Bakunin: Tres conferencias a los obreros del Valle de Saint­-Imier

Miguel Bakunin Tres conferencias a los obreros del Valle de Saint­-Imier1 (Mayo de 1871)2

Primera conferencia

Compañeros:

BakuninDesde la gran revolución de 1789-1793, ninguno de los acontecimientos que sucedieron en Europa tuvo la importancia y la grandeza de los que se están desarrollando ante nuestros ojos hoy con París como escenario.

Dos hechos históricos, dos revoluciones memorables habían constituido lo que llamamos el mundo moderno, el mundo de la civilización burguesa. Una, conocida con el nombre de Reforma, al comienzo del siglo XVI, había roto la clave de la bóveda del edificio feudal, la omnipotencia de la Iglesia; al destruir ese poder preparó la ruina del poderío independiente y casi absoluto de los señores feudales que, bendecidos y protegidos por aquélla, como los reyes y a menudo también contra los reyes, hacían proceder sus derechos directamente de la gracia divina. Y por eso mismo la Reforme dio un impulso nuevo a la emancipación de la clase burguesa, lentamente preparada, a su vez, durante los dos siglos que precedieron a esa revolución religiosa, por el desenvolvimiento sucesivo de las libertades comunales, y por el del comercio y el de la industria, que fueron al mismo tiempo la condición y la consecuencia necesaria.

De esa revolución surgió una nueva potencia, todavía no la de la burguesía, sino la del Estado monárquico constitucional y aristocrático en Inglaterra, monárquico, absoluto, nobiliario, militar y burocrático sobre todo en el continente de Europa, menos dos pequeñas repúblicas, Suiza y los Países Bajos.

Dejemos por cortesía estas dos repúblicas a un lado, y ocupémonos de las monarquías. Examinemos las relaciones de las clases, la situación política y social, después de la Reforma.

A los señores, los honores. Comencemos, pues, por los sacerdotes, y bajo este nombre no me refiero solamente a los de la Iglesia católica, sino también a los ministros protestantes, en una palabra, a todos los individuos que viven el culto divino y que nos venden a Dios tanto al por mayor como al menudeo. En efecto las diferencias teológicas que los separan, son tan sutiles y al mismo tiempo tan absurdas, que sería del todo una pérdida de tiempo ocuparse de ellas.

Antes de la Reforma, la Iglesia y los sacerdotes, con el Papa a la cabeza, eran los verdaderos señores de la tierra. Según la doctrina de la Iglesia, las autoridades temporales de todos los países, los monarcas más poderosos, los emperadores y los reyes, no tenían derechos sino cuando esos derechos habían sido reconocidos y consagrados por la Iglesia. Se sabe que los dos últimos siglos de la Edad Media fueron ocupados por la lucha cada vez más apasionada y triunfal de los soberanos coronados contra el Papa, de los Estados contra la Iglesia. La Reforma puso término a esa lucha al proclamar la independencia de los Estados. El derecho del soberano fue reconocido como procedente inmediatamente de Dios, sin la intervención del Papa, y, naturalmente, gracias a ese origen celestial, fue declarado absoluto. Así fue como sobre las ruinas del despotismo de la Iglesia se levantó el edificio del despotismo monárquico. La Iglesia, tras haber sido ama, se convirtió en sirviente del Estado, en un instrumento de gobierno en manos del monarca.

Tomó esa actitud, no sólo en los países protestantes, en los que, sin exceptuar a Inglaterra -y principalmente por la Iglesia anglicana–, el monarca fue declarado jefe de la Iglesia, sino en todos los países católicos, sin excluir a la misma España. La potencia de la Iglesia romana, quebrantada por los golpes terribles que le había infligido la Reforma, no pudo sostenerse en lo sucesivo por sí misma. Para mantener su existencia tuvo necesidad de la asistencia de los soberanos temporales de los Estados. Pero los soberanos, se sabe, no prestan nunca su asistencia por nada. No tuvieron jamás otra religión sincera, otro culto, que el de su poder y el de su hacienda, siendo esta última el medio y el fin del primero. Por tanto, para comprar el apoyo de los gobiernos monárquicos, la Iglesia debía demostrar que era capaz de servirlos y que estaba deseosa de hacerlo. Antes de la Reforma, había levantado numerosas veces a los pueblos contra los reyes. Después de la Reforma, se convirtió, en todos los países, sin excepción de Suiza, en la aliada de los gobiernos contra los pueblos, en una especie de policía negra en manos de los hombres de Estado y de las clases gobernantes, dándose por misión la prédica a las masas populares de la resignación, de la paciencia, de la obediencia incondicional y de la renuncia a los bienes y goces de esta tierra, que el pueblo, decía, debe abandonar a los felices y a los poderosos de la tierra, a fin de asegurarse para sí los tesoros celestiales. Sabemos que todavía hoy todas las iglesias cristianas, católica y protestante, continúan predicando en este sentido. Felizmente, son cada vez menos escuchadas y podemos prever el momento en que estarán obligadas a cerrar sus establecimientos por falta de creyentes, o, lo que viene a significar lo mismo, por falta de bobos.

Veamos ahora las transformaciones que se efectuaron en la clase feudal, en la nobleza, después de la Reforma. Había permanecido como propietaria privilegiada y casi exclusiva de la tierra, pero había perdido toda su independencia política. Antes de la Reforma, había sido, como la Iglesia, la rival y la enemiga del Estado. Después de esa revolución, se convirtió en sirviente, como la Iglesia, y, como ella, en sirviente privilegiada. Todas las funciones militares y civiles del Estado, a excepción de las menos importantes, fueron ocupadas por nobles. Las cortes de los grandes y hasta las de los más pequeños monarcas de Europa, se llenaron con ellos. Los más grandes señores feudales, antes tan independientes y tan altivos, se transformaron en los criados titulares de los soberanos. Perdieron su altivez y su independencia, pero conservaron toda su arrogancia.

Hasta se puede decir que se acrecentó, pues la arrogancia es el vicio privilegiado de los lacayos. Bajos, rastreros, serviles en presencia del soberano, se hicieron más insolentes frente a los burgueses y al pueblo, a los que continuaron saqueando, no ya en su propio nombre y por derecho divino, sino con el permiso y al servicio de sus amos, y bajo el pretexto del más grande bien del Estado.

Este carácter, y esta situación particular de la nobleza te han conservado casi íntegramente, aun en nuestros días, en Alemania, país extraño y que parece tener el privilegio de soñar con las cosas más bellas, más nobles, para no realizar sino las más vergonzosas y más infames. Como prueba, ahí están las barbaries innobles, atroces, de la última guerra [franco-prusiana], y la formación reciente de ese terrible imperio knutogermánico, que es incontestablemente una amenaza contra la libertad de todos los países de Europa, un desafío lanzado a la humanidad entera por el despotismo brutal de un emperador oficial de policía y militar a la vez, y por la estúpida insolencia de su canalla nobiliaria.

Por la Reforma, la burguesía se había visto completamente libertada de la tiranía y del saqueo de los señores feudales, bandidos o saqueadores independientes y privados; pero se vio entregada a una nueva tiranía y a un nuevo saqueo, y en lo sucesivo regularizados, -bajo el nombre de impuestos ordinarios y extraordinarios del Estado, por esos mismos señores convertidos en servidores del Estado, es decir, en bandidos y saqueadores legítimos. Esa transición del despojo feudal al despojo mucho más regular y mucho más sistemático del Estado, pareció primero satisfacer a la clase media. Hay que conceder que fue para ella un verdadero alivio en su situación económica y social. Pero el apetito acude comiendo, dice el proverbio. Los impuestos del Estado, al principio bastante modestos, fueron aumentando cada año en una proporción inquietante, pero no tan formidable sin embargo como en los Estados monárquicos de nuestros días. Las guerras, se puede decir incesantes, que esos Estados, transformados en absolutos, se hicieron bajo el pretexto del equilibrio internacional desde la Reforma hasta la revolución de 1789; la necesidad de mantener grandes ejércitos permanentes, que se habían convertido ya en la base principal de la conservación del Estado; el lujo creciente de las cortes de los soberanos, que se habían transformado en orgías incesantes donde la canalla nobiliaria, toda la servidumbre titulada, recamada, iba a mendigar a su amo pensiones; la necesidad de alimentar toda esa multitud privilegiada que cumplía las más altas funciones en el ejército, en la burocracia y en la policía, todo eso exigía enormes gastos. Esos gastos fueron pagados, naturalmente, ante todo y primeramente por el pueblo, pero también por la clase burguesa que, hasta la revolución [de 1789], fue también, si no en el mismo grado que el pueblo, considerada como una vaca lechera sin otro destino que mantener al soberano y alimentar a esa multitud innumerable de funcionarios privilegiados. La Reforma, por otra parte, había hecho perder a la clase media en libertad quizás el doble de lo que le había dado en seguridad. Antes de la Reforma, había sido igualmente la aliada y el sostén indispensable de los reyes en su lucha contra la Iglesia y los señores feudales, y había aprovechado esa alianza para conquistar un cierto grado de independencia y de libertad. Pero desde que la Iglesia y los señores feudales se habían sometido al Estado, los reyes, no teniendo ya necesidad de los servicios de la clase media, la privaron poco a poco de todas las libertades que le habían otorgado anteriormente.

Si tal fue la situación de la burguesía después de la -Reforma, se puede imaginar cuál debió ser la de las masas populares, la de los campesinos y la de los obreros de las ciudades. Los campesinos del centro de Europa, en Alemania, en Holanda, en parte incluso en Suiza, lo sabemos, llevaron a cabo al principio del siglo XVI y de la Reforma, un movimiento grandioso para emanciparse al grito de «¡Guerra a los castillos, paz en las casitas!» Ese movimiento, traicionado por la burguesía y maldecido por los jefes del protestantismo burgués, Lutero y Melanchthon3, fue ahogado en la sangre de varias decenas de millares de campesinos insurrectos. Desde entonces, los campesinos se vieron, más que nunca, asociados a la gleba, siervos de derecho, siervos de hecho, y permanecieron en ese estado hasta la revolución de 1789-1793 en Francia, hasta 1807 en Prusia, y hasta 1848 en casi todo el resto de Alemania. En algunas partes del norte de Alemania, y principalmente en Mecklemburgo, la servidumbre existe todavía hoy, aun cuando dejó de existir en la propia Rusia.

