Las mentiras de la historiografía liberal

La historiografía oficial ha creado una imagen del liberalismo en la que es presentado como una respuesta política e ideológica que ha limitado el poder del Estado, que ha garantizado los derechos y libertades del individuo frente a la autoridad estatal, y que, en definitiva, sacó a la sociedad de la edad oscura del Antiguo Régimen en la que reinaba un despotismo todopoderoso. Gracias a esta historiografía el liberalismo ha logrado presentarse públicamente como ideología defensora y garante de la libertad, como una fuerza histórica progresiva que sacó a la humanidad del oscurantismo del absolutismo y de la arrogancia de los autócratas. En algunos casos ha llegado a atribuírsele un carácter antiestatista y libertario. Nada más lejos de la realidad.

La imagen pública que se ha creado del liberalismo se debe en gran medida a una tergiversación histórica políticamente interesada del régimen absolutista para justificar la imposición de Estados liberales en la mayor parte del mundo. Esta historiografía forma parte del adoctrinamiento ideológico al que es sometida la población en el sistema educativo. Innumerables libros de texto que son de obligada lectura y estudio en los centros educativos difunden la ideología liberal, al mismo tiempo que ocultan los hechos históricos concretos que niegan la validez de su relato. El encubrimiento de la realidad y su descarada deformación obedece a la necesidad de los regímenes liberales de justificar su orden social y político, de denostar el pasado para presentar la realidad actual como algo mucho mejor y por ello deseable.

La ideología no tiene nada que ver con los hechos concretos y la historiografía que el liberalismo ha creado simplemente es un embellecimiento del régimen liberal vigente. Se trata de una denodada labor autojustificadora y propagandística que no encuentra parangón en la historia. La institucionalización de su propaganda ha permitido presentar al régimen liberal como lo contrario de lo que realmente es. Pero lo peor de todo es que ha hecho mella en importantes sectores del radicalismo político que han asumido las mentiras de esta historiografía, lo que ha tenido como consecuencia graves errores ideológicos que inconscientemente han alineado a estas fuerzas antisistémicas con sus enemigos naturales: el Estado, la burguesía y el capitalismo. Todo esto ha conducido a la incomprensión de lo que fue y significó el régimen absolutista y, sobre todo, de lo que es el régimen liberal como su sucesor y continuador. Esto, a su vez, ha conllevado la malinterpretación del papel que desempeña el Estado y de su relación con el capitalismo, el mercado y la burguesía.

El error de fondo en todo esto no se encuentra en el hecho de que el absolutismo fuera un régimen despótico y brutal, que así lo era, sino en magnificar el grado de opresión que ejercía y al mismo tiempo presentar al régimen liberal como su opuesto cuando en la práctica es su continuación mejorada. Esta percepción distorsionada de los hechos que ha sido impuesta en el imaginario colectivo mediante el lavado de cerebro escolar, ha servido para que quienes asumieron esta tergiversación histórica cayeran inmediatamente en el campo ideológico del liberalismo, y afianzasen su prestigio moral como una ideología y un régimen cualitativamente mejor en relación a su predecesor.

Pero a diferencia de toda la propaganda y demagogia, el liberalismo es una ideología profundamente autoritaria que hace de la propiedad privada en los medios de producción y del Estado las ideas centrales de todo su discurso ideológico. Para comprobar esto basta con examinar con detalle los orígenes históricos del liberalismo que se encuentran en la Inglaterra del s. XVII y poner en relación las diferencias reales entre el régimen absolutista y el liberal.

El absolutismo se ha caracterizado históricamente por ser un régimen en el que el poder se encontraba relativamente fragmentado y descentralizado en la medida en que se ejercía a través de las personas. La soberanía estaba concentrada en el monarca cuyos únicos límites eran los de su propia ley y las tradiciones vigentes. Lo importante a destacar es que el poder era ante todo un objeto susceptible de ser transmitido, particionado y alienado. Debido a que el poder estaba concentrado en manos del rey absoluto se vio obligado a delegarlo en personas de su confianza que lo ejercían en su nombre. En Inglaterra, unido a esto, la corona creó sus propios órganos administrativos que le permitieron desempeñar las funciones de gobierno: legislar, ejecutar decisiones políticas y aplicar la ley. De esta forma los tres poderes estaban concentrados en la persona del rey.

