Lectura histórico-ideológica de la autogestión anarquista

MilicianaIntentar sacar del patrimonio histórico-ideológico del anarquismo el significado, resumido, de su interpretación de la autogestión, amenaza con convertirse en una investigación tautológica de lo obvio. La anarquía, entendida como modelo concreto de sociedad, es la autogestión universal en marcha; el anarquismo, entendido a su vez como proceso expansivo y generalizante de la ideología y de la práctica anarquista, es el propio hacerse la autogestión en sus términos más lógicos y consecuentes.

En resumen, la autogestión anarquista es la autogestión tout-court, es la autogestión por excelencia. Sólo que, mientras la autogestión anarquista es, sustancialmente, un concepto, aunque se haya explicitado parcialmente en algunos momentos históricos, la teoría y la historia del anarquismo son de por sí, reducibles a ella. Es decir, que allí donde la autogestión es la la expresión más significativa del modo concreto de funcionar la sociedad anarquista hasta este momento, la anarquía y el anarquismo son la teoría y la práctica, el fin y el medio del infinito proceso de liberación del hombre de toda explotación, opresión, poder, autoridad; son el fin y el medio de la infinita sublevación del impulso más humano de lo humano: la libertad. En otras palabras, la autogestión anarquista se encuentra de lleno en el trayecto histórico seguido hasta ahora por el anarquismo, como interpretación resumen de las propuestas y las prácticas sugeridas y seguidas por el movimiento.

Esta es la lectura que nosotros hacemos, una lectura intencionalmente dirigida a demostrar que, de la teoría y la práctica del anarquismo, se puede sacar la acepción ideológica más coherente de la autogestión, precisamente porque el anarquismo desarrolla, hasta sus últimas y más radicales consecuencias, las propias premisas del concepto autogestionario. Esto significa que el anarquismo agota por entero, teórica y prácticamente, la autogestión, aún entendiéndola en sentido reductivo o parcial. El anarquismo y la anarquía trascienden la autogestión.

Enseñanzas de la frustración

Hecha esta premisa indispensable, se puede reflexionar sobre la historia de la autogestión anarquista, que coincide con los momentos más revolucionarios, y al mismo tiempo más constructivos del anarquismo y, a través de éstos, ampliarla reflexión a toda la teoría de la temática autogestionaria. Antes que nada hay que decir que existen dos planos históricos, y de reconstrucción histórica de ella: su historia y realizaciones, y la historia del pensamiento queanticipa y reflexiona sobre ella. Los dos planos no coinciden más que en el hecho de que participan de una misma ideología. Es decir, que la autogestión anarquista es, en el fondo, una «historia fallida», un deber ser más que un ser. La Comuna de París, los Soviets de Rusia y sus originales propagaciones en Alemania, Italia y Hungría, las colectividades españolas, son, de hecho, momentos históricos, aunque importantísimos (pero importantísimos para la posterior reflexión teórica, no por las consecuencias o la dinámica puesta en marcha). Entre estas experiencias, de las cuales solamente la última puede entenderse como enteramente generada por el anarquismo, no existe una continuidad: diferentes las clases sociales protagonistas, diferentes los tiempos históricos, los contextos socio-económicos, la fuerza y la madurez ideológica del propio movimiento anarquista. Los saltos, las rupturas, la discontinuidad de las experiencias, no permiten un discurso unitario y homogéneo. Si hay que hablar de homogeneidad, paradójicamente, hay que buscarla en la historia fallida, en aquello que debió ser y no fue.

En este sentido, las enseñanzas que se sacan de las realizaciones prácticas de las diferentes experiencias autogestionarias, tienen un significado considerados como reguladores, como indicaciones generales que evidencian los límites y los errores, más que por su valor positivo: cómo decir que hay que convertirlos en historia para superar su historicidad. Por tanto, hay que partir de esta relación particular entre teoría y práctica, entre intenciones y realizaciones, para reconstruir, en torno a esta diferencia, el hilo de todo el razonamiento autogestionario.