El proletariado de las ciudades no fue mucho más libre que los campesinos. Se dividía en dos categorías, la de los obreros que constituían parte de las corporaciones, y la del proletariado que no estaba de ninguna forma organizado. La primera estaba atada, sometida en sus movimientos y en su producción por una multitud de reglamentos que la subyugaban a los maestros, a los patronos. La segunda, privada de todo derecho, era oprimida y explotada por todo el mundo. La mayoría de los impuestos, como siempre, recaía necesariamente sobre el pueblo.

Esta ruina y esta opresión general de las masas obreras y de la clase burguesa en parte, tenían por pretexto y por fin confesado la grandeza, la potencia, la magnificencia del Estado monárquico, nobiliario, burocrático y militar. Estado que había ocupado el puesto de la Iglesia en la adoración oficial y era proclamado como una institución divina. Hubo, pues, una moral de-Estado, completamente diferente de la moral privada de los hombres, o más bien muy opuesta a ella. En la moral privada, mientras no esté viciada por los dogmas religiosos, hay un fundamento eterno, más o menos reconocido, comprendido, aceptado y realizado en cada sociedad humana. Ese fundamento no es otra cosa que el respeto humano, el respeto a la dignidad humana, al derecho y a la libertad de todos los individuos humanos. Respetarlos: este es el deber de cada uno; amarlos y estimularlos: esta es la virtud; violarlos, al contrario, es el crimen. La moral del Estado es por completo opuesta a esta moral humana. El Estado se impone a sí mismo a todos los súbditos como el fin supremo. Servir su potencia, su grandeza, por todos los medios posibles e imposibles, y hasta contrarios a todas las leyes humanas y al bien de la humanidad: he ahí la virtud. Porque todo lo que contribuye al poder y al engrandecimiento del Estado, es el bien; todo lo que le es contrario, aunque sea la acción más virtuosa, la más noble desde el punto de vista humano, es el mal. Por esto los hombres de Estado, los diplomáticos, los ministros, todos los funcionarios, han empleado siempre crímenes y mentiras e infames traiciones para servirle. Desde el momento que una villanía es cometida a su servicio, se convierte en una acción meritoria. Tal es la moral del Estado. Es la negación de la moral humana y de la humanidad.

La contradicción reside en la idea misma del Estado. No habiendo podido realizarse nunca el Estado universal, todo Estado es un ser menguado que comprende un territorio limitado y un número más o menos restringido de súbditos. La inmensa mayoría de la especie humana queda, pues, al margen de cada Estado, y la humanidad entera es repartida entre una multitud de Estados grandes, pequeños o medianos, de los cuales cada uno, a pesar de que no abraza más que una parte muy reducida de la especie humana, se proclama y se presenta como el representante de la humanidad entera y absoluto. Por eso mismo, todo lo que queda fuera de él, los demás Estados, con sus súbditos y la propiedad de sus súbditos, son considerados por cada Estado como seres privados de toda ley, de todo derecho, y que él tiene supone, por consiguiente, el derecho de atacar, conquistar, masacrar, robar en la medida que sus medios y sus fuerzas se lo permitan. Sabemos, estimados compañeros, que no se ha llegado nunca a establecer un derecho internacional, y nunca se ha podido hacerlo precisamente porque, desde el punto de vista del Estado, todo lo que está fuera del Estado está privado de derecho. Por eso basta con que un Estado declare la guerra a otro para que permita, ¡qué digo!, que mande a sus propios súbditos cometer contra los súbditos del Estado enemigo todos los crímenes posibles: el asesinato, la violación, el robo, la destrucción, el incendio, el saqueo. Y todos estos crímenes se consideran bendecidos por el Dios de los cristianos, que cada uno de los Estados beligerantes considera y proclama como su partidario con exclusión del otro -lo que, naturalmente, debe poner en un famoso aprieto a ese pobre Dios, en nombre del cual los crímenes más horribles han sido y continúan siendo cometidos en la tierra. Por esto somos enemigos de Dios y consideramos esta ficción, este fantasma divino, como una de las principales fuentes de los males que atormentan a los hombres.

Y por esto somos igualmente adversarios apasionados del Estado, de todos los Estados. Porque, mientras haya Estados, no habrá humanidad, y mientras haya Estados la guerra y los horribles crímenes de la guerra, la ruina, la miseria de los pueblos, que son consecuencia inevitable del Estado, serán permanentes.

Mientras haya Estados, las masas populares, aun en las repúblicas más democráticas, serán esclavas de hecho, porque no trabajarán por su propia felicidad y su propia riqueza, sino para la potencia y la riqueza del Estado. ¿Y qué es el Estado? Se pretende que es la expresión y la realización de la utilidad, del bien, del derecho y de la libertad de todos. Pues bien, los que tal pretenden mienten, como mienten los que pretenden que Dios es el protector de todo el mundo. Desde que se formó la fantasía de un ser divino en la imaginación de los hombres, Dios, todos los dioses, y entre ellos principalmente el Dios de los cristianos, han tomado siempre el partido de los fuertes y de los ricos contra las masas ignorantes y miserables. Han bendecido, por medio de sus sacerdotes, los privilegios más repulsivos, las opresiones y las explotaciones más infames.

Del mismo modo, el Estado no es otra cosa que la garantía de todas las explotaciones en beneficio de un pequeño número de felices privilegiados y en detrimento de las masas populares. Se sirve de la fuerza colectiva de todo el mundo para asegurar la dicha, la prosperidad y los privilegios de algunos, en detrimento del derecho humano de todo el mundo. Es una institución en la que la minoría desempeña el papel de martillo y la mayoría forma el yunque. Hasta la Gran Revolución [de 1789], la clase burguesa, aunque en un grado menor que las masas populares, había formado parte del yunque. Y a causa de eso fue revolucionaria.

Sí, fue bien revolucionaria. Se atrevió a rebelarse contra todas las autoridades divinas y humanas, y puso en tela de juicio a Dios, a los reyes, al Papa. Aborreció sobre todo a la nobleza, que ocupaba en el Estado un puesto que ardía de impaciencia por ocuparlo a su vez. Pero no quiero ser injusto, y no pretendo de ningún modo que en sus magníficas protestas contra la tiranía divina y humana, no hubiese sido conducida e impulsada más que por un pensamiento egoísta. La fuerza de las cosas, la naturaleza misma de su organización particular, la habían impulsado instintivamente a apoderarse del Poder. Pero como todavía no tenía conciencia del abismo que la separaba realmente de las clases obreras que explota; como esa conciencia no se había despertado de ninguna manera aún en el seno del proletariado mismo, la burguesía, representada en esa lucha contra la Iglesia y el Estado por sus más nobles espíritus y por sus más grandes caracteres, creyó de buena fe que trabajaba igualmente por la emancipación de todos.

Los dos siglos que separan las luchas de la Reforma religiosa de las de la Gran Revolución, fueron la edad heroica de la burguesía. Ya poderosa por la riqueza y la inteligencia, atacó audazmente todas las instituciones respetadas de la Iglesia y del Estado. Lo minó todo, primero, por la literatura y por la crítica filosófica; más tarde lo derribó por la rebelión decidida. Ella hizo la revolución de 1789 y de 1793. Sin duda que no pudo hacerlo más que sirviéndose de la fuerza popular; pero fue la que organizó esa fuerza y la dirigió contra la Iglesia, contra la realeza y contra la nobleza. Ella fue la que pensó y tomó la iniciativa de todos los movimientos que ejecutó el pueblo. La burguesía tenía fe en sí misma, se sentía poderosa porque sabía que tras ella, con ella, tenía al pueblo.

Si se comparan los gigantes del pensamiento y de la acción que salieron de la clase burguesa en el siglo XVIII con las más grandes celebridades, con los enanos vanidosos célebres que la representan en nuestros días, se podrá uno convencer de la decadencia, de la caída espantosa que se produjo en esa clase. En el siglo XVIII, era inteligente, audaz, heroica. Hoy, se muestra cobarde y estúpida. En aquel entonces, llena de fe, se atrevía a todo, y lo podía todo. Hoy, roída por la duda, y desmoralizada por su propia iniquidad, que está aún más en su situación que en su voluntad, nos ofrece el cuadro de la más vergonzosa impotencia.

Los acontecimientos recientes de Francia lo prueban demasiado bien. La burguesía se muestra completamente incapaz de salvar a Francia. Prefirió la invasión de los prusianos a la revolución popular, que era la única que podía operar esa salvación. Dejó caer de sus manos débiles la bandera de los progresos humanos, la de la emancipación universal. Y el proletariado de París nos está demostrando hoy que los trabajadores son los únicos capaces de llevarla en lo sucesivo.

En una próxima sesión, trataré de demostrarlo.

Segunda conferencia

Estimados compañeros:

Ya les dije la otra vez que dos grandes acontecimientos históricos habían fundado la potencia de la burguesía: la revolución religiosa del siglo XVI conocida bajo el nombre de Reforma, y la gran revolución política del siglo XVIII. Añadí que esta última, realizada ciertamente por el poder del brazo popular, había sido iniciada y dirigida exclusivamente por la clase media. Debo también probarles ahora que es también la clase media la que se aprovechó exclusivamente de ella.

Y sin embargo el programa de esta revolución, al principio, parecía inmenso. ¿Acaso no se realizó en el nombre de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad del género humano, tres palabras que parecen abarcar todo lo que en el presente y en el porvenir sólo puede querer y realizar la humanidad? ¿Cómo es, pues, que una revolución que se había anunciado de una manera tan amplia terminó miserablemente en la emancipación exclusiva, restringida y privilegiada de una sola clase, en detrimento de esos millones de trabajadores que se ven hoy aplastados por la prosperidad insolente e inicua de esa clase?

¡Desgraciadamente esa revolución no fue más que una revolución política! Derribó audazmente todas las barreras, todas las tiranías políticas, pero dejó intactas -hasta las proclamó sagradas e inviolables-las bases económicas de la sociedad, que fue la fuente eterna, el fundamento principal de todas las iniquidades políticas y sociales, de todos los absurdos religiosos pasados y presentes. Proclamó la libertad de cada uno y de todos, o más bien había proclamó el derecho a ser libre para cada uno y para todos.

