Evolución Proletaria – Anselmo Lorenzo

PREFACIO

Anselmo Lorenzo ha sufrido, ha luchado, pero ha sido sobre todo un creador de ideas. Ha escrito mucho y bueno. Pocos saben, como él, plantear con nítida claridad y lógica irresistible los problemas sociales más complejos. Sabe extenderse cuando es necesario, condensar cuando es posible. Véase como se expresa en uno de sus más bellos trabajos. El derecho de accesión:

«Los economistas, el papa infalible, el Espíritu Santo hablando por la boca o por la pluma de los autores de la Biblia, los legisladores cristianos, los legisladores demócratas, todos los funcionarios de la justicia histórica, la masa total de los propietarios, la masa ignorante de los desheredados que cree y acata a los que mandan y usurpan el patrimonio universal, y a los que justifican a mandarines y usurpadores, todos, todos incurren en una contradicción, en un absurdo gravísimo: tanto, que por él se ha desangrado la humanidad, se han derramado torrentes de lágrimas, se ha esterilizado la inteligencia de millones de seres humanos, se ha imposibilitado la felicidad y, lo que es peor, vivimos fuera de un centro racional y el progreso sigue vías que no conducen al ideal natural y positivo humano. Todos esos usurpacionistas hablan del hombre, y sobre su trabajo fundan su derecho a la propiedad; pero, ¿no son hombres aquellos a quienes el derecho de accesión despoja del fruto de su trabajo? ¿Acaso son trabajadores, creadores, recolectores y conservadores de su propiedad todos los propietarios?»

¿Es posible decir más verdades en tan pocas palabras?

No es este libro una producción especial compuesta para una demostración teórica.

Se compone de fragmentos de diferentes conferencias, cada una con un fin especial, en virtud de circunstancias transitorias, pero concordantes todas por un criterio racional en un principio: la esencialidad de la igualdad social humana, y en una aspiración ideal: la práctica científico-económica de las relaciones humanas.

Figuran en esta recopilación trabajos de la juventud y de la ancianidad del autor, que si revelan progreso en el dominio del idioma y en el arte de exponer, de demostrar y de persuadir, apenas se ve diferencia en el valor del pensamiento: casi no hay progreso intelectual.

Semejante juicio, que para muchos sería una censura o cuando menos un motivo de desconsideración, constituye el mérito principal del autor, debido a que desde el primer momento vio claro y se posesionó de una vez de aquella idea que envuelve la emancipación del proletariado y la justicia social que viene buscando la humanidad.

Toda la producción literaria del autor son manifestaciones de esa idea considerada desde diversos puntos de vista. En el corto número de sus libros, en el relativamente importante de sus folletos y el número de sus artículos en la prensa obrera y algunos en la prensa burguesa ha glosado de mil maneras las grandes y trascendentales verdades contenidas en el histórico programa de La Internacional.

Con esa constancia que, tras medio siglo de actividad, no ha degenerado en monotonía ni en estacionamiento, sino que por el contrario, se manifiesta siempre militando en la avanzada emancipadora, por lo que ha sido premiado con la confianza y la amistad de los buenos en el extenso campo de la lucha por el ideal, puede presentar hoy como interesante resumen de sus trabajos esta profunda obra Evolución proletaria.

Desde su participación en el Congreso de Barcelona de 1870, hasta su colaboración actual en Tierra y Libertad y su campaña pro diario Solidaridad Obrera, se ve en el autor el mismo hombre, el mismo pensador, el mismo propagandista, sin que por sus escritos pueda conocerse al joven de 24 años ni al anciano de 72. Por mi parte puedo asegurar que la misma serenidad, el mismo entusiasmo he observado en Anselmo cuando discutíamos graves problemas sociales en el transcurso de una alegre jira campestre en el Tibidabo, que cuando discurríamos juntos en el sombrío calabozo número 1 del Puente, en Montjuich, o en los días del destierro, allá en París donde, como buenos hermanos, compartíamos penas, alegrías y algunos pedazos de pan.

Proletarios o intelectuales, correligionarios o adversarios, todos leerán con igual interés, mezclado de respeto, este nuevo libro del admirable patriarca del movimiento social español.

F. Tarrida de Mármol

Londres, febrero 1914.

CAPÍTULO I

PRELIMINAR

PREDISPOSICIÓN PRIMITIVA

Tanto por excitación de numerosos amigos como por decisión propia, me he determinado a la publicación de este libro.

Con esta especie de recapitulación de trabajos fragmentarios deseo prestar un servicio a mis compañeros de trabajo, que si es pequeño en sí, en su valor intrínseco, es grande en mi deseo. Quisiera yo unificar e intensificar las manifestaciones de la verdad y la justicia, tal y como yo las encontré en mi juventud, a fin de que, iluminando rápidamente las inteligencias, determinaran con igual rapidez de las voluntades y se pusiera límite y fin a las costumbres rutinarias, al error vestido de verdad y a la injusticia codificada.

Muchos hombres de mi tiempo se transformaron intelectual y volitivamente sólo con la lectura de Las Ruinas de Palmira, declarándose irreligiosos. Los mismos se declararon socialistas leyendo La Reacción y la Revolución, de Pi y Margall, y sus traducciones de las obras de Proudhon.

Con la ingeniosa y racional asamblea de las religiones de Volney tuvieron bastante mis contemporáneos para comprender que entre los centenares de dogmas que, según las religiones y las sectas, imponen la fe a los creyentes, no podía hallarse aquella verdad axiomática y evidente que, a su sencilla manifestación, acata todo el mundo.

Con el Homo sibi Deus, de un filósofo alemán, popularizado por Pi y Margall, y con La capacidad política de las masas jornaleras, de Proudhon, comprendieron igualmente que en la sociedad no había base para el privilegio.

Inteligencias preparadas de modo tan sencillo y a la vez tan lógico y enérgico, se hallaron suficientemente determinadas para emprender una gran obra progresiva y revolucionaria, y removieron el proletariado español, aprovechando la agitación promovida por aquella revolución de 1868, que rompió la unidad católica, que interrumpió la tradición monárquica secular con el derrumbamiento del trono y de la dinastía y su substitución por un gobierno provisional, una regencia, la monarquía con la dinastía de Saboya, la república y la restauración.

Durante aquella rápida serie de acontecimientos se creó un núcleo obrero organizador, se celebró el primer Congreso obrero en Barcelona en 1870, en que se constituyó la Federación Española de la Asociación Internacional de los Trabajadores, aumentó rápidamente la organización obrera, tuvieron lugar sucesivamente la Conferencia de Valencia y los Congresos internacionales de Zaragoza y Córdoba y se creó una prensa obrera en que brillaron periódicos como La Solidaridad, de Madrid; La Federación, de Barcelona; El Obrero, de Palma de Mallorca, y algunos otros de vida más o menos efímera que suprimió la restauración, pero que dieron después vitalidad a muchos órganos de la vida obrera, entre los que brillaron La Revista Social, La Bandera Social y La Idea Libre, de Madrid; El Productor, Acracia y Ciencia Social, de Barcelona, y muchos otros diseminados por todo el territorio.

Pasaron aquellos tiempos que pudieran llamarse primitivos respecto de la popularización de la cuestión social; después, la burguesía, pasado el primer susto, se repuso y, sea por impulso consciente o por consecuencia fatal de las circunstancias, recurrió al jesuítico «divide y vencerás», a la vez que entre los más ilustrados y menos convencidos de los emancipadores comenzó el trabajo de división y desviación, creador de escuelas, sectas y partidos. El resultado fue el enfriamiento del primer entusiasmo, el escepticismo, el abandono de la gran empresa inicial, los esfuerzos ineficaces de la impotencia, la persecución, el temor y el abandono.

Extinguida la fugaz llamarada, quedó el fuego inextinguible.

ENTRADA EN EL SIGLO

El siglo XX halló al proletariado español en parte, aunque perseguido por los gobiernos y la burguesía, constituyendo el núcleo que conserva en toda su pureza el ideal emancipador concebido por los fundadores de La Internacional, en parte regimentado en un socialismo autoritario que aleja la realización del ideal, quedando el resto entregado a la indiferencia o dando pedazos de masa popular al caudillaje de los profesionales de la política, quienes, ayudados por la prensa, han amortiguado la actividad popular con frivolidades democráticas.

En tal situación, la juventud que surge a la vida y a la lucha se halla en harto diferente situación a la en que nos hallábamos los primitivos internacionales: teníamos entonces un terreno virgen; hoy se halla cubierto de ruinas, causadas por toda clase de sentimientos atávicos y deprimentes, con la circunstancia agravante de haber tomado estado en la prensa burguesa y en la literatura general cierto pesimismo elegante que trata de cursi y desprecia con gesto de mefistofélico desdén lo ingenuo, lo verídico y lo fiel, inspirador de positivo y positivista optimismo.

Los necios, los incapaces y los egoístas que necesitan excusa que, a guisa de hoja de parra, oculte ambiciones y pensamientos indeclarables, se han acogido al escepticismo ilustrado para cerrar el paso a la acción invasora y niveladora del proletariado, que sigue avanzando, siempre adelante, dispuesta a arrollar a los que, a último hora y en nombre de una ciencia de su invención, repiten la fatídica profecía cristiana: «¡Siempre habrá pobres entre ustedes!»

Así, para fortalecer a los débiles y vacilantes, para estimular a los persistentes y para humillar a los caídos que se creen fuertes y pretenden arrastrar consigo a los perseverantes, reúno estas páginas, hasta hoy dispersas, con las que pretendo demostrar que existe una evolución proletaria, precursora de un triunfo regenerador de la sociedad, que, partiendo de aquella primera cláusula del programa de La Internacional, que proclamaba «la emancipación de los trabajadores ha de ser obras de los trabajadores mismos», llega hasta asegurar que la regeneración de la sociedad humana depende de la acción salvadora de los obreros emancipadores.

El movimiento es vida, o la vida movimiento; y la acción, siempre sucesiva y ordenada numéricamente, va siempre de mayor a menor, de lo pasado a lo futuro; sin regreso posible de la decena a la unidad ni del mañana al ayer, análogamente a como el privilegiado de todos los tiempos, el considerado como hombre persona (bracmán, aristócrata o patricio), ha de ceder puesto al que, dejando de ser hombre cosa (paria, esclavo, siervo o plebeyo), ha de ennoblecer al hombre por la libertad y la igualdad.

Se comprende que todos los reformistas del mundo hayan querido ir de lo malo a lo mejor, con lo que, atenuada, quedaba siempre una maldad existente, pero nunca, hasta que lo proclamó La Internacional, se había adoptado el propósito de fundar la sociedad sobre la reciprocidad del derecho y del deber para todos y para cada uno de los miembros sociales, dando a todas y a todos participación directa e ilimitada en el patrimonio universal. Porque La Internacional representa la justicia absoluta de la sociedad, que no puede contemporizar con la más leve partícula de privilegio, del mismo modo que los descubrimientos científicos suelen derrumbar teorías acreditadas y sistemas tenidos por indestructibles.

RECUERDO PERSONAL

Con satisfacción y como prueba de invariabilidad de criterio por evidencia indestructible, reproduzco estas palabras mías, pronunciadas en abril de 1869 en Madrid en un mitin burgués:

«… Hablan de la producción y del comercio con exclusivismo capitalista, sin contar para nada con el trabajador. En el empleo que, aplicado a la producción, das al capital, el trabajador no es para ustedes más que un gasto, como el alquiler o el coste de la fábrica, la compra de las primeras materias, el valor de las máquinas y herramientas, la contribución, el transporte, etcétera, y sobre todos esos gastos y el valor de los productos en el mercado, calculan el negocio. Planteada de este modo la cuestión, poco importa para los fueros de la justicia ni para la severidad de la ciencia la diferencia que los divide; librecambistas y proteccionistas cuentan con el jornalero como un autómata en el cual no verán jamás un hermano, aunque así se los enseñe la religión la religión que profesan, ni un conciudadano igual a ustedes en derechos y deberes, como se define en sus mismas teorías políticas, sino algo así como el esclavo o el siervo de tiempos pasados; con él no tienen más relación que la del jornal; pero ese autómata que da forma a la materia primera y la convierte en útiles y ricos productos con que satisfacen todas las necesidades lo mismo que todos los caprichos, a cambio del mísero jornal, en tanto que amontona riquezas inmensas en las arcas de los privilegiados de la fortuna, es hombre como ustedes; tiene inteligencia para conocer las verdades, resultado del estudio, y sentimiento para comprender la sublime belleza del arte, y es tan susceptible de extasiarse ante la contemplación de un ideal social de justificación y fraternidad, como de sentir los arrebatos del odio contra los tiranos que le privan de su libertad y contra los explotadores que le reducen a la miseria…».

Con igual satisfacción, a la vez que con gran admiración, reproduzco la réplica de Tomás González Morago a los burgueses economistas, que habían censurado injustamente otro discurso mío en una sesión posterior a la antes indicada:

«”¿Por qué ayer halagabas y aplaudías al mismo que hoy han interrumpido groseramente, llegando hasta proferir palabras de expulsión? Esa conducta tan contradictoria, que revela la cortedad de su alcance intelectual, tiene una explicación, y ella confirma la justicia de nuestros propósitos, la santa aspiración a la emancipación social. Ayer, cuando viste que para realizar la gran obra de armonizar la igualdad política con la social, se apelaba a su buena voluntad y a su sabiduría, se pidió su concurso, pensaste, sin duda, que éramos buenos para dejarnos dirigir y que estábamos en el caso de tolerar una decepción más entre las infinitas que los que sufren llevan inscriptas en el catálogo de los siglos; pero hoy que han visto claramente que tenemos un ideal concreto, una doctrina bien definida y una voluntad firme de llevarlo a la práctica, no pueden sufrir la negación de lo que sustenta sus privilegios ni la afirmación en que fundamos nuestro derecho. Quieren pasar por liberales cuando no son más que egoístas, ya que pisoteando la tolerancia, virtud predominante en todo liberal, han demostrado que por encima de los principios ponen su interés de clase. ¡Y aún hablan de los errores socialistas! ¿Es que en el mundo ha de pasar siempre por verdad lo mentiroso y por justicia lo inicuo? Se atreven a calificar de erróneo o de utópico nuestro ideal de establecer la sociedad de modo que cobije a todo el mundo un derecho común, sin distinciones privilegiadas, sin que el hombre explote al hombre, sin que el soberbio tiranice al humilde, sin que el rico expolie al pobre, sin que la honra de la doncella y de la matrona exija la prostitución de tanta infeliz que en el lupanar pagan tributo al Estado y sacian la infame lubricidad del incontinente; atrévanse yo los invito a ello, pero antes han de ser lógicos; renieguen del progreso, lo abominan, porque el progreso nos da la razón. No es el progreso un movimiento inconsciente, no gira eternamente alrededor del que abusa y, del que usurpa, sino que va siempre hacia adelante, partiendo de la ignorancia primitiva por perfeccionamientos relativos hasta la perfección absoluta, hasta las sublimes concepciones de la justicia, tal como la concibe la mente del creyente cuando se abisma en la contemplación de su dios, la del naturalista cuando estudia la grandiosidad de la naturaleza, la del filósofo cuando lee a los grandes pensadores, que son como los precursores de la justificación universal. En cambio, si tomas por bueno, por justo, por cierto, por científico lo existente, nuestra presencia aquí y nuestras palabras desvanecen esa supuesta bondad, esa falsa justicia, esa hipócrita certidumbre esa ignorancia con pretensiones de sabiduría, porque nosotros, por nuestras reclamaciones y nuestras quejas, que son las de muchos millones de oprimidos y explotados que reclaman su derecho a la libertad y su parte en las riquezas y en los beneficios de la civilización, de los que ustedes quieren tenerlos alejados, somos una protesta viva que los acusa de equivocados, de erróneos, por no decir de cómplices”.

“La desigualdad es una ignominia que destruye la solidaridad humana tal como la concibe la razón, y la fraternidad tal como la enseña la doctrina religiosa, y no hay ni puede haber ventaja reformista ni progreso relativo que lave la mancha de la desigualdad”.

“¿Y estas cosas son nuevas para nosotros? ¿Y se llaman cristianos, y quieren pasar por demócratas, y necesitan que nosotros, los que apenas hemos recibido la instrucción primaria, vengamos a enseñárselo, y aún nos califican de intrusos y quieren arrojarnos de su presencia?”»

Como consecuencia de estos trabajos y del criterio adoptado, se organizó rápidamente La Internacional en España, y en su primer Congreso, celebrado en Barcelona en junio de 1870, ya se presentó la organización del proletariado emancipador con fuerza esencial y eminentemente progresiva y su consiguiente apartamiento de la política, en razón de que el proletariado es, ante todo y sobre todo, regenerador de la Sociedad y, como tal, opuesto a la acción de la política, que sólo se refiere al Estado, organización superpuesta, destinada principalmente a la defensa del privilegio.

En aquel Congreso hice manifestaciones que, aunque en lenguaje rudo y poco expresivo, en nada difieren substancialmente de las que se han considerado necesarias muchos años después.

Por ejemplo: En defensa de la resistencia presenté la huelga general como objetivo de la organización obrera, en estos términos: «Llegará un día en que, por resultado de esta organización, los trabajadores, por medio de una resistencia universalmente organizada, pondremos manos en los inmensos de que disponen nuestros explotadores, obligándoles a abandonar sus injustificados privilegios, porque serán impotentes para resolver nada ante una paralización general de los trabajadores».

Combatiendo la política: «La aspiración más o menos sincera de los partidos radicales es la libertad política, vana palabra escrita en las constituciones, porque la libertad sin la igualdad es una mixtificación. Nosotros, que queremos la libertad y la igualdad para todos y cada uno de los miembros, sostenemos un  fin diferente y opuesto al de los partidos políticos, por radicales que sean».

Pasaron años, y en 22 de febrero de 1886, primeramente con las firmas de las sociedades que formaban la Federación local barcelonesa, y después con las de todas las que con la barcelonesa constituían la Federación de Trabajadores de la Región Española, redacté y se publicó el Manifiesto obrero revolucionario, que terminaba definiendo así la revolución:

«El objetivo final de la Revolución abarca estos tres extremos:

  • Disolución del Estado.
  • Expropiación de los detentadores del patrimonio universal.
  • Organización de la sociedad sobre la base del trabajo de cuantos sean aptos para la producción; distribución racional del producto del trabajo; asistencia de los que aun no sean aptos para ello, así como de los que hayan dejado de serlo; educación física y científico-integral para los futuros protectores.

Así entendemos la revolución, así la queremos; para efectuarla nos organizamos y consideramos que el que no está con nosotros para llevar a efecto obra tan trascendental está contra nosotros, tanto si abiertamente se nos pone enfrente, como si afectando amistad o simpatía opone distingos, vaguedades, o condiciones».

EN EL ATENEO BARCELONÉS

El año siguiente, en 15 de abril de 1887, delegado por dicha Federación local barcelonesa en compañía de José Llunas, tomé parte en la discusión sobre el socialismo promovida por la Sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo Barcelonés, exponiendo los principios, la aspiración y el criterio del proletariado moderno y desvaneciendo los errores y las preocupaciones burguesas sostenidos por los socios de aquel centro burgués.

Mi discurso de aquel día, según mi recuerdo y el extracto publicado en El Productor, que tengo a la vista, abarcó tres puntos principales y la consiguiente conclusión, que presento así resumidos:

  • El impulsor más poderoso del progreso en la sociedad humana es la aspiración a la igualdad. Podía aparecer desconocido en la vida, desenvolvimiento, guerras y trastornos de la antigüedad, pero es indudable que los antiguos parias, ilotas, esclavos y siervos, en tanto que la atrofia intelectual a que vivían sujetos se lo permitía, constituían un germen latente de disolución de aquellos poderosos Estados autoritarios, y en tiempo oportuno, cuando la corrupción de los potentados empujaba los imperios por la pendiente de la decadencia, aquella levadura igualitaria se manifestaba y entraba en acción, dando el golpe decisivo a la decadencia.

La aspiración igualitaria tuvo un principio de satisfacción en la antigüedad, cuando sobre los restos del cesarismo pagano se levantó el militarismo cristiano prometiendo la igualdad en la fraternidad de origen divino; pero cuando se vio levantarse una corporación privilegiada que interpretaba dogmáticamente las escrituras y se reservaba los beneficios terrenos, surgieron las herejías y la protesta, haciendo necesario un nuevo movimiento hacia la igualdad.

La Revolución francesa proclamó la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, pero el parlamentarismo y el privilegio burgués desviaron aquel gran impulso igualitario, quedando patente que si la Iglesia esterilizó la doctrina evangélica, la burguesía esterilizó la Revolución.

  • Declarada la igualdad por los nuevos monopolizadores que de ella se han servido para su triunfo, la tomaron por su cuenta los trabajadores y se fundó La Internacional.

En su manifiesto de constitución se patentizó la incapacidad progresiva en los siguientes términos:

«”La miseria de las clases obreras no disminuyó en el período de 1848 a 1864 a pesar de que ese período excepcional no tiene ejemplo en los anales del progreso realizado por la industria y el comercio”.

“En 1850, uno de los órganos más autorizados de la clase media inglesa profetizó: «Si la exportación e importación de Inglaterra aumentase un 50 o 100, el pauperismo inglés quedaría reducido a cero»”.

“El 7 de abril de 1864, Gladstone, ministro de Hacienda, sorprendió agradablemente a la Cámara de los Comunes declarando que el total de la importación y exportación de la Gran Bretaña en 1863 ascendía a 443.955,000 libras esterlinas (total maravilloso, casi tres veces mayor que el de 1843). Cuadro tan halagüeño tuvo este aterrador contraste al hablar del mísero estado de los pobres: «Ahora piensen, señores, en los que yacen en la sima de la miseria, en los salarios no aumentados y en que de cada diez hombres nueve sostienen una lucha terrible contra la miseria»”».

La Asociación Internacional de los Trabajadores sinterizó la igualdad en este racional aforismo: «No hay deberes sin derechos, ni derechos sin deberes», y excitó a la solidaridad entre todos los desheredados con la exclamación final de su manifiesto: «¡Trabajadores de todo el mundo, asóciense!», que fue atendido y practicado en un principio con entusiasmo; pero aquella organización que admitía en su seno a todos los trabajadores «sin distinción de color, creencia ni nacionalidad, que reconocieran que la sociedad debe basarse sobre la Verdad, la Justicia y la Moral», cumplió su misión y tuvo el fin que necesariamente debía tener.

  • Con la disolución de La Internacional el proletariado cobró una nueva fuerza, o a lo menos se puso en condiciones de reorganizarse sobre base más sólida.

La unión entre elementos discordes en creencias sólo podía mantenerse por la autoridad, por cuya razón el Consejo General de La Internacional ejercía una especie de dictadura que terminó en el Congreso de la Haya; pero el proletariado, replegado en sus respectivas nacionalidades, empezó una obra seria de reconstitución, y lo que se perdió en extensión fofa y poco consistente se ganó en aquella consistencia y solidez que Bismack expresó con estas palabras: «Una guerra contra Alemania puede reunir bajo la bandera roja las huestes universales del socialismo, que no es la bandera de Francia, ni de Inglaterra, ni de Rusia, ni de Italia, ni de ninguna nación aislada, sino la que forma en un solo haz la gran masa de los trabajadores del mundo civilizado».

En resumen: la conciencia y la actividad del proletariado se eleva por momentos, constituyendo la única y la más firme esperanza de progreso, mientras la burguesía se encenaga cada vez más en una concupiscencia estacionaria o regresiva.

Así pude decir con cierta osadía en el Ateneo Barcelonés: el proletariado, representante hoy de todos los desheredados de la historia, se despoja con noble rebeldía del carácter de eterno menor y reclama su participación en el patrimonio universal. Por eso yo, en nombre de la igual social, en nombre de la corporación que represento y también por mí mismo, les digo: no hay aquí ninguno que me sea superior en inteligencia ni en virtud. Podrá haber muchos que me superen en conocimientos por efecto del privilegio, pero no en seguridad de juicio ni en fuerza de la razón. Podrá haber quien no haya caído nunca bajo la acción del Código, pero no todos tendrán el mérito de sacar ilesa su dignidad de las acechanzas de la miseria.

Les asusta la rebeldía, pero la verdad es que la burguesía nos impulsa a ella. Ve lo que hallo en un modelo de contrato de inquilinato:

«El inquilino acepta y confiesa que con el solo hecho de alquilar la habitación está obligado a cumplir los pactos anteriores, y concede desde dicho momento la facultad amplia al casero para que, sin necesidad de tribunal alguno, con sólo dos testigos, pueda apoderarse de su habitación, abriéndola y dejando los muebles en la calle, en el caso de que falte a alguno de ellos, renunciando a cualquier ley que le pueda favorecer, y salva al propietario su derecho para el cobro del alquiler, de las desmejoras, gastos y costas».

En una factura comercial hallo la siguiente nota común a casi todas las de su clase:

«Pagadero en plata u oro, con exclusión de todo papel moneda, creado o por crear, aunque sea declarado de curso forzoso».

He aquí una cláusula común a los contratos de parcería: «El parcero renuncia a las leyes y tribunales en cuanto pueda favorecerle, y declara no aceptar las leyes que en lo sucesivo pudieran favorecerle».

Posteriormente, tras un largo período en que ocurrieron trascendentales sucesos, las aspiraciones emancipadoras del proletariado habían sufrido grandes oscilaciones, y todavía fue oportuno y necesario insistir, como se verá.

AL PRIMER CONSEJO REGIONAL DE SOLIDARIDAD OBRERA (Septiembre de 1908)

Compañeros: permitan que un delegado al primer Congreso obrero español, celebrado en Barcelona en 1870, como si dijéramos un rezagado de otra generación, salude al primer Congreso de Solidaridad Obrera.

Entre aquel y este Congreso, a treinta y ocho años de distancia, en que han ocurrido graves y trascendentales acontecimientos, hay analogía y hay continuidad.

Analogía, porque entonces como ahora, partiendo de la tiranía del salario -transformación de la esclavitud y de la servidumbre- y de la aspiración a librarse de ella, se trataba, como se trata hoy, de formular enérgica y perenne protesta contra la usurpación propietario-capitalista y de celebrar un pacto de solidaridad entre todos los trabajadores.

Continuidad, porque de las ideas de aquel Congreso, de la organización resultante, de su propaganda, de la lucha desde entonces emprendida contra el privilegio, de los acontecimientos prósperos y adversos que constituyen la historia moderna del proletariado español, se ha nutrido la inteligencia de los trabajadores de España, de gran parte de los de la América meridional y, hasta ha llegado a influir en la determinación de la voluntad de los fundadores de la Confederación General del Trabajo de Francia, y esa inteligencia se manifestará en sus acuerdos como se ha manifestado en todos los actos precursores de este Congreso.

No es, por tanto, nueva su obra, ni siquiera una renovación; es una continuidad.

Vas o debes ir sencillamente a quitar los obstáculos opuestos por privilegiados y mandarines en el camino de la emancipación del trabajo, trazado por sus antecesores.

No puedes olvidar, aunque desees ardientemente librarte de la situación en que la lucha social nos ha colocado, que su obra es para lo futuro; no vas o no debes ir a obtener una mezquina ventaja actual y por lo mismo pasajera, sino a sentar un precedente necesario para el triunfo definitivo de la justicia social y sólo a esta condición merecerá su Congreso digna mención histórica.

Ante la indiferencia ignorante de las masas, se presenta la actividad consciente de los pensadores obreros, dividida en dos criterios: el idealista y el práctico.

Ni el uno ni el otro tienen derecho a la tutela exclusiva de los trabajadores. Con la mano puesta en el corazón un idealista te lo asegura.

Dentro de la más estricta buena fe, ambos aspiran al bien; pero los idealistas, combatiendo la arbitrariedad y negando el error, no digo que llegarán, pero pueden llegar a caer en el vacío sin hallar la realidad para su ideal, y los prácticos, beneficiando el presente, no digo que crearán, pero pueden crear grandes obstáculos al progreso y a su finalidad.

Tampoco pueden resolverse a ser eclécticos, a escoger lo mejor de ambos criterios, porque pondrían su mentalidad a merced de la de otros, y además porque no está probado que la verdad sea el justo medio entre dos criterios, erróneos por ser dos siendo una la verdad.

¿Cómo resolver el conflicto, puesto que su solución corresponde al tiempo, y nosotros sólo poseemos el fugaz presente?

Sencillamente: Confiando en estos aforismos de La Internacional, que condicionan su conducta sindicalista y revolucionaria: La emancipación de los trabajadores ha de ser obra propia; rechazamos el privilegio hasta cuando nos beneficia; la solución del problema social no puede ser local, ni nacional, sino internacional; es decir, constituyendo la unidad productora, en que los trabajadores, adquiriendo conciencia, se unan a los conscientes, y unidos en una acción común a través de las fronteras y de los mares, formen una humanidad nueva y borren de todas las patrias la usurpación propietaria, legalizada hasta el día por los Códigos de todas las naciones civilizadas, con la complicidad de las religiones, de los sistemas filosóficos y hasta de las revoluciones políticas.

Esta usurpación es nuestra cadena, y, no se es libre ni digno cubriéndola de flores, ni olvidándola en torpe indiferencia, ni exceptuándose individual o colectivamente de ella para aumentar la opresión de otros, sino destruyéndola para siempre.

Compañeros, salud.

Anselmo Lorenzo

Barcelona, 5 septiembre 1908.

Sobre tal base, con tales antecedentes y dirigidos a tal fin, se han concebido los siguientes trabajos que deseo sirvan a mis compañeros y lectores como excitante de su inteligencia y de su acción.

CAPÍTULO II

EL PUEBLO TRABAJADOR

EL PUEBLO AMORFO E INORGÁNICO

A pesar de los trabajos realizados en el mundo desde La Internacional hasta el presente, que comprenden series de sacrificios, de propaganda y de lucha, todavía tiene la burguesía intelectual al pueblo por amorfo e inorgánico.

Así ha sido, es y será, se dice, admitiendo ese progreso que se ostenta sobre la más deplorable desigualdad y que ha merecido esta dolorosa y expresiva exclamación de Haeckel: «¡A pesar de tan maravillosos adelantos, nuestra organización social ha quedado en estado de barbarie!»

El trabajo, por una aberración histórica y aun prehistórica, es vil; es una pena impuesta a la inferioridad; y el trabajador, reducido por la esclavitud, por la servidumbre y por el salario a una vida animal y mecánica, no puede salir de la estrechez de su clase, ni ésta perder su carácter amorfo e inorgánico.

