no existen unas condiciones favorables. Esto es especialmente claro en la medida en que la anarquía no es factible en una sociedad de masas donde la población no se conoce entre sí. Por el contrario, la anarquía, al establecer las decisiones en el nivel más bajo de la sociedad, únicamente puede darse en comunidades locales lo suficientemente pequeñas como para que sus integrantes se conozcan entre sí, y en la que se den lazos de familia, amistad, opiniones o intereses con casi todo el resto. Este tipo de contexto es el que de alguna manera hace que los integrantes de la comunidad sean conscientes de la importancia de las decisiones que tomen, pues tendrán que vivir con las consecuencias que se deriven de ellas.

En cualquier caso la anarquía supone que las decisiones sean tomadas por los propios individuos sin interferir en las decisiones de alguna otra persona. Las decisiones tomadas en grupos pequeños son responsabilidad exclusiva de sus integrantes en tanto en cuanto no afecten a otros. En cambio, cuando las decisiones tienen un impacto más amplio y afectan al conjunto de la comunidad es cuando son tomadas en su ámbito correspondiente que es la asamblea popular. La asamblea, lejos de ser una legislatura o un parlamento, constituye el foro en el que los miembros de la comunidad se reúnen para abordar aquellas cuestiones que son comunes a todos ellos para tomar los correspondientes acuerdos. Se trata de un órgano decisorio al que cualquier vecino puede asistir y en el que nadie es elegido. La metodología que plantean los postulados ácratas hacen que el tratamiento de las cuestiones específicas que son abordadas en la asamblea para tomar acuerdos diste mucho de la dinámica democrática. En tanto en cuanto la actitud general de sus participantes es la colaboración, el ganar no constituye la meta principal. Más bien la importancia dada al compañerismo, la convivencia y las buenas relaciones hacen que lo que se consiga a partir de los acuerdos tomados sea que todos los miembros de la comunidad ganen. De todo esto se desprende que la mecánica decisoria democrática, basada en el voto y que reduce al individuo a la condición de un simple número, tiende por su propia naturaleza a cercenar la convivencia. Por el contrario, la metodología libertaria implica un trabajo colectivo que se desarrolla en la asamblea y que busca la adopción de compromisos mediante la creación de consensos amplios.

Como rápidamente puede deducirse el anarquismo no plantea un único procedimiento a la hora de tomar acuerdos, sino que ofrece un marco general en el que los principios que lo inspiran sirven de guía a la hora de llevarlos al terreno práctico para aplicarlos a cada circunstancia concreta. Por este motivo no pueden obviarse aquellas situaciones en las que inicialmente es imposible alcanzar un compromiso que permita tomar un acuerdo, de forma que existen distintas maneras de abordar una posible solución. Algo relativamente frecuente en este tipo de casos es posponer la adopción de un acuerdo si se trata de una cuestión que no requiere una decisión inmediata. De este modo la comunidad puede reflexionar y discutir el problema antes de otra reunión. Si a pesar de esto no se logra tomar un acuerdo la comunidad siempre puede explorar una forma en la que la mayoría y la minoría puedan separarse temporalmente de tal modo que cada una se lleve consigo su particular preferencia. Cuando las diferencias son irreconciliables sobre una determinada cuestión la minoría siempre tiene dos opciones posibles. Puede ir con la mayoría en esta ocasión concreta y anteponer la armonía y convivencia de la comunidad como un valor más importante que el problema en sí mismo. También cabe la posibilidad de que la mayoría trate de conciliar a la minoría con una decisión sobre otra cuestión diferente. Si todo lo demás falla la otra opción que se le presenta a la minoría es la de escindirse para formar una comunidad separada en la que recrear la anarquía. Si la secesión no constituye un argumento contra el estatismo, sino que obedece a otro tipo de razones, ello no invalida la anarquía como sistema. En lo que a esto respecta hay que reconocer que la anarquía no es un sistema perfecto sino que simplemente es un sistema mejor que los demás.