Pero no ha dado realmente los medios de realizar esa libertad y de gozar de ella más que a los propietarios, a los capitalistas, a los ricos. ¡La pobreza es la esclavitud! He ahí las terribles palabras que con su voz simpática, que parte de la experiencia y del corazón, nos repitió varias veces nuestro amigo Clément4, desde hace algunos días que tengo la dicha de pasar en medio de ustedes, estimados compañeros y amigos.

Sí, la pobreza es la esclavitud, es la necesidad de vender el trabajo, y con el trabajo la persona, al capitalista que les da el medio de no morir de hambre. Es preciso tener verdaderamente el espíritu de los señores burgueses, interesados en la mentira, para atreverse a hablar de la libertad política de las masas obreras. Bonita libertad la que las somete a los caprichos del capital y la que las encadena a la voluntad del capitalista por el hambre. Estimados amigos, no tengo seguramente necesidad de probarles, a ustedes que aprendieron a conocer por una larga y dura experiencia las miserias del trabajo, que mientras el capital quede de una parte y el trabajo de la otra, el trabajo será el esclavo del capital y los trabajadores serán los súbditos de los señores burgueses, que les por irrisión todos los derechos políticos, todas las apariencias de la libertad, para conservarla en realidad exclusivamente para ellos.

El derecho a la libertad sin los medios de realizarla, no es más que un fantasma. Y nosotros amamos demasiado la libertad, ¿no es cierto?, para contentarnos con su fantasma. Nosotros la queremos en la realidad. ¿Pero, qué es lo que constituye el fondo real y la condición positiva de la libertad? Es el desenvolvimiento íntegro y el pleno goce de todas las facultades corporales, intelectuales y morales para cada uno. Por consecuencia, son los medios materiales necesarios a la existencia humana de cada uno; y luego, la educación y la instrucción. Un hombre que sucumbe de inanición, que se encuentra aplastado por la miseria, que muere cada día de frío y hambre y que, viendo sufrir a todos los que ama, no puede acudir en su ayuda, no es un hombre libre, es un esclavo. Un hombre condenado a permanecer toda la vida un ser brutal, carente de educación humana, un hombre privado de instrucción, un ignorante, es necesariamente un esclavo; y si ejerce derechos políticos, podemos estar seguros de que, de una manera o de otra, los ejercerá siempre contra sí mismo, en beneficio de sus explotadores, de sus amos.

La condición negativa de la libertad es esta: ningún hombre debe obediencia a otro; sólo es libre a condición de que todos sus actos estén determinados, no por la voluntad de los otros hombres, sino por su voluntad y sus convicciones propias. Pero un hombre a quien el hambre obliga a vender su trabajo, y con su trabajo su persona, al más bajo precio posible al capitalista que se digna explotarlo; un hombre a quien su propia brutalidad y su ignorancia entregan a merced de sus sabios explotadores, será necesariamente y siempre un esclavo.

No es eso todo. La libertad de los individuos no es un hecho individual, es un hecho, un producto colectivo. Ningún hombre podría ser libre fuera y sin el concurso de toda la sociedad humana. Los individualistas, o los falsos hermanos socialistas que hemos combatido en todos los congresos de trabajadores, han pretendido, con los moralistas y los economistas burgueses, que el hombre podía ser libre, que podía ser hombre fuera de la sociedad, diciendo que la sociedad había sido fundada por un contrato libre de hombres anteriormente libres.

Esta teoría, proclamada por Juan Jacobo Rousseau, el escritor más dañino del siglo pasado, el sofista que ha inspirado a todos los revolucionarios burgueses, esta teoría denota una ignorancia completa, tanto de la naturaleza como de la historia. No es en el pasado, ni siquiera en el presente, donde debemos buscar la libertad de las masas, es en el porvenir, en un porvenir próximo: en esa jornada del mañana que debemos nosotros mismos, por la potencia de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, pero también por la de nuestros brazos. Tras de nosotros, no hubo nunca contrato libre, no hubo más que brutalidad, estupidez, iniquidad y violencia, y hoy aún, nosotros lo sabemos demasiado bien, ese llamado libre contrato se llama pacto del hambre, esclavitud del hombre para las masas y explotación del hambre para las minorías que nos devoran y nos oprimen.

La teoría del libre contrato es igualmente falsa desde el punto de vista de la naturaleza. El hombre no crea voluntariamente la sociedad: nace involuntariamente en ella. Es un animal social por excelencia. No puede llegar a ser hombre, es decir un animal que piensa, que habla, que ama y que quiere, sino en sociedad. Imaginemos al hombre dotado por la naturaleza de las facultades más geniales, arrojado desde su tierna edad fuera de toda sociedad humana, en un desierto. Si no perece miserablemente, que es lo más probable, no será más que un bruto, un mono, privado de palabra y de pensamiento, porque el pensamiento es inseparable de la palabra: nadie puede pensar sin el lenguaje. Por perfectamente aislados que nos encontremos con nosotros mismos, para pensar debemos hacer uso de palabras; podemos muy bien tener imaginaciones representativas de las cosas, pero tan pronto como queramos pensar, debemos servirnos de palabras, porque solo las palabras determinan el pensamiento, y dan a las representaciones fugitivas, a los instintos, el carácter del pensamiento. El pensamiento no existe antes de la palabra, ni la palabra antes del pensamiento; estas dos formas de un mismo acto del cerebro humano nacen juntas. Por tanto, no hay pensamiento sin palabra. Pero, ¿qué es la palabra? Es la comunicación, es la conversación de un individuo humano con muchos otros individuos. El hombre animal no se transforma en ser humano, es decir, pensante, sino por esa conversación, en esa conversación. Su individualidad humana, su libertad, es, pues, el producto de la colectividad.

El hombre únicamente se emancipa de la presión tiránica que ejerce sobre cada uno la naturaleza exterior por el trabajo colectivo; porque el trabajo individual, impotente y estéril, jamás podría vencer a la naturaleza. El trabajo productivo, el que ha creado todas las riquezas y nuestra civilización, ha sido siempre un trabajo social, colectivo; sólo que hasta el presente ha sido inicuamente explotado por los individuos a expensas de las masas obreras. Lo mismo la instrucción y la educación que elevan al hombre -esa educación y esa instrucción de que los señores burgueses están tan orgullosos y que vierten con tanta parsimonia sobre las masas populares-son igualmente producto de la sociedad entera. Las crean el trabajo, y diré más aún, el pensamiento instintivo del pueblo, aunque no las han creado hasta ahora más que en beneficio de los burgueses. Se trata, pues, de la explotación de un trabajo colectivo por individuos que no tienen ningún derecho a monopolizar el producto.

Todo lo que es humano en el hombre, y más que otra cosa la libertad, es el producto de un trabajo social, colectivo. Ser libre en el aislamiento absoluto, es un absurdo inventado por los teólogos y los metafísicos, que reemplazaron la sociedad de los hombres por su fantasma, por Dios. Cada cual -dicen-se siente libre en presencia de Dios. Es decir, del vacío absoluto, de la nada; eso es, pues, la libertad de la nada, o más bien la nada de la libertad, la esclavitud. Dios, la ficción de Dios, ha sido históricamente la fuente moral, o más bien inmoral, de todas las servidumbres.

En cuanto a nosotros, que no queremos ni fantasmas ni la nada, sino la realidad humana viviente, reconocemos que el hombre no puede sentirse y saberse libre -y por consiguiente no puede realizar su libertad sino en medio de los hombres. Para ser libre, tengo necesidad de verme rodeado y reconocido como tal por hombres libres. No soy libre más que cuando mi personalidad, reflejándose, como en otros tantos espejos, en la conciencia igualmente libre de todos los hombres que me rodean, vuelve a mi reforzada por el reconocimiento de todo el mundo. La libertad de todos, lejos de ser una limitación de la mía, como lo pretenden los individualistas, es al contrario su confirmación, su realización y su extensión infinita. Querer la libertad y la dignidad humana de todos los hombres, ver y sentir mi libertad confirmada, sancionada, infinitamente extendida por el asentimiento de todo el mundo, he ahí la dicha, el paraíso humano sobre la tierra.

Pero esa libertad sólo es posible en la igualdad. Si hay un ser humano más libre que yo, me convierto forzosamente en su esclavo; si yo lo soy más que él, él será el mío. Por tanto, la igualdad es una condición absolutamente necesaria de la libertad.

Los burgueses revolucionarios de 1793 han comprendido muy bien esta necesidad lógica. Así, la palabra igualdad figura como el segundo término en su fórmula revolucionaria: libertad, igualdad, fraternidad. Pero, ¿qué igualdad? La igualdad ante la ley, la igualdad de los derechos políticos, la igualdad de los ciudadanos, no la de los hombres; porque el Estado no reconoce a los hombres, no reconoce más que a los ciudadanos. Para él, el hombre sólo existe cuando ejerce -o, por pura ficción, se considera que ejerce-los derechos políticos. El hombre que es aplastado por el trabajo forzado, por la miseria, por el hambre; el hombre que está socialmente oprimido, económicamente explotado, exprimido, y que sufre, no existe para el Estado, que ignora sus sufrimientos y su esclavitud económica y social, su servidumbre real, oculta bajo las apariencias de una libertad política mentirosa. Esta es, pues, la igualdad política, no la igualdad social.

Estimados amigos: sabemos todos por experiencia cuan engañosa es esa pretendida igualdad política cuando no está fundada sobre la igualdad económica y social. En un Estado ampliamente democrático, por ejemplo, todos los hombres llegados a la mayoría de edad, y que no se encuentren bajo el peso de una condena criminal, tienen el derecho y aun el deber, se añade, de ejercer todos los derechos políticos y de llenar todas las funciones para las cuales puede llamarles la confianza de sus conciudadanos. El último hombre del pueblo, el más pobre, el más ignorante, puede y debe ejercer todos sus derechos y llenar todas esas funciones: ¿puede imaginarse una igualdad más amplia que ésa? Sí, él lo debe, lo puede legalmente; pero en realidad eso le es imposible. Ese poder no es más que facultativo para los hombres que constituyen parte de las masas populares, pero nunca podrá ser real para ellos a no ser una transformación radical de las bases económicas de la sociedad, digamos la palabra, una revolución social. Esos pretendidos derechos políticos ejercidos por el pueblo no son pues más que una vana ficción.

