Derechos humanos

A Emilio Madrid, in memoriam.

¿Qué son los derechos humanos?

En las revoluciones burguesas de Francia y Estados Unidos de finales del siglo XVIII, los llamados derechos del hombre aparecen configurados como derechos políticos. Los derechos del hombre se diferencian de los derechos del ciudadano. El hombre tiene unos derechos naturales por el mero hecho de haber nacido (aunque inicialmente se excluía a la mujer y a los esclavos); el ciudadano tiene unos derechos como hombre que vive en sociedad.

Los derechos del hombre se distinguían como tales porque se consideraba que existían previamente a la Revolución francesa, eran unos derechos universales y naturales que se reconocían como tales en la Declaración de derechos del hombre.

Debe constatarse que los llamados derechos del hombre, diferenciados de los derechos del ciudadano, no son sino los derechos del individuo burgués, del miembro de la sociedad civil, vale decir, del hombre egoísta, del hombre separado de los otros hombres y de la comunidad. La constitución más radical, la Constitución de 1793, decía en su artículo 2: “Estos derechos, (los derechos naturales e imprescriptibles) son: la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad”.

¿En qué consiste la libertad? En su artículo 6 afirma: “La libertad es el poder que pertenece al hombre de hacer todo lo que no perjudique los derechos de otro”; o, según la Declaración de los derechos del hombre de 1791: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro”.

La libertad (burguesa) es, pues, el derecho de hacer y de ejercer lo que no daña a otro. El límite es establecido por la ley, del mismo modo que se delimitan dos campos: mediante una cerca. Se trata de la libertad del hombre como un individuo, aislado y autosuficiente, replegado sobre sí mismo.

Por esta razón, el derecho del hombre a la libertad no se basa en la relación del hombre (individuo) con otro individuo, sino más bien en el aislamiento del individuo respecto de otro individuo. Es el derecho al aislamiento, el derecho del individuo limitado: limitado a sí mismo y separado de la comunidad.

La aplicación práctica del derecho del hombre a la libertad es el derecho  individual a la propiedad privada.

¿En qué consiste el derecho del hombre a la propiedad privada? Según el artículo 16 de la Constitución francesa de 1793: “El derecho de propiedad es el que pertenece a todo ciudadano de gozar y disponer a su antojo de sus bienes, de sus rentas, del fruto de su trabajo y de su industria”.

El derecho a la propiedad privada es el derecho a gozar arbitrariamente del propio patrimonio. Dicha libertad individual es el fundamento de la sociedad civil, dejando que cada hombre encuentre en otro hombre no la realización, sino más bien el límite de su libertad. El derecho a la propiedad es el derecho fundamental de la sociedad burguesa y del capitalismo.

Quedan todavía los otros derechos del hombre: la igualdad y la seguridad.

La igualdad no es sino la igualdad de todos los individuos ante la ley. El artículo 3 de la Constitución de 1795, la aprobada por el Directorio, la define de este modo: “La igualdad consiste en que la ley es la misma para todos, sea que proteja o que castigue”.  La igualdad es siempre igualdad jurídica; nunca una igualdad económica, social o política.

¿Y la seguridad? En el artículo 8 de la Constitución de 1793 es definida así: “La seguridad consiste en la protección acordada por la sociedad a cada uno de sus miembros para la conservación de su persona, sus derechos y sus propiedades”.

La seguridad es el supremo concepto social de la sociedad civil burguesa, el concepto de la policía como garante y sustento del orden social: que toda la sociedad existe sólo para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad. El concepto burgués de seguridad le reafirma en su esencial egoísmo. La seguridad es más bien el seguro de su egoísmo, el derecho a su propiedad.

De la gloriosa trilogía del lema de la Revolución francesa, en sus inicios: libertad, igualdad y fraternidad, ya se había sustituido a la fraternidad por la propiedad. En el invierno de 1795-1796 la reivindicación de los sans-culottes del derecho a la vida, esto es, del derecho a no morirse de hambre, había sido derrotada a cañonazos por Napoleón en las calles de París. Prevalecía el derecho a la seguridad de los burgueses: la propiedad era prioritaria, sagrada e inmutable.