Como puede verse las diferencias entre anarquía y democracia son considerables, lo que cuestiona abiertamente la equiparación que a veces suele hacerse entre ambas al considerar la primera una forma específica de democracia, catalogada generalmente como democracia directa. Pero a todo lo anterior hay que añadir que la anarquía, como escenario resultante de la revolución social, conlleva una serie de transformaciones que afectan a la totalidad de la esfera humana, y más concretamente a los cimientos de la actual sociedad burguesa y capitalista. En lo que a esto se refiere la anarquía conlleva la formación de una sociedad sin clases en la que existen unas condiciones no sólo de libertad razonable a nivel individual y colectivo, sino también la existencia de una igualdad social que hace que las diferencias en el seno de la comunidad no descansen en la riqueza o en el poder acaparados por algunos de sus integrantes, sino en el desarrollo de sus particulares cualidades personales. En cambio, la democracia, incluso si es directa, no es incompatible con la desigualdad social y por ello mismo con la existencia de una sociedad de clases.

La democracia constituye una reorganización del poder mediante el que las mayorías, que son identificadas con el pueblo y la voluntad general, pasan a ocupar el lugar del Estado. La comunidad pasa a ser un poder mucho más amplio, concentrado, centralizado y robusto en comparación al Estado, pues a diferencia de aquel ya no conoce ninguna limitación en su capacidad legislativa. El gobierno democrático consuma la fusión entre pueblo y Estado, de tal forma que la denominada función pública logra investirse de una legitimidad máxima con el establecimiento de administradores, portavoces, comités, secretariados permanentes, etc., que, aún sin necesidad de desempeñar sus cargos de un modo profesional, conforman un poder en sí mismo por las funciones ejecutivas que llevan a cabo bajo la cobertura de ser meros administradores encargados de aplicar la voluntad general. Pero juntamente con esto la democracia es, asimismo, un régimen amenazante en la medida en que absolutamente todo es susceptible de ser legislado, y consecuentemente de ser sometido al escrutinio, regulación y supervisión de la nueva deidad encarnada por el pueblo y su voluntad general. El carácter centralizador de la democracia, que opera como fuerza centrípeta, ejerce un efecto uniformizador en el que la individualidad es completamente laminada y barrida, de forma que el sujeto pierde toda autonomía y personalidad al quedar supeditado al capricho de la voluntad general de la comunidad. Así se explican los desvaríos del jacobinismo republicano y del Terror, que encuentran en la democracia su expresión más inequívoca como forma de gobierno, tipo particular de totalitarismo en el que el sujeto no existe porque la masa, representada por las mayorías, lo es todo y lo gobierna todo.

Si bien es cierto que la democracia es un significante en disputa al que desde diferentes posiciones ideológicas se le asignan significados distintos, no por ello deja de ser bastante evidente, a tenor de todo lo hasta ahora expuesto, que mantiene una diferencia sustancial respecto a la anarquía. Esto se manifiesta no sólo en el bagaje ideológico que se encuentra detrás de la democracia, con sus correspondientes exponentes intelectuales y sus diferentes realizaciones prácticas, sino que igualmente se refleja en los escenarios tan dispares a los que, de un modo casi inevitable, generan la democracia y la anarquía respectivamente. Por todo esto no resulta nada extraño que los viejos y nuevos movimientos totalitarios hoy se reivindiquen como demócratas, desde la vetusta izquierda a los populismos neofascistas. El poder, de un modo u otro, siempre persigue tener un mayor contacto con la población para disponer de la más amplia base social posible, porque así el poder crece y se robustece, tarea que realiza con notable éxito la democracia. Este sistema de gobierno demuestra ser una simple dictadura de las mayorías en la que al individuo se le asigna la obligación en forma de derecho de ser un esclavo de ellas. La anarquía, por el contrario, es el sueño de quienes están despiertos y persiguen romper ese círculo vicioso del poder que todo lo destruye y pervierte a su paso, porque entienden que una sociedad libre es imposible sin individuos libres.

[1] Sabine, George H., Historia de la teoría política, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 448

Esteban Vidal

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