Ahora bien, causa y afecto al mismo tiempo de esta diferencia, que atraviesa toda la historia del movimiento obrero y socialista y, por tanto, también del movimiento anarquista, es la división entre la dimensión político-ideológica y la dimensión económico-social. Una división sufrida por el anarquismo aunque generada por las deliberaciones marxistas en la conferencia de Londres de 1871 que sancionaron, en el seno de la Primera Internacional, la ruptura convertida más tarde en institucional, entre partidos y clase, entre partido y sindicato. Hay que decir que si bien el movimiento anarquista nació como respuesta a esta división, él también lleva, aunque con un significado radicalmente distinto, sus signos internos de modo insuperable. En efecto, para el anarquismo, mientras la dimensión político-ideológica representa la historia de sus luchas contra las múltiples formas autoritarias que existen, la dimensión económico-social se delinea en los momentos de las realizaciones prácticas, inevitablemente determinadas por las coyunturas históricas que pueden, por tanto, agotar todo el significado de la ideología.

El constructivismo económico-social, que se determina espacial y temporalmente, no puede asumir hasta el fondo la universalidad de la dimensión ideológica, aunque las experiencias autogestionarias citadas han intentado de varias maneras anular esta diferencia, metiendo la universalidad ideológica en un contexto histórico particular, en el intento de trasladar el anarquismo de contra a dentro de la historia.

Llamo «ulteriorización revolucionaria» al margen insuperable de esta diferencia, indicando con esta expresión el significado de una lucha que, a través de la negación del dominio existente, se dirige hacia la negación del dominio posible, hacia la negación de la propia posibilidad del dominio. Reflexionar sobre las experiencias históricas de la autogestión anarquista es reflexionar, por tanto, sobre esta «ulteriorización», sobre esta diferencia entre ser y deber ser, para ver en qué modo el anarquismo haya podido mediar con la herencia objetiva del proceso histórico. Así será posible distinguir cuanto había de auténticamente anarquista en tales experiencias y, al mismo tiempo, distinguir los tiempos y los modos propios aportados por el anarquismo a la «transición».

En este punto hay que aclarar, sin embargo, el marco teórico que hace de telón de fondo a esta «ulteriorización». Se trata de ver cómo se representa o no se representa en el pensamiento anarquista una ciencia de la política. El problema de la aprobación «institucional» de la sociedad libertaria no ha sido resuelto o rechazado de forma unívoca.

Las lagunas del anarquismo

Existen, es más coexisten, múltiples instancias teóricas contradictorias entre ellas, en el sentido de que algunas afirman mientras otras niegan que el tema sea central. El ejemplo más evidente viene dado por la diferencia existente entre el desarrollo de la elaboración económico-social en sucesivas etapas de mutualismo, colectivismo, comunismo, y la fijeza de la elaboración propiamente política que se puede resumir en la concepción horizontal del federalismo. Se puede observar, de hecho, que en su radical consecuencia lógica, la difusión generalizada y generalizante de este principio no sufrido modificaciones sustanciales adecuadas al desarrollo paralelo de la elaboración económico-social. Las formas políticas de la sociedad libertaria están en el punto de partida, signo evidente de que no han estado en situación de sobrepasar el umbral de la crítica. Hay una doble explicación de esta impasse: la dimensión de la política y la dimensión del poder (la política como ciencia de gobierno de los hombres); por otra parte se ha creído entre otras cosas, bajo la influencia marxista, que las formas políticas son simplemente formas superestructurales destinadas a disolverse con el logro de un particular desarrollo económico que sepa responder y satisfacer a las necesidades de todos.