Ante este concepto tan fijo y tan invariable de la vida de los trabajadores que se presenta a la mentalidad burguesa, el pueblo, esa escoria de las clases sociales, por inclinación puramente humana, por el ansia ideal, resorte impulsivo de nuestra especie, busca la cultura, se dirige a las regiones de la Ciencia, del Arte, de la Equidad, en tanto que la burguesía, cegada por el monopolio de la riqueza social, ha erigido el Negocio en divinidad suprema y sólo piensa en negociar para enriquecerse, perturbando el natural desarrollo de la humanidad.

EL OBRERO MODERNO

Para considerar ampliamente al obrero moderno he de empezar por exponer un concepto del hombre, porque hombre es el obrero por la naturaleza, aunque la sociedad lo rebaje de categoría, rediciéndole a ser desheredado jornalero frente a frente de otros hombres privilegiados que son propietarios y capitalistas.

En Los Enigmas del Universo dice Haeckel:

«Sobre todas las otras ciencias se coloca, en cierto sentido, la verdadera ciencia del hombre, la verdadera antropología racional. La palabra del sabio de la antigüedad: «Hombre, conócete a ti mismo», y esta otra frase célebre: «El hombre es la medida de todas las cosas», han sido reconocidas y aplicadas siempre. Y sin embargo, esta ciencia, en su más amplia acepción, ha languidecido mucho más tiempo que todas las otras en las cadenas de la tradición y de la superstición».

Lo positivo es que la ciencia, que es el saber, en oposición a la religión, que es el imaginar, cuando no el engañar, demuestra que la evolución de la substancia y de la energía no parte de un punto ni de un momento determinado, sino que es anteriormente eterna; que no ha habido, no ha podido haber esa nada ni ese creador de que habla el Génesis; que el universo no es este globo minúsculo que habitamos como parte integrante de un gran todo sin límites, y que la humanidad no es la descendencia de una pareja creada milagrosamente en un paraíso no señalado en el mapa.

No menos positivo es que la humanidad, constituyendo agrupación familiar para vivir, sin lo cual hubiese perecido, formó una sociedad defectuosa, pero progresiva, que ha llegado a nuestros días con gravísimos defectos, condensados en las clases sociales que convierten en antagonismo irreductible lo que racionalmente ha de ser solidaridad o mancomunidad fraternal.

No es extraño que intelectuales superficiales incurran en juicios erróneos sobre el pueblo, porque en esa sociedad, tal como ha llegado a nuestros días, tú, trabajador, no eres unidad para formar cantidad; no eres hombre, no eres socio, no eres ciudadano; eres una fracción despreciable; contigo sólo se cuenta para la guerra, para el trabajo, para el impuesto; eres como una cápsula que contiene algo utilizable para el señor, para el rico, para el mandarín, quien, después de extraída la substancia que abundantemente le suministras, te arroja con desprecio.

Para que veas hasta qué punto es matemáticamente verdad tan dolorosa afirmación, he ahí un dato estadístico:

«El cálculo medio de la edad en que pagan las clases sociales el tributo a la muerte (eliminando la infancia, que contribuye con un contingente horrible entre los trabajadores), es, para los privilegiados en general, de cuarenta y tres años, y para los desheredados jornaleros, de quince».

Tu vida no tiene objeto en sí misma; su razón de ser consiste en servir de complemento o accesorio a la vida de tus tiranos y explotadores, que necesitan que les suministren alimento, casa, vestido, transporte, defensa, recreo, etc., etc., a trueque de un miserable jornal pagado con un no menos miserable y escaso signo de cambio, con el que, después de reventado por el trabajo, apenas alcanza a lo más estrictamente necesario para tu subsistencia y la de los tuyos, quedando tan corto en la satisfacción de tus necesidades, que tu vida, siempre en peligro, acaba violentamente, aunque no lo parezca, sólo porque mueres cuando racional y fisiológicamente debieras vivir aún muchos años, y cuando si se fuera a ver qué vestigios quedan de tu personalidad, nada se encuentra, porque durante toda tu vida fuiste una pieza minúscula y secundaria: en el trabajo, un peón, un simple jornalero, que nada hiciste por ti solo, que nada creaste, que arrimaste el hombro excitado por el hambre o atemorizado por el látigo; en el ejército, un soldado, es decir, un hombre despojado violentamente de su libertad relativa y alistado a sueldo para matar o morir a gusto de sus amos, quitándote con esa denominación tanta parte de tu responsabilidad como de satisfacción íntima y personal pudieras acaso sentir en la defensa de tu bandera, porque eres hombre pagado para obedecer, pieza de un instrumento de guerra, un número de tu compañía, como el gatillo es una pieza de tu fusil; en el hospital no pasaste de ser el número tantos de la sala de San Fulano, que solías recibir la asistencia otorgada por el médico de guardia con el desdén que se cumple una obligación pesada, que recibías alimento y medicinas suministrados por subasta, salvo el caso de que fueras considerado como objeto de un tratamiento especial a guisa de conejillo de Indias, hasta que, por último, en la mesa de un anfiteatro, servías de experimento científico en que la ciencia adquiría la seguridad necesaria para curar a los ricos, a los que en forma de moneda tienen encerrada en sus arcas tu libertad, tu salud, tu personalidad, de la cual te despojan para pagar a la ciencia, que también se prostituye por dinero, porque el dinero mancha cuanto toca, ya que tiene por excusa servir de mediador entre relaciones que no pueden reducirse a cantidad matemática, y, por tanto, dan patente de justicia a lo que sólo puede arreglarse con la generosidad altruista.

Siendo así, el trabajador, el intelectual que se dedica a observarle superficialmente y que le ve en el trabajo, en el mitin socialista y en el político ovacionando a sus caudillos, y desconoce la obra del proletariado consciente, la de los obreros que estudian, piensan, organizan y propagan, que desde La Internacional hasta el día y con éxito variado viene realizando la gran obra del proletariado militante, puede fácilmente tomar sus precauciones de clase y el error consiguiente por verdad evidente y afirmar doctoralmente que el pueblo es amorfo e inorgánico.

LA MISIÓN DEL PROLETARIADO

El proletariado, en su significación de entidad pensante y activa, creación importantísima sobre todas las del siglo XIX, empleó la segunda mitad del mismo en los tanteos propios de la evolución infantil; pero vigorizado ya por el tiempo, por el estudio y por la experiencia, entró en el siglo XX dispuesto a cumplir la misión histórica que universalmente se le ha reconocido, y que se expresa por esta frase poética: El siglo XX es el de los obreros.

Ahora, como mi objeto no es tanto desvanecer un error burgués como dar una idea útil a mis compañeros de trabajo, me dirijo a lector obrero, diciéndole:

Trabajador: si tomas esa inducción (consecuencia racionalmente referida de hechos anteriores) o profecía (adivinación de lo futuro) con torpe confianza y sobre ella te duermes, y como tú hacen muchos, no habrá tal consecuencia racional ni menos adivinación, y lo que podrá ocurrir será una de estas tres cosas: primera, que por tu actitud expectante y la de holgazanes como tú, el maná esperado no caiga; segunda, que aleccionada la gente del privilegio por el peligro pasado, refuerce sus medios de defensa y busque y halle nuevos engaños con que distraerle; tercera, que la apatía de los individuos que pudiendo ser hombres se limitan a ser masa, agregado informe e inconsciente, dé lugar al establecimiento de jefaturas, a la osadía de los ambiciosos, a que un desvergonzado y atrevido compañero se encarame a la altura, y en tu nombre, con tu consentimiento y a tus expensas te sujete más duramente a la explotación capitalista y jurídica, como hacen los jefes de los partidos obreros de todas las naciones, sin excluir a España.

Te has de posesionar de modo íntimo y consubstancial a tu existencia de esta verdad: el progreso no es obra exclusiva del tiempo y de la multitud. ¿No ves el clericalismo reforzado a la última hora, sembrando la cizaña de los conventos en el campo del progreso? ¿No ves la burguesía amparándose tras la democracia y la evolución para que desistas de tu propio ideal o lo aplaces indefinidamente?

Si a la gran obra colectiva que mejora perfecciona y adelanta, le niegas tu concurso, cometes una falta grave y pierdes todo derecho de queja; si a la vez que tu falta supones la de muchos, y a esa suposición por desgracia harto práctica, añades el trabajo de tantos interesados en el estancamiento de lo presente y aún en el retroceso al ser de épocas pasadas, verás bien patente la necesidad de contribuir con tu concurso de inteligencia, de actividad y de sacrificio.

Analizado así el valor del individuo en la gran obra colectiva y la responsabilidad del mismo en el supuesto de la inacción, se presenta indudablemente la necesidad de desvanecer lo que tiene de falsa una afirmación que corre como verdad axiomática, y con la cual, admitida ciegamente, se causa un grave daño. Es esta: La unión es la fuerza. La unión supone la absoluta integridad del valor intrínseco de cada una de las unidades unidas: una pila de monedas valdrá lo que representa su suma, a condición de que cada una de ellas valga tanto como la que está encima y sirve de nuestra; si una o varias son falsas, el valor de la pila decrece tanto como sea la suma de ellas. Lo mismo sucede con los hombres; por eso suelen valer tan poco las sectas, los partidos y todas aquellas entidades o uniones que se presentan por un definidor o por un jefe, que incesantemente recuerdan a sus subordinados que les deben acatamiento y disciplina, como que en ellas los individuos son como ceros que por sí nada valen y sólo sirven para dar prestigio al jefe, que es la única unidad positiva. Por este signo conocerás infaliblemente a tus enemigos: todo el que excite tus sentimientos, te llame a la agrupación y te pida acatamiento, sumisión y disciplina, en nombre de cualquiera abstracción más o menos altisonante, te engaña, sólo aspira a que cambies de tirano. He ahí una respuesta clara y precisa que puede darse a los que intentan retener a los trabajadores bajo el poder de los políticos de oficio. He ahí un criterio verdaderamente emancipador.

Únicamente la verdad y la justicia se imponen y se manifiestan por la evidencia, demostración palpable que se ofrece de modo ineludible a todas las inteligencias, y sólo es posible la unión para un objetivo verdadero y justo entre individuos que coincidan en esa convicción y que no se sometan a intereses contrarios, y en este caso, más que esa unión, que supone aceptación de lo que no se comprende bien, o sumisión a algo que la razón no acepta, lo que ocurre es que hay coincidencia, y entre individuos que coinciden puede haber lo mismo unidad de acción que de pensamiento; sólo así la asociación es benéfica y su poder incontrastable.

Si una agrupación de coincidencias del género indicado puede hacerse, adelante; si en nombre de la justicia social existen agrupaciones en que no haya tal coincidencia y que para vivir necesiten un director, más vale que perezcan, y si, a mayor abundamiento, el director tiene intereses egoístas fundados en la significación e importancia que le dé su carácter de jefe, entonces la organización es una traba, una rémora, y cada individuo consciente que de ella forme parte es un traidor, y cada inconsciente un simple miembro de un rebaño, y todos juntos una fuerza a disposición del enemigo.

El proletariado emancipador nació a consecuencia de la traidora renuncia que del progreso hizo la burguesía, una vez realizada la revolución política en su exclusivo beneficio.

La Enciclopedia, la doctrina y la elocuencia con que los publicistas y tribunos burgueses censuraron a los tiranos y abrieron paso a su derecho, quedó subsistente en favor de los desheredados en cuanto los burgueses se aliaron con sus antiguos dominadores o los substituyeron; su defensa de ayer es su misma consideración de hoy y es a la vez nuestra propia defensa.

Pero al constituirse los trabajadores en entidad aparte y al definir sus aspiraciones separándose de esa burguesía que se convirtió en estacionaria cuando se vio capitalista, por un resto atávico surgieron los ambiciosos del seno de ese mismo proletariado, los cuales continúan y son los que, con pretexto de constituir una organización fuerte para combatir la fortaleza en que se apoya el privilegio, por tener cierta locuacidad, alguna instrucción y un fondo malo, se han convertido en jefes y santones de esos partidos obreros, constreñidos autoritariamente dentro de una organización en la cual los individuos pagan, votan y hacen cuanto la voluntad de sus jefes o el mecanismo de su organización les impone, hasta que se van desengañando y cayendo en la sima del escepticismo, siendo reemplazados por novatos inexpertos que voltean la noria a su vez, y así se consumen en la importancia, mientras unos cuantos ex obreros caciques viven sin trabajar y alcanzan fama y hasta gloria de esa repugnante y maldita que la multitud otorga a los desvergonzados que saben elevarse en zancos para ser vistos por las multitudes.

A esos tales jefes, llamados obreros, los verás que los otros jefes les conceden lo que pudiera llamarse la alternativa, o sea el tratar de potencia a potencia con otros personajes que también ejercen jefaturas y hablan de la masa de su partido como un general hablaría del ejército a sus órdenes. Así, tú, trabajador, que protestas contra la injusticia de que eres víctima y te asocias con compañeros en una de esas organizaciones supeditadas a un jefe, cuando crees labrar tu felicidad futura, no haces más que remachar tus cadenas.

Esos jefes te harán creer, como lo más racional del mundo, que para vencer al enemigo explotador es necesario conquistar el poder político, y al efecto, a la fuerza de elegir concejales y diputados se arreglará todo un día con una votación parlamentaria; o que para luchar en huelga con un burgués rico o con una Compañía poderosa se necesita reunir, a costa de cotizaciones de unos cuantos céntimos mensuales, tantos miles de duros como sean necesarios para repartir subsidios entre los huelguistas, hasta que el burgués, derrotado, ceda por temor de verse sumido en la pobreza; o que constituyendo cooperativas de consumo se arruinarán los comerciantes y nos enriqueceremos proporcionalmente los trabajadores, y otras patrañas por el estilo en que tus esperanzas y tus céntimos den juego para lo único positivo que puedan servir, que es para poner en candelero un miserable ambicioso.

No, trabajador; para emanciparte no cuentes más que con tu inteligencia, tu voluntad y tus puños y con los de todos aquéllos que cual tú se hayan previamente emancipado de lo que pudiera llamarse origen de todos los males, del torpe vicio de la obediencia.

Tenlo presente, medítalo bien, discurre por ti mismo y considera que la obediencia, virtud teologal, como dicen los teócratas: civismo, disciplina, o como quiera que se denomine el disfraz con que la presenten los demócratas de todo género, incluso los jefes obreros, que para mejor engañarte y explotarte te llaman compañero, es una infamia indigna de todo hombre en la plenitud de su derecho inmanente; porque lo racional, lo justo, lo verdaderamente revolucionario es que nadie mande. Puede y debe el que más sabe, enseñar; el que más prevé, indicar, aconsejar, y en el interés de los que saben y alcanzan menos está el aprender y aceptar el consejo; pero ni lo uno es mandato, no lo otro es obediencia, digan lo que quieran los que teorizan inútilmente sobre si se extinguirá o no la autoridad en el mundo, dado que lo único que puede resultar entre individuos perfectamente autónomos es la aceptación mutua y recíproca de los conocimientos especiales, propios de las aptitudes individuales, es decir, una de las múltiples formas de solidaridad.

¡En la solidaridad radica la idea salvadora! Individuos autónomos, siendo cada uno, como dice Pí y Margall, su legislador, su universo, su dios, su todo, y aun podemos añadir con aplicación al cado, su propio redentor; por la solidaridad se hacen fuertes, hasta el punto de valer cada uno, tanto, por lo menos, como un ejército, porque siendo una inteligencia, no es inferior a un general en jefe, que es la única inteligencia entre tantos hombres; y si es una inteligencia, es una fuerza tantas veces superior a un ejército cuantas sea el número de inteligencias libres y resueltas que se contengan en el grupo de los solidarios.

¡Solidaridad para la lucha revolucionaria! ¡Solidaridad para la reconstitución de la sociedad, de modo que el interés del individuo se identifique en absoluto con el de la colectividad! ¡He ahí la salvación de la humanidad!

CAPÍTULO III

CAPACIDAD PROGRESIVA DEL PROLETARIADO

LIBERACIÓN

Muchos años hace que se agita el proletariado dirigiéndose hacia su emancipación, entendiendo por esta palabra la idea, no de sustraerse a una tutela, como significa según su valor etimológico, sino manumisión, liberación de toda esclavitud, reintegración del individuo en la plena posesión de sí mismo, participación directa, personal y, sobre todo, sin postergación a ningún privilegiado en todos los beneficios sociales subsistentes por la naturaleza o creados por la acción progresiva de la humanidad.

Y tanto es así, que la generalidad, por no decir la totalidad, de las sociedades de resistencia, subsistentes o creadas después de disuelta La Internacional, organizadas para obtener mejoras prácticas e inmediatas por la defensa del salario y obtención de las mejores condiciones de trabajo, consignan siempre como objetivo final esa manumisión. Hasta las mismas sociedades inspiradas en el espíritu burgués de la ganancia, me refiero a las cooperativas, hablan de la emancipación del trabajador por la supresión de intermediarios y explotadores capitalistas.

Por el predominio de esa tendencia emancipadora se ha visto en Barcelona, no de hoy, sino ya desde 1855 confundirse en un movimiento de huelga general revolucionaria todo el proletariado, sin distinción de asociados y esquirols, y en estos últimos tiempos, la acción salvadora de la solidaridad, esencialmente opuesta al sentido egoísta y mezquino del mejoramiento parcial, de lo que llaman pomposamente espíritu práctico, ha recorrido España en todos sentidos, dejando en todas partes recuerdos gloriosos, por haber opuesto el privilegio su cruel y sanguinario non possumus a cada manifestación del derecho hollado, a cada reivindicación de los generosos precursores, de aquéllos que renuncian ciertas ventajas materiales por satisfacer las exigencias de una conciencia justa.

CAPACIDAD PROLETARIA

Y si esto puede decirse en el terreno de la acción y de la solidaridad práctica; si la palabra compañero que los trabajadores nos damos tiene inclinación a inspirarse en un origen mejor que el de partícipe en el trabajo, respecto del progreso de las ideas mucho puede decirse que ignoran ésos que buscan sabiduría en las aulas de la política.

Periódicos, revistas, folletos, libros, conferencias, mitins, concursos y discusiones en logias masónicas, ateneos y centros de estudios sociales, de todo eso han usado en abundancia los trabajadores, y con ese trabajo han contribuido poderosamente a la determinación y a la extensión de la sociología, que ha venido a despojar de su pretendido carácter de ciencia a la economía política para reducirla a la modesta condición de auxiliar o informante estadística de la ciencia social, lo que demuestra nuestra intelectualidad y nuestra capacidad progresiva.

En el prólogo De la Capacidad política de las Clases Jornaleras, dice Pí y Margall:

«Es grande, es vigorosa, es rápida la marcha ascendente de la clase jornalera. ¡Y qué! ¿Camina acaso a ciegas? ¿Ignora acaso que para su triunfo necesita estar armada de una idea y conocer los medios de realizarla? Celebra anualmente Congresos europeos en que se discuten con calma las más arduas cuestiones sociales. Sin el tumulto, sin el escándalo de otros Congresos, somete allí a juicio la asociación, el trabajo, el capital, la propiedad, el crédito, las relaciones de la economía con la moral y la política. Se pretende en vano detenerla, hoy en las coaliciones, mañana en las sociedades cooperativas; las toma como punto de parada y prosigue su camino. No tiene todavía un dogma, pero sí un principio: cree violada la justicia en todo contrato donde no sean recíprocos los deberes y los derechos, y quiere que se establezca esa reciprocidad en todas las relaciones humanas».

INCAPACIDAD BURGUESA

Véase cómo definía Proudhon el estado de la burguesía:

«”No hay ya energía en su conciencia, no hay ya autoridad en su pensamiento, no arde ya en corazón, no hay ya en ella más que la impotencia de la senectud y el frío de la muerte. Y nótese bien lo que voy a decir ahora. ¿A quién debe la burguesía contemporánea ese esfuerzo sobre sí misma, esas demostraciones de vano liberalismo, ese falso renacimiento que nos haría tal vez creer la minoría parlamentaria si no se conociera su vicio de origen? ¿A quién hay que atribuir esa luz de razón y de sentido moral que no ilumina ni es ya posible que resucite al mundo burgués? Sólo a las manifestaciones de esa joven conciencia que niega el nuevo feudalismo; sólo a la afirmación de esa plebe de jornaleros, que ha tomado decididamente la delantera a sus antiguos patronos; sólo a la reivindicación de esos trabajadores, a quienes ineptos políticos de oficio niegan la capacidad precisamente cuando acaban de recibir de ellos su mandato político”.

“Que la burguesía lo sepa o lo ignore, su papel ha concluido; no irá ya más lejos ni es posible que renazca”».

Nótese que en esos cuadros, trazados por grandes pensadores, aparece la actual situación de la clase que impulsa el progreso y de la que pugna por paralizarle, por estancarle para conservar eternamente vinculado el privilegio de su poder.

Como prueba decisiva, véase lo que dio Salmerón en su famoso discurso en defensa de La Internacional:

«La antigua organización social, rota en pedazos, no puede reconstituirse con la mera representación del poder público por más que quieran sublimarlo con el mayestático imperio de los principios, ya incompatible con la soberanía de los pueblos… Se ha reconocido y aceptado universalmente que las nuevas relaciones de vida se fundan en el principio que lleva el hombre en sí, en la unidad de su naturaleza y que la voz de la conciencia dicta en todos… Se ha vivido según lo trascendental; hoy, partiendo el hombre de la nuda individualidad, busca en la mera relación de individuos la forma de su libertad, la ley de su derecho, el principio de la organización social… ¿Es extraño que al ver que no quedan sino restos, cenizas y escombros del antiguo edificio social se intente reorganizarlo bajo el nuevo principio? ¿Quién ha destruido el antiguo ideal? La clase media. ¿Quién trata de sacar los antiguos escombros y echar los cimientos del nuevo edificio? El cuarto estado, sus legítimos sucesores (dice dirigiéndose a los diputados, que es como si se dirigiera a la burguesía en general); ellos (los trabajadores) han aprendido de ustedes a perder la fe en lo sobrenatural, y ellos, que no pueden vivir en medio de la general disolución del antiguo régimen, sin principio, ni ley, ni regla de conducta moral, aspiran a formar conciencia de su misión para realizarlas en la vida».

Considérese que Salmerón declaró veinte años después de pronunciado aquel discurso, que lo consideraba como la obra más sustantiva de su vida política y que no tenía que rectificar una tilde de las afirmaciones con todo convencimiento y la debida meditación expresadas en las Cortes, y esto porque en una y otra época, por encimo de todo, los obreros imprimían a sus reclamaciones un carácter humano, universal, pidiendo acuerdos y soluciones internacionales, en armonía con la exigencia también general y humana de sus necesidades.

En el manifiesto de inauguración de La Internacional, documento en que circuló por todo el mundo la célebre excitación «¡Trabajadores, asóciense!» y que ha llegado a alcanzar gran importancia histórica, se lee:

«Es una verdad demostrada, patente para todo el que se halla en posesión de sus facultades mentales aunque negada por los conservadores de este paraíso de locos, que ni el desarrollo de la maquinaria, ni los descubrimientos químicos, ni la aplicación de la ciencia a la aplicación, ni la emigración a nuevas colonias, ni la apertura de mercados, ni el libre cambio, ni todas estas cosas juntas pueden librar de la miseria a los trabajadores, antes al contrario, en la organización social presente cada nuevo desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo tiende fatalmente a aumentar la diferencia de clases, la desigualdad» .

Si a esta exposición que brota de la mente de Carlos Marx como queja, como censura y hasta como toque de rebato revolucionario, queremos buscar una comprobación por el contraste con otra gran inteligencia rodeada del mayor prestigio, hallaremos en la famoso encíclica Rerum Novarum:

«Es preciso dar pronto y oportuno auxilio a los hombres de la ínfima clase, puesto que sin merecerlo se hallan la mayor parte de ellos en una condición desgraciada y calamitosa… Los contratos de las obras y el comercio de todas las cosas está casi todo en manos de pocos, de tal suerte, que unos cuantos opulentos hombres y riquísimos han puesto sobre los hombros de la multitud innumerable de proletarios, un yugo que difiere poco del de los esclavos».

Más aun: Haeckel, en su gran obra Los Enigmas del Universo que anula la Biblia y demuestra la unidad, la eternidad y la indestructibilidad de la materia, ya entrado el siglo XX ha escrito:

«Mientras contemplamos con legítimo orgullo los inmensos progresos realizados por el siglo XIX en la ciencia y sus aplicaciones prácticas, un espectáculo desgraciadamente diferente y menos satisfactorio se ofrece a nuestra vista, si consideramos otros aspectos no menos importantes de la vida moderna. Con pena hemos de suscribir estas palabras de Alfred Wallace: “Comparados con nuestros admirables progresos en las ciencias físicas y sus aplicaciones prácticas, nuestro sistema de gobierno, nuestra justicia administrativa, nuestra organización nacional y toda nuestra organización social y moral quedado en estado de barbarie”».

Nótese la gravedad suma de las declaraciones que dejo apuntadas. Tres grandes hombres que han estudiado el mundo a través de sus poderosas inteligencias desde diverso orden de ideas y diferentes puntos de vista afirman:

  • Que en el presente régimen social, gráficamente denominado paraíso de locos, el progreso no corre igual para todos, sino que es causa de mayor desigualdad.
  • Que la esclavitud ha renacido por la absorción capitalista.
  • Que nuestra organización social ha quedado en estado de barbarie.

¿Por qué?

LA CAUSA FUNDAMENTAL

No les responderé yo. No quiero que respuesta tan grave la dé un individuo que puede ser tildado de sectario exagerado. Responda La Internacional y con ella su sucesor el proletariado universal.

«Porque existe el asalariado». (Congreso de Ginebra de 1866).

«Porque existe el monopolio de las grandes Compañías, que, sometiendo a los trabajadores a sus leyes arbitrarias, atacan a la vez la dignidad del hombre y la voluntad individual». (Congreso de Lausana de 1867).

«Porque existe la propiedad individual de la tierra y de los medios de producir». (Congreso de Bruselas de 1868).

«Porque existe la transmisión hereditaria de la propiedad individual». (Congreso de Basilea de 1869).

Esa es la respuesta pertinente y verdadera.

En el Código civil español, con analogías en los Códigos civiles de todas las naciones, republicanas o monárquicas, se define la propiedad como el derecho de gozar y disponer de una cosa, sin más limitaciones que las de la ley; el propietario de un terreno es dueño de su superficie y de lo que está debajo de ella, y puede hacer en él las obras, plantaciones y excavaciones que le convengan, salvas ciertas disposiciones legales referentes a servidumbre (entendiendo por servidumbre en este caso el derecho o uso que una cosa o heredad tiene sobre otra), minas y aguas.

Procedente de esa definición legal, impuesta y declarada santa por los que poseen, el propietario tiene sobre el que no lo es lo que en jurisprudencia se llama derecho y la razón llama privilegio de accesión y de herencia.

La accesión es el hecho irracional, aunque legal, por el que el propietario de una cosa se apropia todo lo que ésta produzca o se le haga producir mediante el pago de salario.

La herencia es el derecho legal por el que una persona adquiere los bienes de otra a la muerte de ésta.

Todo lo cual se consigna en el título II del Código civil que trata de la propiedad, artículos 348 y consiguientes, y en el título III, de las sucesiones, artículos 657 en adelante.

Por esa manera de entender y practicar la propiedad, que es la usurpación de la riqueza natural y social y la expoliación del mayor número de los asociados, la humanidad, que es una por la inmanencia del derecho ingénito en cada individuo, por la diversidad de las necesidades individuales y por la solidaridad que reúne en un interés armónico y común el interés de cada cual y de todos, se hallar dividida en dos: la clase de los privilegiados y la de los desheredados, y subdividida además en un egoísmo atómico y disolvente.

Por esa apropiación injusta y legal, los bienes naturales y los bienes sociales quedan vinculados en una clase, y la otra, aunque a cada uno de sus individuos se le llame hermano en religión, compatriota o conciudadano respecto de la nacionalidad y a todos juntos pueblo soberano, la verdad que queda como residuo de tanta superchería es que no pasa de tercero, según la palabra jurídica, como resulta del artículo 356 del Código civil, que dice así: «El que percibe los frutos tiene la obligación de abonar los gastos hechos por un tercero para su producción, recolección y conservación», cuyo artículo se completa por el 359: «Todas las obras, siembras y plantaciones se presumen hechas por el propietario y a su costa».

Lo que equivale a decir, si no tienen propiedad, no son hombres, ni siquiera son trabajadores; son terceros que producen, recogen y conservan para el propietario, que es quien la ley presume que obra en todas las manipulaciones de la ciencia, de la industria y del arte, y que el que siembra y planta.

Cuando veo que, desconociendo o fingiendo desconocer las ligaduras con que esta sociedad sujeta al proletario, impidiéndole alcanzar, sentir y proponerse la libertad, las sensaciones y las aspiraciones propias del hombre, hay todavía quien predica el espejismo, la ilusión del triunfo democrático, la verdadera utopía de la emancipación por el sufragio universal después de pasar por el famoso puente de la república, olvidando que hay una treintena de repúblicas en el mundo que han pasado ese puente y tienen como nosotros un código con propiedad, accesión y herencia, se levanta ante mi consideración el Código penal, que en su título I, capítulo IV, artículo 10, párrafo 23 dice hablando de las circunstancias agravantes para juzgar un delito; lo es: «Ser vago el culpable. Se entiende por vago el que no posee bienes o rentas, ni ejerce habitualmente profesión, arte u oficio, ni tiene empleo, destino, industria, ocupación lícita o algún otro medio legítimo y reconocido de subsistencia, por más que sea casado y con domicilio fijo». Lo que quiere decir que si por exceso de producción, o porque una máquina que explota en beneficio exclusivo del burgués te quedas sin trabajo y aún sin oficio, y no puedes vivir, y tus hijos te piden pan, y no lo tienes aunque haya quien derroche fortunas viviendo en el confort y en el lujo en espléndidos palacios, y mantenga caballos de regalo y grandes jaurías de perros para emplear su actividad, incapaz para el trabajo, en los placeres de la caza, si tienes un rozamiento con la ley, por no tener bienes, rentas, empleo, oficio ni ocupación se verán castigados con un máximum de pena, por vagos.

Lo cual demuestra claramente que, a pesar de cuantas libertades se consignen en las constituciones políticas de los Estados, el trabajador no es libre, ni ciudadano, ni hombre; es un tercero que tiene muchas probabilidades de ser considerado como vago.

¿Piensas acaso que es esta una exageración? Se equivoca quien eso crea.

En una obra reciente de Henri Dagan titulada «Superstitions politiques et phenomenes sociaux», tratando de los efectos del sistema moderno de producción, de la aplicación de las máquinas a la producción y consiguiente exceso de trabajadores, se denuncia el hecho siguiente manifestado en la Francia republicana, al otro lado del puente… del Bidasoa:

«El 5 de enero de 1897, en una discusión sostenida en la Sociedad de Economía política, un economista, M. Limousin, pronunció estas gravísimas palabras: En Francia sobran cinco o seis millones de trabajadores».