La dinastía de los Tudor se encargó de asegurarse el monopolio de la violencia con la prohibición de los ejércitos privados de la aristocracia,[1] sin embargo Inglaterra no contó durante mucho tiempo con un ejército permanente ni con tropas preparadas, y menos aún dispuso de una flota de guerra en condiciones de competir con otras potencias. Fue Enrique VII quien impulsó los principales cambios políticos que originaron la formación de un gobierno centralizado. Durante su reinado la casa real adquirió un carácter absolutista al alcanzar cierto gado de independencia con su capacidad de intervención en un gran número de ámbitos. Así, el poder ejecutivo alcanzó un considerable tamaño a través del denominado consejo privado del reino que llevaba a cabo labores administrativas, legislativas y judiciales. Junto a este órgano también se encontraba el tribunal de la corona para intervenir en la aplicación de la justicia.[2] En el terreno burocrático la casa real dependía de los poderhabientes locales de los condados que se encargaban de llevar a cabo las órdenes reales, y que pese a que nominalmente eran representantes de la autoridad real contaban con una gran autonomía en la aplicación de las políticas gubernamentales. Esto se percibe claramente en materia fiscal. Aunque ya para aquel entonces la corona contaba con una considerable influencia en la economía para extraer recursos ello no impidió que siempre estuviera escasa de fondos, de manera que la burocracia local, compuesta por personal acaudalado perteneciente a la gentry, únicamente aplicaba aquellas medidas recaudatorias que le beneficiaban.

Las controversias fiscales entre la corona y el parlamento, que representaba los intereses de la aristocracia y de las clases más pudientes, condujo, unido a la presencia de diversos factores políticos en la esfera doméstica e internacional, a una pugna por la supremacía política que desencadenó las guerras civiles del s. XVII. El liberalismo, que se esbozó como ideología política en aquel turbulento período de la historia inglesa, resultó triunfante en la contienda con el absolutismo. El resultado más inmediato fue un crecimiento agigantado del Estado, el aumento de los impuestos y la creación de una poderosa flota de guerra que arrebató el dominio de los mares a los Países Bajos.

El liberalismo fue una producción ideológica hecha a posteriori para justificar el nuevo orden político creado tras la revolución de 1688 que constituye el triunfo definitivo del parlamento frente a la autoridad del rey. Quien se encargó de formular los principios básicos del liberalismo, y por tanto del nuevo régimen parlamentario, fue John Locke.[3]

El régimen liberal, por medio de su constitucionalismo, supuso una mejora cualitativa de las estructuras de poder hasta entonces vigentes. El Bill of Rights aprobado en 1689, que hace de constitución para el Reino Unido, concentró y centralizó el poder político al institucionalizar las relaciones de poder mediante las leyes. La promulgación de la constitución significó la implantación del imperio de la ley que institucionalizó definitivamente al Estado inglés al despersonalizar el poder y convertirlo en una función. El poder político dejó de ser una prerrogativa del monarca para serlo de las instituciones estatales en tanto que depositarias de la soberanía. Por este motivo la promulgación de una constitución representa uno de los mayores actos de autoritarismo posibles debido a que constituye la ley suprema que organiza a toda la sociedad, y que establece el marco sociopolítico de las relaciones de poder al determinar a quién le corresponde la capacidad de mandar y a quién la de obedecer.

La institucionalización que impuso el constitucionalismo implicó igualmente la división funcional del poder con la formación de diferentes organismos cuya finalidad y funcionamiento quedó estipulado por ley. El Estado desarrolló de este modo unos nuevos instrumentos de dominación con los que centralizó y agrandó su poder, lo que permitió el aumento de sus capacidades internas para movilizar una cantidad creciente de recursos. Así pues, la denominada división de poderes repercutió en un crecimiento general del aparato estatal fruto de esta especialización que dejó de circunscribirse al monarca y a sus colaboradores más directos. A esto se sumó la profesionalización de sus agentes, es decir, de los políticos y funcionarios reclutados para desempeñar funciones específicas según lo determinado por la ley.

La mejora cualitativa en el terreno organizativo impulsada por el liberalismo descansa en el establecimiento de una neta distinción de las funciones de cada institución, pero sobre todo en la distinción entre la persona y la función política que pueda desarrollar. Esto no hizo sino garantizar la continuidad del ejercicio de estas funciones más allá de las contingencias personales de los individuos que momentáneamente pudieran desarrollarlas, y asegurar de igual forma la continuidad del conjunto del sistema. El poder dejó de ser el atributo de una persona y de sus delegados para convertirse en una función determinada por la ley y cuyo ejercicio le correspondía a unas instituciones. Esta despersonalización del poder fue crucial ya que implicó la reglamentación de los procesos y la limitación de la arbitrariedad, lo que repercutió en la disminución de los riesgos de la imprevisibilidad y de la incertidumbre. Los patrones de comportamiento en las instancias del poder político quedaron desde entonces también regulados por la ley.