Estamos cansados de todas las ficciones, tanto religiosas como políticas. El pueblo está cansado de alimentarse de fantasmas y de fabulas. Ese alimento no engorda. Hoy, exige la realidad. Veamos, pues, lo que hay de real para él en el ejercicio de los derechos políticos.

Para cumplir convenientemente las funciones, y sobre todo las más altas funciones del Estado, es preciso poseer ya un grado bastante alto de instrucción. El pueblo carece absolutamente de esa instrucción. ¿Es por culpa suya? No, la culpa es de las instituciones. El gran deber de todos los Estados verdaderamente democráticos, es esparcir la instrucción a manos llenas entre el pueblo. ¿Hay un solo Estado que lo haya hecho? No hablemos de los Estados monárquicos, que tienen un interés evidente en esparcir, no la instrucción, sino el veneno del catecismo cristiano en las masas. Hablemos de los Estados republicanos y democráticos como los Estados Unidos de América y Suiza. Ciertamente, hay que reconocer que estos dos Estados han hecho más que los otros por la instrucción popular. ¿Pero han llegado al objetivo, a pesar de su buena voluntad? ¿Les ha sido posible dar indistintamente a todos los niños que nacen en su seno una instrucción igual? No, es imposible. Para los hijos de los burgueses, la instrucción superior; para los del pueblo, la instrucción primaria solamente, y, en raras ocasiones, un poco de segunda enseñanza. ¿Por qué esta diferencia? Por la simple razón de que los hombres del pueblo, los trabajadores de los campos y de las ciudades, no tienen el medio de mantener, es decir, de alimentar, de vestir, de alojar a sus hijos en el transcurso de toda la duración de los estudios. Para darse una instrucción científica, es preciso estudiar hasta la edad de veintiún años, algunas veces hasta los veinticinco. Os pregunto: ¿cuáles son los obreros que están en estado de mantener tan largo tiempo a sus hijos? Este sacrificio está por encima de sus fuerzas, porque no tienen ni capitales ni propiedad, y porque viven al día con su salario, que apenas basta para el mantenimiento de una numerosa familia.

Y aun es preciso decir, estimados compañeros, que ustedes, trabajadores de las montañas, obreros en un oficio que la producción capitalista, es decir, la explotación de los grandes capitales, no llegó todavía a absorber, son comparativamente muy dichosos. Trabajando en pequeños grupos en sus talleres, y a menudo trabajando a domicilio, ganan mucho más de lo que se gana en los grandes establecimientos industriales que emplean centenares de obreros. El trabajo de ustedes es inteligente, artístico, no embrutece como el que se hace con máquinas. La destreza, la inteligencia de ustedes significan algo. Y además tienen mucho más tiempo vibre y relativa libertad; por eso son más instruidos, más libres y más felices que los otros.

En las inmensas fábricas establecidas, dirigidas y explotadas por los grandes capitales y en las que son las máquinas, no los hombres, quienes juegan el papel principal, los obreros se transforman necesariamente en miserables esclavos, de tal modo miserables, que muy frecuentemente están forzados a condenar a sus pobres hijitos, de ocho escasos años de edad, a trabajar doce, catorce, dieciséis horas cada día por algunos miserables céntimos. Y no lo hacen por codicia, sino por necesidad. Sin eso, no serian capaces de mantener sus familias.

Esta es la instrucción que pueden darles. Yo no creo deber emplear más palabras para demostrarles, estimados compañeros, a ustedes que lo saben tanto por su experiencia, que en tanto que el pueblo no trabaje para sí mismo, sino para enriquecer a los detentadores de la propiedad y del capital, la instrucción que pueda dar a sus hijos será siempre infinitamente inferior a la de los hijos de la clase burguesa.

Y he ahí una grande y funesta desigualdad social que encontraremos necesariamente en la base de la organización de los Estados: una masa forzosamente ignorante y una minoría privilegiada que, si no es siempre muy inteligente, es al menos comparativamente muy instruida. La conclusión es fácil de deducir. La minoría instruida gobernará eternamente a las masas ignorantes.

No se trata sólo de la desigualdad natural de los individuos; es una desigualdad a la que estamos obligados a resignarnos. Uno tiene una organización más perfecta que el otro, uno nace con una facultad natural de inteligencia y de voluntad más grande que el otro. Pero enseguida añado que estas diferencias no son de ningún modo tan grandes como se suele decir. Aun desde el punto de vista natural, los hombres son casi iguales, las cualidades y los defectos se compensan más o menos en cada uno. No hay más que dos excepciones a esta ley de igualdad natural: son los hombres de genio y los idiotas. Pero las excepciones no constituyen la regla, y, en general, se puede decir que todos los individuos humanos se equivalen y que si existen diferencias enormes entre los individuos en la sociedad actual, nacen de la desigualdad monstruosa de la educación y de la instrucción, y no de la naturaleza.

El niño dotado de las más grandes facultades, pero nacido en una familia pobre, en una familia de trabajadores que vive al día su ruda labor cotidiana, se ve condenado a la ignorancia que mata todas sus facultades naturales en lugar de desarrollarlas: será el trabajador, el obrero manual, el mantenedor y el alimentador forzoso de los burgueses que, por naturaleza, son mucho más torpes que él. El hijo del burgués, al contrario, el hijo del rico, por torpe que sea naturalmente, recibirá la educación y la instrucción necesarias para desarrollar en lo posible sus pobres facultades: será un explotador del trabajo, el amo, el patrón, el legislador, el gobernante, un señor. Por tonto que sea, hará leyes para el pueblo, contra el pueblo y gobernará las masas populares.

En un Estado democrático, se dirá, el pueblo no elegirá más que a los buenos. ¿Pero cómo reconocerá a los buenos? No tiene ni la instrucción necesaria para juzgar al bueno y al malo, ni el tiempo preciso para aprender a conocer los hombres que se proponen a su elección. Esos hombres, por lo demás, viven en una sociedad diferente de la suya. Únicamente acuden a quitarse el sombrero ante Su Majestad el pueblo soberano cuando son las elecciones y, una vez elegidos, le vuelven la espalda. Por lo demás, por pertenecer a la clase privilegiada, a la clase explotadora, por excelentes que sean como miembros de sus familias y de la sociedad, serán siempre malos para el pueblo, porque, muy naturalmente, querrán conservar los privilegios que constituyen la base de su existencia social y que condenan al pueblo a una esclavitud eterna.

Pero, ¿por qué no ha de enviar el pueblo a las asambleas legislativas y al gobierno hombres suyos, hombres del pueblo? Primero, porque los hombres del pueblo, debiendo vivir de sus brazos, no tienen tiempo de consagrarse exclusivamente a la política, y no pudiendo hacerlo, estando la mayoría de las veces ignorantes de las cuestiones económicas y políticas que se tratan en esas altas regiones, serán casi siempre víctimas de los abogados y de los políticos burgueses. Y, luego, porque bastará casi siempre a esos hombres del pueblo entrar en el gobierno para convertirse en burgueses a su vez, en ocasiones más detestables y más desdeñosos del pueblo de donde salieron que los mismos burgueses de nacimiento.

Vemos, pues, que la igualdad política, aun en los Estados más democráticos, es una mentira. Lo mismo pasa con la igualdad jurídica, con la igualdad ante la ley. La ley la hacen los burgueses para los burgueses, y es ejercida por los burgueses contra el pueblo. El Estado y la ley que lo expresa no existen más que para eternizar la esclavitud del pueblo en beneficio de los burgueses.

Por lo demás, sabemos que cuando encontramos pisoteados nuestros intereses, nuestro honor, nuestros derechos, y queremos armar un juicio, para hacerlo debemos demostrar primero que estamos en situación de pagar las costas, es decir, debemos depositar cierta suma. Y si no podemos depositarla, no podemos entablar el juicio. Pero el pueblo, la mayoría de los trabajadores ¿tienen sumas para depositar en el tribunal? La mayoría de las veces, no. Por tanto, el rico podrá atacarnos, insultarnos impunemente, porque no hay justicia para el pueblo.

Mientras no haya igualdad económica y social, mientras una minoría cualquiera pueda hacerse rica, propietaria, capitalista, no por el propio trabajo de cada uno, sino por la herencia, será una mentira la igualdad. ¿Saben cuál es la verdadera definición de la propiedad hereditaria? Es la facultad hereditaria de explotar el trabajo colectivo del pueblo y de someter a las masas.

Esto es lo que ni los más grandes héroes de la revolución de 1793, ni Danton, ni Robespierre, ni Saint-Just habían comprendido. No querían más que la libertad y la igualdad políticas, no las económicas y sociales. Y por eso la libertad y la igualdad fundadas por ellos constituyeron y asentaron en bases nuevas la dominación de los burgueses sobre el pueblo.

Creyeron enmascarar esa contradicción poniendo como tercer término de su formula revolucionaria la fraternidad. ¡También ésta es una mentira! ¿Les pregunto si la fraternidad es posible entre los explotadores y los explotados, entre los opresores y los oprimidos? ¡Cómo! “les haré sudar y sufrir durante toda una jornada, y por la noche, cuando haya recogido el fruto de los sufrimientos y del sudor de ustedes, no dejándoles más que una mínima para que puedan vivir, es decir, sudar de nuevo y sufrir en mi beneficio todavía mañana, por la noche, les diré: ¡Abracémonos, somos hermanos!”

Tal es la fraternidad de la Revolución burguesa.

Estimados amigos, también nosotros queremos la noble Libertad, la salvadora Igualdad y la santa Fraternidad. Pero queremos que estas cosas, que estas grandes cosas, cesen de ser ficciones, mentiras y se conviertan en una verdad y constituyan la realidad.

Tal es el sentido y el fin de lo que llamamos la Revolución social.

Puede resumirse en pocas palabras. ¡Quiere y nosotros queremos que todo hombre que nazca sobre esta tierra pueda llegar a ser un hombre en el sentido más completo de la palabra; que no sólo tenga el derecho, sino también todos los medios necesarios para desarrollar todas sus facultades y ser libre, feliz, en la igualdad y en la fraternidad! Esto es lo que queremos todos, y todos estamos dispuestos a morir para llegar a ese fin.

Les pido, amigos, una tercera y última sesión para exponerles completamente mi pensamiento.