De aquí surgen algunas consideraciones. La primera es que las formas políticas concebidas por el pensamiento anarquista como propias de un régimen autogestionario, son casi siempre «negativas», sirven para limitar el poder, más que para desarrollar la libertad. Los diferentes sistemas y sub-sistemas de aquel simple mecanismo que se esconde bajo el nombre de democracia directa (simple porque da por descontado la superación histórica de muchos conflictos) son, bien mirados, la prolongación extrema del pensamiento democrático, cuyo referente concreto de sociedad continúa siendo la sociedad burguesa. Esto significa que hay un desfase entre la concepción económica, que se coloca más allá del horizonte histórico del capitalismo, y la concepción política, inmersa todavía dentro de este horizonte. Hay aquí, como se ve, una evidente ascendencia liberal que, nos parece, explica por qué el anarquismo no ha sobre-pasado en la elaboración política, el umbral de la crítica. No es sólo, como alguien podría pensar, que el pensamiento anarquista precisa-mente por ser una forma radical de liberalismo y no ser capaz de liberarse de esta ascendencia, se haya demorado sobre la limitación del poder (hasta su negación completa, obviamente), más que sobre las formas positivas de la libertad. Que esto es verdad, nadie lo niega.

En efecto, el anarquismo, injertándose en el tronco histórico del socialismo ha demandado, a la universalización del principio igualitario, la tarea específica de la realización de la libertad. Pero no es esto, de momento, lo que nos interesa discutir. Es que afirmando la fijeza, como insuperabilidad del horizonte político liberal, que en el anarquismo se transfigura gracias a su radicalización, y al injerto del principio igualitario, se afirma contemporáneamente, el absoluto antihistoricismo de la ideología anarquista. Lo que, en concreto, significa rechazo de cualquier identificación con cualquier sujeto histórico portador de emancipación. En otras palabras, esto indica que las formas políticas de la sociedad libertaria no pueden ser «automáticamente» producidas por ningún sujeto histórico particular, ni pueden nacer de un conflicto particular.

Más allá de la lucha de clases

Es el momento de apuntar la importancia, para nosotros decisiva, de esta conclusión: la clase obrera, las masas campesinas, los oprimidos de cualquier género o tipo no son, en sí, portadores. de formas autogestionarias de sociedad, sino, simplemente, destructores de las viejas formas de explotación. Nada indica, para el anarquismo, que la forma de organizarse de las clases inferiores en su movimiento de resistencia y de ataque a las innumerables formas del dominio, contenga los gérmenes de la sociedad liberada (no es necesario recordar la vieja polémica entre anarquismo y anarcosindicalismo sobre esta cuestión, todavía abierta, acerca del posible éxito «corporativo» de la estrategia sindicalista).

La diferencia, entendida como insuperable, entre movimiento político y movimiento económico, entre ideología y clase, testimonia por tanto el sentido de esta ulteriorización revolucionaria que, ahora ya, se configura como insuprimible exigencia de una concepción política tendente a impedir, no la reforma de un específico poder histórico, sino a impedir, a volver nula la reforma del poder en cuanto tal. La ulteriorización revolucionaria es, por tanto, una necesidad propia del anarquismo, a la cual solamente el anarquismo, como pura ideología, está en situación de responder.

Resulta evidente, siguiendo nuestro camino, que la ulteriorización revolucionaria, por pertenecer ala esfera ideológico-política del anarquismo, entra en la práctica de una minoría. La ulteriorización revolucionaria, en cuanto expresión suprema de la lucha revolucionaria, es algo que va más allá de la lucha de clases. De lo que se deduce que la autogestión está siempre en equilibrio entre un éxito reformista y un éxito no-reformista (no-reformista que no quiere decir todavía revolucionario). La autogestión, de hecho, al ser ex-presión evidente de positivismo, al ir dirigida ala creación más que a la negación para tener sentido, no pude ser más que el producto de variadas fuerzas sociales que, inevitablemente, están desarmadas en el plano activo de la ideología. La autogestión está, por ello, bajo el umbral de la ulteriorización revolucionaria. Al configurarse como una lucha por algo más que una lucha contra algo, presenta una disponibilidad al éxito reformista. En efecto, no existe una historia de la estrategia autogestionaria de la clase obrera que no se haya dado sustancialmente como participación, como cogestión.