Eso es la nación democrática, en la nación autora de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, es dolorosamente instructivo para los trabajadores.

Porque Francia no es pobre, y ese sobrante, ese desperdicio humano, no quiere decir que no hay medios de subsistencia para todos; lo que significa sencillamente es que no se les necesita para trabajar; es que la accesión se surte hoy, no de trabajadores de carne, hueso, inteligencia y rutina técnica, sino de trabajadores de hierro, vapor y electricidad, y que sobre el ámense los unos a los otros y la soberanía popular está la terrible sentencia de Malthus: «El que no tiene cubierto en el banquete de la vida…».

En resumen: los trabajadores, sin abdicar de sus facultades como hombres y como trabajadores, no pueden olvidar aquellas palabras de vida y de libertad que sirven de preámbulo a los Estatutos de La Internacional:

«”La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”.

“Los esfuerzos de los trabajadores para conquistar su emancipación no han de tender a constituir nuevos privilegios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los mismos deberes”.

“La emancipación de los trabajadores es un problema internacional”».

Téngase en cuenta que los que viven a la sombra del privilegio, los que se hallan en perpetuo déficit con la razón, con la justicia y con la propia conciencia; los que invocan los derechos adquiridos y no pueden determinar su voluntad a renunciar los privilegios que disfrutan, son por esencia estacionarios, y no hallarán jamás el momento oportuno para decidirse, como Bertoldo no halló jamás árbol donde ahorcarse, y que las sublimidades y las bellezas del ideal dependen principal, por no decir exclusivamente, de las energías de aquéllos a quienes el privilegio impide o dificulta el desenvolvimiento de sus facultades, los cuales, libres de las imposiciones dogmáticas, con íntimo conocimiento de su derecho, inspirados en esa ciencia social, que en parte les debe su existencia, y en posesión de su voluntad, se hallan ya capacitados para la reorganización de la sociedad, en cuya obra vienen trabajando con fe, con entusiasmo y hasta me atrevo a añadir con éxito satisfactorio.

CAPÍTULO IV

PUNTO CULMINANTE

LA PERSONALIDAD EN LA SOCIEDAD

Hemos llegado en la evolución proletaria a un punto en que sociólogos y revolucionarios, retenidos en la impotencia, estancados en estéril estacionamiento o en peligro de progresar en nociva desviación, no pueden racionalmente dar un paso de seguros y positivos resultados sin lograr que esa multitud de hombres y mujeres que constituyen el Proletariado, se pongan en condiciones de libre y natural evolución y adopten una actitud declaradamente progresiva. Es absolutamente necesario que lo que se llama la masa como negación de unidad, de número, de cantidad, y, por tanto, despojada del carácter de individualidad y de colectividad humanas deje de ser materia amorfa para constituir tantas personalidades como de individuos la forman.

Ha de contarse con que cada individuo puede pensar: he nacido, he de vivir; y así como no hay poder divino ni humano que, mientras viva, pueda evitar la sucesión de los minutos ni de mi existencia ni la continuidad de las acciones fisiológicas que constituyen mi ser, no debe haber hombre ni institución que impidan mi desarrollo moral y físico; antes al contrario, hay deber y conveniencia en que hombres e instituciones tiendan a facilitar el desarrollo de todos y de cada uno.

Dada la imperfección del lenguaje usado por nuestra civilización, acostumbrados a hablar por símbolos, por figuras de dicción y sin fijación de idea por impresión de palabra, de modo que el convencionalismo, la cultura y aun la elocuencia encubren la ignorancia cuando no la malicia del que habla y se interpreta por el que escucha según sus prejuicios o sus ilusiones, hemos de examinar cómo se entiende y cómo se practica el salvador aforismo de La Internacional «la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos», sustentado hoy desde diferentes campos por agrupaciones que, si en un principio partieron de un origen único, se hallan actualmente muy distanciadas, separadas por pasiones y afirmaciones cada vez más divergentes.

Si por la idea puramente humana, de justicia, se concibió un tribunal divino para juzgar a los hombres y, según sus obras, darles el premio o el castigo merecido, fue a consecuencia de haber reconocido en todos y en cada uno la responsabilidad consiguiente, responsabilidad que queda flotante sobre las discusiones modernas del tradicional libre albedrío con el modernista determinismo, porque sin responsabilidad no hay mérito ni demérito, ni puede haber recompensa ni vilipendio. Por eso sentaron los legisladores como principio jurídico, aunque pasando sobre la gran injusticia de la ignorancia popular, resultante de la desigualdad social, que «la ignorancia de las leyes no excusa su cumplimiento».

Laicisada en el día esa idea de justicia y subsistente siempre como norma moral, no es racional que por monopolio de la ciencia y por la consiguiente ignorancia sistemática, pasen los 1,600 millones de seres humanos de cada generación con un corto número de hombres eminentes, capaces de saber, y una inmensa multitud de atrofiados intelectuales, limitados a creer; ni la humanidad puede considerarse como entidad una y permanente en la continuidad de su saber, en la tradición de su experiencia, en el goce de las ventajas adquiridas y en la preparación de sucesivos adelantos sin que la igualdad socializada facilite a cada individuo el íntegro desarrollo de sus aptitudes, primero para la propia satisfacción, y después como complemento para beneficio de la colectividad.

Han de ser todos; o a lo menos, después de dar la sociedad todo género de facilidades para la difusión de los conocimientos, no ha de haber impedimento social para que todos sepan, ni privilegio para que sólo sepan unos pocos, porque la verdad es de todos y se debe a todos, y, por tanto, la creencia no ha de ser acatamiento a un dogma autoritariamente impuesto e inquisitorialmente sostenido, sino resultado de la experiencia y de la inducción racional.

Para eso vivimos en sociedad, como lo reconocieron los hombres de la Asamblea Constituyente en 1789 al declarar que todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos, y que el objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, no para rendir homenaje ni vasallaje a un autócrata ni a una oligarquía imperante. Antes que vasallos o ciudadanos, somos hombres; a los trabajadores conscientes no les seducen ya los esplendentes festejos de que se hizo ostentación hace poco en Londres coronando a un hombre, o en Lisboa, declarando soberano a un pueblo, porque tras el oropel, la fraseología, las músicas y los aplausos ha quedado subsistente, con tanta fuerza y vigor como hace más de veinte siglos, el despojo que sufre el obrero de su legítima participación en el haber social, sin que se le reconozcan positivamente sus derechos y sin que la sociedad política cumpla su objetivo ideal y racional.

CAUSA O EFECTO

En vista de que por el esperado progreso de la instrucción como obra fatal del tiempo la ignorancia no disminuye ni la igualdad social se alcanza, y a pesar de que con el admirable avance de la ciencia la organización social ha quedado en lamentable atraso y en injustificado estancamiento, ha llegado el caso de examinar invirtiendo los términos, si el mal social que se consideraba como efecto, ha de ser considerado como causa. Y, efectivamente, reformando nuestros juicios sobre el deplorable dualismo social, consecuencia de la desigualdad, que rompe la solidaridad humana, resulta que no sólo por ignorante el proletariado es oprimido y despojado, sino que lo es principalmente por la desigualdad que le priva de los medios de instruirse, y por esa desigualdad el racional y ansiado monismo social se imposibilita en el mundo.

Sin disminuir en lo más mínimo la importancia, la necesidad y la urgencia de la aplicación del sistema de enseñanza racionalista, ha de reconocerse que es preciso e indispensable poner a la humanidad infantil y adulta en situación libre para dedicarse a estudiar, a aprender, a ejecutar, a vivir, a procrear, y para ello ha de desaparecer el dualismo que concede a unos todas las ventajas y priva a otros de los medios necesarios de evolución progresiva.

Habituada la humanidad a los andadores del exoterismo, que daba en forma de mitos y leyendas las verdades adquiridas a fuerza de observación, de estudio y de meditación por la ciencia, las cuales quedaban luego reservadas en privado y secreto esoterismo como preciado y secreto privilegio para las clases predominantes, los inferiores renunciaron a la actividad individual más o menos libremente determinada, y se habituaron a la pasividad, confiados en la omnisciente y omnipotente dirección de un poder imaginario, reinante en un resplandeciente empíreo creado fuera de la realidad física por toda clase de metafísicos, que en lo pasado se llamaba Providencia y en lo presente se llama Progreso. A esos mismos inferiores se les hizo creer que tales ficticios seres se les habían de mostrar propicios a costa de ilimitada sumisión, obediencia y paciencia ante sus representantes en la Iglesia o el Estado o en ambas potestades a la vez, según los vaivenes del curso de los acontecimientos; y por ese motivo no ha podido penetrar en la inteligencia de la generalidad la sencilla noción de causa y efecto y su no menos sencillísima interrelación, y han adorado el misterio y han creído el milagro, tanto para lo pasado como para lo futuro, ignorándose generalmente que la ciencia tiene ya demostrado y probado que la energía, fuerza inmensa que convive con la materia una, increada, imperecedera e infinita, produce la vida; que de la vida surge la acción consciente dirigida a un objetivo práctico, conocido y deseado, y que únicamente se logra lo que se quiere, si para lograrlo se emplean los medios y recursos disponibles y necesarios, haciéndosenos creer por el contrario que Dios hizo el mundo de la nada o que la sociedad humana se corrige por la acción directiva del Progreso.

Por efecto de esa misma pasividad, producto natural del contubernio del privilegio con la miseria, se ha considerado como riqueza, no el conjunto de la producción, que es lo directamente útil, necesario y provechoso, sino el dinero, el signo de cambio, recurso representativo inventado para la distribución racionalmente equitativa de esa misma producción entre los humanos, considerados todos como copartícipes por ser productores, sea de hecho por hallarse en la plenitud de sus facultades, sea como aspirantes en la infancia, o jubilados en la vejez. Y así tenemos que había de prestar el inmenso y trascendentalísimo servicio de facilitar las transacciones y abrir amplia y libre vía a todas las energías individuales, reuniéndolas sucesivamente en grandiosos beneficios colectivos, se convirtió en vil recurso de tráfico, de negocio, da agio, de explotación, de usura, de monopolio, facilitando al rico la vida por despojarle del cuidado consiguiente a la posesión patriarcal de grandes rebaños y latifundios, o creando la renta, que permite la existencia de archimillonarios y de esos trust absorbentes y monstruosos que devoran energías y vidas con escarnio de la moral, de la filosofía, de la ciencia, de la economía, y hasta de la revolución, puesto que en provecho propio legislaron los privilegiados revolucionarios para domesticarla a su antojo y a su conveniencia, mientras quedaba el trabajador sujeto al salario, a la accesión a la servidumbre moral y materialmente atrofiado y por añadidura burlado con el establecimiento de la democracia, y sobre todo insultado con la acusación de culpable por inconsciente y abúlico en el atraso e injusticia de la actual civilización.

Y ese dinero, que de nada sirvió a Robinsón en la isla desierta y que no debió perder nunca el carácter de signo de cambio, algo semejante al cartón o a la chapa metálica con el número acreditativo de propiedad de una prenda en un guardarropa, se halla en poder de los improductivos o de los hábiles chalanes, forjadores de negocios o de empresas lucrativas, y, metido hasta el fondo de la preocupación proletaria, aparece envuelto en las aspiraciones emancipadoras de los trabajadores, produciendo obstáculos y obrando a manera de impertinente rémora.

Así vemos al reformismo, falseando el concepto racional de la economía, recurrir al ahorro, que escatima céntimos del mezquino e insuficiente jornal, para el mutualismo en la enfermedad, o la jubilación en la vejez, o el crédito en la crisis de trabajo; a la cooperación, para exceptuarse en parte de la explotación mercantil, para realizar una ganancia y hasta para obtener recursos que destinar a la propaganda; y a la misma resistencia, estableciendo la huelga sobre la cuota destinada al subsidio huelguista.

Tan atávicamente arraigada está la idea del dinero y de la garantía entre los trabajadores que de ella son víctimas, que en general no se concibe organización emancipadora sin la cuota, poniendo el dinero sobre la esencia del derecho, no admitiendo en ella al trabajador insolvente y arrojando de ella al que no puede pagar.

De modo que aun hay socialistas para quienes el dinero, que es nuestro tirano, ha de ser nuestro salvador.

Sobre la base de tan grave error, de tan atávico error, se ha creado un nuevo mito, la Caja de Resistencia, santa protectora del obrero, y reverencia como proveedora de recursos para luchar y como garantizadora del triunfo, que promete a todo cotizante, en caso de huelga reglamentaria, el derecho al subsidio de huelguista.

Tras ese mito se ha formado una especie de burguesía obrera, bajo la cual queda un Quinto Estado, otro Proletariado más ínfimo, más abismado aún, con lo cual, en vez de destruir la escala de la desigualdad, se ha prolongado unos grados más, motivando que un gran pensador y literato magistral, observador minuciosamente analítico, presente la triste realidad de los abyectos, de los miserables, de los desechados como desperdicios, de los parias actuales, hermanos nuestros a pesar de todo y nuestros predecesores en la caída al abismo de la desigualdad, de los ex hombres, como oposición y contrapeso a las exaltaciones fantásticas de los que a sí propios y por vana y ridícula interpretación del pensamiento de otro hombre genial se otorgaron el título archiaristocrático de super-hombres.

Pudiera decirse que entre los dos polos del pensamiento formados por Máximo Gorki y Federico Nietsche gira nuestra civilización caótica o en estado de barbarie, según la gráfica expresión de Ernesto Haeckel.

AVANCE RÁPIDO

En nuestro estado actual se camina de prisa, y mientras los que todavía se atienen al criterio de «tanto tienes tanto vales» acumulan dinero en sus cajas de ahorro mutualista, de ganancia cooperativa o de lucha resistente, los ingenieros industriales inventan máquinas, substituyen obreros por obreras y por niños y combinan fuerzas y motores que producen con asombrosa rapidez, y va aumentándose el número de los obreros sin trabajo de un modo terrible, con lo que sobrevienen las crisis de la sobreproducción, que no sólo nos reducen a la miseria por faltas de jornal, sino que se complican con las guerras por los mercados, por los tratados de comercio, por las farsas del patrioterismo y también porque los Estados necesitan colonias donde colocar su excedente de hombres y de dinero y para desviar la atención popular de los adelantos y demostraciones de la sociología y evitar los avances de la revolución.

En el día todo el mundo conoce el secreto: la diosa de la guerra y el dios de los ejércitos son viajantes de comercio que, a semejanza de los compañeros de Colón, ofrecen cascabeles y cuentas de vidrio a cambio de riquezas naturales de los países rezagados en la vía progresiva. La pólvora seca del patriotismo más caballeresco, de que alardeó un día el césar alemán, se calcula como partida inscrita en el libro de cuentas del agiotista.

Concretándome a considerar la resistencia como la acción proletaria predominante, tenemos que los resistentes de hoy reglamentan la acción para la lucha de clases como la concibió La Internacional, como lógicamente podía concebirse todavía medio siglo atrás, sin tener en cuenta el avance de la aplicación de la ciencia a la industria; pero el tiempo pasa y con él pasan las condiciones especiales de cada modo de ser accidental, aunque en ciertos países, por el atraso burgués, no se manifieste claramente por el momento.

Ello es que las antiguas sociedades de oficio van careciendo día por día de existencia real, porque por la actual trasformación de la industria, el antiguo tejedor, por ejemplo, que movía las cárcolas con los pies y tiraba la lanzadera con una mano y la cogía con la otra, ve como un milagro la transformación que sufre la materia prima, por no decir la materia bruta, entrar por un lado de la máquina y salir por el otro convertida en hermoso producto, como si en un momento y con enorme economía de tiempo, de manipulaciones y de jornales, lo hubiera elaborado una hada poderosa; el carpintero tomaba la madera cortada según los tipos establecidos y construía toda clase de muebles ordinarios, diferenciándose del ebanista en que éste hacía muebles de madera fina y los barnizaba y pulimentaba, en tanto que hoy, con la aplicación de la mecánica y la división del trabajo, hay obreros especiales para serrar, cepillar, escoplear, barnizar, etc., que sólo saben ejecutar esas operaciones, y no son capaces por sí solos de construir un mueble, o, si lo son, no pueden hacerlo en condiciones económicas, no ganarían el jornal; el zapatero clásico del tirapié, la lezna y el cabo, de manos callosas y llenas de cerote, huelga o ejerce de remendón de un barrio pobre, mientras la máquina llena de calzado los almacenes de calzado elegante y acharolado para la exportación; la linotipo y la rotativa difunden la ciencia, pero han dado golpe mortal a los asalariados de la tipografía, dejando en poco lucida posición a los burgueses, que quieren pulir el arte de Gutemberg como si no existiera el industrialismo y la mecánica, y en general los antiguos cuerpos de oficios de van transformando en masas de peones que se disputan las relativamente escasas plazas que, para tanto desocupado, van quedando, plazas que, con corta explicación, escasa inteligencia y monotonía práctica, puede desempeñar el primer ganapán que se presente.

Y no es sólo, sino que la mecánica progresa incesantemente, y se han inventado máquinas para hacer máquinas, y hay industrias en que así como en un principio el obrero era un simple servidor de la máquina, ahora la máquina le vigila, le tiraniza, le acusa, por cuanto mide y cuenta con exactitud matemática el trabajo del obrero en la ínfima y hasta despreciable parte que le asigna en la producción.

La fuerza de las cosas tienden a que los trabajadores, despojados de su antiguo carácter de artesanos y convertidos en peones, no se clasifiquen por oficios, sino por la clase de máquinas para cuyo servicio se les alquila.

Esa tendencia va haciendo que oficios enteros se sumerjan en la servidumbre común en que yacen todos los trabajadores que actúan como servidores de las máquinas, que nuevas máquinas reemplacen a las antiguas, inutilizando otros muchos grupos de trabajadores, arrojándolos a la masa cada vez mayor y horriblemente grande de los sin trabajo, de los sin esperanza, de los que cobraron y gastaron su último jornal, inapelablemente excluidos del banquete de la vida, de esos infelices compañeros nuestros que emigran a barcadas o andan por ahí creando conflictos de orden público, muriéndose en un rincón, dejándose matar como perturbadores que piden pan o vendiéndose como esclavos por la pitanza y el albergue en las esplendorosas ciudades de la República modelo.

Porque la verdad es, y no me cansaré de repetirlo, que las fuerzas industriales artificiales monopolizadas por el capitalismo propietario se multiplican de un modo asombroso, que los obreros de hierro reemplazan en todas partes a los obreros de carne y hueso, y que si por el antiguo y vigente derecho romano el proletariado era el hombre-cosa al servicio y bajo la dependencia del hombre-persona, al fin era también el soldado que extendía los dominios del gran imperio y podía ser propietario en los países conquistados, en tanto que en el día, desde que la herramienta mecánica reemplaza la competencia o la concurrencia del hombre, el capitalismo no alquila al obrero más que durante el período más productivo de sus nervios y de sus músculos, y en cuanto no puede ya producir el máximum de beneficios, ¡a la calle!, ¡al montón de materia inútil, como si fuera hierro viejo!

Como consecuencia, en el cuadro de la vida queda trazada la curva de la muerte del proletariado y señalada la edad que ha de cumplir la sentencia de muerte industrial, cuando ha podido librarse de las innumerables causas mortales que se le han presentado.

En resumen, el obrero, separado de la tierra y del instrumento de trabajo, despojado de su oficio, inutilizada y perdida su habilidad profesional, obligado a emigrar para buscar trabajo, desprovisto de toda protección, sin hogar, queda inutilizado y sin valor, sometido a una condición inferior a la del esclavo, puesto que carece de alimento y de albergue, algo semejante a la del paria en lo tocante a la miseria y al desprecio, sólo con la ventaja de tener libre el paso a las condiciones superiores si por la casualidad o por la audacia se abre la vida; pero por lo mismo, el que llega, el que individualmente se emancipa se convierte en el peor enemigo de sus antiguos compañeros.

Téngalo presente, y no atribuyan a exageración el triste cuadro expuesto, cuantos obreros van todavía vegetando con su oficio entre los restos de la antigua industria que aún quedan en España y que ya no sirven para la exportación por incompatibles con la industria extranjera, a causa del atraso mental y volitivo de nuestra burguesía. Consideren esos obreros, relativamente privilegiados en las actuales circunstancias, que la transformación industrial que no ha llegado aún, llegará infaliblemente pronto, y no se forjen la ilusión de que por el ahorro, la previsión y el voto pueden hacer frente a la avalancha de miseria que se les aproxima, impulsada y atraída por la voracidad capitalista.

CAPÍTULO V

EL DERECHO A LA EVOLUCIÓN

SIN DEMORA

Ni por la religión, ni por la ciencia, ni por la conveniencia podemos los trabajadores otorgar un día más de privación y de dolor a los señores del privilegio para que se pongan de acuerdo y nos ofrezcan un pasadero bienestar.

Sabemos que no se pondrán de acuerdo jamás, y que no lograrán que la usurpación propietaria dé pan a los hambrientos, ilustración a los ignorantes ni felicidad a los desgraciados.

No se repetirá ya el cándido y generoso ofrecimiento de aquellos trabajadores franceses que, en 1848, pusieron dos meses de hambre al servicio de la república, que fueron recompensados con el establecimiento de dos talleres nacionales, que resulto un ridículo fracaso, y más tarde con la dictadura militar, que se convirtió en una horrible matanza.

Cuantos intelectuales nos hablan de cultura, de reformas, de instituciones de previsión, de ahorro, de higiene, de armonía entre el capital y el trabajo, si vienen de buena fe, ayúdennos en nuestra obra de reivindicación y de emancipación; abiertas de par en par tienen las puertas del sindicalismo; nadie les priva de constituirse en sindicatos de producción intelectual; por ejemplo, en defensa de sus derechos de autor contra la explotación editorial; porque, más o menos privilegiados, y a veces más míseros que los obreros de blusa bajo su traje decentemente presentable, son asalariados al fin, y sus emolumentos, sus honorarios, su sueldo, su contrato o su contrata tan salario es como nuestro jornal, y también por accesión dan a propietarios, capitalistas, empresarios y editores el fruto de su saber, y pueden concentrarse con nuestros sindicatos, federaciones y confederaciones; en el libro; en el periódico y en la tribuna pueden prestarnos utilísima cooperación. Pero al que venga a ofrecernos las sobras de su saber, a manera de fraile que reparte las sobras de la comunidad en la caldera caritativa a la puerta de su convento, presentándonos como una necesidad la continuidad indefinida de la usurpación y monopolio de los medios de producir, y nos ofrezca una emancipación como trabajo de infusorio capaz de levantar montañas en siglos y siglos de interminable paciencia, váyase en hora mala con su bazofia intelectual. Con el proletariado consciente y activo de todas las naciones, constituido en corporación filosófica y revolucionaria, repetimos: queremos vivir de la justicia, no de la caridad.

El que no abandone injustas y falsas superioridades; el que no nos trate de igual a igual; el que no comprenda y no sea capaz de practicar con nosotros la parábola del buen samaritano, será quizá un super-hombre, no un hombre, no un hermano nuestro en la grande, hermosa y justa solidaridad humana.

El hombre no puede aceptar las cosas y los hechos sin inquirir las causas. Sus facultades y sus necesidades le obligan a investigar para saber, para precaver, para evitar, para conseguir, para conservar.

Mas para saber más se ha de saber antes algo; sin conocimientos previos y auxiliares no puede penetrarse en el terreno de la investigación científica, ni siquiera se siente la necesidad de saber ciertas cosas por no haber llegado la ocasión de plantearse ciertos problemas.

Cuando aun no se sabía, se imaginaba. En remotos tiempos de atraso intelectual surgieron las religiones, obedeciendo a la necesidad de conocer una verdad que nos explicara las causas de los fenómenos naturales y a todos nos uniera en un pensamiento común.

La religión o, por mejor decir, el sentimiento religioso, y, por tanto, cada religión inicial -tomando la palabra religión en su sentido recto, según la etimología, de religar, de reunir, con el que se dice hoy «la unión es la fuerza»-, puede considerarse como la tendencia solidaria de la humanidad a concordar en el conocimiento de la verdad.

Se comprende que en tiempos pasados, faltando datos para elevar la inteligencia al conocimiento positivo, partiendo del supuesto de nuestra incapacidad para conocer la causa creadora del universo, se recurriera a la revelación y se imaginara la existencia de un ser supremo creador y revelador, Brahma u Osiris, Júpiter o Jehová.

¿No hablamos hoy de la Verdad, de la Justicia, de la Belleza, por ejemplo como abstracciones que tuvieran vida real, como si vivieran separadas de las cosas, y las consideramos como agentes de la oración gramatical capaces de deponer en movimiento todos los verbos del idioma? ¿No vemos materializadas esas abstracciones por los artistas que representan la Verdad, la Justicia y la Belleza por hermosas mujeres con tal o cual aspecto y determinados atributos? Pues así seguramente procederían nuestros antepasados prehistóricos.

Seamos, pues, indulgentes con los creyentes, pobres de desmedrada inteligencia por educación e ilustración falseada y deficiente, pero severos, inexorables con los explotadores de las creencias, fomentadores de la ignorancia, traficantes de la mentira, con lo que viven y triunfan, causando daños inmensos.

La duda, ese desequilibrio entre la convicción y la creencia, entre la fe y la ortodoxia, originó la filosofía, que es el deseo de saber, si se trata de investigar generalidades, o la herejía, que representa la lógica, si se trata de investigar la racionalidad de una creencia.

Pero la filosofía y la herejía, fuertes en el terreno negativo, porque les fue fácil demostrar las incongruencias en que incurrieron las teogonías carecían de datos positivos y experimentales para respectivas afirmaciones, y negando errores, inventaban errores nuevos.

Hasta que vino la ciencia, y, tras siglos de investigación, de experiencia, de observación, de controversia, de persecuciones y de metodización, pudo dar una base firme y positiva a la inteligencia, diciendo con Haeckel:

«”El universo es eterno, infinito e ilimitado”.

“La substancia que le compone, con sus dos atributos, materia y energía, llena el espacio sin fin y se halla en estado de movimiento perpetuo”».

Salimos, pues, de los dominios de la fe, que se convirtieron en imperio de la hipocresía, y entramos en la república de la ciencia, en la que, bajo apariencias democráticas, aún continúa la oligarquía de los poderosos.

Hoy, como en los remotos tiempos del esplendor de Egipto, saben o pueden saber unos y creen, por no poder saber, otros, permaneciendo, como consecuencia, en todo su vigor el dualismo social que prolonga la injusticia y el sufrimiento, a pesar de las maravillas creadas y puestas en práctica utilitaria por el ingenio humano, las cuales son tan grandiosas, que, aunque no pueda ni deba desatenderse la economía, es lo cierto que es innecesario el ahorro, ese ahorro que se nos aconseja para que nos conformemos con la privación, porque la producción, excediendo al consumo, ni siquiera hay para almacenarla. Más aún: la misma abundancia, ¡absurdo incomprensible!, se convierte para los desheredados en causa de escasez.

SOLIDARIDAD MUNDIAL

En la actualidad se hallan los continentes cruzados en todas direcciones por inmensa red de ferrocarriles, y los mares surcados por miles de rápidos buques que transportan de cerca y de lejos viajeros y mercancías.

Esa facilidad de relaciones y de cambio, que concierta pensamientos y satisface necesidades, es reciente. Napoleón consideró como novedad sin trascendencia el primer barco de vapor que atravesó el canal de la Mancha; el 26 de agosto de 1836 se inauguró el primer ferrocarril de Francia entre París y Saint-Germain.

Ese grandioso movimiento, de cuya iniciación pueden existir todavía, aunque escasos, testigos presenciales, está de tal modo compenetrado con nuestro modo de ser social, que al ignorante y al indiferente les parece antiquísimo.

Existe en el mundo civilizado una fuerza activa que excede de 200 millones de caballos de vapor; y teniendo en cuenta que cada fuerza-caballo técnico representa tres caballos, y cada caballo equivale a la fuerza de siete hombres, prescindiendo de la valoración de otros y poderosos medios de producción mecánica, antiguos y modernos, como el calor solar, el aire, las corrientes fluviales, las marcas, la electricidad, etc., para unos 1.500 o 1.600 millones de habitantes de que consta cada generación, disponemos de más de 4.000 millones de fuerzas humanas.

Para conocer y domar de tal manera las fuerzas naturales, la humanidad ha observado, ha estudiado, ha trabajado mucho. Por el trabajo, que es observación, método, generalización serial, aplicación práctica y transformación aplicable a la realización de deseos y a la satisfacción de necesidades individuales y colectivas, tenemos hoy terrenos habitables donde había enmarañados bosques, pantanos cenagosos y climas insanos; tierras antes estériles, nos suministran ricas y abundantes mieses; rocas abruptas que contenían guaridas de fieras, sostienen en la actualidad terraplenes donde se cultiva la vid y el olivo; plantas antes silvestres, de fruto áspero y raíces no comestibles, transformadas por injertos y reiterados cultivos, se han convertido en hortalizas o árboles frutales útiles y agradables; los ríos son navegables; las costas, conocidas y accesibles; los tesoros minerales desentrañados, y donde quiera que se entrecruzan las vías de distribución y de correspondencia brotan y crecen ciudades, en cuyo recinto se acumulan las riquezas de la industria, de las artes y de las ciencias.

Más aún: un campo que se rotura es una riqueza presente y futura; un campesino que planta un árbol, crea frutos para sus nietos; una idea, un descubrimiento científico, un invento industrial o una creación artística, ocurridos en Barcelona, en España, en cualquier parte del mundo, cerca o lejos, gran centro de población u olvidado caserío rural, son producciones que cunden y circulan con rapidez por todo el mundo y quedan indefinidamente para satisfacción de necesidades materiales y morales de las generaciones venideras, siendo a la vez origen de nuevas y multiplicadas producciones; el alfabeto, la numeración, la imprenta, el telégrafo, el fonógrafo, el aeroplano, el dirigible, el camino, el puente, el ferrocarril, el canal, el puerto, el barco, la casa, los muebles, el libro, el cuadro, el museo, la academia, la universidad, la fábrica y muchos etcéteras que pueden añadirse, representan resúmenes de conocimientos y trabajos legados por generaciones anteriores, sacrificios impuestos en vista de necesidades presentes y una riqueza de saber y de poder legada por la generación viviente a sus sucesoras.

Se ha llegado a tal fuerza productora, que mientras el antiguo cazador de los tiempos prehistóricos necesitaba un espacio enorme para encontrar el alimento para sí y para los suyos, el civilizado, con fatiga infinitamente menor y un territorio relativamente pequeñísimo, produce lo necesario para sí y para su familia y un excedente para el cambio.