Tercera conferencia

Estimados compañeros:

Les dije la última vez cómo la burguesía, sin tener completamente conciencia de sí misma, pero en parte también, y al menos en una cuarta parte, conscientemente, se sirvió del brazo poderoso del pueblo durante la gran revolución de 1789-1793 para asentar su propio poder sobre las ruinas del mundo feudal. Desde entonces, se ha convertido en la clase dominante. Es muy erróneo suponer que fueran la nobleza emigrada y los sacerdotes los que dieron el golpe de Estado reaccionario de Termidor, que derribó y mató a Robespierre y a Saint-Just, y que guillotinó y deportó a una multitud de sus partidarios.

Sin duda muchos de los miembros de estas dos órdenes caídas tomaron una parte activa en la intriga, felices de ver caer a quienes les habían hecho temblar y les habían cortado la cabeza sin piedad. Pero ellos solos no hubiesen podido hacerlo. Desposeídos de sus bienes, fueron reducidos a la impotencia. Esa parte de la clase burguesa enriquecida por la compra de los bienes nacionales, por los suministros de guerra y el control de los fondos públicos, se aprovechó de la miseria pública y de la bancarrota misma para llenarse el bolsillo. Fueron esos virtuosos representantes de la moralidad y del orden público los primeros instigadores de esa reacción. Estuvieron ardiente y poderosamente sostenidos por la masa de los tenderos, raza eternamente malhechora y cobarde que engaña y envenena al pueblo a granel, vendiéndole sus mercaderías adulteradas, y que tiene toda la ignorancia del pueblo sin tener su gran corazón, toda la vanidad de la aristocracia burguesa sin tener los bolsillos llenos; cobarde durante las revoluciones, se vuelve feroz en la reacción. Para ella, todas las ideas que hacen palpitar el corazón de las masas, los grandes principios, los grandes intereses de la humanidad, no existen. Ignora el patriotismo, o no conoce de él más que la vanidad o las fanfarronadas. No hay un sentimiento que pueda arrancarla a las preocupaciones mercantiles, a las miserables inquietudes del día. Todo el mundo supo, y los hombres de todos los partidos nos lo confirmaron, que durante el terrible asedio de París, mientras el pueblo se batía y la clase de los ricos intrigaba y preparaba la traición que entregó París, a los prusianos, mientras el proletariado generoso, las mujeres y los niños del pueblo estaban semihambrientos, los tenderos no tuvieron más que una única preocupación: la de vender sus mercancías, sus artículos alimenticios, los objetos más necesarios a la subsistencia del pueblo, al más alto precio posible.

Los tenderos de todas las ciudades de Francia hicieron lo mismo. En las ciudades invadidas por los prusianos, les abrieron las puertas. En las ciudades no invadidas, se preparaban a abrirlas; paralizaron la defensa nacional y en todas partes donde pudieron se opusieron a la sublevación y al armamento populares, que era lo único que podía salvar a Francia. Los tenderos en las ciudades, lo mismo que los campesinos en los campos, constituyen hoy el ejército de la reacción. Los campesinos podrán y deberán ser convertidos a la revolución, pero los tenderos nunca.

Durante la Gran Revolución, la burguesía se dividió en dos categorías, de las cuales una, que constituía la ínfima minoría, era la burguesía revolucionaria, conocida bajo el nombre genérico de jacobinos. No hay que confundir a los jacobinos de hoy con los de 1793. Los de hoy no son más que pálidos fantasmas y ridículos abortos, caricaturas de los héroes del siglo pasado. Los jacobinos de 1793 eran grandes hombres, tenían el fuego sagrado, el culto a la justicia, a la libertad y a la igualdad. No fue culpa suya si no comprendieron mejor ciertas palabras que resumen todavía hoy nuestras aspiraciones. No consideraron más que la faz política, no el sentido económico y social. Pero, lo repito, no fue culpa suya, como no es mérito nuestro el comprenderlas hoy. Es la culpa y el mérito del tiempo. La humanidad se desarrolla lentamente, demasiado lentamente, ¡ay!, y es únicamente por una sucesión de errores y de faltas, y de crueles experiencias sobre todo, que son siempre su consecuencia necesaria, cómo los hombres conquistan la verdad. Los jacobinos de 1793 fueron hombres de buena fe hombres inspirados por la idea, consagrados a la idea. Fueron héroes. Si no lo hubieran sido, no hubieran podido llevar a cabo los grandes actos de la revolución. Nosotros podemos y debemos combatir los errores teóricos de los Danton, de los Robespierre, de los Saint-Just, pero al combatir sus ideas falsas, estrechas, exclusivamente burguesas en economía social, debernos inclinarnos ante su potencia revolucionaria. Fueron los últimos héroes de la clase burguesa, en otro tiempo tan fecunda en héroes.

Aparte de esta minoría heroica, existía la masa de la burguesía, materialmente explotadora, y para la cual las ideas, los principios fundamentales de la revolución sólo eran palabras sin valor y sin sentido cuando no podía servirse de ellas para llenar sus bolsillos tan vastos y tan respetables. Cuando los más ricos, y por consiguiente los más influyentes de los burgueses llenaron suficientemente sus bolsillos al ruido y por medio de la Revolución, consideraron que ésta había durado demasiado, que era tiempo de acabar y de restablecer el reino de la ley y del orden público.

Derribaron el Comité de Salvación Pública, mataron a Robespierre, a Saint-Just y a sus amigos y establecieron el Directorio, que fue una verdadera encarnación de la depravación burguesa al fin del siglo XVIII, el triunfo y el reino del oro adquirido por el robo y aglomerado en los bolsillos de algunos millares de individuos.

Pero Francia, que no había tenido tiempo aún de corromperse, y que aun palpitaba por los grandes hechos de la revolución, no pudo soportar largo tiempo ese régimen. Protestó dos veces, en una fracasó y en otra triunfó. Si hubiese triunfado en la primera, si hubiese podido tener éxito, habría salvado a Francia y al mundo; el triunfo de la segunda inauguró el despotismo de los reyes y la esclavitud de los pueblos. Quiero hablar de la insurrección de Babeuf y de la usurpación del primer Bonaparte.

La insurrección de Babeuf fue la última tentativa revolucionaria del siglo XVIII. Babeuf y sus amigos habían sido más o menos amigos de Robespierre y de Saint-Just. Fueron jacobinos socialistas. Tenían el culto a la igualdad, aun en detrimento de la libertad. Su plan fue muy sencillo: expropiar a todos los propietarios y a todos los detentadores de instrumentos de trabajo y de otros capitales en beneficio del Estado republicano, democrático y social, de modo que el Estado, convertido en el único propietario de todas las riquezas, tanto mobiliarias como inmobiliarias, se transformaba en el único empresario, en el único, patrono de la sociedad. Provisto al mismo tiempo de la omnipotencia política, se apoderaba exclusivamente de la educación y de la instrucción iguales para todos los niños, y obligaba a todos los individuos mayores de edad a trabajar y a vivir según la igualdad y la justicia. Toda autonomía comunal, toda iniciativa individual, toda libertad, en una palabra, desaparecía aplastada por ese poder formidable. La sociedad entera no debía presentar más que el cuadro de una uniformidad monótona y forzada. El gobierno era elegido por el sufragio universal, pero una vez elegido, y en tanto que quedase en funciones, ejercía en todos los miembros de la sociedad un poder absoluto.

La teoría de la igualdad establecida por la fuerza por el poder no fue un invento de Babeuf. Los primeros fundamentos de esa teoría habían sido echados por Platón, varios siglos antes de Cristo, en su República, obra en que ese gran pensador de la antigüedad trató de esbozar el cuadro de una sociedad igualitaria. Los primeros cristianos ejercieron indudablemente un comunismo práctico en sus asociaciones perseguidas por toda sociedad oficial. En fin, al comienzo mismo de la revolución religiosa, en el primer cuarto del siglo XVI, en Alemania, Tomás Münzer y sus discípulos hicieron una primera tentativa para establecer la igualdad social sobre una base muy amplia. La conspiración de Babeuf fue la segunda manifestación práctica de la idea igualitaria en las masas. Todas estas tentativas, sin exceptuar la última, debieron fracasar por dos razones: primero, porque las masas no se habían desarrollado lo suficiente como para hacer posible su realización; y luego y sobre todo porque, en todos estos sistemas, la igualdad se asociaba a la potencia, a la autoridad del Estado y por consiguiente excluía la libertad. Y nosotros sabemos, estimados amigos, que la igualdad no es posible más que con la libertad y por la libertad: no se trata de esa libertad exclusiva de los burgueses que está fundada en la esclavitud de las masas y que no es la libertad, sino el privilegio; se trata de esa libertad universal de los seres humanos que eleva a cada uno a la dignidad de hombre. Pero sabemos también que esa libertad sólo es posible en la igualdad. Rebelión, no sólo teórica, sino práctica, contra todas las instituciones y contra todas las relaciones sociales creadas por la desigualdad; después, establecimiento de la igualdad económica y social por la libertad de todo el mundo: he ahí nuestro programa actual, el que debe triunfar a pesar de los Bismarck, de los Napoleón, de los Thiers, y a pesar de todos los cosacos de mi augusto emperador el Zar de todas las Rusias.

La conspiración de Babeuf había reunido en su seno todo lo que lo que había quedado de ciudadanos consagrados a la revolución en París después de las ejecuciones y deportaciones del golpe de Estado reaccionario de Termidor, y, necesariamente, muchos obreros. Fracasó; algunos fueron guillotinados, pero varios sobrevivieron, entre ellos el ciudadano Felipe Buonarroti, un hombre de hierro, un carácter antiguo, de tal modo respetable que supo hacerse respetar por los hombres de los partidos más opuestos. Vivió largo tiempo en Bélgica, donde fue el principal fundador de la sociedad secreta de los carbonarios comunistas; y en un libro que se ha hecho ya muy raro, pero que trataré de enviar a nuestro amigo Adhémar5, contó esa lúgubre historia, esa última protesta heroica de la revolución contra la reacción, conocida bajo el nombre de conspiración de Babeuf.

La otra protesta de la sociedad contra la corrupción burguesa que se había apoderado del Poder bajo el nombre de Directorio fue, como lo dije ya, la usurpación del primer Bonaparte.