En los largos períodos de dominio del capital y del Estado, la clase obrera actúa en calidad de asalariado: el sindicalismo es, por tanto, la expresión suprema de defensa y de resistencia desde un punto de vista substancialmente subalterno. En los breves periodos de abatimiento o de crisis del capital y del Estado, la clase obrera actúa en calidad de productora: como consecuencia se produce una caída, casi vertical, del sindicato, o una fuerte transformación de sus tareas y funciones. En todos los casos, en la primera hipótesis, la autogestión se coloca como una verdadera variable de la autoexplotación obrera, mientras en la segunda se delinea como forma organizativa generalizada de la sociedad post-revolucionaria.

Habría que decir así que la autogestión escapa, en cierta medida, a las categorías clásicas del reformismo o de la revolución. ¿Cómo evitar que la insuperabilidad de esta diferencia dada por la ulteriorización revolucionaria se transforme en objetivo primordial sobre el desarrollo económico-social? ¿Cómo evitar que entre la lucha revolucionaria y la lucha social se establezca una relación jerárquica, y que la minoría agente se convierta en minoría dirigente?

* * *

Resumiendo las observaciones precedentes hemos dicho que, en el anarquismo existe una diferencia entre la dimensión social y la dimensión ideológica, que esta diferencia es insuperable porque la dimensión ideológica tiene un papel sustancialmente negativo, de negación del poder, más que de creación de libertad; que, final-mente, por pertenecer a la esfera de la lucha revolucionaria, esta dimensión es de hecho «ofuscación» de una minoría actuante. Nos hemos preguntado, entonces, de qué forma el anarquismo ha respondido para evitar una objetiva jerarquía entre los dos planos.

La respuesta pensamos que está en la teoría de la condición fundamental de la autogestión, que solamente el pensamiento anarquista ha elaborado completamente. Comencemos pues retomando una línea que habíamos indicado, diciendo que el anarquismo no ha teorizado nunca un sujeto histórico como único sujeto revolucionario ni, tampoco, ha visto la creación de la sociedad libertaria como producto directo de la acción histórica de una clase particular. Si se tiene in mente este punto (por otra parte irrenunciable, a nuestro modo de entender, so pena de la muerte del propio anarquismo o su reducción a una dependencia ético-moral del marxismo), es posible comprender el criterio seguido por el pensamiento anarquista para concebir la sociedad libertaria.

Los límites de la teoría anarquista de la autogestión

Rechazando la teoría de un éxito predeterminado al desarrollo socio-económico de un particular conflicto de clase (porque es falso en el plano científico, y mixtificante en el ideológico), el anarquismo ha teorizado un éxito «estructural» de la auto-gestión, es decir, la concepción de una forma tendencialmente independiente del proceso histórico, una forma no condicionada por un desarrollo particular. Análogamente al criterio seguido para descifrar el mecanismo formal de la reproducción del poder -a través de la explicación de las relaciones generales, y por tanto constantes, que vuelven a proponer la estructura jerárquica más allá del cambio histórico- el anarquismo ha intentado adivinar las «leyes» también abstractas y generales, que pueden realizar una estructura socialigualitaria siempre, con independencia de categorías y condiciones precisas de espacio y tiempo. Ha buscado elaborar las líneas genera-les de un proyecto posible en coyunturas históricas diferentes.

