¿Tenemos problemas con el estado natural?

Una de las críticas más frecuentes al pensamiento anarquista reside en su presumible y desenfrenado optimismo. El argumento es simple: incluso sin la opresión estatal y en un estado de igualdad material -volviendo a un presunto «estado natural» – el ser humano no dejará de ser salvaje y violento; sus instintos agresivos y egoístas no desaparecerían. Como mucho, se volverían a buscar soluciones para su contención: reafirmando así la necesidad de instituciones jerárquicas y el monopolio de la violencia por parte de unos pocos.

Si estamos de acuerdo con Hobbes y su homo homini lupis (el hombre es un lobo para el hombre), difícilmente el anarquismo nos podrá servir: como mucho, sería un método suicida para volver a una institución originaria donde todos los individuos luchan entre sí. Parecería que para ser anarquistas, se deba aceptar que la naturaleza humana sea intrínsecamente buena o, al menos, no encaminada a la opresión recíproca. Rousseau en vez de Hobbes.

Pero, ¿realmente es necesario suscribir una tesis tan fatigosa? Yo creo que es solo una dificultad en apariencia.

Es cierto que algunos anarquistas del «periodo clásico» parecen optimistas incurables: en ciertos casos pienso en Kropotkin. Su determinismo conduce a una confianza excesiva en la «naturaleza» del apoyo mutuo entre los humanos. Pero es un error en el que no cae Errico Malatesta, y es de él de quien quiero partir para argumentar mi visión.

La tendencia voluntarista y gradualista de Malatesta muestra con claridad cómo la anarquía representa un punto de llegada puesto en el límite y no la vuelta a una supuesta condición originaria. Es una revolución copernicana en la que se basa lo mejor del pensamiento libertario del siglo XX, el mismo que a través de la crucial obra de Berneri permite leer con claridad la microfísica cotidiana. El progreso humano se da solo a través de un esfuerzo colectivo.

Para el anarquista no se trata de desvelar una naturaleza primordial completamente sana que ha sido corrompida por el Estado y por las relaciones de dominio, sino de trabajar activamente a fin de reconstruir una nueva humanidad. Siguiendo este planteamiento, propongo observar una rígida neutralidad antropológica, en lo referente al ser humano «más allá de las instituciones»: en cierto sentido, él se crea como tal a través de estas formas de convivencia. Se trata de corregir la ruta: «antes» no hay nada; el comienzo yace en la oscuridad y no es útil para edificar una buena teoría social.

Pero no solo es eso. Paul Goodman ha suscitado otra objeción frente al pretendido optimismo: subraya que, al contrario, los anarquistas son cautos con respecto a la naturaleza humana porque saben el mal que puede hacer el hombre sobre el hombre, cuán perjudicial es el poder, y por ello impiden su concentración. También en su encarnación más ínfima, sigo pensando que el pensamiento libertario tiene todas las razones que hacen al caso: por cuanto la libertad comporta inevitablemente riesgos -y por cuanto una organización libre está abierta al mal individual- la acumulación de dominio hace al hombre particularmente ciego y feroz.

Ilusión fatal

Para concluir: al anarquista no le sirve postular alguna naturaleza buena o mala de base; está por encima de las críticas de los hobbesianos. Pero tampoco debe -y este es el reverso de la moneda- albergar una confianza mistificadora en la posibilidad de la revolución como palingenesia radical de tal naturaleza. Cada nuevo inicio se construye sobre los cimientos de la época precedente: ninguna sociedad cancela completamente las cosas malas (ni tampoco las buenas) de aquella en la que tiene origen. Pensar en el fuego revolucionario como en una medicina catártica es una ilusión fatal, como si todo el trabajo se limitase a la parte destructiva, y luego las cosas anduvieran por su cuenta sin problemas. La nueva humanidad, una vez más, hay que diseñarla por completo y también a continuación del derrocamiento del poder porque corre el riesgo de acabar siendo presa de sí misma.

Por eso hay que estar alerta, hay que ser «utopistas débiles»: tras una sociedad de libres e iguales solo hay, si acaso, una sociedad de más libres y más iguales; y así sucesivamente sin poder alcanzar nunca el concepto-límite de anarquía, que queda como mero ideal. El resto es un camino, provisional por cuanto apasionado, que nunca debe dejarse al albur de tentaciones de esencialismo, que le reorientarían bajo el yugo de un pretendido «paraíso en la tierra», que puntualmente se transforma en infierno.

Contra todo mito de perfección, hay que escoger la más dura pero consabida razón de la perfectibilidad. El justo camino que corre entre la Escila de la resignación y el Caribdis del optimismo brutal. El consejo de Camus, en resumen, que siento como mío: «La revuelta choca incansablemente contra el mal, del que no queda más que dar un nuevo salto. El hombre debe apoderarse de todo lo que puede ser apoderado. Debe reparar en la creación todo aquello que pueda ser reparado. Pero los niños morirán siempre injustamente, incluso en una sociedad perfecta. En su esfuerzo mayor, el hombre puede solo proponerse disminuir aritméticamente el dolor del mundo».

Giorgio Fontana

Publicado en el Periódico Anarquista Tierra y Libertad, septiembre de 2016

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