En el cuelo virgen de las praderas de América, dice Kropotkin, cien hombres, con la ayuda de poderosas máquinas, cultivan en pocos meses el trigo necesario para que puedan vivir un año diez mil personas. Con las máquinas modernas, cien hombres fabrican en poco tiempo telas con que vestir a diez mil hombres durante dos años. En las minas de carbón bien organizadas, cien hombres extraen cada año combustible para que se calienten diez mil familias en un clima riguroso. En la agricultura, en la industria, en la ciencia, en el conjunto de nuestra organización social y sin más que con el cuidado y vigilancia de los siervos de hierro y de acero que ha creado el ingenio humano, la humanidad entera podría llevar ya una existencia de paz, de bienestar, de felicidad.

Innecesario detallarlo: entre el debe y el haber de la humanidad hay un riquísimo superávit. Según cálculos estadísticos positivos, se ha demostrado que con lo que se produce, a pesar de lo irregular y antieconómico de la producción bajo el régimen del privilegio, dado el número de los habitantes del mundo, correspondería a cada uno tres raciones alimenticias y cinco raciones industriales.

Los hechos hablan: con lo que se produce, a pesar de cómo se produce, la humanidad actual podría sostener dos humanidades más.

Respetando el neo-maltusianismo, con el cual no me meto, aunque le considero discutible, digo que el antiguo maltusianismo, que ya no existe más que en la mollera de unos cuantos burgueses triunfantes, no por más fuertes ni más inteligentes, sino por ruda testarudez o por hallarse ciegamente favorecidos por la casualidad -o por el negocio-, está negado por los hechos más que por las teorías.

Hoy, el hombre rico que niegue a un hombre pobre, a su hermano en la humanidad, su derecho al cubierto en el banquete de la vida, comete un fratricidio.

La religión que predica la caridad como atemperante a la injusticia social, aunque predica al mundo desde el púlpito y aun desde el trono de la infalibilidad, queda reducida al triste menester de excusa del privilegio.

La frase de Santo Tomás de Aquino «los ricos no son ricos sino administradores de los pobres», lo mismo que la profecía evangélica «siempre habrá pobres en el mundo», quedan desmentidas por la actividad humana, por la sociología y por la evolución progresiva. El que lo niegue, si funda su negativa en las creencias religiosas, blasfema contra la misma justicia divina que acata y adora, contra la idea de absoluta justicia; si se funda en teorías de determinada escuela economista, se equivoca.

Los estadistas y legisladores que conservan el bárbaro espíritu de la ley de los Doce Tablas, que cuenta veintitantos siglos de legalización de la iniquidad, e incurriendo en contradicción flagrante, escriben en las constituciones democráticas de los Estados modernos derechos populares que se hallan en pugna con los Códigos civiles y que luego castigan los Códigos penales, cometen legalmente, además de un absurdo, un crimen; pero crimen de extensión y alcance incalculable por el número inmenso de víctimas que produce.

El proletariado acusa a la actual civilización.

Si hoy existen parias que ante el progreso de las ciencias quedan analfabetos; que ante los progresos de la agricultura, de la industria y de la facilidad de cambios y transportes no tienen pan ni albergue; que ante el fausto y la insultante alegría de los que gozan han de sentirse poseídos de envidia, de odio y de rabia, dando frutos fatalmente legítimos de tan deprimentes pasiones, ¡quién puede tirarles la primera piedra! No serán ciertamente los capitalistas que constituyen aquellas compañías marítimas, carrilanas o mineras sobre cuya conciencia, por afán de lucro, pesan naufragios, descarrilamientos o explosiones de grisú, sin que legalmente pueda exigírseles responsabilidad; no serán tampoco aquellos propietarios, industriales y comerciantes que despojan al productor del fruto de su trabajo, cargándole, además, como inquilino y como consumidor, con las enormes exacciones con que se paga el tributo y con que se forma la renta; ni menos aquellos gobernantes que, sobre tener a su cargo el estancamiento social, sostienen la paz armada y pueden declarar guerras que cuestan miles de vidas y ruinas y desastres incalculables; ni mucho menos aquellos políticos que con falsos programas embaucan electores a quienes encubren y dificultan cuanto pueden el progreso de la ciencia evolucionaria y revolucionaria.

Todo filósofo, todo científico, todo artista que no busque preferentemente la verdad, la bondad y la belleza en sus relaciones con la equidad como base fundamental de la sociedad humana, son servidores de la mentira, de la maldad y de la fealdad; son Judas que entregan la víctima desheredada por los treinta dineros que les paga el Sanhedrín de la usurpación propietario-capitalista.

LA RIQUEZA SOCIAL

A pesar de cuantas sutilezas se han inventado para justificar el concepto legal de la propiedad, siempre resultará cierto que el planeta que habitamos, con todas sus riquezas naturales, es anterior a la humanidad. Es seguro que a la aparición de los primeros hombres no se presentó ningún provisto por autoridad superior y competente de un título de propiedad, ni había nadie autorizado para reconocerle, ni se dijo una palabra del «derecho en la cosa» (in re), ni del «derecho a la cosa» (ad rem) ni de todos esos enredos legales, ridículamente hacinados en la llamada ciencia del derecho, que establecen que un don Fulano, por hallarse inscrito en el Registro de la Propiedad, sea dueño de un pedazo del mundo, y que muchos hombres no tengan tierra que pisar.

Y si ni mono, ni antropopiteca, ni hombre alguno nació propietario por derecho divino, así ha seguido sucediendo, y así sucederá siempre, y por tanto, el suelo pertenece, no al primer ocupante, ni menos a su heredero, y mucho menos a un comprador, sino a todo el mundo, sin que prescriba jamás este derecho de todos y de todas porque un legislador, cómplice de un conquistador, con la bendición de un sacerdote de una religión cualquiera -puesto que todas las religiones bendicen al usurpador triunfante-, hayan estatuido lo contrario, y los bendecidos lo hayan acatado por debilidad primero y por ignorancia después, admitido como está por la razón que el derecho humano es ilegislable y por añadidura inalienable e imprescindible, pensamiento que me complazco en reforzar con autoridad que no puede ser sospechosa en este asunto, la de León XIII nada menos, quien en su famosa encíclica Rerum novarum formuló este pensamiento que, puede suscribir todo anarquista: «No existe razón para recurrir a la providencia del Estado, pues el hombre es anterior al Estado, ya que antes de que se formara la sociedad civil tenía por la naturaleza el derecho de proveer a sus necesidades».

Así, pues, bien puede decirse, sin que racionalmente lo niegue nadie, que hay una riqueza natural a disposición de los hombres, sin exclusión ni privilegio, ni más limitación que la consiguiente a la prudente participación de todos, de la cual puede decirse, parodiando un decir se la fraseología política, que la ración de cada uno se limita por la ración de todos y por la prudencia conservadora; que hay también una ciencia formada y acrecentada incesantemente, no sólo por obra extraordinaria del genio, sino con el concurso de éste y con el resultado de la observación, del estudio y de la metodización de los observadores y pensadores de todos los tiempos, de todos los países y de todas las razas, comulgando en la grandeza de la unidad humana, que no sólo no debe limitarse a los favorecidos por la usurpación propietaria que en el día tienen acceso a la Universidad, sino que ha de considerarse que la ciencia es un bien inagotable que cuanto más se toma de él más aumenta, y, por último, que con los bienes naturales, la aplicación de la ciencia a la producción y con el trabajo se forma una riqueza social a cuya elaboración, disueltas las actuales clases y jerarquías en la igualitaria fraternidad humana, tienen todos el deber de contribuir y de cuyo beneficio tienen todos el derecho de participar.

Como consecuencia: no tiene dueño la tierra, como no lo tiene el aire, la luz, los mares, el subsuelo, las energías naturales conocidas o desconocidas, ni todo cuanto existe sin el trabajo del hombre; no tiene dueño la ciencia, bellísima y práctica representación de la solidaridad humana, suma total de los conocimientos parciales de cada ser, de cada generación, de cada pueblo histórico, de cada gran agrupación étnica; no tienen dueño los medios de producción don natural o consecuencia y aplicación de los conocimientos científicos. Porque la tierra, la ciencia y los grandes artefactos mecánicos no los crearon sus detentadores, sino que se crearon por causas independientes de la actividad del hombre o se produjeron por el trabajo de la inmensa mayoría de los hombres, descontados únicamente los privilegiados usurpadores y holgazanes.

Con la riqueza natural y con la producida por el estudio y el trabajo se forma el gran patrimonio universal. ¡Patrimonio bienes de nuestros padres, que de derecho pertenecen a todos los humanos, a todos los hermanos y a cuantos viven en cada generación!

Firmes en este terreno, del que no pueden movernos todos los jurisconsultos del mundo con su pretendida ciencia política, los obreros emancipadores, cumplimos el antiquísimo programa de los cuatro deberes, consistentes en conocer el sufrimiento, estudiar sus causas, querer su supresión y buscar el remedio, y con datos de ciencia social elaboramos el ideal de la sociedad justificada y demostramos no ser exclusivamente negativos y demoledores, sino que somos los únicos que trabajamos en terreno positivo y sólido desde el cual podemos decir al mundo burgués: hay leyes injustas que vinculan lo que nadie ha creado o lo que crearon nuestros antecesores; los que formularon esas leyes, los que las conservan, los que a ellas se someten y los que las aprueban, se colocan fuera de la realidad de la vida, y todos juntos promueven el conflicto al que aludía Salmerón en su célebre discurso en defensa de La Internacional, con la siguiente gravísima sentencia:

«Consistiendo la propiedad en los medios materiales que necesitamos apropiarnos para realizar los fines de la vida, no se da sólo en razón de la personalidad humana de cada sujeto o individuo, sino en relación al fin de la vida racional, que debe cumplirse mediante actividad y trabajo. Por consecuencia la propiedad es justa y es legítima en tanto que viene a servir a los fines racionales de la vida humana, y cuando esto no sucede, la propiedad es injusta, la propiedad es ilegítima, la propiedad debe desaparecer… Cuando una clase social, un pueblo, una raza, dejan de servir al fin que debían realizar y cumplir, nuevas clases, pueblos y razas surgen del fondo de la humanidad y adquieren, arrebatan o usurpan, si quieren la propiedad de las entidades decrépitas, pervertidas e impotentes para emplearla como medio esencial a la realización de los fines sociales desamparados».

Ven en esas palabras explicada con maravillosa sencillez, la pura y verdadera teoría revolucionaria y además la justificación de la revolución con todas sus consecuencias, accidentes, tragedias y reorganización de la sociedad.

Considérese que tales palabras las pronunció, no un demagogo, no un adulador de las multitudes ignorantes y hambrientas, sino un gran pensador, un hombre reputado como poseedor de una de las inteligencias más grandes y mejor equilibradas, un político que en la austera severidad de su conciencia, arriesgó siempre que fue necesario, su fama su prestigio y su popularidad, y por ello murió en el ostracismo, mientras se rinden ovaciones casi diariamente a personajes que ocultan taras indeclarables bajo los oropeles del relumbrón.

El pensamiento de Salmerón concuerda con el de otro hombre eminente y aun más prestigioso, Pi y Margall, quien, en el mismo debate, expuso:

«El poder y la propiedad contraen una unión indisoluble: la propiedad lleva anejo el poder; el poder lleva aneja la propiedad… La tierra, antes de la Revolución, estaba en su mayor parte amayorazgada en la nobleza, amortizada en el clero, fuera de la general circulación… Para desmayorazgar los bienes de los nobles han rasgado las leyes seculares a cuya sombra se habían establecido; para apoderarse de los bienes del clero secular y regular han violado la santidad de contratos por lo menos tan legítimos como los tuyos, proclamando el principio de la conveniencia pública; pues La Internacional no pide sino que la propiedad se generalice más, que la propiedad se universalice… Pues qué, la tierra, que es nuestra común morada, que es nuestra cuna y después será nuestro sepulcro, que contiene todos nuestros elementos de vida y de trabajo, que entraña todas las fuerzas de que disponemos para dominar al mundo, ¿había de ser poseída de una manera tan absoluta por el individuo que la personalidad social no tuviera derecho de someterla a las condiciones que exigen sus grandes intereses? ¿Por dónde vienes, pues a decir que es inmortal la aspiración de las clases jornaleras?»

Confirma la verdad y grandeza de esas lumbreras del pensamiento español otro grande hombre de prestigio mundial, el gran pensador que contribuyó eficacísimamente a la constitución de la Asociación Internacional de los Trabajadores, Carlos Marx, quien para desengaño de reformistas y para desautorización de marxistas averiados que bajo la marca del marxismo introducen de contrabando socialismo aburguesado, presenta, como en placa fotográfica, la situación actual de la sociedad de nuestros días, en las siguientes palabras:

«”En el sistema capitalista, en que los medios de producción no están al servicio del trabajador, sino el trabajador al servicio de los medios de producción, todos los métodos para multiplicar los recursos y la potencia del trabajo colectivo se practican a expensas del trabajador individual; todos los medios de desarrollar la producción se transforman en medios de dominar y explotar al productor; hacen de él un hombre truncado, parcelario, o el accesorio de una máquina; como otros tantos poderes enemigos, le oponen las potencias científicas de la producción; sustituyen el trabajo atractivo por el trabajo forzado; hacen más penosas cada vez las condiciones en que se efectúa el trabajo, y someten al obrero durante su servicio a un despotismo tan mezquino como ilimitado, transformando su vida entera en tiempo de trabajo y encierran a su mujer y a sus hijos en los presidios capitalistas”.

“Por si tales anomalías no fueran suficientes, todos los métodos que ayudan a la producción de la supervalía, favorecen igualmente la acumulación, y toda extensión de esta acumulación necesita a su vez de aquellos métodos. De lo cual resulta que, sea cual fuere el tipo de los salarios, alto o bajo, la condición del trabajador ha de empeorar a medida que el capital se acumula; de un modo tal, que acumulación de riqueza por un lado, significa acumulación igual de pobreza, de sufrimiento, de ignorancia, de degradación física y moral, de esclavitud por otro,                             o sea del lado de la clase que produce el mismo capital”».

El ideal de la humanidad, y, por tanto, el de toda colectividad y el de todo individuo ha de ser realizar la más alta suma de cultura positiva; no de esa cultura hipócrita que disfraza la ignorancia con la suavidad del servilismo. Se ha de procurar y se ha de obtener el mayor grado de exaltación de todos los funcionamientos superiores de que el hombre es susceptible, y esa cultura tan intensa como puede concebirse, ha de extenderse de un modo ilimitado, no como hoy sucede, que se halla estancada en la clase privilegiada y reducida a un corto número de profesionales, especialistas o genios excepcionales, mientras la inmensa mayoría, esclavizada por el salario, vegeta en la ignorancia hasta el punto de haber un número inmenso de analfabetos, sin que el que muchos explotados sepan leer atenúe la acusación general de ignorancia sistemática a que la sociedad les tiene condenados.

Además el ideal ha de ser considerado como inmediatamente práctico; considerarle como lejano equivale a declararle imposible. Aplácelo tanto como quiera el burgués liberal; acepten los obreros no sindicados las reformas que como cebo electoral les prometen los candidatos políticos, y verán como el tiempo pasa, la absorción capitalista crece, el número de trabajadores reemplazados por las máquinas aumenta, y el conflicto entre la miseria y la propiedad se agrava en vez de dar el menor paso hacia la solución del problema.

Una eminencia científica española, el doctor Ramón y Cajal, ha escrito: «La tierra para todos, las energías naturales para todos, el talento para todos: he aquí la hermosa divisa de la sociedad del porvenir. Urge, pues, reintegrar el hombre en las leyes de la evolución, devolver el capital, secuestrado en provecho de unos pocos, al acervo común de la colectividad, continuar, en fin, la historia biológica de la raza humana, estancada por el egoísmo y la injusticia de tres mil años de civilización».

Conste: esa misma es mi afirmación. El Proletariado quiere ante todo y sobre todo, como esencia de la libertad y de la igualdad, el derecho a la evolución; es decir, quiere la natural y la racional determinación de la voluntad, conforme con las leyes de la naturaleza, que descubren los sabios y son opuestas a las que inventan los legisladores.

CAPÍTULO VI

EL DERECHO A LA SALUD

RECURRIENDO A LA CIENCIA

Sea dicho con todos los respetos y deponiendo todo vestigio de animosidad: los sabios graduados por la Universidad suelen despreciar los juicios populares. Para ellos el socialismo de los pobres es un juicio simplista, semejante al del cándido ignorante que cree todavía en la genesiaca inmovilidad de la Tierra, y no hay quien le apee de que el día y la noche se deben a que el firmamento gire sobre sí mismo cada veinticuatro horas; error que tiene fundamento de fe, de tradición y aun apariencia de experiencia. Pero ¿no podría hallarse analogía entre tales juicios simplistas de los ignorantes, de los desheredados, de los reducidos a sistemática ignorancia, y la opinión de aquellos sabios, de aquellos doctores que tienen por invariable el actual régimen social? Ello es que en este caso concreto ignorantes y sabios ven a su modo un hecho, despojado de antecedentes y consiguientes; juzgan por la primera impresión; no saben ver, y la noción que recibe su cerebro es falsa.

Los doctores del privilegio, teólogos o naturalistas, han solido aconsejar la calma a los desheredados impacientes, y la impaciencia fue virtud teologal y virtud cívica, según el punto de vista, premiada con promesas sobrenaturales y a veces temporales por benéficas sociedades burguesas; pero en el día, desde La Internacional, y posteriormente desde las crueles represiones gubernamentales subsiguientes a sus primeros movimientos, la calma es imposible; la antigua virtud ha perdido su prestigio, y los trabajadores, conscientes de su derecho a la salud, piden a la ciencia frutos de justicia.

Debe considerarse que vivimos en una sociedad en que se vive sin salud, se muere prematuramente, y que no debiera morir nadie antes de lo que pudiéramos llamar la hora fisiológica.

El hombre menoscabado en su vitalidad natural, el enfermo, lo es siempre por creencias erróneas, por injusticias sociales, por avidez de lucro. Aparte de otras muchas causas de limitación prematura de la vida, se padece hambre y envenenamiento: la alimentación es deficiente para el pobre en el campo, y en la ciudad, sobre deficiente, adulterada.

He aquí porque una corporación científica ha adoptado la siguiente resolución que merece ser imitada:

«El Sindicato Médico del Sena, que comprende París y sus suburbios, en vista de que los hechos demuestran que gran cantidad de los alimentos de uso diario son adulterados; considerando que los sindicatos médicos en general y los médicos en particular tienen el deber de defender la salud pública, decide continuar el estudio de las falsificaciones, exponiendo públicamente las irregularidades que resulten».

Deben los médicos defender la salud pública, y esto, no en la forma de corporación privilegiada, de tendencia aristocrática ni burguesa, sino constituidos en simple sindicato, como trabajadores que reúnen la suma de sus derechos imprescriptibles para constituir una fuerza mayor de derecho al servicio de una idea social justa, avanzando en tan noble propósito hasta presagiar que un día sientan la necesidad de entrar, en unión de otros sindicatos científicos, en la gran Confederación del Trabajo, no sólo con la idea transitoria de resistir al mal, sino con positiva competencia y con moralidad impecable, con el propósito definitivo y permanente de reorganizar la producción, los servicios públicos, la instrucción y la higiene de modo que nadie quede exceptuado de los inmensos beneficios del saber y del poder.

Preciso es reconocerlo y declararlo: en el mundo hay sitio para todos unidos en bellísima fraternidad, y si en un momento las fuerzas generadoras llegaran a hallarse excedentes sobre las fuerzas conservadoras, confiemos en que por sí mismas obrarían la necesaria nivelación con la misma natural sencillez que se nivelan las aguas desbordadas. Por el momento, ni hemos llegado a la densidad de población que justifique las sangrías ocasionadas por la guerra y por la miseria, ni podemos quejarnos por la falta de espacio, porque además de los países escasamente poblados, tenemos los desiertos que la ciencia y el trabajo pueden convertir en parajes habitables. Sin contar que, con los actuales medios de producción, con nuestros conocimientos técnicos y con nuestro poder organizador del trabajo, duplicaríamos la producción, ya sobrante para la totalidad de nuestras necesidades si no existiera el derroche de vanidad y el monopolio del agio, si no predominara el privilegio.

¿Quién lo duda? ¿Quién puede señalar límites al poder de la ciencia? Recuerden que el insigne Berthelot, fundado en los inmensos adelantos de la química, profetizó, sin que la profecía suscitara censuras ni protestas, que en el año 2000, por innecesaria la agricultura habrá desaparecido.

Todos saben que si alguien osó hablar de la quiebra de la ciencia fue un doctor sectario que, al ver en absoluta discordancia lo que se cree con lo que se sabe, achacó a debilidades del conocimiento lo que en realidad eran flaquezas de la fe. La ciencia, al contrario, más da cuanto más se le pide, y si por desgracia al presente presta aviadores, submarinos y potente artillería a la guerra, justo y digno es que mañana dé salud, merecida recompensa y vida feliz al trabajador, librándole del yugo de la esclavitud, de la servidumbre y del salariado, relegando a la historia el derecho de accesión que le despoja del fruto de su trabajo.

LA MEDICINA SOCIAL

La sociología, ciencia de los fenómenos sociales, encaminada a la perfección de la vida de la humanidad, necesita del concurso directo de otras ciencias y del indirecto de todos en general por el encadenamiento lógico y natural de los conocimientos.

Una de las primeras en ese concierto científico racional es la medicina, dedicada a la conservación y restablecimiento de la salud, por su conocimiento especial de la higiene y de la terapéutica, y en tal concepto, la sociedad, en su metodización de las facultades colectivas en atención de las necesidades sociales, confía, ha de confiar necesariamente al cuerpo médico, por su legítima competencia, el cuidado de la salud pública.

La entidad médica cumple su cometido, si no a la altura de la perfección a que es dado aspirar, a la medida que permite el estado presente de nuestro progreso social, excediéndole admirablemente con los brillantes rasgos del genio y con los generosos impulsos del altruismo; por la prensa llegan constantemente a nuestra noticia los grandes triunfos obtenidos contra la enfermedad por el empeño científico de sabios eminentes y por el heroísmo profesional y benéfico en los grandes focos infecciosos, en los desastres guerreros, en los hospitales y en el hogar del pobre.

Dentro de la más estricta equidad parece que no puede pedirse más. Si las relaciones humanas no hubieran de salir de los límites del mutualismo; si la actividad individual hubiera de justipreciarse siempre por unidades monetarias; si el tanto más cuanto no hubiera de exceder nunca del criterio de «a cada uno según sus obras» y no fuera una necesidad imperiosa a la vez que un deber ineludible de conciencia entrar resuelta y ampliamente en el criterio opuesto de «a cada uno según sus necesidades», y esto no ya por sentimiento caritativo sino por estricta justicia social, podríamos considerar intachable, por ejemplo, la conducta del médico que, llamado a curar a un enfermo, pone a disposición de su cliente todos los recursos de su saber, y se retira tranquilo cuando le da el alta y ha cobrado sus honorarios; a un servicio, su correspondiente paga, y en paz. Pues no; el mutualismo, considerado generalmente como el fiel que marca la equidad entre el egoísmo y el altruismo, es esencialmente deficiente y ha de correrse del lado altruista siempre que sea necesario contrarrestar la influencia del egoísmo. Sin ese exceso generoso que no se cuenta, que no está sujeto a tarifa, que sólo por excepción se paga alguna vez, y casi siempre en fama póstuma, y en ocasiones tras un horrible crimen como el que llevó a la hoguera al ilustre médico Miguel Servet, ni habría progreso, ni sociedad, ni tal vez humanidad.

Porque ha de considerarse, rindiendo homenaje a la más pura y estricta justicia, que el médico que asistió y curó a un enfermo no posee una ciencia completamente suya; si paga una patente, si pagó todos los derechos universitarios, si se sometió a todos los trámites que le autorizan para ejercer su profesión, no creó su ciencia. Por circunstancias que le favorecieron y que a muchos les son contrarias, la tomó del tesoro científico de la humanidad, formado por la observación, el estudio, el trabajo, la metodización y la observación de los conocimientos de todos los países y de todos los tiempos, a que todos sin excepción tenemos derechos como miembros sociales, como verdaderos socios de la sociedad humana, aunque sólo se concedan a los que tienen acceso privilegiado a la Universidad, escuela cuyo nombre, aunque no su práctica actual, indica la grandiosa generalización de su origen y de su objeto, que es y ha de ser la difusión universal del saber. Por consecuencia, el médico de mi ejemplo ha de considerar la enfermedad, de procedencia interior o exterior, padecida por su cliente como un mal que ha de evitar para sí, para los que aman y para el cuerpo social que le ha dado aptitud y capacidad para evitarle y destruirle, y en tal concepto ha de conocer, o a lo menos ha de estudiar, las causas próximas y remotas que le producen; ha de trabajar para su extinción y simultáneamente para destruir sus efectos mientras existan. El ideal particular de todo médico y de toda entidad médica ha de ser, no sólo curar todos los enfermos, sino que todos se mueran de viejos. Y si se piensa como consecuencia que así los médicos se morirían de hambre, reformen la sociedad que tal injusticia hace verosímil. Nunca perderá su valor esta dignísima excitación a la energía individual recogida en una de mis lecturas: «si la sociedad en que vives es injusta, no exhales vanos lamentos; ahí estás tú para reformarla». He ahí una oportunidad para alentar al médico altruista o constituir el sindicato en que los médicos, como trabajadores científicos, como reformadores, pueden tener un puesto de honor en la Confederación del Trabajo.

A la humanidad, a la sociedad, manifestación positiva de su existencia, debe todo ser humano su poder y su capacidad productora, puesto que de ella recibe los elementos necesarios, inaccesibles al exclusivo e individual esfuerzo, para desarrollar y completar eficazmente su aptitud, y en esa natural y espontánea donación halla su legítima y suficiente recompensa.

HORRIBLE MORTALIDAD

Los actuales adelantos en medicina no concuerdan con la excesiva mortalidad de la época. No he de precisar cifras; no es necesaria la exactitud aritmética en este punto, ya indicada en otro lugar. Escaso es el número de los que alcanzan el término a que puede llegar la vida humana, y aun es dudoso que lo alcance alguien; ello es que en la escala de la longevidad no ascienden hombres y mujeres por igual y como resultado de identidad de condiciones vitales, sino mediante circunstancias accidentales de orden social.

La mortalidad de niños y ancianos y el término medio de la vida, en relación con las clases sociales, comparados entre sí los datos propios por edades y por clases, dan resultados cruelmente asombrosos. Sea cual fuere su número; no importa: con una unidad de diferencia mortal ocasionada por ignorancia, descuido o privilegio, basta para lanzar enérgica protesta contra la causa o los causantes, porque la vida humana es respetable y ha de ser inviolable, y por serlo, como garantía del derecho de cada uno a vivir, de sí mismo y de los que amamos, es el objeto primordial de la ciencia, toda vez que al saber queremos dar satisfacción a las más nobles aspiraciones, deseos y necesidades de nuestro ser.

Pero no una unidad, incalculables unidades prescindiendo de las matanzas bélicas, perdemos en tiempo de paz por el funcionamiento habitual de nuestro régimen social; hay poblaciones que presentan una mortalidad anual relativamente corta, y otras en que es exorbitante; dentro de una misma población hay también barriadas, diferenciadas por la clase social de sus habitantes que ofrecen también esa misma desigualdad. Hay oficios mortíferos por sí y otros por los accidentes que ocasionan, dándose el triste caso de que por regla general la higiene y la previsión que pudiera atenuar tanta desgracia sea desatendida por infame idea de lucro, por no disminuir en ínfima cantidad el dividendo capitalista. Tomando la mortalidad por edades, según la clase social de los individuos, la muerte se ceba preferentemente en los pobres, sacrificando vidas de niños y ancianos con profusión, y reduciendo el término medio de la vida a una proporción comparativa horrorosa y hasta odiosa.

En 1820 descubrió Villermet que la mitad de los hijos de tejedores de Multhouse morían antes de los quince meses. Aconsejó al fabricante que abonara el jornal sin trabajar durante seis semanas a las obreras parturientas, y, practicado el consejo, esa sola medida disminuyó la mortalidad infantil en la mitad sin la menor intervención de la medicina.

Es indudable que la medicina indica las condiciones en que la salud y la curación de los enfermos son posibles; pero el médico ha de destruir las causas que esterilizan su actividad, contando con que por causas sociales se aumenta el número de desequilibrados, físicos, sifilíticos, idiotas, alcohólicos, ciegos, sordos y tartamudos. Tomando como dato del estado fisiológico de un pueblo la proporción de hombres destinados al ejército, se la ve descender con la misma rapidez que le barómetro antes de la tempestad, dando lugar a la siguiente profecía de un antropólogo pesimista: «El ideal de una organización social conforme con las leyes de la armonía y de la solidaridad, corre peligro de no realizarse a consecuencia de la degeneración humana».

No puede ser de otro modo: hay una higiene preservativa que puede ser conocida de todo el que sepa leer, y ha de ser fatalmente ignorada del enorme tanto por ciento de la población total, formado por los analfabetos que existen en nuestro país y en todo el mundo. Prescindiendo de los que no pueden ser higiénicos por ignorancia, la higiene, que puede ser practicada por los que saben leer y pueden aprender y cuyo nombre consta en el Registro de la Propiedad como usufructuarios, por no decir usurpadores de la riqueza social, es impracticable para todos aquéllos que, ignorantes o ilustrados, constan únicamente en el Registro Civil, legalmente despojados del derecho a la vida en España y en todas las naciones, monarquías o repúblicas, porque como asalariados, dan por accesión el producto de su trabajo al propietario capitalista y sólo cuentan con un salario mínimo y eventual para comprar salud, bienestar, ciencia, amor y justicia.

Es evidente, por duro que sea reconocerlo, rindiendo homenaje a la verdad, que en la Sociedad, que es resumen del concurso de la actividad humana, no se da a cada uno su parte en lo que es de todos y existe en abundancia, sino que se vende por dinero, y el que carece de ese valor representativo, que no justifica su procedencia, que es bono al portador adquirido por fraude, usura, explotación y escasamente por el trabajo, no alcanza salud, bienestar ni ciencia y muere en deplorable abandono.

En tal situación social no hay, no puede haber ciencia eficaz de la salud, ni plácida y racional práctica de la vida; ciencia y práctica que debiera estar al alcance de todos y de cada uno; resultando, al contrario, la aberración de que la especie humana, por efecto de haber progresado formando una sociedad dividida en clases privilegiadas y desheredadas y transformando el instinto en inteligencia, dejó al inferior sin instinto, que al fin es una facultad mental rudimentaria, y le privó de saber, quedando el pobre ignorante sin la higiene instintiva y sin llegar a la higiene científica, y aun, si llega a conocerla, privado de practicarla si no puede comprarla.