Pues bien, la condición imprescindible para realizar tal proyecto es poner en marcha, explicitándola por completo, la forma tendencialmente más universal de la producción humana: el saber. En la teoría anarquista de la autogestión el saber es, al mismo tiempo, producción social y condición primaria de la producción social, no sólo a través de la abolición de la división jerárquica del trabajo (y por tanto de las clases), sino también a través de la abolición de la división jerárquica en que se apoya toda la organización social y política: la relación entre vértice y base, entre ciudad y campo, entre centros de decisión y organismos ejecutivos, etc., etc. Es decir, que todo el sistema de trabajo humano se haga «abierto» y al mismo tiempo «integral». Abierto porque será organizado y conocido por todos; integral porque tenderá a recomponer los múltiples aspectos de su hacer en un modo horizontal que realice un continuum entre producción y conocimiento de la producción, entre ciencia y transformación material.

La socialización universal del saber es, por tanto, la condición fundamental de la autogestión anarquista, la que puede permitir la multiplicación del principio igualitario, en el seno de las organizaciones sociales más diversas. La estructura reticular de la sociedad autogestionada puede existir sólo cuando las relaciones entre las partes y la trama de las relaciones entre las partes no se desequilibre por «estrangulamientos» que impiden la circulación del saber social. Que el pensamiento anarquista haya dedicado la máxima atención a la naturaleza del saber, a los procesos de ósmosis entre ciencia y trabajo, entre saber y producción, se explica partiendo de la simple idea -realizada enteramente por el anarquismo- de que la forma más neutra, menos históricamente fechada y por tanto más pura de poder, es precisamente la ciencia. Y por eso, es esta forma de poder la que más se intenta combatir y neutralizar. El monopolio del saber, la propiedad intelectual de los medios de producción y de cambio, son, para el anarquismo, el impedimento estructural mayor a la realización de la sociedad libertaria. Ellos constituyen un sistema, una estructura que, precisamente porque es tendencialmente «neutra», puede presentarse en condiciones históricas y socio-económicas diferentes. Sólo la socialización universal del saber puede colocar a todos los hombres en una condición contractual de paridad.

De esta premisa, que es una constante en todo el pensamiento anarquista, es posible deducir qué formas de organización social y económica han sido concebidas con el fin de explicitar las condiciones de la autogestión. Son, como se sabe, sustancialmente tres: el mutualismo, el colectivismo, el comunismo. Existe también una concepción económica propiamente individualista de tradición anglo-sajona, que a nuestro entender entra en el espacio del mutualismo, ya que en él se contemplan no sólo formas asociativas, sino también individuales, de producción y de cambio. Es fácil observar que la relación de estas diversas concepciones socio-económicas con la condición estructural de la autogestión (socialización universal de la ciencia, destrucción de la división jerárquica del trabajo), es una relación entre una constante y algunas variables. Esta relación nos lleva al sistema del pluralismo, el sistema que tiene como estructura base la condición de la autogestión y como variables la coexistencia de varias formas socio-económicas.

Ahondando más en esta dirección podremos decir que el pensamiento anarquista, en su conjunto, ha considerado ideológica-mente pero no históricamente progresivas las tres formas citadas. Ha mantenido que para realizar más coherentemente una mayor igual-dad sería mejor sustituir el colectivismo por el mutualismo, y el comunismo por el colectivismo. Pero no ha considerado que estas formas correspondieran, definitivamente, a una objetiva necesidad histórica, precisamente porque no se ha identificado ni una clase, ni una dirección histórica unívoca portadora de un proyecto social resolutivo. En este sentido el pluralismo es una garantía continua no sólo contra cualquier forma de totalitarismo planificante, sino también contra toda forma de monopolio. Y mirándolo bien, la lucha al monopolio es de hecho el verdadero problema de la autogestión anarquista. El pluralismo es, por tanto, al mismo tiempo un fin ideológico y una necesidad teórica.