Esta historia, mil veces más lúgubre todavía, es conocida de todos ustedes. Fue la primera inauguración del régimen infame y brutal del sable, el primer bofetón dado al comienzo de este siglo por un advenedizo insolente sobre las mejillas de la humanidad. Napoleón I se hizo el héroe de todos los déspotas, al mismo tiempo que fue militarmente su terror. Tras ser vencido, les dejó su funesta herencia, su infame principio: el desprecio a la humanidad y la opresión de la misma por el sable.

No les hablaré de la Restauración. Fue una tentativa ridícula la de dar la vida y el poder político a dos cuerpos tarados y decaídos: a la nobleza y a los sacerdotes. No hubo bajo la Restauración más que esto de notable: que, atacada, amenazada en ese Poder que creyó haber conquistado para siempre, la burguesía volvió a ser casi revolucionaria. Enemiga del orden público en tanto que ese orden público no es el suyo, es decir, mientras establece y garantiza otros intereses que los suyos, conspiró de nuevo. Los señores Guizot, Perrier, Thiers y tantos otros, que bajo Luis Felipe se distinguieron como los más fanáticos partidarios y defensores de un gobierno opresivo, corruptor, pero burgués, y por consiguiente perfecto a sus ojos, todas esas almas corrompidas de la reacción burguesa, conspiraron bajo la Restauración. Triunfaron en julio de 1830, y el reino del liberalismo burgués fue inaugurado.

De 1830 data verdaderamente la dominación exclusiva de los intereses y de la política burguesa de Europa, sobre todo en Francia, en Inglaterra, en Bélgica, en Holanda y en Suiza. En otros países; tales como Alemania, Dinamarca, Suecia, Italia, España y Portugal, los intereses burgueses habían prevalecido sobre todos los demás, pero no el gobierno político de los burgueses. No hablo de ese grande y miserable Imperio de todas las Rusias, sometido aún al despotismo de los zares, sin precisamente clase política intermediaria, ni como cuerpo burgués, donde sólo hay, en efecto, de una parte el mundo oficial, una organización militar, policíaca y burocrática para colmar los caprichos del zar, y de la otra el pueblo, las decenas de millones de seres humanos devorados por el zar y sus funcionarios. En Rusia, la revolución vendrá directamente del pueblo, como lo demostré ampliamente en un discurso bastante largo que pronuncié hace algunos años en Berna y que me apresuraré a enviarles6. No hablo tampoco de esa desgraciada y heroica Polonia que se debate, siempre sofocada de nuevo, pero nunca muerta, bajo las garras de tres águilas infames: la del Imperio de Rusia, la del Imperio de Austria, y la del nuevo Imperio de Alemania, representado por Prusia. En Polonia como en Rusia, no hay propiamente clase media; de un lado está la nobleza, burocracia hereditariamente esclava del zar de Rusia, en otro tiempo dominante y hoy desorganizada y decrépita en Polonia; y del otro lado existe el campesino siervo, devorado, aplastado ahora, no por la nobleza, que perdió su poder, sino por el Estado, por sus funcionarios innumerables, por el zar. No les hablaré tampoco de los pequeños países como Suecia y Dinamarca, que no se hicieron realmente constitucionales hasta después de 1848 y que quedaron más o menos retrasados en el desenvolvimiento general de Europa; ni de España ni de Portugal, donde el movimiento industrial y la política burguesa fueron paralizados tanto tiempo por la doble potencia del clero y del ejército. Sin embargo, debo recalcar que España, que nos parecía tan atrasada, nos presenta hoy una de las más magníficas organizaciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores existentes en el mundo.

Me detendré un instante sobre Alemania. Desde 1830, nos ha presentado y continúa presentándonos Alemania el cuadro extraño de un país donde los intereses de la burguesía predominan, pero en el que la potencia política no pertenece a la burguesía, sino a la monarquía absoluta bajo una máscara de constitucionalismo, militar y burocráticamente organizada y servida exclusivamente por los nobles.

Es en Francia, en Inglaterra, en Bélgica sobre todo, donde hay que estudiar el reinado de la burguesía. Después de la unificación de Italia bajo el cetro de Víctor Manuel, puede ser estudiado también en Italia. Pero en ninguna parte se ha caracterizado tan plenamente como en Francia; es, pues, en este país donde la consideraremos principalmente. Desde 1830, el principio burgués ha tenido plena libertad de manifestarse en la literatura, en la política y en la economía social. Se puede resumir en una sola palabra: individualismo.

Entiendo por individualismo esa tendencia que -considerando toda la sociedad, la masa de los individuos, la de los indiferentes, la de los rivales, la de los competidores, lo mismo que la de los enemigos naturales, en una palabra, aquellos con los cuales cada uno está obligado a vivir, pero que obstruyen la ruta a cada uno-impulsa al individuo a conquistar y a establecer su propio bienestar, su prosperidad, su dicha, contra todo el mundo, en detrimento y a espaldas de todos los demás. Es una carrera de velocidad, un “¡sálvese quien pueda!” general en que cada cual trata de llegar el primero. ¡Ay de los que se detienen, si son adelantados! ¡Ay de los que, cansados por la fatiga, caen en el camino! Son inmediatamente aplastados. La competencia no tiene corazón, no tiene piedad. ¡Ay de los vencidos! En esa lucha, necesariamente, deben cometerse muchos crímenes; esa batalla fratricida no es sino un crimen continuo contra la solidaridad humana, base única de toda moral. El Estado que -se dice-es el representante y el vindicador7 de la justicia, no impide la perpetración de esos crímenes, al contrario, los perpetúa y los legaliza. Lo que él representa, lo que él defiende, no es la justicia humana, es la justicia jurídica, que no es otra cosa que la consagración del triunfo de los fuertes sobre los débiles, de los ricos sobre los pobres. El Estado sólo exige una cosa: que todos esos crímenes sean realizados legalmente. Yo puedo arruinarles, aplastarles, matarles, pero debo hacerlo observando las leyes. De otro modo, soy declarado criminal y tratado como tal. Tal es el sentido de este principio, de esta palabra: individualismo.

Ahora, veamos cómo se ha manifestado ese principio en la literatura, en esa literatura creada por los Víctor Hugo, los Dumas, los Balzac, los Julio Janin y tantos otros autores de libros y de artículos de periódicos burgueses, que, desde 1830, han inundado a Europa, llevando la depravación y despertando el egoísmo en los corazones de los jóvenes de ambos sexos, y desgraciadamente también del pueblo. Tomemos cualquier novela: al lado de los grandes y falsos sentimientos, de las bonitas frases, ¿qué encontramos? Siempre lo mismo. Un joven es pobre, oscuro, desconocido; está devorado por toda suerte de ambiciones y apetitos.

Quisiera habitar en un palacio, comer trufas, beber champán, rodar en una carroza y acostarse con alguna bella marquesa. Lo consigue a fuerza de esfuerzos heroicos y aventuras extraordinarias, mientras que los demás sucumben. He ahí el héroe: ese es el individualismo puro.

Veamos la política. ¿Cómo se expresa en ella ese principio? Las masas -se dice-tienen necesidad de ser dirigidas, gobernadas; son incapaces de vivir sin gobierno, como son igualmente incapaces de gobernarse a sí mismas. ¿Quién las gobernará? No hay ya privilegio de clase. Todo el mundo tiene derecho a subir a las más altas posiciones y funciones sociales. Mas para lograrlas es preciso ser inteligente, hábil; es preciso ser fuerte y dichoso; es preciso saber y poder sobreponerse a todos los rivales. He ahí aún una carrera de apuesta: serán los individuos hábiles y fuertes los que gobernarán, los que esquilmarán a las masas.

Consideremos ahora ese mismo principio en la cuestión económica, que en el fondo es la principal, hasta se podría decir la única cuestión. Los economistas burgueses nos dicen que son partidarios de una libertad ilimitada de los individuos, y que la competencia es la condición de esa libertad. Pero veamos, ¿qué es esa libertad? Y antes una primera pregunta: ¿es-el trabajo separado, aislado, el que produjo y continúa produciendo todas estas riquezas maravillosas de que se glorifica nuestro siglo? Sabemos bien que no. El trabajo aislado de los individuos apenas sería capaz de alimentar y de vestir a un pueblecito de salvajes; una gran nación no se hace rica y no puede subsistir más que por el trabajo colectivo, solidariamente organizado. Siendo colectivo el trabajo para la producción de las riquezas, parecería lógicamente, ¿no es cierto?, que el goce de esas riquezas debiera serlo también. Pues bien, he ahí lo que no quiere, lo que rechaza con odio la economía burguesa. Quiere el disfrute aislado de los individuos. Pero, ¿de qué individuos? ¿Será de todos? ¡Oh, no! Quiere el disfrute de los fuertes, de los inteligentes, de los hábiles, de los dichosos. ¡Ah, sí, de los dichosos, sobre todo! Porque en su organización social, y conforme a esa ley de herencia, que es su fundamento principal, nace una minoría de individuos más o menos ricos, felices, y millones de seres humanos desheredados, desgraciados. Después, la sociedad burguesa dice a todos estos individuos: luchen, compitan por el premio, el bienestar, la riqueza, el poder político. Los vencedores serán felices. ¿Hay igualdad al menos en esta lucha fratricida? No, de ningún modo. Los unos, el pequeño número, están armados con todo lo mejor, fortalecidos por la instrucción y la riqueza heredadas, y los millones de hombres del pueblo se presentan en la vida casi desnudos, con su ignorancia y su miseria igualmente heredadas. ¿Cuál es el resultado necesario de esa competencia supuestamente libre? El pueblo sucumbe, la burguesía triunfa, y el proletario encadenado está obligado a trabajar como un forzado para su eterno vencedor, el burgués.

El burgués está provisto principalmente de un arma contra la cual el proletariado quedará siempre sin posibilidad de defensa, mientras ese arma, el capital -que se transformó en todos los países civilizados en el agente principal de la producción industrial-, mientras ese proveedor del trabajo esté dirigido contra él.