Queda, pues, la higiene estancada al servicio de los poderosos y esterilizada en gran parte en las esferas intelectuales, sin vigorizar la vida de todos como es socialmente debido, cediendo tristemente el pueblo al privilegio, a la superstición y a la charlatanería, y la muerte recoge el fruto segando vidas humanas con horrible profusión.

Recogiendo antecedentes morbosos individuales de su clientela, cada médico podría reunir una colección de observaciones y de datos que, centralizados ordenadamente, dieran luz suficiente para el estudio de la enfermedad en lo referente a sus causas; estudio interesantísimo y a mi ver tan necesario como el de sus efectos y su remedio.

Paréceme, y sea dicho contando con la benevolencia de las personas competentes, que las ciencias se han especializado demasiado desentendiéndose más de lo debido del engranaje que las une y las confunde con el gran todo llamado Ciencia. Tenemos idea de qué es un astrónomo, un químico, un físico, un geólogo, un geógrafo, etcétera; pero es tal el encadenamiento que liga la serie de los conocimientos, que no puede distinguirse la línea que los separa, y sólo por la especialidad de estudio y de aplicación se usan las denominaciones científicas. Por ejemplo: un astrónomo nos dará idea del movimiento de los cuerpos celestes; un químico nos ilustrará sobre la naturaleza de los cuerpos simples; un físico descubrirá la ley de la gravitación y nos enseñará las leyes que tienden a modificar el estado de los cuerpos sin modificar su naturaleza; un geólogo expondrá los materiales que componen nuestro globo, su naturaleza, su situación y las causas determinantes de la misma; un geógrafo nos describirá la Tierra en sus diferentes relaciones de suelo, clima, habitantes, razas, instituciones, historia; pero sin grandes nociones de química y física no se comprende el astrónomo; y químicos y físicos tendrían poco que hacer si no aplicaran su ciencia a la astronomía, a la geología, a la geografía y por añadidura a la industria y a la agricultura.

Por analogía, como dije antes, la medicina está íntimamente ligada con la sociología. Un médico estudia la etiología de la enfermedad, no sólo respecto del cliente que solicita su asistencia facultativa ni del proceso corriente, sino también las causas productoras de la enfermedad en el medio ambiente, y como éstas pueden tener múltiples procedencias, como pueden provenir de ignorancia y de miseria, de falta de previsión, exceso de trabajo, alimentación deficiente, habitación insana, respiración deletérea y estado mental y pasional depresivo, asuntos interesantes e imprescindibles para la medicina de que entiende particularmente la sociología, se sigue, no ya la necesidad del apoyo mutuo, sino la verdadera compenetración de ambas ciencias.

Más diré: se comprende el sociólogo desconocedor de la medicina, no el médico lego en sociología. No insistiré en la afirmación, por no justificar ni siquiera excusar la ignorancia en parte mínima, aunque reconozca la imposibilidad de abarcar la suma total de los actuales conocimientos médicos y sociológicos. Confirma cuanto acabo de exponer la opinión de un médico americano que casualmente ha venido a mis manos en forma de recorte de periódico.

«El porvenir de la medicina está en manos de los higienistas, cuya misión educadora consiste en preparar organismos aptos para resistir los embates de la enfermedad y capaces de adquirir, por medio de la enfermedad misma, la necesaria inmunidad transmisible en sus descendientes. Es inútil luchar contra las leyes naturales; es útil, provechoso, eficaz y necesario luchar con insistencia contra los vicios sociales, contra esa depravada higiene que convierte a los niños en flores de estufa, a las niñas en maniquíes soportadores de ridículas modas, y a todos en viejos prematuros, neurasténicos y degenerados».

LA SALUD ES INCOMPATIBLE CON EL PRIVILEGIO

He hablado del derecho a la salud, que todos poseemos como miembros sociales, partiendo del principio que sociedad es, ha de ser necesariamente, equidad.

Todos tenemos el deber de conservarnos saludables, pero individualmente no sabemos ni podemos cumplirle, como queda indicado por las siguientes causas: 1º. Porque la ciencia de la salud, como extensa y complicada que es, exige que a ella se dediquen hombres especiales, y la exigencia es tal, que la complicación morbosa exige además profesores especialistas. 2º. Porque, por atenta y esmerada que sea nuestra manera de conservar la salud, nos acecha constantemente el peligro inevitable de la infección en todas y en cada una de nuestras relaciones sociales en cada momento de nuestra existencia. 3º. Porque cuando enfermamos, por efecto de haberse de retribuir la asistencia facultativa en las onerosas condiciones impuestas por la llamada ley de la oferta y la demanda, no todos podemos pagarla.

El ignorante que llega, sin culpa suya, hasta el punto de vivir como salvaje analfabeto en medio de la civilización, privado del goce de la adaptación del pensamiento universal por su desconocimiento del sencillo mecanismo de las letras; el vicioso que salta sobre las reglas de la higiene y de la moral, entregándose por placer a la enfermedad; el forzado por el salario a contravenir a la higiene, en su trabajo, en su alimentación, en su vivienda; todos viven en déficit con la higiene, y el último, que pudiera incluirse además entre los anteriores, no puede pagar al médico.

Fijemos la atención en este último punto; es fundamental; su consideración puede servirnos de base para fundar un interesante orden de ideas: el jornalero, el que ocupa el último lugar en la escala del salario, cuando a su vez le toca tristemente el turno de ejercer de patrón y ha de pagar un servicio tan importante y necesario como la asistencia médica, no puede pagarle. El resultado es que dos elementos constituyentes de la sociedad resultan, si no en pugna, en condiciones discordantes los que, por el trabajo de producción y transporte, satisfacen nuestras necesidades de producción agrícolas e industriales, escasamente pueden vivir; y no pueden ser atendidos facultativamente en caso de enfermedad porque no pueden pagar el servicio a quienes la sociedad ha constituido en custodios de nuestra salud.

¡Error, injusticia; peor aún; aberración inconcebible! Pero no hay que extrañarse; absurdos de tal magnitud abundan en la sociedad, y lo peor es que, por inveterados, justificados y legalizados por nuestra legislación, y aun santificados por nuestras creencias religiosas, parecen incorregibles, y por tal los tienen santos y doctores, políticos y economistas.

Vano y estéril sería mi trabajo si me limitara a una protesta. Me quejo, protesto, sí; pero a esa acción crítica y destructiva he de unir, valgo lo que valiere, mi afirmación constructiva, expresión de mi ideal y resumen de mi intervención en la vida colectiva.

En su virtud afirmo que el dinero, con que actualmente se mide la reciprocidad de los servicios, si fue un progreso en su origen, se ha convertido en inmenso obstáculo a todo progreso, como elemento activo de tráfico, negocio, agiotaje, explotación, usura, venta y monopolio. Por él, sus poseedores, dueños de la tierra, de las minas, de las fábricas, de los talleres, de los laboratorios, de los almacenes y de los medios de producción y transporte, alquilan, mediante el jornal o sueldo, a los que con sus brazos, su inteligencia o ambas cosas a la vez les sirven o convierten la primera materia en producto adaptable a las necesidades, a los caprichos y aun a los vicios humanos y difunden la producción por todas partes. De modo que los que menos títulos racionales ostentan para el caso, aunque en posesión de los títulos legales, porque tienen dinero y lo acumulan sin cesar con sus ganancias, son los amos, mientras que los provistos de más legítimos derechos, los positivamente productores, pagan tributo a la accesión y sufren todo género de privaciones.

Los servicios prestados a la sociedad, de cualquier género que sean, no pueden evaluarse en unidades monetarias porque la medida exacta del valor es imposible. De dos individuos que hubieran empleado un período igual de su vida en trabajo diferente con igual energía y agrado, sólo puede decirse que su trabajo es equivalente; no hay quien determine el valor de un día o de una hora de trabajo. Podrá decirse a bulto que el que dedicó al trabajo, durante toda su vida, diez horas diarias dio más a la sociedad que el que sólo empleó cinco, pero no puede decirse que valga doble, porque sería desconocer la complejidad de la ciencia, de la industria, de la agricultura, de la vida entera de la sociedad presente; sería cometer la enorme torpeza de no reconocer que en todo trabajo del individuo intervienen como resultado y resumen los trabajos anteriores y presentes de la sociedad.

He de insistir sobre este asunto con una demostración decisiva, evidentísima, del maestro Kropotkin: Consideremos en una mina de carbón el obrero dedicado al ascensor: con su mano en la manivela impulsa o detiene su acción en vista de un indicador en escala graduada que indica con exactitud matemática su situación en cada instante de su marcha. En el momento preciso para; renovada la carga, en marcha otra vez, y durante la jornada despliega admirables prodigios de atención. Un momento de distracción puede estrellar el ascensor contra las rocas, romper el cable, matar los hombres y detener todo el trabajo de la mina; si pierde tres segundos en cada movimiento de la manivela la extracción de mineral en las modernas minas perfeccionadas disminuye por jornada de veinte a veinticuatro toneladas. ¿Es ese obrero el que mayor servicio presta en la mina, o el que desde abajo indica la subida del ascensor, o el minero que tiene en constante riesgo su vida, o el ingeniero que perdería el filón carbonífero y haría extraer piedra inútil por un sencillo error de cálculo, o el capitalista que arriesgó su dinero en la empresa? Todos los que trabajan en la mina según su inteligencia y energía contribuyen a extraer el carbón, y cuanto puede decirse acerca de ellos es que tienen derecho a vivir, a satisfacer todas sus necesidades materiales y morales. Pero ¿quién valuará sus obras? Además, ¿es puramente obra suya, producto exclusivamente suyo ni del propietario legal el carbón extraído de la mina? Sin el ferrocarril minero y sin las vías de comunicación que irradian por todas partes sería imposible la explotación de la mina. Durante la pasada crisis del carbón de Inglaterra se ha demostrado que en España hay buenos y abundantes yacimientos de hulla, pero la industria española consume carbón inglés porque resulta más barato que el español, por no haberse dedicado a su extracción el trabajo necesario para ponerle en condiciones económicas de consumo. ¿Qué harían los mineros sin el trabajo de los que labraron y sembraron los campos, extrajeron el hierro, construyeron las máquinas y así sucesivamente sin solución de continuidad en las relaciones mutuas del trabajo?

No puede hacerse distinción racional entre los productos de cada productor, eminencia científica o simple peón: medirlos para pagarlos conduce al absurdo y a la injusticia. Sólo queda un recurso: no medirlos, no pagarlos y no reconocer el derecho a la salud y al más amplio bienestar a cuantos contribuyan a la producción en la bella, racional y justa fraternidad libertaria y comunista.

EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD

El Hombre y la Sociedad se forman y se transforman simultáneamente, según la necesidad y el medio.

Si suponemos un hombre primitivo, aislado, viviendo sin solidaridad ni sociedad, reduciendo la satisfacción de sus necesidades a la posibilidad de una inteligencia desprovista de conocimientos, una voluntad falta de estímulos determinantes íntimos y a una potencia débil y escasa, nada hubiera aprendido, nada hubiera transmitido a sus sucesores, nada hubiera progresado.

Pero la suposición es inadmisible: ese hombre sólo pudo vivir el breve tiempo que la leyenda genesíaca admite, a contar desde que la estatua humana de barro sintió el soplo divino hasta que el rebelde comió la fruta del árbol prohibido de la ciencia. Lo positivo es, demostrado por la paleontología y la prehistoria, que ciertos antropoides, inspirados en la idea de la ayuda mutua como la practican constantemente muchas especies animales, asociándose para urgencias vitales, como ampliación de su fuerza usarían palos, piedras y huesos como armas e instrumentos, que reemplazarían por otros en cuanto perdieran su utilidad primitiva. El día en que, por escasez de materiales o por un destello racional, no desecharon sus utensilios inutilizados, sino que los compusieron y rehabilitaron, quedó iniciado el progreso industrial que en el día alcanza tan asombrosa altura. De aquella primera determinación de la voluntad, y no de legendaria creación, arranca la humanidad. A aquel inicial invento siguió el clan o primera agrupación de conservación y defensa, y en él, como racionalmente supone Letourneau, se formaron los rudimentos de las lenguas, de los mitos y de la industria; sus habitantes, ligados por imprescindible fraternidad, perfeccionaron la caza y la pesca, utilizaron el fuego, apacentaron ganados y fueron sucesivamente agricultores, alfareros, artesanos y llegaron a ser artistas y sabios. Y es tal el poder defensivo y expansivo de aquella primitiva mancomunidad, que no hay fuerza natural, aun la que alcanza la más horrenda catástrofe, capaz de imponerle un milímetro de retroceso: diluvios, terremotos, incendios, epidemias, desenfreno conquistador, hipocresía dominadora, privilegios irritantes, inseguridad del porvenir, todo ello se ha contenido humilde y respetuosamente ante la palabra de un precursor, de un poeta, de un filósofo, de un sabio, de un inventor, de un hereje, de un rebelde o ante la acción revolucionaria de un pueblo consciente, harto de sufrir e inspirado por el ideal emancipador.

Así considerada la humanidad y metodizado su estudio, resulta éste una ciencia fisiológica de la Sociedad, cuyo objeto es el conocimiento de su organismo para la satisfacción de las necesidades del hombre. El desconocimiento de esta ciencia y la práctica rutinaria de irracionales modos de vivir plantea el problema social, que se resuelve teóricamente, como ha de resolverse en la práctica, reconociendo que la humanidad es rica; el hijo del hombre civilizado halla en su cuna dispuesto a su servicio, acumulado por sus precursores y ascendientes, un capital inmenso, con una producción en cantidad y variedad suficiente y excedente con la cual nadie carecería de su ración de pan, de bienestar, de arte, de ciencia, de fraternidad y de amor si hubiéramos podido despojarnos de los atavismos y de las malas pasiones que surgieron accidentalmente en épocas de remoto atraso por culpa de usurpadores detentadores, defraudadores y tiranos.

En una sociedad que haya de armonizar el individuo como la colectividad, estableciendo el monismo social que exige la igualdad de la especie, todos tienen derecho a la participación en la riqueza social, porque la humanidad vive y la sociedad se conserva por el fundamento comunista que les verifica.

Ese comunismo es prehumano, creó la humanidad, la conserva a pesar del inmenso opuesto por el egoísmo creado por la ignorancia y dará a nuestra especie paz y felicidad; es fundamental, puesto que sólo por él ascendimos en la escala zoológica, y no puede restringírsele a lugar secundario ni menos al carácter de concepción sectaria.

La Sociedad está basada en la conciencia de la solidaridad humana, sobre la confianza que da a cada uno la práctica de esa solidaridad en la forma de ayuda mutua, sobre el sentimiento de la estrecha dependencia de la felicidad de cada uno con la de todos y sobre una idea de justicia y de equidad que induce al individuo a considerar los derechos de cada uno idénticos a los propios.

Se cree por error tradicional que la Sociedad es obra autoritaria, y no se observa que extienden multitud de agrupaciones humanas libremente constituidas que realizan fines superiores a las instituciones que viven bajo la tutela gubernamental. Se ven organismos sociales antiguos y modernos que mantienen viva la idea comunista como salvación de momento y como esperanza firme de regeneración; el clan, la tribu, la familia, la nación, la religión, el municipio, el almend, la guilda, la artela, el mir, la hermandad, la cooperativa, el sindicato, la compañía industrial o comercial, el ateneo, la academia, etc., que aunque desvirtuados en gran parte la falsedad de las creencias, la rutina de las costumbres y el antagonismo de los intereses, conservan siempre la parte esencialmente humana que presidió a su formación.

A pesar de la interesada negativa de todos los privilegiados, vamos a la formación de una sociedad de iguales, que empleará sus capacidades de análisis y de síntesis y sus facultades productoras de un organismo social en que se combinen los esfuerzos de todos para el bien común. ¿A qué detallar cómo? Pasaron los sistemas icarianos y falansterianos como tocados de autoritarismo. La sociedad futura, según la más racional inducción, se compondrá de multitud de libres asociaciones, formadas espontáneamente y unidas entre sí para todo aquello que reclame común esfuerzo: federación de productores agrícolas, industriales, intelectuales y artísticos; federación de localidades; federación de transportes y de cambio; federación de estudio y enseñanza y otras muchas. Todas ellas funcionando por espontáneos, libres y fraternales convenios, semejantes a los que actualmente celebran las compañías de ferrocarriles, las administraciones de correos, los observatorios meteorológicos, los clubs folk-lóricos, las academias científicas y artísticas, las estaciones de salvamento, las cooperativas de producción y consumo, los sindicatos obreros de resistencia que siguen la forma de La Internacional, etc., tantos etcéteras como pueda comprender el infinito de la inteligencia individual multiplicado por el archiinfinito de la acción común.

CAPÍTULO VII

SINDICALISMO

LA CAJA DE RESISTENCIA

Por resistencia, en el lenguaje de la lucha entre trabajadores y capitalistas, se entiende la agrupación obrera para intervenir en la lucha de clases por la perturbación económica que favorezca al trabajador; y su principal manifestación es la huelga. Llámese Caja de Resistencia al ahorro formado con pequeñas cuotas periódicas, depositadas en las tesorerías de las secciones, sociedades o sindicatos de oficio, federado por solidaridad entre entidades obraras pactantes, y centralizado en los comités o consejos administrativos y directivos destinado al subsidio de los huelguistas.

Ese ahorro formado, federado y centralizado por una organización obrera, basada en la constitución de sociedades de aquellos oficios existentes antes del desarrollo del maquinismo industrial, como ya queda dicho, es imposible en el día, y lo será más con el tiempo, a causa de la transformación industrial que disuelve los oficios, que transforma el artesano, de técnico inteligente y artístico que era, en obrero y peón que sólo da al trabajo fuerza y asistencia corporal con escasa inteligencia, porque la inteligencia, la celeridad y la perfección está en la máquina, en el obrero de hierro creado por la ciencia y monopolizado por el capitalismo y propietario para reemplazar al esclavo, al siervo y al jornalero.

Ese obrero nuevo, que no tiene padres, ni hijos, ni hermanos, ni compañeros, y que si necesita fuerza motriz más o menos costosa, no protesta, ni reclama mejoras, ni tiene intenciones revolucionarias ni aspiraciones ideales, garantiza el orden burgués; asegura la vida y la ganancia al verdadero ciudadano de la moderna democracia, que es, no todo hombre inscrito en el Registro Civil, como dicen los demócratas, sino únicamente inscrito en el Registro de la Propiedad y en el de las contribuciones directas.

Es decir, la industria ha evolucionado, y la Caja de Resistencia no; y si en un principio pudieron marchar paralelas, hoy la industria avanza hasta la maravillosa perfección de la mecánica, y la Caja de Resistencia se estaciona en la cuota federal y en el subsidio al luchador legal y pacífico.

Nótese bien: estacionarse en una corporación en marcha es ponerse primeramente a la cola y quedar rezagado después, y todo rezagado es baja, sino por muerto, por inútil; con él no se cuenta ya para la lucha: esa es la situación de la Caja de Resistencia; peor aún, puesto que a su conservación, a su servicio y entretenidos con vanas esperanzas quedan rezagados numerosos luchadores que en ella confían para continuar luchando.

¿Hemos de permanecer estacionarios los trabajadores? ¿Hemos de prolongar ese estado de absurda incongruencia entre nuestro ideal y nuestros medios de realización?

No; los que nos iniciamos en La Internacional, los que perseveramos en el sindicalismo no renunciamos a la gran obra; nuestro ideal de emancipación, de libertad, de síntesis humana para todo hombre y toda mujer, nos impiden el quietismo, y nuestra experiencia nos ha aleccionado contra la desviación, contra el movimiento inútil o contraproducente; los desengaños, las desilusiones nos han servido de dolorosa enseñanza. Por lo pronto queremos actividad emancipadora constante, y además, dispuestos a no sostener pactos con el error, tenemos la despreocupación y el desinterés necesario para abandonar una senda equivocadamente emprendida; comos capaces de retroceder de golpe hasta llegar al punto de partida y emprender nuevamente la marcha sin pérdida de entusiasmo ni de energía: en la historia del proletariado español se hallan casos que lo comprueban, y aunque no pudiera invocarse la cita histórica, la razón abona este pensamiento, y los trabajadores desviados que le pusieran en práctica harían un acto de suprema razón y merecerían la gloria de los grandes ejemplarizadores.

Dada la incapacidad progresiva de la burguesía, que no suelta su propiedad ni siquiera para salvarse individualmente, que quiere prolongar eternamente la iniquidad llamada derecho de accesión; dado el propósito que anima a los trabajadores de conquistar su parte en la riqueza natural y social, la resistencia no debe, no puede abandonarse; es condición de vida para los trabajadores; es recurso salvador para la humanidad, que sin la decisión resistente de los trabajadores se agotaría en el mortal dualismo en que se vegeta y se esteriliza; pero la Caja de Resistencia murió moralmente con la gran huelga de mecánicos en Inglaterra en 1897, que conmovió al mundo proletario, que hizo los esfuerzos de solidaridad más grandes de que hasta entonces se tuviese memoria, que no han sido superados después, y que terminó, tras una pasividad de algunos meses, hasta que se consumieron los millones de libras esterlinas arrojados al fondo de inercia formado por los obreros que cobraban subsidio de huelguista, fumando su pipa con censurable tranquilidad.

En la huelga, forma manifiesta de la resistencia, no es oro todo lo que reluce, sobre todo cuando, apoyada sobre la Caja de Resistencia, justifica las siguientes palabras que Zola, en Germinal, pone en boca de Souvarine: «Las huelgas son provocadas por los burgueses, en vista del exceso de existencia en los almacenes. Unos cuantos meses bastan para vaciarlos, sin haber tenido que pagar salarios; además la colectividad obrera gasta sus ahorros, y tiene que rendirse luego más incondicionalmente aun que antes. Si durante el curso del desarrollo de ese hábil plan, perecen de hambre algunas familias productoras, que perezcan: sus huesos servirán de abono a los campos de la burguesía».

Se creía, confiado en la solidaridad obrera, que la burguesía se rendiría blandamente a la presentación de las reclamaciones de los trabajadores que hablaban en nombre de La Internacional, cuando la organización era más bien una aspiración que un hecho; pero la solidaridad, entendida como arma ofensiva y defensiva, rige para amigos y enemigos, y mientras los obreros creían obligar a los burgueses a ceder para evitar la ruina, no caían en la cuenta de que éstos podían celebrar pactos con la industria nacional o internacional, destinando un tanto por ciento equivalente a la pérdida de los beneficios habituales a cambio de lo que le produjera la demanda excepcional. Sin contar la solidaridad burguesa para celebrar el Pacto del hambre, por el cual todo burgués industrial se compromete, bajo una multa grave, a no dar trabajo a los obreros peligrosos por su actividad e inteligencia inscritos en lista de sospechosos.

Entiende la burguesía, y el proletariado debe tenerlo presente, que alterar el equilibrio económico establecido sobre la reciprocidad entre la oferta y la demanda, aunque sea para atender caritativamente a lastimosas quejas, es más que una abdicación, una perturbación; que toda concesión es una exigencia obligada y sucesiva que se desliza por la pendiente que conduce a la revolución, y, por tanto, la intransigencia, que muchas veces interpreta la opinión como egoísmo patronal, es defensa del orden social.

Y la burguesía es lógica. Sentado el principio de la propiedad individual y rigiendo como complemento necesario el derecho de accesión, las exigencias obreras interrumpen la marcha adoptada, perturban el régimen y redundan en perjuicio de todos, porque su integridad no tolera enmiendas, mejoras ni reformas.

Juzga también la burguesía que la revolución, aunque suponiéndola de posibilidad remota, es inevitable; pero considera prematuro entregar la dirección del mundo al proletariado que padece hambre, emigra, se somete al caudillaje de ambiciosos políticos, se asocia para obtener menguadas bonificaciones en el trabajo o espera su redención como un milagro revolucionario.

Tales consideraciones obligan a querer lo práctico, lo racional, lo que de verdad sea rápidamente progresivo y conducente a la realización del ideal, tan distante del intransigente e improcedente «todo o nada» del sectario fanático como del «vamos tirando» del complaciente reformista, que toma un beneficio con una mano y lo suelta convertido en perjuicio con la otra.

MI PROPÓSITO

Llego a mi propósito manifestado en mi conferencia El Proletariado Emancipador, en Madrid, en septiembre de 1911.

Aparte del proletariado que se agita, que impulsa, que revoluciona, pero que, hay que reconocerlo dolorosamente, constituye todavía una minoría, queda gran número, una gran mayoría de trabajadores a quienes la explosión de las ideas llega apenas como un leve rumor sin eficacia suficiente para excitar su pasión, su inteligencia ni mucho menos su actividad.

La excitación de Marx «¡Trabajadores del mundo, asóciense!», causó sensación profunda en el proletariado mundial; a la Asociación Internacional de los Trabajadores acudían los desheredados en grandes agrupaciones, confiados y entusiastas en busca de consuelo y dispuestos a realizar el acto de energía que de ellos se solicitaba.

Fue necesario fijar las ideas y determinar la acción, y los primeros Congresos de La Internacional constituyen un tratado de ciencia social; pero en ellos surgieron diversidad de tendencias, y sobrevino la división que enfrió los primeros entusiasmos y redujo el movimiento a las condiciones que ordinariamente rigen cada nuevo impulso que sigue la humanidad.

Como resultado, y a semejanza de la izquierda y derecha que divide la política en general y los partidos políticos en particular, se formó en el proletariado la democracia social y el anarquismo, divergencia que en la actualidad ocasiona todos los trastornos con que las pasiones y la enemistad envenenan toda disidencia.

En ese dualismo cada una de las partes, siguiendo la idea natural del proselitismo, solicita, más que la conversión de la contraria, la atracción del proletariado en general, convertido en tercero neutro que sufre todo el peso de los errores sociales y que carece del conocimiento que impulsa, de la voluntad que ejecuta, permaneciendo indeciso y quejumbroso en estéril pasividad o dando, cuando más, ceros, comparecería, a todos los intentos desviadores de ambiciosos charlatanes, sean demagogos, falsos reformistas o arbitristas de todo género.

Pues a esa generalidad llamada clase trabajadora, plebe, proletariado, pueblo a quien unos enaltecen con halagos para engañarle y explotarle, otros desprecian porque le miran desde la cumbre del goce obtenido por injustificado privilegio, y otros amenazan y persiguen cuando manifiesta tendencias reivindicadoras; a ese pueblo, que permanece, peor que neutro, inactivo en lo tocante a la lucha por su libertad y por la igualdad social, me dirijo para decirle: la emancipación de los trabajadores ha de ser tu obra. Tú, más que un dios humanizado descendido de divinas alturas, más que un hombre divinizado por el genio eres tu propio salvador y el salvador de la humanidad. Sin tu conciencia, sin tu voluntad, sin tu acción no hay salvación posible. En esos sufrimientos que te atormentan, en esa ignorancia que te degrada, en esa pasividad en que te consumes está la potencia libertadora y justiciera que ha de regenerar la humanidad; hasta que tú sepas y te decidas habrá ricos y pobres con todas las tristes consecuencias de la injusticia legalizada, impuesta y acatada. Tú, que para los males eres el eternamente despreciado, la clase inferior, y para los buenos eres el eterno menor, a quien se atiende por caridad, a quien de limosna y como graciosa concesión se le da un pan, trabajo y derechos; tú, que preparas y sirves el banquete de la vida a los privilegiados y sólo participas de las sobras y mueres de hambre cuando no te alcanzan; tú, que te enteras de los preceptos de la higiene como el hambriento de las recetas suculentas del libro de cocina; tú, soberano en un artículo de la Constitución política y eccehomo en el balcón del Pilatos autoridad, que se lava las manos como irresponsable de tu miseria; tú, creador y artífice de las admirables maravillas reunidas en toda exposición universal, puesto que todas ellas son hechas a jornal, y sin embargo vives encadenado en el gueto de la pobreza; tú eres el señor del mundo; en tu entorpecido pensamiento se halla en estado caótico la futura Ciudad del Sol, en tu desmayada voluntad está la liberación de toda tiranía; muévete, piensa, decide, obra si no quieres aumentar tus dolores con la amargura del remordimiento, con la responsabilidad de la culpa.

Desde la creación de La Internacional no tienes excusa, pueblo trabajador: antes te reconocían tus sacerdotes, la igualdad de ultratumba, declarando al mismo tiempo que en el mundo siempre ha de haber pobres y ricos; después te reconocieron los burgueses revolucionarios la igualdad ante la ley, aunque en esa ley dejaban subsistente la usurpación romana llamada derecho de propiedad y el despojo romano también llamado derecho de accesión, por cuyos preceptos, inicuamente llamados derecho resulta que lo que en verdadero derecho es de todos queda detentado por aquella clase rica declarada eterna en nombre de Dios y en nombre de la Ley; hoy los trabajadores conscientes, que son parte de ti mismo, te piden, no que les sigas, sino que les acompañes, que te unas a ellos para anular a los usurpadores, para derrocar el poder que los sostiene, para poner a la justa y libre participación de todos y de todas el patriotismo universal, la herencia de las generaciones pasadas, que corresponde legítimamente sin exclusión ni privilegio para nadie a las generaciones vivientes.

No te desanime ver como vuelven la casaca los arribistas que se te ofrecieron como caudillos; no te impresione la enemistad que brota a cada momento entre los conspicuos que se tienen por definidores y propagandistas de los dogmas de la moderna redención; no te ofusques ante la incongruencia resultante de que los de la izquierda y recíprocamente los de la derecha, para cumplir deficiencias prácticas, recurran, unos al apoyo moral y material de la solidaridad para sostener huelgas a dos pesetas diarias por huelguista, y en otros, en mítines de la desesperación, a las palabras fuertes del vocabulario de la acción directa; sé prudente, juicioso y comprenderás que el atavismo y la impaciencia, la fuerza de lo pasado y el aguijón de lo futuro impulsan a gentes que forzosamente carecen de equilibrio moral y volitivo y producen inevitables desastres, ante los cuales no tienes derecho a permanecer como indiferente espectador, puesto que en tu nombre obran, por ti se sacrifican, y tú no puedes permanecer neutral después de haberse reconocido como suprema norma social que no hay deberes sin derechos ni derechos sin deberes.

LA ACCESIÓN DIRECTA

El Comité Federal de la Confederación Nacional del Trabajo decía en el manifiesto de 1º de Mayo de 1911:

«”El Sindicalismo es una forma nueva de asociación del proletariado”.