El comunismo anarquista

Resulta por tanto evidente que la autogestión anarquista es una continua transición libertaria hacia la anarquía. Se dibuja como un liberar completamente el trabajo, pero no todavía como liberación del trabajo. Abole las clases (y, por ello, automáticamente el Estado), y en cuanto forma social «abierta» es constitucional-mente contraria a hacer crecer cualquier principio y práctica de monopolio. Haciendo posible la condición inicial de la libertad, a través de la negación del poder, el sistema autogestionario concreta el máximo de igualdad posible, realiza la igualdad en el punto más Alto de las condiciones históricas dadas.

En otras palabras, la igualdad social se realiza como consecuencia de la abolición de toda forma de monopolio, se realiza, por tanto, como consecuencia de una práctica de libertad. Y así, mientras la libertad política se hace una práctica inmediata (porque es inmediata la abolición del poder), una realidad que se da ya por entero, la igualdad social es un resultado y la emancipación económica un derecho social: la sociedad autogestionada no es una sociedad asistencial, es una sociedad de libertad. La perspectiva del pluralismo socio-económico no supera, por tanto, el sistema económico del valor. Sólo el comunismo anarquista entraña su abolición por entero, pero el comunismo anarquista, como hemos visto, no es más que una variable socio-económica de la autogestión.

* * *

El problema de la relación entre la dimensión política y la dimensión económica no está todavía resuelto. ¿Cómo puede atravesar y permear las múltiples formas socio-ecomicas, la negación del poder? ¿De qué modo una exigencia ideológica se hace praxis social? La tradición «clásica» del anarquismo responde acerca de este punto afirmando que las funciones políticas serán absorvidas por las económicas; que, los problemas políticos se superarán con las soluciones del progreso científico; en suma, que el desarrollo de la sociedad civil hará superfluo el código de la sociedad política.

Esta convicción, sustancialmente «de fe» explica, en cuanto que es la causa principal, el retraso, realmente histórico, en el pensamiento anarquista con relación a este problema. Como hemos apuntado, el anarquismo. no ha traspasado el umbral de una concepción radical de la democracia, y no ha sido capaz, como consecuencia, de elaborar una concepción política propia y adecuada a las distintas formas socio-económicas formuladas: no existe, en efecto, una teoría política específica del mutualismo, del colectivismo o del comunismo. A cualquiera de estas formas se aplica siempre el mismo principio político, que no es un sistema sino una negación ideológica: la obvia negación ideológica del poder. Pues bien, éste es el límite fundamental de una crítica autogestionaria del Estado, del Estado como último lugar irreductible de la sociedad política. Se debe, por tanto, partir de la simple consideración de que, si en el período prerrevolucionario es suficiente con negar ideológicamente el Estado, en el período postrrevolucionario hay que sustituirlo positivamente, sustituir aquellas funciones generales de coordinación de la sociedad civil que el Estado transforma en dominio.

Desde este punto de vista se puede ver finalmente, el mayor límite del anarquismo. En efecto, precisamente el anarquismo, que ha comprendido hasta el fondo cuál es el verdadero problema de la realización del socialismo (el problema, político, del poder, de su anulación, difusión, etc.), no ha sabido indicar en la propia diferencia es decir en la «ulteriorización revolucionaria», la superación de la diferencia que incluso en el campo enemigo del poder, genera el propio poder: es decir, la diversidad, perfectamente funcional para la dominación, entre las formas socio-económicas del poder y la esencia del poder, entre las formas variables y la estructura constante del poder. No ha sabido transformar el máximo del propio conocimiento teórico (descubrimiento de la autonomía política del poder, de las razones estructurales que han permitido hasta ahora la reproducción), en coherente estrategia autogestionaria. Así, entre los dos planos de la «fase de transición», el plano histórico de los niveles socio-económicos particulares, y el plano metahistórico de la ideología, no se ha tendido el puente capaz de soldar la acción revolucionaria y la acción social, la negación del poder y la afirmación positiva de la y de las libertades.