Esos mismos cañones asentaban la democracia representativa como la única posible y arrasaban con la práctica de democracia directa que habían ejercido los sans-culottes.

Así, pues, ni uno solo de los llamados derechos del hombre va más allá del hombre egoísta, del individuo aislado y replegado sobre sí mismo, sobre su interés privado y su arbitrio privado, y siempre separado de la comunidad. La sociedad aparece como un marco exterior a los individuos, como restricción de su independencia originaria. El único vínculo que los mantiene juntos es la exigencia natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta.    

Esta visión del hombre como individuo aislado, egoísta, y siempre preparado para satisfacer insolidariamente sus necesidades individuales no se corresponde de ningún modo con los datos que nos revelan la antropología y la historia. Es imposible concebir al hombre de la prehistoria como individuo aislado de la comunidad, sin relación con el grupo tribal y ajeno a los intereses de la especie humana.

Los llamados derechos humanos, tan mitificados como manipulados, que nos quieren hacer aceptar como algo bueno que debemos defender y como algo propio del hombre por el sólo hecho de ser hombre; que por tanto son naturales porque nacieron con el hombre y morirán con él, son simplemente los derechos del hombre burgués y, como tales, ni son proletarios ni éstos tienen ninguna razón para defenderlos. Esos derechos de igualdad, libertad, seguridad y propiedad son específicos del hombre burgués: tienen un origen histórico y tendrán un final y, por lo tanto, no son intrínsecos al hombre en general, ni por consiguiente inmutables y eternos.

La igualdad no debe ser puramente aparente, no debe realizarse sólo en la esfera jurídica del Estado, sino en la realidad cotidiana; es decir, en el terreno social y económico. El verdadero contenido de la reivindicación proletaria de la igualdad es la abolición de las clases sociales. La idea de igualdad, tanto en su forma burguesa como en su forma proletaria, es un producto de la historia y supone necesariamente circunstancias históricas determinadas.

Queda claro el carácter burgués de los derechos del hombre y su carácter histórico, temporal, que no forman parte de la naturaleza humana.

La defensa de los derechos humanos y de la democracia representativa es divulgada incesante y machaconamente por los mismos que ostentan el poder político y económico en los países más desarrollados y que continuamente provocan del modo más despiadado todas las guerras que hay en el mundo y que causan hambre, sed, miseria, enfermedades, miedos y opresiones sin fin. Divulgan aquella ideología supuestamente pacifista de defensa de los derechos humanos y de la democracia representativa, precisamente para desarmar a aquellos mismos a los que han de explotar y masacrar. Por eso hay que denunciar esa ideología pacifista como lo que es: un arma del enemigo para vencernos. La única solución para terminar con toda clase de calamidades y miserias es la de eliminar a quien las engendra permanentemente, a saber, el capitalismo, ya sea en su forma democrática o fascista, pues ambas formas no son más que manifestaciones de la dictadura del Capital. Y la única forma de acabar con el Capital es el combate por una sociedad sin clases, es decir, la sociedad comunista, libertaria e igualitaria.

No se trata de defender unos derechos humanos ficticios, sino de examinar la situación actual y ver qué intereses reales defienden todos esos Estados democráticos y sus instituciones, tras la máscara de los derechos humanos que dicen defender.

Las leyes propias del mercado crean las condiciones aptas para el surgimiento de regímenes dictatoriales y totalitarios, necesarios para el sometimiento y explotación de las poblaciones de los países pobres. Estados Unidos y Europa exportan fascismo e importan democracia, es decir, exportan miseria y explotación, al tiempo que importan beneficios y mejores condiciones de vida.

Hay que investigar qué causas materiales, qué condiciones históricas permiten y hasta favorecen el surgimiento de las dictaduras y los dictadores, pues no son éstos los que moldean la historia sino que es, muy en primer lugar, el desarrollo de las fuerzas productivas el que da origen a una u otra clase de gobierno, teniendo en cuenta el contexto general, histórico y geográfico.   