“Antes las mismas secciones de La Internacional eran sociedades de oficio o de oficios varios como preparación de futuras sociedades, en que, la caja de resistencia, la administración y la propaganda imponían una cuota, y en el pago de esa cuota radicaba el derecho del asociado. La falta de pago se penaba con la muerte social, es decir, con la exclusión o expulsión. Así lo que requería aquella caja de resistencia, que era considerada como la piedra angular del edificio de la emancipación proletaria. Si en las luchas sociales con el patronato burgués la huelga se supeditaba a la cantidad considerada como indispensable y probable para el triunfo, y cada huelguista había de contar con el subsidio que le aseguraba el pan durante la huelga, claro es que los no cotizantes, los que no habían contribuido con sus céntimos de federado no tenían derecho a subsidio; eran extraños a la organización, a su obra y a sus luchas; eran extranjeros”.

“La cuota, el subsidio, es decir, el dinero… ¡todavía el dinero! hacia ilusoria, utópica, imposible, la solidaridad”.

“El sindicalismo es una institución salvadora en que cada despojado, cada injuriado, cada víctima de la injusticia social hallará, no apoyo compasivo, sino solidaridad positiva, verdadero compañerismo, fuerza necesaria para su satisfacción y justificación; en ella los obreros se unen en Sindicatos por oficios, por agrupaciones similares de ocupación y hasta los desocupados que por la adopción de las máquinas y por crisis industriales pueden considerarse como se dice vulgarmente sin oficio ni beneficio. Cotizan los que pueden, no cotizan los que carecen de céntimos para saciar su hambre, pero todos asocian su inteligencia individual y federan su esfuerzo colectivo y pueden formar esas grandes fuerzas, mezclas de pasividad y de energía, de resistencia y de empuje, suficientes y necesarias para imponer la razón y la justicia social prometida por el progreso”».

En los estatutos de la disuelta Confederación Nacional del Trabajo por un golpe de arbitrariedad autoritaria en 1911, renovada después oportunamente, se expresaba el propósito de preparar el camino para la completa emancipación de los trabajadores, por la conquista de los medios de producción y de consumo, indebidamente detentados por la burguesía; de practicar la solidaridad entre las colectividades federadas para la resistencia y para la defensa; de mantener relaciones solidarias al objeto indicado, y para la inteligenciación que conduzca a la emancipación de los trabajadores de todo el mundo; de luchar en el terreno económico y, por la acción directa, despojándose de toda ingerencia política o religiosa.

He ahí renovado el llamado espíritu de asociación y puesto a la altura de las circunstancias, en disposición de optar a la liberación del proletariado, como la concibieron los fundadores de La Internacional.

Sin esa renovación, el socialismo corría peligro de completa esterilidad, de deshacer con la cola lo que hacía con la cabeza; porque luchar por el ideal como lo hace el socialismo que como último novedad proclama la base múltiple, creando instituciones reformistas, cooperativas, mutualistas o benéficas transitorias, basadas en ideas necesariamente estacionarias, es, cuando menos, dificultarle por los intereses que se crean y las pasiones que se suscitan; querer la abolición del salario y procurar con empeños insistente y preferente la mejora del jornal es convertir a los jornaleros en estacionarios y enemigos de su supresión, inspirados en aquella filosofía pancesca que declara que vale más pájaro en mano que ciento volando, o que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer; querer la conquista del poder político, constituido en partido político obrero aceptando el parlamentarismo, es renunciar a la lucha de clase y a la conquista del ideal, negando que la sujeción del trabajador al capital es la fuente de toda esclavitud moral y material y afirmando que su emancipación es un problema local, regional y nacional; hablar de comunismo como objetivo final después de entretener a los trabajadores con intereses sumamente mezquinos de carácter utilitario actual, aunque positivamente ilusorio en sus resultados, es dejar el comunismo reducido a la triste expresión en que se halla en la sociedad actual: sufragio universal o la soñadora utopía.

El desarrollo de la asociación obrera renovada en la forma del sindicalismo han de darle los trabajadores de la masa neutra, con su propia mentalidad, con su propia iniciativa, con su propia energía y tomando todo lo bueno procedente de la democracia social o del anarquismo, libres de todo prejuicio o compromiso de escuela o secta y con espíritu francamente emancipador.

Actualmente el trabajador se halla, ante todos los filántropos y demófilos de la burguesía y aun de ciertos obreros aburguesados, como un infeliz sumido en honda sima de donde quiere salir, y a cuyo borde se presentan auxiliares ofreciéndole medios teóricos para no caer, o consejos utilizables si se hallara fuera, o aconsejándole que siga abismado con paciencia. Nadie le ayuda a salir, y, o se ingenia para salir solo, o muere allí sin remedio.

En tal situación se ha de tener en cuenta que en toda asociación, federación y confederación el individuo conserva o debe conservar su autonomía, puesto que se asocia para robustecerla; la sociedad o sindicato se federa y se confedera para fortalecer hasta su máxima potencia la fuerza de cada individuo, de cada sociedad, de cada federación; toda sociedad, federación y confederación, considerando la influencia atávica del individuo y del medio, ha de tener un primer deber negativo: no ha de crear un centro autoritario; y correlativo con ese deber, ha de tener este otro, como resumen del pensamiento y de la acción de todos los asociados, federados y confederados: la realización positiva, íntegra e inmediata de su objetivo, no viendo en todos los obstáculos que se le opongan más que dificultades transitorias más o menos difíciles de vencer de que ha de triunfarse al fin, cualquiera que sea su importancia, a fuerza de prudencia, constancia y energía.

Todo asociado o sindicato, federado y confederado nombrado para ejercer un cargo en el sindicato o sociedad, en la federación o confederación no es un oficial con mando sobre subalternos, ni mucho menos un jefe, sino un ejecutante de las prescripciones establecidas, de los acuerdos tomados, que debe aplicar además aquellas iniciativas propias en su buen criterio y que considere beneficiosas al bien común.

Todo sindicato, federado y confederado no revestido de ningún cargo en su sindicato ni en la federación o confederación, no sólo ha de pagar su cuota, derrama o prorrateo si puede pagar, asistir a las reuniones y acudir a todos los actos conducentes al fin de la asociación, sino que además ha de poner a contribución su propio pensamiento, procurando resolver los diferentes problemas que se presenten ante la marcha de la organización sindical hacia su objetivo, manifestando sus ideas en conversaciones particulares, en discusiones de asambleas, en mítines o en periódicos.

Todo obrero sin trabajo, víctima de crisis de sobreproducción o de progreso mecánico -en vez de agruparse accidentalmente con sus compañeros en idéntica situación para pedir pan y trabajo a las autoridades, que suelen contestar con vanas promesas o con el empleo de la fuerza pública-, procurará la relación y contacto inmediato con todos los obreros de su localidad que se hallen en igual caso, y todos juntos constituirán un sindicato de obreros excedentes que se una en solidario compañerismo a la federación y confederación obrera sindical, dispuestos a contribuir a la obra común, no con céntimos, de que carecen, sino con ideas, con iniciativas y con actos.

En todo sindicato, federación o confederación, fundados sobre la autonomía individual, no ha de haber disciplina sumisa ni obediencia ciega, y el cumplimiento de los acuerdos adoptados y aceptados por determinación racional, son actos voluntarios determinados por su pensamiento suficientemente ilustrado y consciente.

Considerando que la ignorancia sistemática a que la sociedad actual somete al trabajador no le permite, sino que le impide, la instrucción necesaria, los sindicatos, federados y confederados que se sientan capaces de fomentar la ilustración de sus compañeros deben enseñar desde el alfabeto hasta las teorías científicas que sirven de base a los conocimientos modernos; porque elevar la mentalidad de los sindicatos, federados y confederados es utilísimo para el fin social, en razón de que con individuos ilustrados y conscientes, que por el conocimiento del medio en que viven, saben donde están; por conocer la evolución realizada saben de donde vienen, y que por inducción racional conocen el ideal y saben a donde van, con esos individuos no se forman masas acéfalas, amorfas e inertes, susceptibles de ser engañadas, desviadas y falsamente dirigidas por caudillos ambiciosos que, en nombre de la libertad y con el lenguaje de la demagogia, se convierten en tiranos que racionan los derechos naturales a capricho o en relación con sus ambiciosos proyectos.

Todo sindicato, federado y confederado ha de tener presente que el sindicato, la federación y la confederación de que forman parte son entidades constituyentes de una organización creada para luchar en un tiempo en que luchar es la única manera de vivir, pero que toda lucha aspira a un triunfo, y nosotros, luchadores decididos a triunfar, vamos a conseguir positivamente el objeto que los estadistas y militaristas atribuyen a la guerra, que es la paz, pero la paz definitiva, tal y como con admirable sencillez expresan los estatutos de la Confederación Nacional del Trabajo, inspirados en los de La Internacional y en concordancia con los estatutos de todas las organizaciones obreras que no se han dejado malear por influencias burguesas: vamos a la conquista de los medios de producción y consumo, indebidamente detentados por la burguesía.

Somos, pues, luchadores hoy y hemos de pensar ser pacifistas mañana, después del triunfo, y tiempo vendrá en que hemos de ser luchadores y pacifistas a la vez.

LA EVOLUCIÓN SOFISTICADA

No ha de violentarse la evolución, dicen los sofistas burgueses, sean economistas o políticos, filósofos o místicos; pero ¿qué vienen haciendo los privilegiados hace siglos más que violentar la evolución? ¿Qué es esa protesta contra la violencia sino un alegato hipócrita, una falsa justificación de enormes iniquidades? ¿Qué más que una fuerte muralla chinesca contra la evolución es el derecho de propiedad y su consecuencia el derecho de accesión, vigentes desde la época remota en que se formuló por el legislador romano? ¿Qué más que una deformación o una degeneración humana, consiguiente a tal violencia, es el modo de ser de las clases desheredadas a través de los siglos en que han estado sometidas a la esclavitud, a la servidumbre y actualmente al salario? ¿Con qué razón ni con qué derecho se impide al desheredado que violente revolucionariamente la evolución, cuando los privilegiados ejercen tranquilamente tan enorme violencia al amparo de las religiones y de los sistemas políticos, o, si quieren, de los dioses y de los Estados?

¡Oh! Si todo el talento, constancia y energía que sacerdotes, gobernantes, científicos, políticos, militares, artistas, industriales, comerciantes y hasta obreros malgastan en la lucha por la existencia, es decir, dedican al egoísmo, al medro personal, a un ideal exclusivamente propio, lo dedicaran a la ayuda mutua, es decir, al esfuerzo mancomunado y progresivo para el bien común; si las facultades que adornan al hombre no se diferenciaran del instinto animal más que  en el sentido de natural perfección, llevándonos a perfeccionar en grado sublime el impulso que mueve, por ejemplo, a una agrupación de rumiantes o solípedos a formar un círculo para resistir el ataque de los lobos, o a los lobos a formar cuadrilla para cazar, o a los corzos diseminados por extenso territorio a formar rebaño para atravesar un río por un punto favorable, o a las aves de paso a formar bandadas con excelente organización para emprender sus excursiones, o a las abejas y a las hormigas a formar sus admirables organismos sociales, ¡con qué rapidez con qué seguridad, con qué acierto progresaría la humanidad!

No siendo para el bien común, toda esa fuerza mental y volitiva se convierte en primer término en obstáculo, si bien en último resultado, salvando las intenciones individuales, se convierte en beneficio. Así, por ejemplo, el afán por las riquezas ha sido el primer explorador de tierras desconocidas, pudiendo decirse en general que los aventureros han hecho la geografía, ciencia importantísima por la cual la humanidad se da cuenta de su existencia como entidad colectiva, porque por ella y por otras ciencias auxiliares conoce su extensión, su historia, su residencia y su relación con el universo.

Se reúnen sabios filántropos, se avergüenzan del analfabetismo existente y hablan de remediar el efecto sin tocar la causa; es decir, se declama ampulosamente contra la ignorancia, se deplora hipócritamente la miseria; pero ni un reproche contra el privilegio, ni una censura contra la desigualdad socializada, ni el menor propósito de eficaz reforma contra la usurpación propietaria. Nadie piensa en lo que cuesta el saber, en el enorme sacrificio impuesto por los que saben a los que no saben, ni en la carencia absoluta de medios de saber en que están los que ignoran.

¿Cómo no se avergüenzan esos sabios que hablan de la lucha por la existencia como ley social, y luchan con ventaja, por no decir con trampa, a semejanza del señor medieval, que luchaba a caballo armado de punta en blanco contra el siervo desnudo y armado de un palo si se oponía el infeliz a que su amada pagara el derecho de pernada? ¿A qué censurar la torpeza, indecisión e ignorancia del proletariado emancipador si en él militan sólo los hombres de escaso saber que a duras penas han podido exceptuarse de la sistemática ignorancia a que están sometidos los trabajadores?

El progreso no se hace a saltos, dicen; verdad es ésta que sirve de amparo protector a muchos sofismas estacionarios y regresivos. La verdad es que las reformas parciales, las ventajas inmediatas, los resultados de aspecto beneficioso que se obtienen tras las agitaciones y luchas populares y aun de esos grandes movimientos que han sido denominados revoluciones, traen consigo una normalidad posterior encubridora de un antagonismo de intereses análogo al que existía anteriormente, con más el desaliento de los luchadores que caen en enervante escepticismo considerándose engañados, y da lugar a que los utilitarios echen sus cuentas y saquen en consecuencia que no se ha ganado nada.

Es, pues, evidente que, mientras el dualismo social, mientras el monismo humano esté roto y dividido en bandos luchadores enemigos y en individualidades empeñadas en llevar adelante sus propósitos sin reparar en los atropellos que causen o puedan causar, cada reforma intentada y aun lograda por los desheredados reclama como compensación una resistencia forzosamente lógica de los privilegiados. Toda paz en tales condiciones, es una tregua, un respiro, una preparación para nuevos combates. Por consiguiente, todo plan reformista contiene en germen la contrarreforma que ha de esterilizarle. Todo el que acepta una reforma, acepta el principio de la oferta y la demanda, regatea como comprador que quiere comprar barato contra el vendedor que tiene que vender caro, y, por tanto, pone la inmanencia de su derecho a merced de las oscilaciones a que se hallan sujetas las condiciones de lucha, olvidando que el derecho ha de afirmarse siempre como constante protesta y perenne amenaza: protesta fundada en el derecho personal desconocido; amenaza fundada en  la previsión de un triunfo futuro.

Todo oportunismo, todo modus vivendi es una complicidad, una concesión al mal, una aceptación de la iniquidad, un pacto con la mentira, una traición al ideal. La verdad relativa, la reforma inmediata, son error, inconveniencia, aplazamiento, simple cambio de postura, mal mayor y, en resumen, una prima al usurero que especula contra nuestra vida y nuestra libertad y sobre ellas funda su dominación y su riqueza.

Se comprende que el esclavo, el siervo y el jornalero quieran reformas beneficiosas en su estado y condición, porque el hombre oprimido y tiranizado, consciente o inconscientemente se inclina a la igualdad; el esclavo mejor atendido era siempre propiedad de un amo que podía mandarle, castigarle, venderle o matarle; el siervo mejor tratado era siempre un accesorio del terreno para su valoración, como el arado, la yunta, las plantas y los animales domésticos y comestibles, y podía ser transmitido a otro propietario con la venta del terreno a que estaba adscrito; el jornalero mejor retribuido puede ser despedido por la adopción de una máquina, porque los negocios no vayan a gusto del patrón, porque éste se retire con sus ganancias o porque un capataz, encargado, mayordomo o regente amanezca de mal humor.

Los que so pretexto de lo utópico e impracticable de un ideal y llamándose radicales trazan un programa y señalan un límite a lo posible, se atribuyen un poder injustificable y una falsa sabiduría, con que oponen un obstáculo a la evolución progresiva, sin más fundamento que su ambición ni más guía que su ignorancia.

En el régimen del antagonismo de los intereses, el progreso es fatal; pero se obtiene a costa de muchos y grandes retrocesos; es como un sedimento de ruinas; después de haber perdido tesoros de inteligencia y de fuerza.

En el régimen ideal de futura concordia de los intereses, la evolución progresiva, además de fatal, será querida; en él, por determinación racional de la voluntad, trabajarán todos, no habrá perezosos, héroes ni precursores; el Quijote y el Sancho se habrán refundido en el hombre racional.

En la sociedad humana ha venido dominando una abstracción, la Fortuna, personificación con que se representa a los favorecidos que están a cubierto de las privaciones, de las escaseces y hasta se sumergen en la abundancia. Contra esa abstracción se eleva la Justicia, personificación que ha de representar la Humanidad entera disfrutando sin injustificada exclusión, ni limitación, de la riqueza social.

EL PROLETARIADO SALVADOR

La Humanidad es una, pero vive en una sociedad dividida en clases.

Por esa división y esa clasificación, la unidad humanase halla dificultada y aun negada.

Cada clase tiene su antagónica en todas las otras clases, y sus relaciones son de dominio y de sumisión, de desconfianza y odio.

Pero dividida y aun en lucha intestina, la unidad persiste y se manifiesta de una manera poderosa y brillante, ofreciendo la enorme contradicción de coexistir la lucha de clases, en que los hombres nos destrozamos mutuamente, y la solidaridad humana, en que el pensamiento libertador y el descubrimiento benéfico se extienden rápidamente por todo el mundo para bien de todos sus habitantes.

Entre la burguesía propietaria y capitalista y el proletariado trabajador y jornalero media el abismo de la explotación, y, no obstante, hijos del privilegio, abismados en sus gabinetes y en sus laboratorios, estudian, analizan y combinan, dando a la ciencia, al arte y a la industria grandiosidad mundial.

Las antiguas clases tenían divisiones infranqueables: las castas eran entre los hombres divisiones más inasimilables que las especies más opuestas en la escala zoológica; más distancia había entre un paria y un brahmán que entre un insecto y una ballena. Un amo y un esclavo, un señor y en siervo, un noble y un plebeyo eran de tan diferente condición y aprecio como una rosa fragante y un abrojo rasposo.

El altruismo filosófico y científico disipó esas diferencias y anuló esas divisiones; pero el egoísmo privilegiado se aferró al sostenimiento de los intereses creados, y la verdad quedó postergada ante los fueros de la legalidad, que ocupó el lugar que correspondía a la justicia.

La desigualdad, que alcanzó en la sociedad humana formas tan colosales, se sostiene hoy agarrada al dinero; pero esa última defensa, aunque presenta formas tan formidables como la acumulación representada por los archimilmillonarios, son como fortalezas edificadas sobre arena; un vicio, una pasión, un cálculo equivocado, una jugada de bolsa, un heredero pródigo derrochan una gran fortuna, mientras un cualquiera psicólogo, calculador y avaro se eleva desde trapero a gerente de uno de esos trust que absorben riquezas inmensas. Un Pérez, un Sánchez o un López que en su infancia recogió colillas posee espléndidos palacios, en tanto que en las listas de hospitales y asilos figuran aristocráticos apellidos llevados por hambrientos de sangre azul.

La desigualdad ha recorrido en el mundo desde la inmovilidad de las castas hasta la movediza posesión del mugriento y asqueroso billete de banco.

Hemos llegado a un punto en que la desigualdad está a punto de desarraigarse, de desprenderse, de desaparecer. No hay clase oprimida en la historia en situación tan ventajosa como la nuestra: los asalariados de hoy, descendientes de los parias, de los ilotas, de los esclavos y de los siervos, podemos esperar racionalmente con toda seguridad aquella emancipación que escribió La Internacional en su programa, a condición de no olvidar que los esfuerzos de los trabajadores para conquistar su emancipación no han de tender constituir nuevos privilegios: sino a establecer para todos los mismos derechos y los mismos deberes.

El proletariado que hoy se agita, se organiza y planta cara a esa burguesía dominante y heredera de todos los privilegios históricos, es, no sólo su propio emancipador, sino el emancipador y el libertador de sus mismos tiranos. Verdad es que el progreso se verifica con concurso de todas las actividades humanas, vengan de donde vinieren; no es menos cierto que en el libro de oro de la ciencia se hallan inscritos nombres de estirpe real junto a los de más baja extracción; pero el hecho de constituir colectividad libertadora como entidad social, es un honor que sólo corresponde al proletariado.

Triste es que una gran parte de ese proletariado continúe siendo masa informe de comparsas para la procesión y para la manifestación, para la misa y para el voto; que otra haya ingresado en el socialismo que se agita aspirando al poder político; que otra se aburguese en el socialismo utilitario que resiste hasta cierto punto o coopera en busca de gangas gananciales; que otra haya ingresado en el anarquismo con ínfulas super-hombristas o con energías ardillescas, productoras de acción perturbadora, que llena cárceles y consume inútilmente céntimos solidarios: pero al fin lo positivo, lo consolador, lo esencialmente revolucionario y transformador es esa parte del proletariado que, con la acción sindicalista y la más pura orientación anarquista, guía a la humanidad por la vía progresiva hacia la ciudad ideal.

Con noble orgullo, con entusiasmo que arranca del más puro sentimiento, los considero, me considero, nos consideramos componentes de ese proletariado salvador que se opone a la acción general de las llamadas clases directoras, y nos sentimos con energías suficientes para cumplir nuestros propósitos confundidos entre los compañeros que forman las falanges orientadoras, ni veladoras y precursoras de la sociedad futura.

CAPÍTULO VIII

EL POSEEDOR ROMANO

EXPOSICIÓN

Don Gumersindo de Azcárate dijo un día en el Congreso: «el poseedor romano es inmortal».

Me parecía que con aquella frase quería decir su autor que la actual manera de ser de la propiedad era imperecedera.

Para aclarar el asunto escribí al señor Azcárate, rogándole que me explicara el verdadero significado de aquella frase; y con atenta y amable me contestó que la tal frase no era suya, sino del gran Herculano, manifestando que, por el contrario, él pensaba que el Derecho romano no había dicho la última palabra sobre la propiedad.

Para darme mayor seguridad me remitió un folleto que contenía íntegro el discurso en que se citaba la frase aludida, y satisfecho por la indicada manifestación, que dejaba la debida vía libre al progreso, me complazco en tomar de aquel discurso los siguientes interesantes párrafos, que merecen ser conocidos por los pensadores obreros, toda vez que en ellos se desvanece una dañosa preocupación burguesa:

«”Ante todo importa afirmar que el problema social que tenemos delante no tiene igual en la historia. Es un error suponer que ha existido siempre porque siempre ha habido luchas entre pobres y ricos; ha habido problemas sociales parciales, trascendentales, en la historia; pero con los caracteres que tiene el presente, jamás”.

“Y esto nace de lo siguiente: De un lado hay un problema que abarca la vida toda, producido por la lucha entre la tradición, que quiere conservar su poder sobre el mundo, y el progreso, que quiere arrebatársele; y hay un problema social, que consiste en el atomismo existente, en la falta de organización de los elementos sociales, y hay un problema obrero producido por la substitución de la pequeña industria, por las actuales circunstancias económicas y por el aumento gigantesco de la propiedad mobiliaria. Todo eso determina un estado social, y, por tanto, un problema propio de nuestro tiempo, e importa señalar cómo y en qué se diferencia del problema social que resolvieron nuestros padres en el período de la revolución. Entonces las soluciones del mismo eran negativas; en el orden político se afirmaba la soberanía del pueblo frente a la de los reyes; pero en el orden social, la revolución consistía en negar las excepciones que había engendrado la historia con el feudalismo, con la amortización y con la vinculación. De ahí el grito de Mirabeau: «Abajo los privilegios y los privilegiados»; y por eso se sintetiza aquella revolución en dos vocablos: desamortización y desvinculación, dos conceptos negativos; es decir, supresión de la amortización, supresión de la vinculación”.

“Pero, ¿es que para los bienes desamortizados se creó un nuevo derecho de propiedad? No; se aplicó el derecho común, el derecho histórico, y por eso decía el gran Herculano que el poseedor romano era inmortal, y otro sabio jurisconsulto norteamericano, Ken, decía que al cabo de tantos siglos aquel propietario tradicional, que había casi desaparecido ante el feudalismo, el propietario alodial, había aparecido de nuevo”.

“Pues bien, señores; el problema social de hoy no es eso; no consiste en destruir, consiste en crear. ¿No les ha llamado la atención la antítesis que hay entre el derecho público y el derecho privado? ¿No han observado cómo el derecho público, en todas sus ramas, el político, el penal, el procesal, el administrativo, son derechos nuevos, obra de nuestro tiempo, de nuestro siglo, mientras que el derecho privado, en casi todas sus ramas, es un derecho histórico, tradicional, romano, germano, canónico, según los países? Aun allí donde parece que el derecho nuevo está en oposición con el derecho antiguo, como en el matrimonio civil, en substancia es sólo una cuestión de competencia, pero en el fondo es derecho canónico. ¿Qué quiere decir esto? Que hay una gran antítesis entre estas dos esferas del derecho; y el problema social consiste en resolverla, en la creación de un derecho privado nuevo, y de ahí la gran escuela civilista con todas sus novedades, y de ahí la gran dificultad del problema. Porque, reparen bien: comparen estas dos ramas del derecho, el penal y el civil, y verán, en el derecho penal, que desde el movimiento iniciado por Beccaria, vino al suelo todo el derecho antiguo, se hicieron Códigos penales nuevos en todas partes. Pero, ¿qué más? Si hay ya otra etapa científica que quiere empujar el derecho penal en dirección más progresiva. Por eso verán que a ningún abogado que tenga que aplicar el Código penal se le ocurre consultar el Fuero Juzgo, ni la Novísima Recopilación, ni las partidas; pero en el derecho civil, nuestro flamante Código, ¿qué otra cosa es que nuestro derecho antiguo tradicional?”

“¿Qué quiere decir eso? ¿A qué obedece que el derecho penal sea nuevo y el derecho civil no? ¿Por qué esa diferencia? Porque mientras en el derecho penal ha habido ya dos etapas científicas, doctrinales, ideales, que sirven de guía y de faro, en el derecho civil, la llamada filosofía del derecho, aparte las lucubraciones socialistas, es sólo una generalización sobre el derecho romano o sobre el derecho germano; de aquí la dificultad; porque no hay faro, no hay luz para resolver todos esos problemas que caen dentro del derecho civil”».

De la lectura de lo transcrito resulta que lo que para mí al principio era principal se convirtió después en secundario.

En efecto, la inmortalidad del derecho romano, a que se refería Herculano, no es tal inmortalidad, sino una vida excesivamente prolongada a consecuencia de la prolongación de un absurdo legal: hágase en el derecho privado lo que se ha hecho en el derecho público y la muerte de la legislación romana dará paso a la razonada economía social.

Si para el derecho público en todas sus ramas se ha legislado en concordancia con nuestro tiempo, y en el derecho privado no se ha hecho modificación alguna, quedará patente la inmensa incongruencia de que al avance del progreso social no corresponde el progreso de los poderes del Estado, ni siquiera van pareadas dos de sus principales manifestaciones: la legalidad privada y la pública. De modo que uno es el hombre en concepto político, penal, procesal y administrativo, y otro muy distinto en concepto propietario; como que para el mismo hombre existen dos conceptos distintos, separados uno de otro nada menos que por el transcurso de dos etapas científicas, que pueden representar un número no escaso de siglos.

Incongruencias de esta clase abundarán en la legislación general cuando, además de la disparidad señalada, puedo recoger el siguiente párrafo de un político distinguido, Silvela:

«Es un verdadero escándalo que subsista un Código penal para una Constitución ya abolida, y que no garantiza ninguno de los principios fundamentales de la Constitución nueva, sobre todo en lo que se refiere a las relaciones de la Iglesia con el Estado, a la defensa de la monarquía y a la de las instituciones armadas».

La declaración de Azcárate es importantísima y merece fijar la atención de los pensadores obreros, porque ocurre lo siguiente: La sociedad, que se halla en constante progreso, suministra al poder público la norma del derecho, que el legislador formula en leyes. Cada ley, como resultado que es de una necesidad propia del modo de ser social de un momento histórico, impone prescripciones que serían aceptables, buenas y hasta justas para una sociedad que se estacionara en aquel momento; no estacionándose, continuando su progreso, cada prescripción legal puede ser un motivo de desobediencia por ser un obstáculo, lo son muchas y forzosamente han de terminar por serlo todas; mucho más si se tiene en cuenta que el derecho humano, como hasta la saciedad se ha repetido por los definidores de la democracia, es ilegislable. Si por añadidura dichas prescripciones cojean hasta el punto de que el derecho público, según la expresión de Azcárate «ha avanzado dos etapas científicas, mientras el derecho civil, aparte las lucubraciones sociales, es sólo una generalización sobre el derecho romano», el obstáculo pasa a ser dificultad insuperable.

En resumen, el derecho público ha adelantado dos períodos evolucionistas y el derecho privado ha permanecido quieto, no inmortal, sino paralizado o paralítico, de cuyo estado saldrá, so pena de muerte y descomposición de la sociedad moderna, por un empuje revolucionario que, como decía Mirabeau cuando sentenciaba a muerte al privilegio, permita decir al proletariado encarándose con la burguesía: ¡Abajo la usurpación de la riqueza social! Y esta vez tendrá verdadera práctica, porque no será la voz de un jefe ni de un caudillo quien hable en nombre de un tercer estado que, como hizo la burguesía, se reserve la retención de los privilegios, convirtiéndose en privilegiada a su vez, sino que será el proletariado, no como masa de inconscientes apasionados, sino como reunión poderosa de individuos pensantes y coincidentes, de desheredados que quieren dejar de serlo, que afirman su derecho a la participación en el patrimonio universal y manifiestan su voluntad de adquirirla.

Otra novedad importante hay en la citada declaración: el significado y la intensión de la frase «aparte las lucubraciones socialistas», que manifiesta que mientras los poseedores se han atenido a lo prescrito en el art. 359 del Código civil, que «presume que todas las obras, siembras y plantaciones son hechas por el propietario», los socialistas, es decir, el proletariado internacional ha estudiado, ha protestado y ha contribuido poderosamente a la formación de la ciencia social, a la sociología, a esa ciencia que ha de reorganizar la sociedad sobre bases razonables e indestructibles.

Considero, en vista de lo expuesto, como exenta de importancia la famosa frase de Herculano, y que la inmortalidad del poseedor romano durará sólo hasta que el desheredado proletario se capacite moral y materialmente para desposeer al usurpador burgués.

Ahora, de la preinserta declaración de Azcárate, entresaco y comento las siguientes afirmaciones, que merecen ser estudiadas:

  • El problema social no tiene igual en la historia.
  • Hay un problema social que consiste en el atomismo existente, en la falta de organización de los elementos sociales.
  • Hay un problema obrero, efecto de la substitución de la pequeña industria por la gran industria, de las actuales circunstancias económicas, del aumento gigantesco de la propiedad mobiliaria.
  • Las lucubraciones socialistas, consideradas aparte del estacionamiento del derecho antiguo, son una nueva vía progresiva.