La experiencia histórica parece confirmarnos este punto de vista. Ya hemos aludido a la Comuna de París, al movimiento consejista y a las colectividades españolas. Ninguno de estos tres ejemplos, que por otra parte constituyen, en diversa medida, casi toda la experiencia histórica autogestionaria, testimonian la superación de las diferencias entre los dos planos de la transición. En la Comuna de París se verifican algunos presupuestos de democracia directa, con la puesta en práctica de la hipótesis federalista de la «Comuna» como estructura-base de la sociedad política, pero el ejemplo está circunscrito y carece de referencias socio-económicas. La Comuna de París evidencia sólo el plano político de la sustitución de la máquina del Estado.

Enseñanzas de la revolución española

Mucho más articulado y extendido es el impulso consejista que cubre un espacio de tiempo que va de 1917 a 1921, en Rusia, Alemania, Hungría, Italia. Sin embargo, sólo en Rusia el impulso consejista consigue por un momento, pero sólo un momento, pasar del plano social al político, atacando al mismo tiempo —en un frente único— la estructura jerárquica de la organización productiva y la estructura jerárquica de la sociedad política. Sólo por un momento, decíamos, ya que el bolchevismo logró magníficamente dividir los dos planos con la subordinación del primero al segundo: es decir, la activación del Soviet como trampolín a fin de conquistar el poder político, para convertir más tarde, en absoluto dominio la fuerza de éste sobre aquéllos.

En los demás países, el impulso queda circunscrito al campo social, encendiendo al máximo una rebelión política generalizada contra el Estado, una rebelión que, sin embargo, no se transforma nunca en sustitución del Estado. Por otra parte, incluso en el campo social, el impulso consejista no se extiende más allá de ciertas clases, de modo específico, más allá de la clase obrera. Con mayor precisión, envuelve sobre todo a las categorías profesionalizadas, es expresión por tanto de una figura obrera determinada por una particular composición técnica del capital. El movimiento consejista, que no involucra ni a los campesinos ni al subproletariado, ni al obrero masa, para usar una terminología de moda, es por tanto expresión de aquellas clases inferiores que ocupan un cierto nivel en el sistema general de explotación. Esto afirma el punto de vista, según el cual la forma social más alta de democracia industrial no expresa necesariamente la forma más alta de negación ideológica generalizada del poder político. La autogestión producida por la oleada consejista implica la ruptura revolucionaria, pero no es todavía la expresión directa de una voluntad revolucionaria.

Donde, en cambio, los dos planos de la transición parecen soldarse, y en ciertos aspectos se sueldan, es en las colectividades españolas. No por casualidad: en España, de hecho, la fuerza principal del movimiento revolucionario se apoya en el anarquismo. Pero precisamente aquí, donde se alcanza el punto más alto de la voluntad de emancipación humana, tenemos también la verificación más precisa de las dificultades que encuentra para cumplirse. El anarquismo despliega toda su fuerza revolucionaria imprimiendo una radicalización extraordinaria a la autogestión de las colectividades. Y en efecto, en el interior de un gran número de ellas, queda completamente abolido el principio de autoridad, la democracia directa tiende a transformarse en anarquía. Sólo que ésto ocurre solamente en el interior de las colectividades y, mientras tanto, los anarquistas participan de una cogestión del poder en la ciudadadela central. Lo que la «ulteriorización revolucionaria» ha ganado en la periferia, lo ha perdido en el centro al abandonar la iniciativa.

