La verdad revelada y la auténtica herejía

Los anarquistas sueñan con un mundo libre, solidario y sin fronteras. Por supuesto, detrás de tan simple exposición hay toda una filosofía de vida, incluso también política si se quiere ver así. A propósito de la, detestable, guerra de banderas que sufrimos en España en los últimos tiempos, surge una reflexión sobre lo que yo considero la actitud vital anarquista.

Esa actitud libertaria se basa en un rechazo abierto a todo dogmatismo, a una permanente evolución de la vida, personal y social, en aras de una mejora constante. No existen convicciones inamovibles, más allá de ese deseo de libertad personal, de desarrollo de nuestras mejores potencialidades, y de reconocimiento del mismo derecho en el otro. No es casualidad, que el anarquismo desde sus orígenes haya insistido en que la libertad de uno no se limita con la del otro, como se repite hasta la saciedad de un modo grotescamente vulgar en la sociedad actual, sino que la individual se completa cuando todos somos verdaderamente libres. El anarquismo, o los diferentes anarquismos, corren por supuesto el riesgo de esclerotizarse y convertirse en meras ideologías e incluso creencias dogmáticas, cuando olvidan esa inequívoca actitud ética libertaria: queremos la libertad, para todos, no solo para nosotros. No quiero, al menos en esta ocasión, entrar en sesudas disquisiciones filosóficas, por lo que tratemos resolver la cuestión del dogmatismo, o fundamentalismo (y es cierto, que todos tenemos «fundamentos» a los que agarrarnos) de esa manera ética de ‘reconocimiento del otro’. Lo que sí me gustaría es señalar cómo la humanidad nos reiteramos consciente o inconscientemente en la creencia dogmática. Y lo hacemos, a un nivel vulgar o más o menos profundo, en diferentes ámbitos de la vida.

Uno de esos ámbitos es el político, que no deja de determinar nuestras vidas, y para consolidar la creencia se agarra el común de los mortales, cómo no, a una serie de mitos fundacionales. La constitución de una nación, que da lugar a un Estado (no lo olvidemos), funciona a este nivel como una suerte de «verdad revelada». Los anarquistas, también desde el siglo XIX, cuando parecía que se había logrado apartar a Dios como una idea absoluta, señalaron la relación que había entre esa autoridad sobrenatural, que había condicionado las sociedades humanas durante gran parte de la historia, y la autoridad política (es decir, el Estado al que da lugar una nación con su Constitución, la ley de leyes), igualmente absoluta. El mito fundacional de la nación española, debido a una historia contemporánea más bien abrupta, es relativamente reciente: la Constitución del 78. Desde entonces, y llenándose la boca con la palabra «democracia», el sistema ha construido un persistente relato fundado en esa Constitución y sus mitos derivados, que al igual que los libros sagrados religiosos está llena de bellas promesas en las que seguir creyendo. De poco sirve que el sistema al que da lugar la ley de leyes, como se da en llamar a una Constitución, sea más bien penoso e incluso contradictorio con lo que sostiene la propia verdad fundacional. Los mecanismos, para que las personas sigan creyendo que fuera de la ley solo hay caos y horror, funcionan a la perfección. Una de las creencias populares, bastante extendidas, es que la verdad revelada fue la que nos otorgó paz y concordia a los españoles. Dejando a un lado todo análisis histórico, social y político, se viene a decir que somos una especie de infantes a los que no se les puede dejar solos, necesitan una tutela permanente. No debería ser demasiado difícil desengranar esta creencia, que no por repetida deja de ser una simpleza lamentable, precisamente señalando la continuidad que supuso la democracia con una dictadura anterior, obviamente más represiva y limitadora, pero con unos mitos similares. No es tampoco casualidad que la creencia dogmática se empecina en negar la memoria histórica, o en distorsionarla, e incluso en acusar a los que tratan de recuperarla de romper esa peculiar concordia. Recordemos lo necesario de la historia, en un sentido amplio y profundo, no basado en mitos de uno u otro pelaje.

Por supuesto, surgen una serie de herejes respecto a la verdad revelada (la Constitución del 78), continuando con la analogía de la creencia religiosa, de diversa condición. Volviendo al conflicto entre el Estado español y los nacionalistas catalanes, lo han adivinado, estos últimos serían herejes respecto a la creencia institucionalizada. Sin embargo, la herejía constituye más bien un cisma, y ya me van a perdonar tanto término y símil religiosos, pero resultan más que apropiados. No se desea acabar con el Estado, sino fundar uno propio, por supuesto con todo una serie de relatos y mitos construidos, que aseguren un nuevo poder político en base a, claro, una nueva Constitución (la verdad revelada). Desde los medios constitucionalistas españoles nos llevan tiempo bombardeando con el adoctrinamiento que se sufre en Cataluña, por parte de la educación y los medios públicos, con la permanente enseñanza de los nuevos mitos que tiene como objetivo un nuevo Estado (con el eufemismo de la «independencia»). Por supuesto, el control de los medios y adoctrinamiento educativo solo puede producirse por parte de una solo Iglesia (quiero decir, Estado), por lo que la colisión será inevitable y el cisma posible. Una de las consecuencias más lamentables de este enfrentamiento, entre creencias o como se quieran llamar, es la absoluta falta de reflexión sobre el Estado y el poder político (en el caso que nos ocupa, hay uno con mayo fuerza y supuesta legitimidad). Así, también en conversaciones vulgares, puede escucharse a partidarios de una «España unida» pedir más mano dura y el uso de la fuerza. La creencia dogmática, claro, se caracteriza por esa intolerable falta de reflexión, unida en estos casos tal vez a una ignorancia política manifiesta, y las consecuencias son terribles. 

Resulta peculiar que precisamente en las sociedades posmodernas, donde se supone que no hay grandes asideros vitales y todo fluye permanentemente (de un modo, muchas veces, grotescamente ignorante y desmemoriado), las personas persistan en una actitud inamovible a ciertos niveles refugiándose en cierto fundamentalismo. Es posible que haya una relación en todo ello, con la falta de profundidad en las cuestiones, con una especie de maquillaje «liberal» en el que muchas personas creen ser libres y actuar libremente, cuando a poco que nos esforcemos podemos ver los hilos que nos manejan e incluso las cadenas que nos esclavizan. Dejaremos este análisis, en el que entran en juego diversas disciplinas, de forma muy jugosa, para otro momento. Es muy probable, en cualquier caso, que los seres humanos tengamos una propensión al mito e incluso a la creencia dogmática, tantas veces ciega e irracional. Es algo digno de reflexión en el que tenemos que ver siempre, todos, sin tentaciones dogmáticas, cuál es nuestro lugar. Los anarquistas, en mi opinión, como enemigos de todo dogma, y como partidarios de una verdad plural situada siempre en un plano humano (dejemos lo trascendente para los mitos y las verdades absolutas), debemos trabajar por una auténtica herejía. Una herejía que no desea instaurar una nueva verdad instituida, por bella que se presente, sino acabar con todas y cada una de ellas. La cuestión es si, en lugar de estar dando vueltas una y otra vez sobre lo mismo (¿no es eso la creencia dogmática?), con propuestas que continúan por la misma vía, buscando de un modo u otra la tutela de un poder superior, somos capaces de verdad de dar lugar a algo nuevo. Ese mundo, libre y solidario, con todas las posibilidades. Esto se produce ‘de hecho’, no gracias a ninguna Constitución, plagada de derechos de papel, pero encubridora de privilegios de clase y perpetuadora de la injustica.

Capi Vidal

http://reflexionesdesdeanarres.blogspot.com.es

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