NOVEDAD DEL PROBLEMA SOCIAL

Como hemos visto en el discurso de Azcárate, los contradictorios de las aspiraciones del proletariado afirman que el problema social no es exclusivo de nuestro tiempo, ni resultado de la desigual distribución de la riqueza, sino que es tan antiguo como el mundo, y, fundándose en que siempre y en todas partes ha habido pobres y ricos, siempre y en todas partes, profetizan, los habrá.

Tal afirmación es -ya queda expuesto- un error, y tal profecía, lanzada por quienes anatematizan como utópica, como irrealizable, toda modificación en la actual manera de ser de las relaciones humanas, es -como veremos- una falsedad que, por arraigada que esté y aun por dogmática que sea, desmiente la sociología.

A este propósito, me parece oportunísimo el extracto de los siguientes pensamientos de Edmundo de Amicis, que confirman los de Azcárate:

¡Que la cuestión social es tan antigua como el mundo! Sea. Pero lo que no es tan antiguo como el mundo es el grado a que ha llegado el desarrollo del principio de la igualdad, que es el hecho más general, más constante y más rebelde que se conoce en la historia. Lo que dista mucho, muchísimo, de contar tal antigüedad, es la conciencia adquirida de esa misma igualdad de naturaleza, y la conquista teórica, aun no confirmada en la práctica por el maldito respeto a los intereses creados, lo que sirve de estímulo y de impulso para la conquista positiva de la igualdad económica; es también la mayor cultura dominante, que hace precisamente más agudo en el ánimo de las muchedumbres los sufrimientos que causa el espectáculo de la inmensa disparidad de vida en las clases sociales; es, sobre todo, la miseria relativa, acrecentada desmesuradamente con la multiplicación de las riquezas y los refinamientos sensuales de la existencia en un corto número de individuos.

Sea, como quieren los privilegiados o sus defensores a sueldo y merced, la cuestión o el problema social, tan antigua o tan antiguo como el mundo; pero lo que es nuevo es el gigantesco poderío que ha acumulado el oro en manos de unos particulares que se levantan como soberanos en medio de pueblos libres; particulares que poseen vastísimas propiedades, grandes porciones de su patria, esa patria que debe ser patrimonio de todos sus compatriotas, cuyos particulares tienen en su mente y en su bolsa la suerte de cientos y de miles de hombres, y que pueden turbar en provecho exclusivamente propio los intereses de toda una nación y corromper cínicamente muchedumbres o poderes públicos.

Lo que es nuevo, flamante, es que frente a esos autócratas de la riqueza y a sus omnipotentes sindicatos de explotadores, a sus trusts -palabra que expresa la mayor tiranía económica nacida y desarrollada en la República norteamericana, modelo de la mayor libertad política-, que ensanchan a su alrededor como siniestra banda la servidumbre moral y el mercenarismo, hayan brotado sociedades de miles y miles de trabajadores, Trades Unions, grandes como razas, disciplinadas como ejércitos, y que en todas las ciudades de los países civilizados, llamados a reunirse por la grande industria, se vayan aglomerando los proletarios en sindicatos y en federaciones de sindicatos locales, nacionales e internacionales que se entienden, se organizan y fraternizan, vivificando y dando eficacia al gran pensamiento que creó la gran Asociación Internacional de los Trabajadores.

Lo que es nuevo también es que se reúnan Congresos de obreros con delegados de muchas naciones, de diversas razas, de diferentes religiones, de vario régimen político y de distintos idiomas, en representación de muchos millones de trabajadores, que se hayan declarado en pro de la socialización de la tierra; que, adaptándose al medio y con la intención -discutible y no aceptable por mi parte, pero manifiesta- de ser prácticos y obtener ventajas antes de la realización ideal, envían campeones de la idea a los Parlamentos y crean poderosas cooperativas con que aprenden administración y substraen dinero de la codicia burguesa para dedicarlo a la creación de escuelas racionalistas en que se eduquen las futuras generaciones de trabajadores. Nueva es también, con albores de esperanza para unos y lobreguez de terror para otros, la posibilidad de un acuerdo internacional en que con una palabra lanzada desde París a Sidney, desde Berlín a Nueva York o desde Buenos Aires a Barcelona o Génova, abandonen campos, fábricas, locomotoras y transatlánticos, millones de trabajadores en todas las latitudes y en todos los meridianos de la tierra, poniendo su veto al privilegio, para hacer positiva y definitiva la desamortización y la desvinculación que debió realizar la Revolución francesa y que la burguesía convirtió en usurpación.

Y esa posibilidad existe, porque diariamente, por toda la superficie de la tierra, circulan millares de hojas que anuncian una esperanza común y animan una pasión única, acumulándose en las buhardillas y en los tugurios, en los ranchos y en las gañanías, como enormes provisiones de energía para la Revolución social y para la futura reorganización de la sociedad.

Y todo eso es posible porque existe esta otra novedad: miles y miles de trabajadores pobres de distintos países, acabadas las diez horas de fatiga, extenuados, prescindiendo ya de la taberna y del alcohol, se someten a una nueva faena, para instruirse en las primeras horas de la noche acerca de los asuntos sociales; se quitan el pan de la boca para sostener el periódico que les protege, y dedican los restos de fuerza y de actividad a la propaganda de sus ideales, persistiendo en esta obra con tanto empeño y constancia que algunos sucumben en esta fiebre de entusiasmo y otros se elevan a las cumbres del saber.

Y no es menos nuevo ni menos grave -hagamos esta declaración en honra de los hombres de corazón que sobresalen entre los mismos privilegiados- que esa gran muchedumbre inculta y apasionada, se haya atraído y sepa mantener, no a su cabeza, sino a su devoción, una flor de hombres científicos, artistas y aun estadistas que defienden su causa ennobleciéndola, razonándola y embelleciéndola en todas las esferas del pensamiento, del arte y de la vida.

Entre las novedades de nuestro tiempo se halla la situación indecisa y peligrosa de las clases medias, que, si no con tanta urgencia como la de los trabajadores del campo y de la ciudad, sienten los daños de que se quejan las clases inferiores.

Hay una gran parte de la burguesía, para quien la existencia va siendo tan precaria como la del proletariado; en todas las esferas del comercio y de la industria, las pequeñas y las medianas fortunas se encuentran oprimidas en la vida desesperada de las grandes capitales; hay propietarios que mendigan; miles de jóvenes de ingenio y de cultura ganan menos que un bracero; la vejez pensionada disputa el puesto a la juventud que debuta; la mujer y el niño despojan al hombre de su plaza.

Hay tal lucha de náufragos alrededor de cada tabla que sobrenada, que cuando uno por imposibilidad o negligencia no se aferra a la suya cae irremisiblemente en el abismo de la miseria.

Con todas esas novedades concuerda la tradicional, simbólica y antisocial maldición del Génesis, que impuso el trabajo como un castigo, como si un dios omnisciente y omnipotente, pero iracundo, hubiera cometido por ignorancia esa gran injusticia.

El puesto humildísimo que por la inferioridad forzada de su educación y de su escasez y por la falsedad orgullosa de los privilegiados se asigna en la sociedad al trabajador, cuya obra se honra en abstracto, pero cuya persona se desprecia, y la escatimada retribución con que aquella obra se retribuye, ocasiona que se haya a todo trance del foso en que yacen las clases inferiores.

He aquí por qué hay sobreproducción hasta en el campo de la inteligencia.

Existe, en efecto, una superabundancia enorme de juventud culta, a la que la ilustración no da pan, como el oro sería inútil al hambriento en el desierto; hay un ejército de reserva intelectual, que, como el de la clase obrera, ofrece su trabajo con rebaja y acepta toda condición con tal de vivir, y ni aun a este precio encuentra medios de subsistencia.

Y el torrente crece cada día, viéndose señales de su desbordamiento: 1º en la restricción impuesta por algún gobierno de Europa a la creación de nuevos institutos de enseñanza, considerando que existen de sobra para las necesidades intelectuales que reclama la sociedad; 2º en la oposición al planteamiento de la escuela mixta racionalista en que niñas y niños juntos reciban educación e instrucción, teniendo por antisocial y disolvente la enseñanza puramente científica del proletariado; 3º en la confusión que el radicalismo político quiere establecer entre la enseñanza laica y la racionalista, dando la preferencia a la primera, porque sostiene la preocupación patriótica y alarga de ese modo la ignorancia explotable del trabajador, a quien se necesita como elector y base de la ambición de los políticos profesionales.

Déjese ahora que a la mujer se le facilite el ejercicio de las profesiones privilegiadas, como va sucediendo y sucederá forzosamente por su propio empeño emancipador y hasta por la fuerza invencible de las cosas; supóngase que, como límite al insostenible derroche de la paz armada y por el establecimiento de algún sistema de arbitraje internacional se licenciara la mitad de los ejércitos actuales, y acudiera a la concurrencia del mercado intelectual el correspondiente número de señoritos arrastra-sables, quienes por la índole de su educación peculiar y por las preocupaciones dominantes, rehusarían dedicarse a trabajos manuales o mecánicos y también quedarían excedentes en las redacciones de los diarios y en los comicios donde surten de candidatos a la necia candidez del cuerpo democrático-electoral, y se verá un proletariado patricio más temible que el plebeyo, por lo mismo que es más culto.

Y, sin admitir suposiciones, bien puede decirse que ese proletariado existe ya, aunque contenido por un tenue vínculo de tradición y de intereses con la clase superior, habiendo país en que se ha convertido en fuerza viva del socialismo, como foco peligroso de descontento y de rebelión, encendido en el mismo seno de la burguesía; que si por el momento y entre nosotros especialmente se nota menos, porque se halla esparcido y vacilante, y porque hallándose sus individuos en más directa dependencia de los privilegiados de la fortuna, corren mayor peligro de ser conocidos y arrojados a la calle, ya cesarán sus temores, ya se agrandarán sus esperanzas con la extensión del socialismo en la muchedumbre, en la prensa, en el Parlamento y hasta en el gobierno, y entonces levantarán el grito de reivindicación fraternizando con los trabajadores.

EL ATOMISMO SOCIAL

Azcárate se sirve de la palabra atomismo para nombrar esa especie de egoísmo que consiste en que el individuo sea enemigo de cada individuo y de todos los individuos juntos; egoísmo irracional y en último término suicida, puesto que, tras la explotación llevada hasta el extremo posible, sólo consigue destruir aquella solidaridad de que depende su misma vida.

Individuos aislados en la intención, ya que en la práctica sea absolutamente imposible, porque la solidaridad es inevitable, producen constantemente una acción directa, que es causa de los estancamientos, de las regresiones y de las desviaciones que sufre el progreso.

Progresistas humanitarios, hijos de la Revolución, creyentes en la eficacia de la acción redentora de los principios revolucionarios, pudieron esperar que la superabundancia de las Américas, del Asia, del África y de Australia redundara en beneficio de los hambrientos de la caduca Europa. Con la desaparición del hambre coincidiría la de las fronteras, aduanas, peajes y derechos de consumos. Con la práctica del idioma universal se establecería en todas las naciones la unidad de pesas y medidas, la del meridiano y la de la moneda. Los miles de millones invertidos anualmente en la paz armada se dedicarían a grandes obras y utilísimas mejoras, y los cuatro o cinco millones de mozos esterilizados en los cuarteles y destinados a las hecatombes guerreras permanecerían tranquilamente en sus hogares fomentando la especie, el estudio y el trabajo. Con la consiguiente desaparición de las instituciones oficiales desaparecería el patriotismo burocrático, y resultaría una gran economía en los presupuestos y en aumento notable en el contingente de los productores. Ni el verdugo ni el carcelero tendrían ya ocupación, ni la pólvora y otros explosivos servirían más que para los barrenos en las canteras, ni la construcción de armas emplearía más obreros no absorbería más capitales.

Hemos sometido al trabajo, para nuestro provecho, grandes fuerzas naturales, hasta el punto de que para 1,500 o 1,600 millones de habitantes que cuenta nuestro globo, poseemos una fuerza mecánica que multiplica prodigiosamente nuestra fuerza y nuestra capacidad productora, puesto que con el sólo trabajo de conservación y vigilancia, tenemos en actividad constante más de 2,000 millones de fuerzas humanas, que, fijas en el suelo, como surtidores, dan chorros asombrosos de productos, que circulan velozmente por las vías terrestres, marítimas y en breve circularán por la aéreas mediante el aeroplano y el dirigible.

Añádase a tanta fuerza productora la promesa de sir Thomson, de Cambridge: «”No está lejano el día en que la explotación de los rayos solares transforme nuestras condiciones de vida, en que el hombre no necesite el carbón mineral ni vegetal ni aun los saltos de agua, y en que todas las ciudades estén rodeadas de gigantescos aparatos captadores de esos rayos en que se acumulará el calor, y la energía obtenida se almacenará en grandes depósitos”.

“Para darse cuenta de las enormes fuerzas todavía disponibles, basta considerar que la Tierra recibe del Sol una cantidad de calor equivalente a 17,000 caballos por hectárea, inconcebible y asombrosa fuente de energía, que nuestros ingenieros no han logrado dominar aún pero que dominarán al fin”».

Cuéntese además que este acrecentamiento de fuerza procede hasta ahora de la fracción civilizada de la humanidad, con exclusión de los parásitos del privilegio y de las razas rezagadas y estacionarias, las que por la fuerza expansiva de la fracción humana culta, mediante la reorganización social, por la colonización y la confraternidad agregarán todas sus energías al acerbo común, y darán a la producción, a la vida, a la justicia, a la economía y a la felicidad enormes y bellísimos proporciones.

Un sabio de la antigua Grecia dicen que dijo: «La esclavitud no puede desaparecer hasta que las herramientas se forjen por sí solas, las mieses se almacenen en el granero sin la intervención del hombre, los telares nos den espontáneamente la fibra convertida en ropa y todas las necesidades de la vida se satisfagan sin trabajar».

Pues lo que aquel sabio pedía como un milagro se ha realizado hasta con exceso; mas por desgracia, o, por mejor decir, por la persistencia de funestísimas causas, tan legítimas aspiraciones -a pesar de tan buenas ideas y de tan utilísimas invenciones- se han visto desvanecidas, y por todas partes aparecen, como aplicación de los últimos adelantos de la ciencia, mortíferos inventos y belicosos proyectos, tan fría y desvergonzadamente estudiados y calculados, que las guerras internacionales y civiles parecen ser el objeto preferente de la humanidad.

Nunca con más razón y oportunidad que en el presente caso puede hablarse de no echar vino nuevo en odres viejos. Recordemos la declaración de Azcárate: el derecho privado sigue estacionario, y se explicará la causa de tan lamentable decepción.

Usurpada la posesión de la tierra por los propietarios; usurpando el producto del trabajo por la posesión del dinero y de los medios de producir; usurpado el conocimiento por la instrucción superior; reforzadas esas usurpaciones por el derecho que da la ley al propietario de gozar y disponer de la cosa poseída aunque ésta pertenezca al conjunto de bienes existentes en la naturaleza, de que nadie es creador, que todos los hombres necesitan para vivir y que nadie tiene derecho a detentar, quedan los no propietarios en condiciones tan precarias y desventajosas que les es imposible desarrollarse como lo exige su ser.

Si aun en su inferioridad y desventaja pudieran ser independientes, su misma libertad y les daría iniciativas y recursos para evolucionar y progresar; pero no, la sociedad les liga por la necesidad, y el Estado les sujeto por la debilidad, quedando reducidos a la condición ínfima de trabajadores, servidores y defensores de los que poseen y atesoran.

Ese dualismo que se creó en épocas remotas y que persiste en nuestros días esteriliza toda reforma y toda mejora que no salte sobre él y le destruya.

Por ese dualismo son inútiles y engañosas esas reformas que prometen los radicales de Inglaterra y de Francia, que tanto ensalza la prensa; por ese dualismo quedarán desengañados cuantos ya no pueden recuperar el tiempo perdido los trabajadores que se llaman radicales, ha quienes se ha hecho creer que su emancipación será decretada, sancionada y publicada el día menos pensado en la Gaceta.

Como ejemplo práctico y refiriéndome sólo a España para fijar mejor la atención del lector, aunque variando lo accesorio y dejando subsistente lo principal, ya que poco más o menos puede decirse de otras naciones, recordaremos que al principio del presente siglo se habló mucho de regeneración, y el insigne Costa inventó el verbo europeizar.

Montes talados y ríos que corren por cauces naturales sin la menor previsión contentiva, causan estragos y desgracias que se han de reparar con limosnas, que llegan o no llegan o llegan tarde a sus destino; compañías de explotación ferrocarrilana, bajo los auspicios de las mayores influencias de la nación, que bien pudieran considerarse como compañías de seguros contra el presidio, producen grandes dividendos y catástrofes y hecatombes terribles; villas, lugares, aldeas y caseríos casi completamente despoblados que amontonan ruinas y comienzan a ser habitadas por fieras, menos terribles que el propietario, el usurero y el sacamantas que a tal estado les redujeron; sequías que se curan con rogativas, novenas y procesiones; caciquismo, monopolio, usura, fraude y soberbia arriba; vileza, raquitismo moral y material abajo… ¡Qué importa! Todo se arreglará con la escuadra Mauritana.

No da más de sí la ciencia burguesa.

Sépanlo los trabajadores que politiquean: mientras se sometan al régimen de la representación parlamentaria, que en resumen no es más que una abdicación del derecho inmanente a favor del candidato, siempre sufrirán las consecuencias de la división o de la conjunción de intereses, según las circunstancias, de sus tiranos y expoliadores; sus esperanzas, por la incongruencia natural entre el ideal de los que sufren y obedecen y la realidad de los que gozan y mandan, se verán continuamente defraudadas, y lo positivo de la accesión les tendrá sujetos al jornal, cuando no formando parte de las legiones de unemployeds, o sea de desocupados reemplazados por la máquina que monopoliza el burgués, y mientras no sepamos y queramos que nuestra emancipación ha de ser y sea nuestra propia obra, sigamos confiando en nuestros representantes, que ya nos europeizarán.

LA TRANSFORMACIÓN INDUSTRIAL

Han convenido los burgueses que escriben libros o crónicas periodísticas sobre lo que llaman economía política y quieren elevar a la categoría de ciencia social, que todo invento, que toda aplicación de la ciencia al trabajo beneficia a la humanidad; pero, dado el dualismo establecido por el régimen propietario, el beneficio sólo corresponde a los socios del Sindicato internacional monopolizador de la maquinaria.

Más que consideraciones y teorías tienen valor en este asunto hechos concretos, tomados al azar.

Por ejemplo: en los Estados Unidos, hace ya algunos años, para la fabricación de instrumentos aratorios se necesitaban antes 2,145 obreros de distintas aptitudes para producir tanto como producen actualmente con ayuda de máquinas 600 obreros de aptitud ordinaria. En la fabricación de pequeñas armas de fuego, un hombre con una máquina reemplaza a 50. La fabricación de ladrillos supone hoy el 10 por 100 de trabajadores, y la de tejas el 40 por 100. En la zapatería 100 hombres producen hoy tanto como producían anteriormente 500. En cierta clase de calzado la máquina ha suprimido el 50 por 100 de obreros.

Según un diario belga, se formó no hace mucho un sindicato europeo que compró por 12 millones y pico de francos los derechos de invención de una máquina para hacer botellas que con 3 obreros reemplaza a 50.

Así podría ir tomando notas en gran número de países y de industrias y de la agricultura para ir a parar a esta desoladora conclusión:

«”El caballo-vapor cuesta menos de cinco céntimos por hora y es igual al esfuerzo de 3 caballos de tiro o de 21 obreros”.

“El trabajo suministrado por el vapor, en Europa solamente, se calcula en 50 millones de caballos-vapor, que representan el esfuerzo de 1000 millones de hombres”».

Aunque tan gran número de trabajadores de carne y hueso no hayan sido reemplazados todos por obreros de hierro, por cuanto se han creado industrias nuevas, ello es que en todas las naciones civilizadas han quedado millones de unemployeds excedentes.

Respecto de Inglaterra, he aquí una simple noticia del alcance de la miseria en el invierno de 1909: La situación de una gran parte del proletariado inglés y especialmente londinense es en extremo dolorosa hace ya tres meses. Muchos años hacía que el número de unemployeds se cuentan por millares.

A pesar de tanta miseria, esa masa hambrienta soporta el hambre con paciencia y sin el menor ataque a la propiedad, y eso que para colmo de pena, la niebla espesa, el fog, ha sumido a la ciudad en una oscuridad completa.

En Irlanda se siente igualmente la miseria.

Refiriéndose a Francia dice Henri Dagan:

Suponemos que mañana una ley autorizara en París la esclavitud.

¿Qué sucedería? Que multitud inmensa de obreros, sus hijos y no pocos obreros se precipitarían en la esclavitud, en tanto que los patronos se negarían enérgicamente a convertirse en amos.

¿Obedecería la negativa patronal a sentimientos bondadosos?

Antes de responder téngase en cuenta que el esclavo cuesta más que el obrero. Hay en París más de cien mil obreras que ganan menos de 2.50 francos diarios, y ha de pensarse en que el sustento mínimo de la obrera esclava costaría mucho más, como que ha de contarse con la crisis de trabajo y con el interés que ha de tener el amo por la salud de sus esclavas, mientras que siendo patrón se tiene a su disposición el jornalero, que equivale al esclavo, sin los riesgos, pérdidas ni cuidados propios del amo. Además puede el patrón ser socio de la Sociedad para la abolición de la esclavitud en las colonias y hasta puede ser demócrata y republicano sobre los beneficios de la libertad y del progreso.

José Echegaray, en un artículo que ha recorrido la prensa en cada 1º de mayo de veinte años a esta parte y que puede ser para los burgueses lo que es la epístola de San Pablo para los cristianos, ha dicho:

«La humanidad progresa por el trabajo; el trabajo es el eterno obrero de la civilización: cuanto es llega a ser por una acción activa y trabajadora, tres palabras que encierran la misma idea».

Perfectamente; bien pensado y bien dicho. Continúa:

«Todo ser humano que merezca el nombre de tal, será obrero de algo, grande o pequeño, modesto o sublime, según su fuerza creadora o transformadora».

Si hubiera añadido: será obrero de algo bueno o malo, podríamos aceptar el pensamiento; porque la verdad hay seres humanos que, por su ingenio en aprovechar el mecanismo de la explotación, han sido obreros de su fortuna a costa de la esclavitud, de la miseria y de la muerte de muchos trabajadores, y otros que, al servicio de la autoridad del dogma, son obreros de la tiranía, de la ignorancia y del sufrimiento de sus semejantes. Y sigue:

«¡Cómo ha de ser el capital, ni el monstruo, ni el tirano, ni el vampiro, si es, en el orden físico del trabajo y de la producción, el único redentor del obrero y del hombre!».

Bien dicho si no abusara de la ambigüedad de la palabra y sólo se refiriera al capital pero no refiriéndose al capitalista, a quien convienen perfectamente los calificativos de monstruo, tirano y vampiro. Y añade:

«Si de la noche a la mañana, por arte de magia, se duplicaran, se triplicaran todos los capitales de la tierra, ¡cómo se duplicaría y triplicaría el bienestar del obrero! Esta sí que sería la inmediata solución del problema social: los salarios altos, la reducción de horas, la instrucción del obrero, su descanso, su vejez tranquila, su vida moral más y más dilatada por horizontes hoy inaccesibles. Si corrieran, no dos capitalistas tras un obrero, sino veinte o treinta tras el último peón para que llevara una carretilla de tierra, ¡cómo entonces el humilde peón impondría la ley, no por su fuerza física o por la intervención absurda de otras fuerzas que el Estado le prestara, sino por la fuerza de su derecho y por la ley de la naturaleza!»

Sofisma puro, negación de los hechos patentes, error análogo al sustentado por el sabio de la antigüedad que consideraba posible la libertad de los esclavos cuando el trabajo se hiciera en las condiciones que hoy lo efectúan las máquinas; error agravado por el hecho de persistir en él, a pesar de que la grandiosa aplicación de la mecánica a la producción ha aumentado la mísera condición de los trabajadores; cuando se ha llegado a declarar en Francia que en aquella república sobran cinco o seis millones de trabajadores; cuando en Portugal, España e Italia aumenta extraordinariamente la emigración.

Es innegable la triste afirmación de Haeckel: «Comparados a nuestros admirables progresos en las ciencias físicas y sus aplicaciones prácticas, nuestro sistema de gobierno, nuestra justicia administrativa, nuestra educación nacional y toda nuestra organización social y moral han quedado en estado de barbarie».

Y siendo esto así, el atomismo social, como dice Azcárate, o el antagonismo de los intereses o, si se quiere, el dualismo social, causante de las revoluciones pasadas, reaparecerá rejuvenecido tras las revoluciones futuras, mientras, como establece la legislación de todas las naciones, el propietario de un terreno sea dueño de su superficie, y de lo que está debajo de ella, pueda hacer o mandar hacer las obras, plantaciones y excavaciones que quiera, y, por accesión, se apropie todo lo que el terreno apropiado produzca o se le una o incorpore natural o artificialmente; porque, a consecuencia de esa apropiación, los no propietarios han de quedar reducidos a la forzosa condición de trabajadores, esclavos o jornaleros, al servicio de los propietarios.

De ese modo, mientras la legislación establece, con injusticia manifiesta, este absurdo: «Todas las obras, siembras y plantaciones se presumen hechas por el propietario», el no propietario, el desheredado, queda sumergido para siempre en el abismo de la explotación y de la miseria.

¿Cómo no ha de haber atomismo, divergencia, antagonismo y odio entre hombres colocados en posiciones tan diametralmente opuestas?

Por eso, a pesar del ámense los unos a los otros, fracasó el cristianismo, religión que en sus diversas sectas vive hoy por atavismo y por la protección de los Estados.

Por lo mismo está en pleno fracaso la democracia que ve imposible la libertad, igualdad y fraternidad entre ciudadanos millonarios y ciudadanos obreros, y reimposible con los unemployeds con los que ya cobraron su último jornal, con los que los modernos Estados democratizados consideran y tratan como excedentes, con los que, como se dice vulgarmente, no tienen tras de qué caerse muertos, tras el quinto estado que ensalza Gorki, semejando el grito de la conciencia que pregunta a Caín ¿qué has hecho de tu hermano Abel?

EL SOCIALISMO PROLETARIO

Creo poder escribir en justicia ese título, ya que hay quien habla de socialismo científico, de socialismo práctico y aun de otras clases más, no como derivaciones y especialidades para fortalecer un tronco común, sino como sectas enemigas que se excomulgan unas a otras.

Para mí el Socialismo Proletario es eso que para Azcárate constituye una excepción progresiva frente al estancamiento del derecho privado; eso que llama «lucubraciones socialistas», trabajo intelectual moderno realizado por los trabajadores de todo el mundo en el seno de sus agrupaciones; lo que no han hecho por no poder, por no saber o por no querer las clases superiores, es tal vez el impulso más poderoso dado para la creación de la sociología.

Los naturalistas en sus diversas subdivisiones científicas habían dado con la unidad de la substancia universal; los astrónomos, los geógrafos y los viajeros habían descubierto la unidad material del planeta; los filósofos de la revolución establecieron la unidad del derecho político en la entidad ciudadano; los internacionales descubrieron la unidad social en el productor.

El hombre es hijo de la sociedad; es indudable que el primer paso que dio el animal inferior para salir de la animalidad hubo de ser un acto social, un pacto inspirado por la necesidad a dos impotentes individuales que por la asociación se volvieron poderosos.

Es posible que el pacto efímero realizado para un caso concreto, para una necesidad determinada, inspirara la idea de prolongarle para necesidades y casos sucesivos, lo que podría considerarse como primer indicio de la organización del trabajo, a que las costumbres darían estabilidad.

El hombre se iniciaría en la vida social como progresista y conservador a la vez.

Como progresista, crearía la sociedad, por cuyo medio suplió su impotencia con la ayuda mutua y la solidaridad, en que alternativamente sería y paciente.

Como conservador, temeroso de perder los beneficios de la sociedad, procuraría conservarla en sus primitivos principios y formas, que creería consubstanciales con la sociedad misma.

Claro es que como obra primera, falta de observación, de experiencia y de juicio, el primer bosquejo social habría de resultar deficiente, aunque por lo mismo que respondería a necesidades esenciales y directas habría de tener eficacia inmediata. Así necesidades nuevas exigirían ampliaciones y reformas que se harían sin afectar a los principios fundamentales establecidos.

Y sucedería que en lo tocante a las reformas se avanzaría más rápidamente que en los principios. Tan posible en esa suposición, de tal modo se conforma con los hechos históricos, que todavía se ofrece como demostración la comparación citada de Azcárate entre el progreso del derecho público y el estancamiento del derecho privado.

Con principios defectuosos que para hacerles inmutables se simbolizaron el las religiones, claro es que el movimiento que había de darles vitalidad y su consiguiente progreso habría de ser de una lentitud desesperante. Como es natural, las reformas sucesivas no podrían seguir la línea racional progresiva por la influencia antiprogresiva de los principios, y el progreso habría de resultar necesariamente una desviación, como cuerpo arrastrado, no por una fuerza única en determinado sentido, sino como movido por dos fuerzas, una mayor y otra menor en sentido diferente.

Así se ha llegado a constituir una unidad fuera de su verdadero asiento, apartada de las más elementales nociones de economía llegándose hasta el absurdo de cambiar los términos, dando lugar a que se entienda que el hombre es lo secundario y la sociedad lo principal, que el hombre se ha hecho para la sociedad, no la sociedad para el hombre.

Así se ha justificado este bello y enérgico apóstrofe de Pi y Margall:

«La sociedad establecida para hacer respetar el derecho de todos está en el deber de obligarme a respetarle. Mas, que tomando este deber por pretexto, no venga nunca la sociedad y diga: Tienes el derecho, pero no puedes ejercerlo mientras no hayas cultivado tu entendimiento o me pagues un tributo, porque me creeré entonces con la facultad de contestarte: ¿Quién eres tú para impedir el uso de mis derechos de hombre? Sociedad pérfida y tiránica, te he creado para que me defiendas y no para que los coartes; ve y vuelve a los abismos de tu origen, a los abismos de la nada».

Si el concepto de la universalidad y de la inmanencia del derecho humano hubiera podido descender desde las alturas del pensamiento en que se halla por el monopolio universitario hasta penetrar, por medio de la enseñanza racionalista, en las costumbres y en las instituciones hasta formar atavismo, como por ley de evolución progresiva ha de suceder; si la ciencia no se hubiera adquirido y no se adquiriera aún hoy como un privilegio, y fuera puesta al alcance de todo el mundo por un sistema racional de enseñanza, para que tuviera la debida aplicación social práctica y directa, fomentada por las aptitudes individuales; si el privilegio no se sirviera de la ciencia para aumentar sus beneficios, para gozar más y para extremar la opresión de los desheredados, el problema social no existiría o sería de facilísima solución; no siendo así, el tal problema es un verdadero conflicto social.