Por medio de la constitución el liberalismo estableció una relación en términos de identidad entre las grandes clases sociales y el Estado. Esto fue posible en la medida en que la finalidad del Estado pasó a ser la protección del derecho a la propiedad privada que reconocía la constitución, así como la libertad para comerciar, de modo que quedaba garantizado el enriquecimiento individual ilimitado. El propio Locke concebía Inglaterra como una nación de propietarios libres que se dedicaban a acumular y a disfrutar libremente de su riqueza. La existencia del Estado estaba justificada por una razón de utilidad. El Estado era, entonces, la empresa común de estas clases sociales propietarias, lo que al mismo tiempo convertía sus intereses en los del Estado. La fórmula contractualista de Locke era una manera de explicar en el terreno de la teoría política esta coalición, a la vez que era el reflejo de la alianza de las clases oligárquicas para integrar una nueva sociedad política acorde con sus intereses.[4]

El parlamento pasó a ser la institución que incorporaba a las clases propietarias a las tareas de gobierno de las que estuvieron excluidas durante el absolutismo. La constitución en sí misma era la expresión de la relación de fuerzas resultante del triunfo militar de las fuerzas oligárquicas agrupadas en el parlamento frente a las realistas. De esta forma la nueva sociedad política la conformaron los propietarios y sus intereses fueron integrados en la política de Estado. Así es como las clases oligárquicas y el Estado se compenetraron mutuamente en una empresa común, al mismo tiempo que el parlamentarismo constituía la representación política de esas clases, y por ello mismo el mecanismo político para la creación de grandes consensos que integrasen los intereses de todas las partes.

Para el liberalismo el pueblo lo componían únicamente los propietarios quienes tenían derecho a participar en la política y a disfrutar de las libertades y de los derechos reconocidos constitucionalmente. El resto de la sociedad estaba completamente excluida, como así lo prueba la pervivencia del sufragio censitario hasta después de la Primera Guerra Mundial. Los únicos derechos protegidos eran los de la clase dominante, así como las libertades reconocidas que solamente eran aquellas que permitían a los propietarios oprimir al pueblo de una forma mucho más eficaz y brutal que la ejercida durante el absolutismo. Se trataba de un orden social y político hecho por y para la plutocracia mercantil gobernante.

Lejos de limitar el poder del Estado el liberalismo se ocupó de extenderlo como nunca antes pudo hacerlo el absolutismo al derribar todas las limitaciones que lo habían constreñido. Los cambios institucionales repercutieron en una mejora organizativa del entramado burocrático estatal que vio aumentado su tamaño y capacidad de intervención. El proceso de revolución liberal implicó una mayor centralización de los poderes que quedaron integrados y organizados institucionalmente en el seno del Estado, lo que desmiente completamente una supuesta división de estos para su mutua limitación.

El parlamento integró a las elites económicas de la sociedad en las tareas de gobierno de las que tradicionalmente habían sido excluidas por la monarquía absoluta. Sin embargo, continuó siendo una cámara elitista y altamente exclusiva que monopolizó desde entonces la capacidad de tomar decisiones vinculantes para la población, y por tanto concentró en sus manos la soberanía del país.

El liberalismo creó un Estado mucho más grande y robusto que el que hubo durante el absolutismo de los Estuardo. El aumento de los recursos extraídos por el Estado de la economía es una clara muestra de ello en la medida en que sirvió para el rearme y la creación de una poderosa flota de guerra, la Royal Navy, con la que Inglaterra venció a los Países Bajos en la primera guerra anglo-holandesa y con la que impuso las Actas de Navegación que le dieron la supremacía militar y comercial de los siguientes dos siglos.

Destacó el establecimiento de la introducción de impuestos indirectos sobre el comercio y la producción, pues Inglaterra, a diferencia del resto de Europa, carecía de antecedentes de este tipo de cargas fiscales que, además, eran muy rechazadas por la población. A productos que fueron gravados durante el interregno, como la cerveza, la sal, la carne, la sidra, el jabón y los sombreros entre otras cosas, se añadieron otros como el carbón, el papel, la malta, el vidrio, e incluso las ventanas, las chimeneas, o la imposición de tasas sobre el nacimiento, la muerte y el matrimonio.[5] Muchos impuestos extraordinarios creados para emergencias fueron convertidos en impuestos regulares. Finalmente estos impuestos pasaron a ser un pilar fundamental del sistema fiscal, algo que contrasta con la situación que existía a principios del s. XVII cuando Inglaterra era el país con menos impuestos de toda Europa.[6]

El régimen liberal creó nuevas instituciones que aumentaron el poder del Estado en todas las esferas, pero sobre todo en la económica para disponer de los medios económicos, materiales y financieros con los que preparar y hacer la guerra. Se crearon nuevas oficinas tasadoras para la recaudación de impuestos. Las agencias administrativas de aduanas e impuestos especiales emplearon a más de 10.000 personas ya entrado el s. XVIII, lo que suponía aproximadamente tres cuartas partes de los funcionarios de la corona. Se creó el Banco de Inglaterra para concentrar el crédito del conjunto del país para afrontar los esfuerzos financieros que requerían las guerras en curso. Se tomaron decisiones políticas como la Corn Bounty Act que premiaba la exportación de cereales, y que estaba destinada a estimular la producción agrícola para convertir Inglaterra en una gran potencia exportadora. Esto convergió con otra medida igualmente importante como fue la parcelación y definitiva privatización de las tierras de uso comunal que sentó las bases del capitalismo agrícola. Unido a esta medida se incrementó la base tributaria del Estado gracias al establecimiento de un impuesto sobre la tierra que gravaba 4 chelines de cada libra que era ingresada, lo que significaba el 48% de la riqueza.[7]