El carácter abstracto de la libertad y de la igualdad bajo el Capital no impide que tales nociones tengan un contenido real. El capitalismo es el régimen que impone la esclavitud asalariada y la marginación de aquellos miserables que no pueden acceder a ser explotados. Dinero y Estado se imponen como los grandes mediadores sociales: el dinero como medida del valor de todas las mercancías (incluida la mercantilización de las relaciones humanas); el Estado como árbitro que impone la defensa del orden democrático y burgués, así como las sanciones contra sus adversarios.

La democracia no es un dogma, ni una realidad inmutable a la que se puede recurrir como a algo permanente, intrínsecamente igual a sí misma, como algo separado de lo demás, como algo metafísico. Por el contrario, la democracia es un producto de la Historia, es el fruto de la evolución de la sociedad a través del tiempo. En los tiempos modernos, el liberalismo y la democracia nacieron como oposición al régimen que le precedía, el feudalismo, un régimen ya caduco históricamente, lo que hacía que la democracia fuese revolucionaria al nacer, porque alumbraba una sociedad nueva, opuesta y superior a la precedente. Económicamente superaba al feudalismo, desarrollando extraordinariamente los medios de producción y, políticamente, liberando a los individuos del vasallaje feudal y creando un Estado “neutral” en el que todos los ciudadanos eran jurídicamente iguales. El pleno desarrollo de la democracia corresponde al pleno dominio de la burguesía como clase, cuando ésta, a través del pleno desarrollo del capitalismo, lo somete todo a su poder y no deja que nadie se lo dispute. Para conservarlo, se vuelve conservadora, reaccionaria, y para conseguirlo no duda en destruir su misma razón de ser: el desarrollo histórico de las fuerzas productivas en proporciones gigantescas. Hoy, el capitalismo destruye y degrada los recursos naturales, los bosques, los océanos, la tierra, la atmósfera, los alimentos, la existencia de millones de personas, no dudando en aplastar y masacrar la fuente que le da vida: el trabajo vivo, la fuerza de trabajo, de cuya explotación extrae la plusvalía que es al Capital lo que el oxígeno para el ser humano.

La loca, ilimitada e infinita explotación de la naturaleza por el capitalismo salvaje provoca pestes y pandemias que amenazan la existencia de la especie humana. Llegada a este punto, la democracia no es revolucionaria como lo fue al nacer, ni siquiera está justificada históricamente como en su etapa de esplendor, de desarrollo de las fuerzas productivas. Se ha vuelto reaccionaria, y para poder alargar algo su existencia recurre a ardides tales como la hoja de parra de los supuestos “derechos humanos” que tape sus vergüenzas ante millones  y millones de explotados y oprimidos, vergüenzas que no pueden tapar porque están tan a la vista como lo están la explotación, la represión, la destrucción de la naturaleza y toda clase de injusticias y sufrimientos de la mayor parte de la población mundial, causados precisamente por los mismos que se proclaman defensores de la democracia y de los derechos humanos, como son todos los Estados capitalistas desarrollados, cuyos dirigentes son destacados campeones de tales consignas. Y es lógico que así sea, porque la democracia representativa y parlamentaria es el régimen político de la burguesía, clase explotadora por excelencia, y los derechos humanos no son más que los derechos del hombre burgués, del hombre egoísta, del individuo aislado e insolidario.

Así pues, lo que hay que defender no es la democracia, ni los derechos humanos, de carácter burgués, sino el derecho de los explotados y oprimidos a rebelarse contra el dominio y la esclavitud del Capital y de establecer una nueva sociedad sin clases, sin explotación, sin dinero, sin ejércitos, sin plusvalía, sin opresión, sin Estados y en armonía con las demás especies y la naturaleza. 

Solo nos queda en pie el derecho a la insurrección, que el artículo 35 de la Declaración de los Derechos Humanos de 1793, describe así: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”.

Agustín Guillamón

Noviembre 2020

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