El capital, tal como está constituido y apropiado hoy, no aplasta sólo al proletariado, agobia, expropia y reduce a la miseria a una inmensa cantidad de burgueses. La causa de este fenómeno, que la burguesía media y pequeña no comprende bastante, que ignoran, es sin embargo muy sencilla. A consecuencia de la competencia, de esa lucha a muerte que reina hoy en el comercio y en la industria gracias a la libertad conquistada por el pueblo en beneficio de los burgueses, todos los fabricantes están obligados a vender sus productos, o más bien los productos de los trabajadores que emplean, que explotan, al más bajo precio posible. Ustedes lo saben por experiencia, los productos caros se ven hoy cada vez más excluidos del mercado por los productos baratos, aunque estos últimos sean mucho menos perfectos que los primeros. He ahí, pues, una primera consecuencia funesta de esa competencia, de esa lucha intestina en la producción burguesa. Tiende necesariamente a reemplazar los buenos productos por los productos mediocres. Disminuye al mismo tiempo la calidad de los productos y la de los productores.

En esta competencia, en esta lucha por el precio más bajo, los grandes capitales deben aplastar necesariamente a los pequeños, los burgueses importantes han de arruinar a los modestos. Porque una inmensa fábrica puede confeccionar naturalmente sus productos y darlos más baratos que una fábrica pequeña o mediana. La instalación de una gran fábrica exige naturalmente un cuantioso capital, pero, proporcionalmente a lo que puede producir, cuesta menos que una fábrica reducida: 100.000 francos son más que 10.000, pero 100.000 francos empleados en una fábrica darían el 50 %, el 60 %; mientras que los 10.000 francos empleados de la misma manera no darán más que un 20 %. El gran fabricante economiza en la construcción, en las materias primas, en las máquinas; empleando muchos menos trabajadores que el fabricante pequeño o mediano, economiza también, o gana, por una organización mejor y por una mayor división del trabajo. En una palabra, con 100.000 francos concentrados en sus manos y empleados en el establecimiento y en la organización de una fábrica única, produce mucho más que diez fabricantes que empleen cada uno 10.000 francos; de manera que si cada uno de estos últimos realiza, sobre los 10.000 francos que emplea, un beneficio neto de 2.000 francos, por ejemplo, el fabricante que establece y que organiza una gran fábrica que le cuesta 100.000 francos, gana por cada 10.000 francos 5.000 ó 6.000, es decir, que produce proporcionalmente muchas más mercaderías. Produciendo mucho más, puede vender naturalmente sus productos mucho más baratos que los fabricantes modestos; pero al venderlos más baratos, obliga igualmente a estos fabricantes a bajar sus precios, sin lo cual sus productos no serían comprados. Pero como la producción de esos productos les resulta mucho más cara que al gran fabricante, al venderlos al precio fijado por éste se arruinan. Así es como los grandes capitales matan a los pequeños, y si los grandes capitales tropiezan con otros mayores aún, son aplastados a su vez.

Esto es tan cierto que hoy existe en los grandes capitales una tendencia a asociarse para construir capitales monstruosamente formidables. La explotación del comercio y de la industria por las sociedades anónimas comienza a reemplazar, en los países más industriosos, en Inglaterra, en Bélgica y en Francia, a la explotación de los grandes capitales aislados. Y a medida que la civilización, que la riqueza nacional de los países más avanzados se acrecientan, crece la riqueza de los grandes capitalistas, pero disminuye el número de éstos. Una masa de burgueses medianos se ve rechazada hacia la pequeña burguesía, y una multitud mayor aún de pequeños burgueses se ve inexorablemente impulsada hacia el proletariado, hacia la miseria.

Es un hecho incontestable, comprobado por la estadística de todos los países, lo mismo que por la demostración más exactamente matemática. En la organización económica de la sociedad actual, ese empobrecimiento gradual de la mayor parte de la burguesía en beneficio de un número restringido de monstruosos capitalistas es una ley inexorable, contra la cual no hay otro remedio que la revolución social. Si la pequeña burguesía tuviese bastante inteligencia y buen sentido para comprenderlo, se habría asociado desde hace mucho al proletariado para realizar esa revolución. Pero la pequeña burguesía es generalmente muy tonta; su necia vanidad y su egoísmo le cierran el espíritu. No ve nada, no comprende nada, y aplastada por una parte por la gran burguesía, amenazada por la otra por ese proletariado a quien desprecia tanto como detesta y teme, se deja arrastrar estúpidamente al abismo.

Las consecuencias de esta competencia burguesa son desastrosas para el proletariado. Forzados a vender sus productos -o más bien los productos de los trabajadores que explotan-al menor precio posible, los fabricantes deben pagar necesariamente a sus obreros los salarios más bajos posibles. Por consiguiente, no pueden pagar el talento, el genio de sus obreros. Deben buscar el trabajo que se vende -que está obligado a venderse-, a la mínima tarifa. Las mujeres y los niños se contentan con un salario menor: emplean, pues, los niños y las mujeres con preferencia a los hombres, y los trabajadores mediocres con preferencia a los trabajadores hábiles, a menos que estos últimos se contenten con el salario de los trabajadores inhábiles, de los niños y de las mujeres. Fue demostrado y reconocido por los economistas burgueses que la medida del salario del obrero es siempre determinada por el precio de su mantenimiento diario. Así, si un obrero pudiera vestirse, alimentarse, alojarse por un franco diario, su salario caería bien pronto a un franco. Y esto por una razón muy sencilla los obreros, presionados por el hambre, están obligados a hacerse competencia entre sí, y el fabricante, impaciente por enriquecerse lo más pronto posible por la explotación de su trabajo, y forzado por otra parte por la competencia burguesa a vender sus productos al más bajo precio, tomará naturalmente los obreros que le ofrezcan por el menor salario más horas de trabajo.

No es sólo una deducción lógica, es un hecho que pasa diariamente en Inglaterra, en Francia, en Bélgica, en Alemania, y en las partes de Suiza donde se ha establecido la gran industria, la industria explotada en las grandes fábricas por los grandes capitales. En mi última conferencia les dije que son obreros privilegiados. Aunque estén lejos aún de recibir íntegramente en salario todo el valor de vuestra producción diaria, aunque son ustedes incontestablemente explotados par sus patronos, sin embargo, comparativamente a los obreros de los grandes establecimientos industriales, están bastante bien pagados, tiene tiempo libre, son libres, son dichosos. Y me apresuro a reconocer que tienen un gran mérito por haber ingresado en la Internacional y en ser miembros abnegados y celosos de esa inmensa asociación del trabajo que debe emancipar a los trabajadores del mundo entero. Eso es noble, eso es generoso de parte suya. Demuestran que no piensan sólo en sí mismos, sino en esos millones de hermano que están mucho más oprimidos y que son mucho más desdichados que ustedes. Con satisfacción les ofrezco este testimonio.

Pero al mismo tiempo que dans prueba de generosa y de fraternal solidaridad, déjenme decirles que demuestran también previsión y prudencia; obran, no sólo por sus desgraciados hermanos de las otras industrias y de los otros países, sino también y, si no por completo por ustedes mismos, al menos por sus propios hijos. Están, no en absoluto, sino relativamente bien retribuidos, son libres, dichosos. ¿Por qué? Por la simple razón de que el gran capital no invadió aún su industria. Pero no crean que será siempre así. El gran capital, por una ley que le es inherente, está fatalmente impulsado a invadirlo todo. Ha comenzado, naturalmente, por explotar las ramas del comercio y la industria que le prometieron mayores ventajas, aquellas cuya explotación era más fácil, y acabará necesariamente, después de haberlas explotado suficientemente, y a causa de la competencia que se hace a sí mismo en esa explotación, por apuntar a las ramas que no había tocado hasta allí. ¿No se hacen ya vestidos, zapatos, encajes a máquina? Créanlo: tarde o temprano, y sin duda antes de lo que se piensa, se harán también relojes a máquina. Los resortes, los escapes, la caja, la cubierta, la tapa, el pulimento, el torneado, el grabado, se harán a máquina. Los productos no estarán tan cuidados no serán tan artísticos como los que salen de sus manos hábiles, pero costarán mucho menos y encontrarán más compradores que sus productos más perfectos, que acabarán por ser excluidos del mercado. Y entonces, si no ustedes, sus hijos se encontrarán tan esclavos, tan miserables como los obreros de los grandes establecimientos industriales lo están hoy. Ven, pues, que al trabajar por sus hermanos, los desdichados obreros de otras industrias y de otros países, trabajan también para sí mismos o al menos por sus hijos.

Trabajan por la humanidad. La clase obrera se ha convertido hoy en la única representante de la grande, de la santa causa de la humanidad. El porvenir pertenece a los trabajadores: a los trabajadores de los campos, a los trabajadores de las fábricas y de las ciudades. Todas las clases que están por encima de ustedes, las eternas explotadoras del trabajo de las masas populares: la nobleza, el clero, la burguesía, y toda esa miríada de funcionarios militares y, civiles que representan la iniquidad y la potencia malhechora del Estado, son clases corrompidas, aquejadas de impotencia, incapaces en lo sucesivo de comprender y de querer el bien, y poderosas sólo para el mal.

El clero y la nobleza fueron desenmascarados y derrotados en 1793. La revolución de 1848 desenmascaró a la burguesía y enseñó su impotencia y su maldad. Durante las jornadas de junio, en 1848, la clase burguesa renunció claramente a la religión de sus padres, a esa religión revolucionaria que había tenido la libertad, la igualdad y la fraternidad por principios y por bases. Tan pronto como el pueblo tomó la igualdad y la libertad en serio, la burguesía, que no existe más que por la explotación, es decir por la desigualdad económica y por la esclavitud social del pueblo, se quedó en la reacción.