El significado de este saldo fallido es más grave de lo que parece si se piensa que nunca como en España, el plano histórico de la transición, formado por diversos niveles socio-económicos, tiende a superar sus particularidades. Es decir, que nunca como en España la dimensión económico-social se evidencia con tendencia universal: de hecho, todas las clases inferiores están implicadas en el impulso general revolucionario. El impulso autogestionario, precisamente porque lleva la impronta anarquista, ve así anularse casi la diferencia entre acción social y acción revolucionaria, entre clases e ideología, entre historia y metahistoria. Pero, una vez más, sólo uno de los planos está en movimiento, se activa positivamente: el plano económico-social. Por faltarle la teoría política de la revolución anarquista, el anarquismo no ha sabido transformar su enorme fuerza social en práctica política generalizada: se ha quedado dentro del ámbito de una negación ideológica del Estado, sufriendo el chantaje de la relación prioritaria entre guerra y revolución. Cierto que una parte del anarquismo, lúcida y coherentemente, ha negado esta prioridad, pero no ha transformado la negación en fuerza política sustitutiva del poder. Este es el límite, el gran límite del anarquismo en España. Pero éste también hoy, a nuestro entender, el gran límite de la teoría autogestionaria. Sólo soldando la dimensión ideológica con la social, se podrá meter de nuevo completamente el anarquismo dentro de la historia para poder ponerlo mejor, nueva-mente, contra la historia.

N. B.

Hemos dicho, al inicio de estas notas, que se corre el peligro de hacer tautología hablando, desde un punto de vista anarquista, de la autogestión. No existe, de hecho, un texto anarquista del que no se puede sacar también teoría autogestionaria. Al no poder citarlos todos, damos a continuación algunas indicaciones bibliográficas relativas a algunos .clásicos. del pensamiento anarquista. Se podrá, así, fácilmente, documentar quien tenga todavía necesidad, sobre la casi absoluta anticipación anarquista en este tema. De entrada, Proudhon, que contiene -aun-que a veces sólo potencialmente- los mayores apuntes, el mayor análisis y pro-puesta autogestionaria. Esenciales para la teorización de la condición fundamental de la autogestión -la abolición de la división jerárquica del trabajo. La socialización universal de la ciencia-, son (pongo entre paréntesis la fecha de la primera edición): De la creación del orden en la humanidad o principios de organización política (1843). La Justicia en la revolución y en la Iglesia (1858), donde Proudhon elabora hasta sus últimas consecuencias los fundamentos de la democracia directa, yen las obras escritas antes o en torno a 1848, que encuentran una sistematización conceptual extraordinaria, en su último libro, que se puede considerar un verdadero texto de la autogestión: La capacidad politics de la ciase obrera (1865).

De Bakunin, son suficientes algunos pasajes de Sociedad Revolucionaria Internacional (1866) en Estado y anarquía, y otros escritos, así como en Federalismo, socialismo y antiteologismo (1857), y del Programa de la Fraternidad International (1869). en Libertad, Igualdad, revolución, para documentarse sobre la concepción federalista bakuniniana con sus implicaciones autogestionarias (revocabilidad y rotación de los delegados. etc.); sobre la necesidad de integrar el trabajo entre intelectual y manual en cada individuo. véanse, siempre en el mencionado Libertad, Igualdad, revolución, los artículos sobre la .instrucción integral, que son. quizás. el punto más álgido del análisis bakuninista sobre la relación de interdependencia entre clases y división jerárquica del trabajo, y de la consecuencia interdependencia entre la integración del trabajo y la abolición de las clases.

Como se ve, son todos textos anteriores con mucho al famoso opúsculo de Marx. La guerra civil en Francia (1871). que contendría, según algunos marxólogos, una teoría autogestionaria.

Un texto que contiene en forma manualística, todos los principales asuntos autogestionarios formulados hasta ahora, y que educó a una generación entera de internacionalistas, es el opúsculo de James Guillaume. Después de la Revolución (1876).

Sobre la concepción kropotkiniana de la autogestión, que lleva a sus últimas consecuencias la integración del trabajo, combinándola con la integración en ciudad y campo, trabajo industrial y trabajo agrícola, véase al fundamental Campos, fábricas y talleres.

Nico Berti
Ayudante de Historia Moderna en la Universidad de Padua
Texto publicado en 1978 en la Revista Bicicleta
http://www.almeralia.com/bicicleta/bicicleta/ciclo/17/10.htm
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