El Estado creció igualmente en su vertiente represiva que fue afianzada con el propósito de hacer valer la nueva legislación liberal y afirmar los derechos de las clases propietarias a ejercer su explotación sobre el resto del pueblo. Esto explica que entre 1688 y finales de ese mismo siglo aumentase el número de delitos penados con la muerte de 50 a cerca de 250, de los que su mayoría eran delitos contra la propiedad. Para 1740 el robo por valor de un chelín conllevaba la pena capital.[8] La nueva legislación se ocupó de llevar a cabo una función disciplinadora de la sociedad para inculcarle los valores liberales: el respeto a la propiedad privada, a la autoridad y a las leyes del nuevo Estado.

Todos estos cambios llevados a cabo por el liberalismo obedecían a las necesidades que imponían las condiciones internacionales en la lucha por la conquista de la supremacía mundial. Fue de esta manera como Inglaterra se dotó de una potente armada que ya en 1697 contaba con más de 320 barcos de guerra, lo que contrasta con la precaria situación de principios del s. XVII en la que debía recurrir a barcos privados para afrontar los desafíos marítimos de las restantes potencias europeas.[9]

El liberalismo, lejos de lo que la historiografía burguesa muestra, ha sido la continuación histórica del absolutismo en el proceso de modernización de la sociedad, y consecuentemente en la concentración y centralización de los medios de dominación política en manos del Estado. La ideología liberal simplemente demostró ser una vía modernizadora mucho más rápida y eficaz que la que representó el absolutismo. Mientras las monarquías absolutistas fueron, a partir de la revolución francesa, derrocadas, en su lugar se erigieron poderosos Estados liberales provistos de mayores poderes sobre la sociedad de los que jamás pudieron soñar los reyes absolutistas.[10] Las constituciones se ocuparon de mejorar organizativamente el Estado y de reconocer derechos y libertades a los miembros de la clase dominante para someter mejor al pueblo.

A la luz de todo lo expuesto el liberalismo sólo puede ser definido como una ideología liberticida y sumamente autoritaria además de represiva que en modo alguno respeta los derechos y libertades del individuo, sino que por el contrario se dedica a conculcarlos al favorecer el crecimiento omnímodo del Estado y a promover el militarismo.

Esteban Vidal

Notas:

[1] Stone, Lawrence, The Crisis of the Aristocracy, 1558-1641, Oxford, Clarendon Press, 1965. Ídem., “State Control in Sixteenth-Century England” en Economic History Review Vol. 17, Nº 2, 1947, pp. 103-120

[2] Se trata de la denominada Cámara estrellada (Star Chamer) que fue creada a finales del s. XV y cuya sede se encontraba en el palacio real de Westminster.

[3] Locke, John, Ensayo sobre el gobierno civil, Barcelona, RBA, 2002

[4] Sabine, George H., Historia de la teoría política, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 408

[5] Mitchell, Brian R. y Phyllis Deane, Abstract of British Historical Statistics, Cambridge, University Press, 1962, pp. 386 y siguientes. Dickson, Peter G. M. y John Sperling, “War and Finance 1689-1714” en Bromley, John S., The New Cambridge Modern History. The Rise of Great Britain and Russia 1688-1715/25, Cambridge, Cambridge University Press, 1970, Vol. 6, pp. 284-315

[6] Gregg, Pauline, King Charles I, Londres, Dent, 1981, p. 220

[7] Ward, William R., The English Land Tax in the Eighteenth Century, Londres, Oxford University Press, 1953, p. 57

[8] Hill, John E. C., Reformation to Industrial Revolution: A Social and Economic History of Britain, 1530-1780, Londres, Weidenfeld & Nicholson, 1967, pp. 182, 212

[9] Ehrman, John, The navy in the War of William III, 1689-1697, Cambridge, Cambridge University Press, 1953, pp. 4 y 620

[10] La revolución francesa, en 1789, fue en gran medida una repetición de la revolución gloriosa que tuvo lugar en Inglaterra un siglo antes. Pero al igual que en Francia e Inglaterra en España trató de emularse los cambios y transformaciones políticas liberales, proceso que fue llevado a cabo por la fuerza bajo la dirección de altos mandos militares, estos eran generales como Espartero, Narváez, Prim, etc., lo que demuestra el fondo militar, y militarista, del propio proceso.

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