Los mismos traidores que quieren perder hoy una vez más a Francia, esos Thiers, esos Julio Favre y la inmensa mayoría de la Asamblea Nacional en 1848, obraron por el triunfo de la más inmunda reacción, como lo siguen haciendo hoy en día. Comenzaron por elevar a la presidencia a Luis Bonaparte, y más tarde destruyeron el sufragio universal. El terror a la revolución social, el horror a la igualdad, el sentimiento de sus crímenes y el temor a la justicia popular, lanzaron a toda esa clase decadente, antes tan inteligente y tan heroica, hoy tan estúpida y tan cobarde, en los brazos de la dictadura de Napoleón III. Y tuvieron dictadura militar durante dieciocho años seguidos. No hay que creer que los señores burgueses pasaron bastante el periodo. Los que quisieron hacer motines y jugar al liberalismo de una manera demasiado ruidosa e incómoda para el régimen imperial, fueron apartados naturalmente, comprimidos. Pero los demás, los que dejando las chácharas políticas al pueblo, se aplicaron exclusivamente, seriamente al gran negocio de la burguesía, a la explotación del pueblo, fueron poderosamente protegidos y alentados. Hasta se les dio, para salvar su honor, todas las apariencias de la libertad. ¿No existía bajo el Imperio una asamblea legislativa elegida regularmente por el sufragio universal? Por lo tanto, todo fue bien según los deseos de la burguesía. No hubo más que un solo punto negro, fue la ambición conquistadora del soberano que arrastraba a Francia forzosamente a gastos ruinosos y acabó por aniquilar su antiguo poder. Pero ese punto negro no era un accidente, era una necesidad del sistema. Un régimen despótico, absoluto, aunque tenga apariencias de libertad, debe necesariamente apoyarse en un fuerte ejército, y todo gran ejército permanente hace necesaria tarde o temprano la guerra exterior, porque la jerarquía militar tiene por inspiración principal la ambición: todo teniente quiere ser coronel, y todo coronel quiere llegar a general; en cuanto a los soldados, sistemáticamente desmoralizados en el cuartel, sueñan con los nobles placeres de la guerra: la matanza, el saqueo, el robo, la violación. Una prueba: las hazañas del ejército prusiano en Francia. Pues bien, si todas esas nobles pasiones, sabia, sistemáticamente alimentadas en el corazón de los oficiales y de los soldados, permanecen largo tiempo sin satisfacción alguna, agrian el ejército y lo impulsan al descontento y del descontento a la rebelión. Por lo tanto, es necesario hacer la guerra. Todas las expediciones y las guerras emprendidas por Napoleón III no fueron, pues, caprichos personales, como lo pretenden hoy los señores burgueses: fueron una necesidad del sistema imperial despótico que habían fundado ellos mismos por temor a la revolución social. Son las clases privilegiadas, es el clero alto y bajo, es la nobleza decaída, es, en fin, y principalmente, esa respetable, honesta y virtuosa burguesía la que, como todas las demás clases y más que el mismo Napoleón III, es causa de las terribles desgracias que acaban de afectar a Francia.

Y lo vieron todos, compañeros: para defender a esa desgraciada Francia, no se encontró en el país más que una sola masa, la masa de los obreros de las ciudades, aquella precisamente que fue traicionada y entregada por la burguesía al Imperio y sacrificada por el Imperio a la explotación burguesa. En todo el país no hubo más que los generosos trabajadores de las fábricas y de las ciudades que quisieron la sublevación popular para la salvación de Francia. Los trabajadores de los campos, los campesinos, desmoralizados, embrutecidos por la educación religiosa que se les dio a partir del primer Napoleón hasta hoy, tomaron el partido de los prusianos y de la reacción contra Francia. Se hubiera podido revolucionarles. En un folleto que muchos de ustedes leyeron, intitulado Cartas a un francés, expuse los medios de que era preciso hacer uso para arrastrarlos hacia la revolución. Mas, para hacerlo, era preciso primero que las ciudades se sublevasen y se organizasen revolucionariamente. Los obreros lo quisieron; hasta lo intentaron en muchas ciudades del mediodía de Francia, en Lyon, en Marsella, en Montpellier, en Saint-Étienne, en Toulouse. Pero en todas partes fueron oprimidos y paralizados por los burgueses radicales en nombre de la república. Sí, en nombre de la república, los burgueses, que se hicieron republicanos por miedo al pueblo, en nombre de la República, Gambetta, ese viejo pecador Jules Favre, Thiers, ese infame zorro, y todos esos Picard, Ferry, Jules Simon, Pelletan y tantos otros, en nombre de la república, asesinaron a la República y a Francia.

La burguesía está juzgada. Ella, que es la clase más rica y más numerosa de Francia ­exceptuando la masa popular, sin duda-, si hubiese querido, habría podido salvar a Francia. Mas para eso habría tenido que sacrificar su dinero, su vida, y apoyarse francamente en el proletariado, como lo hicieron sus antepasados burgueses de 1793. Pues bien, quiso sacrificar su dinero menos aún que su propia vida, y prefirió la conquista de Francia por los prusianos a su salvación por la revolución popular.

La cuestión entre los obreros de las ciudades y la burguesía fue planteada bastante claramente. Los obreros dijeron: antes haremos volar las casas que entregar las ciudades a los prusianos. Los burgueses respondieron: nosotros abriremos antes las puertas de las ciudades a los prusianos que permitirles hacer desórdenes públicos, y queremos conservar nuestras queridas casas a todo precio, aunque debamos besar el culo de los señores prusianos.

Y observen que son hoy esos mismos burgueses los que se atreven a insultar a la Comuna de París, esa noble Comuna que salva el honor de Francia y, lo esperamos, la libertad del mundo al mismo tiempo; son esos burgueses los que la insultan hoy. ¿En nombre de qué? ¡En nombre del patriotismo!

¡Verdaderamente, los burgueses tienen una desfachatez enorme! Han llegado a un grado de infamia que les ha hecho perder hasta el último sentimiento de pudor. Ignoran la vergüenza. Antes de estar muertos están ya completamente podridos.

Y no es sólo en Francia, compañeros, donde la burguesía está podrida, moral e intelectualmente aniquilada; el caso es general en toda Europa, y en todos los países de Europa sólo el proletariado ha conservado el fuego sagrado. El solo lleva hoy la bandera de la humanidad.

¿Cuál es su divisa, su moral, su principio? La solidaridad. Todos para cada uno y cada uno para todos y por todos. Esta es la divisa y el principio de nuestra gran Asociación Internacional que, franqueando las fronteras de los Estados, tiende a unir a los trabajadores del mundo entero en una sola familia humana, sobre la base del trabajo igualmente obligatorio para todos y en nombre de la libertad de todos y de cada uno. Esa solidaridad en la economía social se llama trabajo y propiedad colectivos; en política se llama destrucción de los Estados y libertad de cada uno por la libertad de todos.

Sí, estimados compañeros, ustedes, los obreros, solidariamente con sus hermanos del mundo entero, heredan solos hoy la gran misión de la emancipación de la humanidad. Tienen un coheredero, trabajador como ustedes, aunque en condiciones distintas. Es el campesino. Pero el campesino no tiene aún la conciencia de la gran misión popular. Ha sido envenenado, es todavía envenenado por los sacerdotes, y sirve contra sí mismo de instrumento a la reacción. Deben instruirlo, deben salvarlo aun a su pesar, atrayéndolo, explicándole lo que es la revolución social.

En este momento, y con mayor motivo al principio, los obreros de la industria no deben, no pueden contar más que consigo mismo. Pero serán omnipotentes si lo quieren. Sólo que deben quererlo seriamente. Y para realizar esa voluntad no tienen más que dos medios.

Establecer primero en sus grupos, y luego en los demás grupos, una verdadera solidaridad fraternal, no sólo de palabra, sino también en la acción; no sólo para los días de fiesta, de discurso y de bebida, sino en su vida cotidiana. Cada miembro de la Internacional debe poder sentir, debe estar prácticamente convencido de que todos los miembros son sus hermanos.

El otro medio es la organización revolucionaria, la organización para la acción. Si las sublevaciones populares de Lyon, Marsella y demás ciudades de Francia fracasaron, es porque no había organización. Yo puedo hablar con pleno conocimiento de causa, puesto que estuve allí y lo sufrí. Y si la Comuna de París se mantiene valientemente hoy, es que durante el asedio los obreros se han organizado seriamente. No sin razón los periódicos burgueses acusan a la Internacional de haber producido esa sublevación magnífica de París. Sí, digámoslo con orgullo, son nuestros hermanos internacionales los que, por su trabajo perseverante, han organizado al pueblo y han hecho posible la Comuna de París.

Seamos, pues, buenos hermanos, compañeros, y organicémonos. No crean que estamos al fin de la revolución, estamos al comienzo. La revolución esta ya en el orden del día, por muchas decenas de años. Vendrá a vuestro encuentro, tarde o temprano. Preparémonos, purifiquémonos, hagámonos más realistas, con menos peroratas, menos gritos, menos charlatanería, menos alcohol, menos juergas. Manos a la obra y preparémonos dignamente a esa lucha que debe salvar a todos los pueblos y emancipar finalmente a la humanidad.

¡Viva la revolución social! ¡Viva la Comuna de París!

Notas:

1 Ciudad pequeña de Suiza, donde luego hubo un congreso en 1872, cuyo 140 aniversario se celebró este año. Visiblemente la Comuna de París estaba luchando aún. Tomé la traducción de Abad de Santillán (tomo 2 de las Obras Completas de Bakunin, Madrid, 1977, pp. 217-257) corrigiendo algunas pocas pifias u olvidos de palabras. Texto revisado con el CD ROM del Instituto Internacional de Historia Social de Amsterdam, y, para una mejor comprensión, quitando el “vosotros” por la forma americana. Se colige de la nota que sigue de Abad de Santillán que empezó su trabajo de selección y traducción de textos de Bakunin, por lo menos, en 1923. Característico es también que es el único texto para los trabajadores elegido por Abad de Santillán, de los muchos de Bakunin y que son los fundamentos de su pensamiento y su práctica. Una masacre o una castración ideológica, que Max Nettlau (amigo de Abad de Santillán) alentó en parte en su propia obra (Nota de Frank =NDF).

2 Estas conferencias fueron publicadas por primera vez en español, íntegras, en el Suplemento de La Protesta, n° 86-89, Buenos Aires, septiembre-octubre de 1923 (Nota del traductor, Abad de Santillán =NDT).

3 Teólogo del siglo XVI (NFM).

4 Según [el bakuninista James] Guillaume, Silvano Clément era un fotógrafo de Saint-Imier; había hecho una fotografía a Bakunin muy popularizada en las montañas jurasianas. (Nota del traductor.)

5 Adhémar Schwitzgebel (Nota del traductor).

6 Se trata de los discursos pronunciados en el Congreso de Berna de la Liga de la Paz y de la Libertad (septiembre de 1868), publicados en Ginebra (Nota del traductor).

7 En el sentido de fuerza armada (NFM).

Fuente: http://www.fondation-besnard.org/
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