Y lo es, y no puede menos de serlo, porque ese proletariado internacional, cada vez más consciente y más potente, que agita al mundo combatiendo al capitalismo; que desdeña los vanos derechos políticos, incapaces de concederle siquiera la libertad de morirse de hambre frente al Capitolio de Washington en un momento de debilidad pesimista; que no se amasa en los partidos políticos burgueses, ni siquiera en los partidos socialistas dirigidos por jefes que, aunque de procedencia obrera, son burgueses de intención con indeclarables miras utilitarias, va en línea recta a la desvinculación de la propiedad, a la socialización de los medios de producción y de cambio y a la participación directa en el patrimonio universal, despreciando ficciones democráticas y halagos político-radicales, harto ya de apariencias brillantes que encubren mentiras desvergonzadas, desengaños desesperados y miserias positivas, porque quiere la substancia de las cosas, y no sólo protesta con su razón contra todo engaño, sino que tampoco se conforma con dejar en paz a los cándidos trabajadores políticos que siguen confiadamente a los caudillos socialistas o republicanos.

Con orgullo puede decirse que si existe una ciencia que desde la infancia de la humanidad hasta nuestros días se recluyó en el templo, en el convento o en la universidad, reservando a sus favorecidos la explicación de los fenómenos naturales, el conocimiento de la historia, el análisis de las fuerzas físicas, para dar a los desheredados mitos para atrofiar su inteligencia, leyes para oprimir su libertad y falsa moral y supersticiones para embrutecerlos, el proletariado moderno, hijo de la Internacional, va adquiriendo una ciencia igualitaria y justiciera que le capacita como elemento excepcionalmente activo para la formación de la sociedad futura, donde obtendrá la humanidad las satisfacciones inefables de la justicia, las dulces emociones de la belleza y la contemplación de esa verdad desnuda que se ocultó siempre bajo las fealdades de las formas exotéricas.

Sí, así es el Socialismo Proletario, esencialmente diferente de todo socialismo de programa o etiqueta, de esos socialismos que sólo sirven de pretexto a mangoneadores de colectividades obreras o de reclamo electoral.

El Socialismo Proletario, desde los orígenes de la Asociación Internacional de Trabajadores, viene constituyendo una ciencia obrera, que toma de la ciencia en general lo que aun contiene libre de sofismas utilizados por toda suerte de privilegiados, y con criterio despreocupado agrupa conocimientos que sirven para beneficiar a todos los hombres, y para impedir que los mixtificadores puedan privar a los trabajadores de sus derechos naturales y arrebatarles el fruto de su trabajo.

Discuten aún los sabios si hay o no un criterio de verdad, y los trabajadores, para adquirir la verdad con el brillante prestigio de la evidencia, tenemos un criterio de justicia que los privilegiados no pueden tener sino cuando por excepción reniegan del privilegio, le abandonan y le desprecian.

De los privilegiados puede decirse, no ya «donde está tu tesoro está tu corazón», sino que su tesoro inspira su entendimiento, y si no precisamente su tesoro, sus comodidades, su fama, sus preocupaciones, su atavismo, la blanda y suave huata con que rodean su cuerpo para atenuar cobardemente los choques y los encontrones de la realidad de la vida social.

Los trabajadores, por el contrario, partiendo del principio de que de hombre a hombre va cero, negamos todas las distinciones y diferencias artificiales que fundó la ignorancia y perpetúo la malicia, y en esa negación va envuelta todo cosmogonía, toda teología, toda filosofía, toda legislación, toda política que contradiga esta norma social de justicia: «No hay deberes sin derechos, no hay derechos sin deberes».

Negación fecundísima, fuente de vida, criterio de verdad, de belleza y de justicia, principio dignificador de rebeldía y germen vivo de una sociedad justificada en que cada hombre y cada mujer, desde la infancia hasta la ancianidad, darán de sí todo el fruto de inteligencia y de actividad que por su naturaleza les corresponde, sin freno ni cortapisa, libre y espontáneamente.

Para terminar:

Perdone el señor Azcárate mi equivocada interpretación de la frase: «El poseedor romano es inmortal».

Yo no había leído su discurso íntegro, y no podía saber que, en lugar de haber sido tomada en su sentido recto y absoluto, como ha de tomarla todo el que hable nuestro idioma y la lea suelta, significaba no más de una idea relativa dependiente de determinada circunstancia.

Ahora veo que el poseedor romano no es inmortal, sino que se admite que vivirá hasta que el derecho privado, retrasada nada menos que dos siglos que representan dos evoluciones en la legislación, avance hasta ponerse al paso con el derecho público.

He ahí anunciado para un plazo fijo -como ha de considerarse el término evolutivo de la usurpación de la riqueza social-, la reconstitución de la sociedad sobre las indestructibles bases de la ciencia social.

CAPÍTULO IX

CRITERIO LIBERTARIO

EXPOSICIÓN PRELIMINAR

La palabra criterio es de aquella que tienen la mala fortuna de ser repetidas y aplicadas con escasa exactitud, debido a dos causas graves de transcendencia social: una, lo imperfecto de nuestro lenguaje, susceptible y necesitado de reformas, y otra, la hipocresía dominante, que obliga a las gentes a aparentar más saber que el que realmente poseen y una elevación moral de la que se hallan distantes.

Por etimología, parece que criterio significa en griego el acto de juzgar; para la generalidad representa la característica especial del modo de juzgar de una colectividad con pensamiento común o de un individuo.

Claro es que no debiera de haber más que un modo único de juzgar, porque las cosas, lo mismo que las abstracciones, son en sí idénticas a sí mismas, y no varían porque se les juzgue bien o mal.

Considérese el fárrago inmenso de escritura que constituye la teología, para sacar en limpio la afirmación concreta de que «Dios es el bien», a la que un pensador célebre, como resumen de las doctrinas filosóficas, opuso esta otra: «Dios es el mal», afirmaciones ambas resultado de criterios opuestos, cada uno fundado en una lógica con apariencias irrefutables.

Se ve, pues, claramente que hay criterios diferentes, según el orden de ideas en que, por preocupación o por interés, se hallen las colectividades y los individuos, y que sólo puede prevalecer el criterio que, sustentando sus conclusiones sobre bases perfectamente racionales, demuestre la inconsistencia de los criterios que terminan en conclusiones contrarias. Únicamente al conjuro de ese criterio, la verdad, solicitada con ansia vehemente, se manifiesta con docilidad resplandeciente de evidencia, precursora de la justicia, generadora de placidez que inspira las más sublimes concepciones de la belleza.

El sentir, pensar y querer, trilogía que expresa la inmensa esfera de acción de las facultades humanas, ha de extenderse sin más limitación que la del propio poder, ayudada por el concurso solidario de la humanidad entera, sin trabas de ningún género, ni menos autoritarias.

Siendo el criterio, no un encadenamiento lógico de juicios perfectamente comprobados por la crítica, y admisible para todo el mundo, como debiera ser, sino el resultado de una lógica parcial, me coloco en esa parcialidad aparente, y presento también mi criterio propio, con el deseo de obtener con él la sanción de los anarquistas, por lo que, anticipando mi aspiración al resultado, le doy la denominación de criterio libertario.

Y entro en materia.

LA SITUACIÓN

Tenemos una humanidad degenerada, deformada, atrofiada, moralmente anquilosada por causas que radican en tiempos anteriores, muy anteriores a la época presente.

En esta gran colectividad sobresalen los eminentes, quienes, en vez de remediar nuestros males, fortalecen sus causas: quién remienda la religión, quién la monarquía, quién moderniza el principio de autoridad con estériles novedades democráticas, quién pretende reglamentar la vida con una legislación que abarque todos y cada uno de sus actos… Si a lo menos esas gentes no ejercieran el magisterio, serían rutinarios y reaccionarios a secas; pero, metidos a maestros, son ciegos, guías de ciegos, como dice gráficamente el Evangelio.

Vivimos en una sociedad, y la sociedad, como complemento del individuo, es imperecedera.

Reunidos los humanos, y en posesión de los infinitos tesoros contenidos en la tierra, en los mares y en el espacio, desarrollan y aplican sus diversas aptitudes y, creando y descubriendo la infinita variedad de productos y de leyes naturales que constituyen el grandioso conjunto de la ciencia, del arte y de la industria en sus múltiples manifestaciones, crean un capital social más que suficiente para nada falte y puedan gozar sin tasa todas y todos de todo.

Este concepto de la sociedad, sencillo como un axioma, puro como el primer pensamiento brotado en una inteligencia inocente, práctico como expresión exacta de la economía, sublime como la fórmula que contiene la justicia absoluta, fue negado por los ambiciosos y los soberbios, y de esa negación surgió el caudillo, el soberano, el legislador, el sacerdote, el propietario, y, en representación de tanto usurpador, el Estado, entidad maldita que arrebató a los individuos su derecho inmanente e inalienable, sujetándolos a un supuesto derecho escrito en códigos arbitrarios por los que se obliga al productor libre y digno a vivir sometido al holgazán tiránico y vil.

Llevar la primitiva concepción de la sociedad a la práctica, limpiarla de la infección estatista, conseguir que, a cambio de la contribución individual en la producción, gocen todas y todos de los productos sociales y de los bienes naturales, cuidando paternal, fraternal y filialmente, como formando familia universal, de los niños, de los enfermos y de los ancianos, sin ceder nada a parásitos sistemáticos, tal es la verdadera, la única obra revolucionaria encaminada a la realización de esa concepción ideal.

Justificar el Estado es tarea ingrata, imposible; tanto valdría empeñarse en hacer higiénica y habitable una asquerosa cloaca teniendo libre acceso al bosque, a la madera, a la montaña, al río, al mar.

Dejemos esa tarea a los que por malicia o por ignorancia sostienen y propagan el Estado monárquico, el Estado republicano y aun el Estado obrero, y consideremos que vegetamos en una civilización ridículamente fracasada: dos grandes vías de consoladora esperanza consigna la historia, abiertas como para producir una especie de desagüe en el estancamiento mortífero del antiquísimo privilegio, con veinte siglos de fecha la primera y poco más de uno la segunda, y las dos han degenerado en reproducción del mismo mal que pretendían evitar. El cristianismo, la primera, reacción contra el judaísmo, renovación de la antigua mitología y consuelo de los desheredados de la época, se convirtió en ese catolicismo que, después de haber alcanzado su apogeo con el odioso Tribunal de la Fe, vemos agonizar en medio de una corrupción idéntica a la que justificó el proselitismo entusiasta de sus primeros tiempos. La democracia, la segunda, hija del libre examen y de la protesta contra la tiranía teocrática, autocrática y aristocrática, renovación del antiguo consuelo cristiano perdido en la decepción católica, ha visto las grandes concepciones de los enciclopedistas, los ensueños edénicos de los publicistas de la revolución y de los oradores de los clubs y de la Convención, lo mismo que las utopías comunistas de la primera mitad del siglo pasado, convertidas en esta repugnante realidad burguesa que nos chupa, oprime y ahoga como inmenso y asqueroso pulpo, teniéndonos hoy entre sus tentáculos tan estrujados como nuestros antepasados los siervos de la gleba y los esclavos de la ergástula.

Colma la indignidad y el ridículo del fracaso la consideración del desbarajuste intelectual dominante. Contra todo el conjunto, que no sistema, de aberraciones teogónicas, míticas y místicas de lo pasado, que nadie cree por absurdo, pero que se finge creer porque aun no ha llegado la moda definitiva de declararlo abolido, viene la ciencia y manifiesta con evidencia absoluta la unidad, la incredulidad, la indestructibilidad y consiguiente eternidad de la materia, y esto, que es claro como la luz del día, se acepta por un lado mientras al mismo tiempo se va a misa, se bautizan criaturas, se pone el amor bajo el ritual de los célibes que, como el cuco de la canción popular, ponen el huevo en nido ajeno, y se hace una amalgama de Moisés y de Darwin, que sería digna de una casa de orates si los locos razonadores que sustentan no fueran unos tunantes redomados que ponen su asquerosa sensualidad sobre la conciencia, la razón y el honor.

Pues si así andamos respecto de la verdad con la religión y la ciencia, otro tanto sucede acerca de la justicia con la sociedad y el derecho.

Los que sobre las ruinas de las antiguas cracias inventan nuevas mixtificaciones autoritarias; los usufructuarios de la riqueza, de que desposeyeron a los antiguos usurpadores, convertidos en usurpadores modernos; los que con miras utilitarias presentan al pueblo el señuelo de la democracia y de la república, pertenecen a la clasificación de los fracasados: su libertad es una promesa ilusoria positivamente sometida a la autoridad; su igualdad se halla simbolizada en el hecho de considerar como unidad política para el cumplimiento de los deberes y el goce de los derechos al ciudadano, como si con decir que todos somos electores y elegibles, fueran iguales, por ejemplo, el infeliz campesino andaluz y el propietario de uno de aquellos inmensos latifundios de Andalucía.

Tal es el cuadro que de la situación de la humanidad sometida a la sociedad presente, al Estado y a la civilización moderna, forma el criterio libertario.

DOCTRINA RACIONAL Y OPOSICIÓN AUTORITARIA

Parangonando ahora el cuadro expuesto con la exposición sumaria, pero fundamental, de los principios libertarios, tenemos que, en ese Estado que se ha sobrepuesto a la Sociedad, consigna el código la propiedad en la forma que actualmente está constituida; pero no puede aceptarse por aquella idea de justicia que por definición da a cada uno lo que es debido.

Resulta, pues, un antagonismo entre el hecho y el derecho, que entraña por una parte el ataque y por otra la resistencia, y que da origen, por natural consecuencia, a penosa crisis, que ha de resolver en su día una revolución violenta, como resultado de una evolución comprimida que formará época en los anales del progreso.

Este antagonismo se halla representado en la vida social por dos agrupaciones distintas y perfectamente deslindadas, que tienen preocupaciones, ideas e intereses diferentes y opuestos.

Una de dichas agrupaciones se halla en posesión de la tierra, del capital, de los grandes instrumentos de trabajo, de la ciencia, y de la autoridad; es decir, posee, sabe y manda.

La otra vive al día, no tiene más medio de subsistencia que el trabajo asalariado, sólo recibe la instrucción primaria (y eso casi únicamente en los grandes centros de población), vegeta en medio de las mayores privaciones; es decir, no posee, ignora y obedece.

En oposición con ese hecho social se hallan estas consideraciones de perfecta justicia.

La tierra, el aire, la luz, productos naturales anteriores del hombre, y, por consiguiente, anteriores a la sociedad, no pueden vincularse en una persona, en una familia o en una categoría de personas.

El capital, trabajo producido, en cuya producción pueden intervenir diversos factores, no puede considerarse como la propiedad exclusiva de una persona, de una familia o de una clase.

La ciencia, producto de la observación, del estudio y de la metodización de todas las generaciones que nos han precedido, no puede constituir el patrimonio exclusivo de los poseedores del capital.

Los grandes instrumentos de trabajo, aplicación de la ciencia a la producción, no deben ser propiedad exclusiva de un gran acaparador, ni tampoco de una sociedad de capitalistas.

El dinero, representación del trabajo, poseído por el explotador holgazán, no puede dar exclusivo derecho de goce.

El desconocimiento de estas sencillas nociones ha producido las dos agrupaciones indicadas, debiendo considerarse la primera como monopolizadora y expoliadora, y la otra como despojada y desheredada.

Monopolizadora y expoliadora, porque atesora riquezas que no produce y se reserva los medios de continuar indefinidamente el mismo monopolio, la misma expoliación.

Despojada y desheredada, porque constituyendo la tierra, el capital, la ciencia y los grandes instrumentos de trabajo un patrimonio universal, sólo participa de él una clase constituida en mayorazgo, especie de hereu social, privando de la justa participación a todos los trabajadores.

Tal es el hecho que se ha querido revestir de la autoridad de derecho y que los legistas y no pocos economistas presentan como dogma social.

Para conservar ese dogma se ha inventado el orden, que en la jerga política significa quietismo, sufrimiento paciente de la iniquidad sin protesta ni rebeldía.

Buscando en el Diccionario de la Academia, penúltima edición, no se encuentra la acepción política de la palabra orden, siendo las acepciones principales estas: «colocación de las cosas en el lugar que les corresponde; concierto, buena disposición de las cosas entre sí», que, como se ve, se refieren únicamente a las cosas, no a las personas, por lo que, sin duda, la interpretación más adecuada de aquella palabra aplicada al tecnicismo político es la contenida en aquel famoso parte de un general sanguinario: «el orden reina en Varsovia».

El orden es inalterable: reina siempre, aun en lo que se llama desorden, en lo moral como en lo físico. Si un hombre daña a otro con una acción infame, natural es y está en orden, aunque el Evangelio mande presentar la otra mejilla, que el perjudicado sienta odio y, según los casos, llegue hasta la venganza. Lo contrario se produce si se trata de una acción buena. Si la imprevisión inspira la construcción de una casa al pie de una colina coronada por enorme peñasco inestable, si la rutina la conserva y un día el peñasco se desprende y arruina la casa y aplasta la familia, resultará que se habrán cumplido las leyes naturales con el orden más perfecto, porque la estática, aquella parte de la mecánica que trata del equilibrio de los cuerpos, no se detiene por el sentimentalismo ante las desdichas de los ignorantes ni de los perezosos, sino que castiga con el incidente imprevisto a quienquiera que se le ponga delante. Concretando: por el ruido y los flamantes reflejos de pasajero y amenazador motín se enteran los que pasan tranquilamente su vida sobre un sueño minado por furores revolucionarios, de que el proletariado se desespera, y de que aquí, allá o acullá se altera el orden, que se restablece al fin por la intervención de la autoridad con el apoyo de la fuerza pública.

Tonterías, convencionalismos, frases rancias y vacías de sentido, lo del mérito de esa intervención. Lo que sucede una vez más, es el cumplimiento invariable y ordenado de la relación de las causas con los efectos. Lo que hay de cierto en esto, es que el que se impresiona por los efectos sin conocer las causas, teniendo además el estúpido propósito de no querer conocerlas porque se imagina que las conoce ya, ve en un motín obrero, no algo así como el respiradero volcánico de un mar de fuego subterráneo, como es realidad, sino caso aislado que puede arreglarse con cuatro civiles y un cabo o con una astucia burguesa-gubernativa, y por lo mismo lamenta hipócritamente una intransigencia patronal, o censura con acritud las pretensiones que supone exageradas de los obreros, o aplaude como si fuera un juicio de Salomón la solución autoritaria impuesta por un gobernador. Todo eso sin considerar que, como escribió La Internacional y quedó como fórmula indestructible de soberana justicia, no hay deberes sin derechos ni derechos sin deberes, y, por tanto, que anterior a todo conflicto y superior a los arreglos con que los conflictos suelen arreglarse, existe una condición suprema de orden que, o se desborda como un torrente desolador cuando la masa de las aguas excede de su cauce natural, o se desliza suave y tranquila como pacífico riachuelo que vivifica una comarca.

A pesar de esta evidencia, no hay medio de meter en la cabeza de ciertas gentes que en el antagonismo existente entre los capitalistas detentadores del patrimonio universal y los desheredados obreros, del cual son manifestaciones que ocurren en todo el mundo las huelgas de trabajadores, hay un conflicto generalizado y permanente que sólo puede arreglarse de una vez y para siempre con la revolución social, que expropie a los privilegiados detentadores de la riqueza pública y dé participación en la misma a los sistemáticamente desposeídos.

Claro es que solución tan equitativa como revolucionaria chocará contra la injusticia, hecha rutina y ley y además fuerza pública; pero esas cosas ni son eternas ni siquiera duraderas, y sobre todo se hallan en oposición con la tendencia justiciera del progreso, y sabido es que lo que al progreso se opone ha de ser arrollado.

No, y mil veces no; no consiste el orden en la ignorancia sistemática impuesta a los oprimidos y explotados, ni en las balas de los maüsers, ni en los caballos de los civiles, ni en la tranca de los polizontes, ni en le bando de un general, ni en las rejas de una cárcel, ni en el bacalao del torturador, ni en el pelotón ejecutor, como creen ignorantes conservadores; el orden ideal, el que ansía construir los que sufren y el que ha de dominar al fin, consiste única y exclusivamente en la perfecta reciprocidad entre los derechos y los deberes, practicada y conservada de modo imperecedero en la sociedad.

FRACASO DE LA CIVILIZACIÓN AUTORITARIA

La verdad, la justicia y la belleza, tres grandes abstracciones de nuestro entendimiento, que constituyen la esencia de nuestro progreso, que aplican el móvil a la vez que el objetivo de nuestra evolución, son grandes bienes que el hombre ansía y que están contenidos en la naturaleza, como la estatua típica de la hermosura lo está en el bloque de piedra bruta que el artista descubre con el cincel.

Para descubrir bienes tan inmensos se necesita el concurso de todos los humanos, hombres y mujeres, civilizados y salvajes; no exclusivamente de los hombres monopolizadores de ventajas en contra de la mujer, la cual, si ha quedado rezagada, es porque los hombres monopolizaron la industria legislativa; no de los civilizados, porque si aparecen superiores a los salvajes, no se debe a superior moralidad, sino a que so pretexto de civilización superior escamotean la libertad de los cándidos primitivos a cambio de cascabeles y de cuentas de vidrio, imponiéndoles después aventureros, frailes, virreyes, capitanes generales y burgueses, todos han de contribuir al grande, al necesario descubrimiento que a todos los humanos, sin distinción de sexo, raza ni nacionalidad, ha de poner en concordancia perfectamente armónica la naturaleza con nuestra moralidad y con nuestros sentimientos.

Hay que romper de una vez y para siempre con la tradición mesiánica; hay que declarar definitivamente que todo mesías es un impostor, es un enemigo. Individuo o colectividad social o doctrinaria que ofrezca salvar o redimir al que o a los que sufren, mediante condiciones de limitación de la libertad absoluta del individuo, inmanente en el individuo y consubstancial con el individuo, miente, es un tirano encubierto, sea cualquiera su nombre o la denominación que adopte.

Todo mesías, todo redentor defrauda sin excepción las esperanzas suscitadas y degenera en dictador o en fundador de una secta, originando esas rémoras constantes del progreso, por las cuales la evolución progresiva es una constante y sangrienta lucha en vez de ser una marcho normal y pacífica que de perfección en perfección nos condujera a la meta suspirada.

Respecto a las clases sociales y aún de entidades sectarias, no hay que olvidar que, si bien es cierto que de todas han salido nobles y generosos altruistas, los individuos procedentes de las superiores han tenido que sufrir grandes luchas hasta que, por fin, han sido excomulgados y desheredados de la agrupación, quedando como esos proletarios de sangre azul y aun de regia extirpe que viven trabajando a jornal o a destajo; porque las clases privilegiadas, las directoras, como tales clases privilegiadas, son, han sido, no pueden menos de ser estacionarias y retrógradas, y únicamente la oprimida es progresiva y revolucionaria, y en cuanto a las entidades sectarias no han podido jamás desmentir ni una palabra de sus dogmas, baluarte firme de los intereses de sus definidores.

He aquí dos ejemplos que valen por un resumen histórico que confirma plenamente mi afirmación:

  • El cristianismo, amoroso en las agapas, comunista en sus iglesias, humilde y altruista en las catacumbas y ante el sufrimiento, y fuerte hasta el más sublime heroísmo en los martirios que le impusieron los tiranos, se convirtió en ese catolicismo cuyo símbolo es la Inquisición y cuyos representantes más caracterizados en el día son los hijos de Loyola.
  • La burguesía, salida por la cierta selección del proletariado adscrito a la gleba feudal y de los gremios con que el absolutismo de los reyes protegió a los siervos emancipados, contribuyó poderosa y eficazmente a la vida de los renacientes municipios, impulsó la rebeldía de la Reforma, dio sabios y grandes artistas al Renacimiento, atrevidos navegantes exploradores a la gran falange de hombres que después de Colón se empeñaron en hacer el inventario de nuestro globo; obra suya es la Enciclopedia; por ella se llamó al siglo XVIII el siglo de la filosofía; ella impulsó la revolución francesa y formuló la declaración de los derechos del hombre; parecía destinada a reducir a unidad científica precursora de la igualdad social la antigua división de la doctrina en esotérica (interior, privilegiada), y exotérica (exterior o mitológica, buena para los desheredados), pero allí se estancó, no pudo pasar adelante y acabó como entidad progresiva. Inútil que Proudhon la excitara a empuñar la bandera del progreso, que abandonó para coger el látigo capitalista.

El momento es solemne: vivimos en pleno fracaso: la actual civilización, lejos de ser molde definitivo para la forma de la sociedad humana, es un mal recipiente donde aquélla se atrofia o se desborda; no sirve para retroceder, para quedar en reposo ni para avanzar.

Suponiendo que siempre hubiéramos de vivir sujetos a una cracia, o sea a una clase de poder, a un régimen político que diera forma a un Estado dentro de una nación, no podemos retroceder: lo que existe, obra del tiempo, producto de una serie de años durante la cual fuerzas humanas determinadas han elaborado en determinado sentido, no puede anularse, como puede dejar de haber sido el tiempo que ya transcurrió; ni tampoco es posible que reyes, nobleza, clero y burguesía, degenerados por el abuso del privilegio, víctimas del germen destructor que la desigualdad inocula a sus preferidos y que les impulsa a la pendiente por la que ruedan hasta el abismo, inspiren confianza a nadie, ni ocupen el poder, ni ejerciten el mando sin protesta, concreción del descontento murmurador, que se convierte en rebeldía latente y por último en explosión revolucionaria.

Dentro de la misma suposición no podemos progresar: las naciones, los Estados, esa misma cracia bajo cualquiera de sus formas, son un obstáculo pacíficamente insuperable, vencedero únicamente por la desobediencia y por la acción facciosa de los obligados a protestar; las clases privilegiadas que bajo esas cracias se cobijan lo tienen jurado: una patria, un poder, una riqueza social, tanta para sí, con la sanción de su dios, que dice que siempre ha de haber pobres en el mundo; de su ley, que les castiga como ladrones, si dan un paso a derecha o izquierda dentro de sus tierras apropiadas que bordean los caminos; de su ciencia, que sostiene que los fuertes y los bien dotados, es decir, los poseedores (beati posidentis, como decía Bismark), están llamados a prevalecer sobre los pobres, los ignorantes, los débiles, los mal dotados.

Es más: en la cracia, en toda cracia, se considera el progreso como criminal: la Iglesia lo condena por herético; la academia, por utópico; la burguesía en general, por perturbador. Parodiando los tres infusorios de Bartrina, esas tres entidades, en su alta sabiduría, han acordado que no hay más allá fuera de la infecta y microscópica gota de agua que les contiene.

Non possumus, dicen como dogma culminante los poseedores y los aspirantes a la posesión, y como único objeto del movimiento social, sueñan con inútiles cambios de postura, suficientes no más para satisfacción de ambiciones personales, y a los que aspiran a la nivelación de las condiciones, a la universalización del derecho y a la participación incondicional del patrimonio universal, única aspiración racional y eminentemente progresiva, les cierran el paso con leyes scélérates, como en la Francia republicana; ley de residencia, como en la República Argentina; ley de expulsión de extranjeros, como la que ha puesto en práctica Suiza, república mojigata que da cargas contra sus huelguistas, admite con agasajo a los extranjeros ricos y expulsa a los pobres; ley de inmigración, como la elaborada por la república federal de Washington, la que se ha llamado república modelo, república tocinera, república de los trusts; leyes malvadas, leyes excepcionales, leyes tiránicas (monárquicas o republicanas), y con persecuciones que dejarán sangriento recuerdo en la historia.

Contra todos los partidarios de la posesión detentada, contra todos los que de todas las fuerzas sociales extraen substancia para formar la materia que legista, dogmatiza, juzga, castiga, vigila, tiraniza y explota sistemáticamente, constituyendo el supremo guindilla llamado Estado, que señala arbitrario límite al progreso, está el criterio libertario… que, dejando al lado opuesto lo mismo a los que aspiran a gobernar con blusa que a los que gobiernan con púrpura, dice a los pobres despojados: no los creas y repite el Homo sibi Deus de Pí y Margall, que ningún republicano federal es capaz hoy de suscribir con sincera eficacia: «El hombre es para sí su realidad, su derecho, su mundo, su fin, su dios, su todo… el hombre es soberano, todos los hombres son ingobernables; todo poder es un absurdo; todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre, es un tirano, es un sacrílego».

Harto sé que, teniendo la vista fija en el ideal, se corre el peligro de desperdiciar ciertos beneficios individuales, y por añadidura se incurre en ciertos peligros, y si a uno se le presenta el egoísmo recordándole que tiene estómago exigente y una piel delicada, y que las buenas comidas y la buena cama son preferidas al rancho y al petate carcelario, y da oído a la tentación, es hombre al agua, o si se quiere, hombre de orden; pero si desatiende la expresión de lo mezquino para sublimizar el goce, poniéndole en la satisfacción íntima de la conciencia o en la participación común y universal en fraternidad aun con esos enemigos de hoy, ese goce es más positivo, más intenso, más duradero.

Para facilitar al lector ese goce, para solicitar su concurso en la obra de progreso, para evitar que caminando hacia el ideal emancipador se pierda el tiempo ante las distracciones del camino, presento la negación ácrata: también los ácratas tenemos un non possumus, pero el nuestro, me propongo demostrarlo hasta la evidencia, es perfectamente racional.

No podemos aceptar la escala del posibilismo o del oportunismo político-burgués, y para ello expondré esta razón solemnemente fundamental: entre todas y cada una de las infinitas formas del error y de la verdad única, no hay gradación posible, no hay más que un no rotundo, enérgico, aplastante, gloriosamente anarquista, que mira hacia atrás, o un ennoblecido por el pensamiento, hermoseado por el arte, santificado por el sufrimiento, las lágrimas y la sangre de los mártires que mira a lo porvenir.

No, por ejemplo, decía Colón a los santos errores genesíacos, a las teorías de Ptolomeo y a la preocupación dominante.

Para contrarrestarle, respondía la Junta de Salamanca, contestando a Colón: lo dicen las santas escrituras, y es artículo de fe y condición esencial de salvación o de condenación eterna.

Dicen por ahí que con negociaciones no puede edificarse nada, y repiten como aforismo indestructible este pensamiento de Dantón: «No se destruye sino lo que se reemplaza». ¡Vana palabrería! Con la misma o quizá con mayor razón puede retrocederse el argumento y decir: «No se reemplaza sino lo que se destruye». Lo cierto es que un no herético, personificado en Lucero, cerró el triste período histórico denominado la Edad Media y abrió paso al Renacimiento, y eso antes que la Reforma hubiera formulado con qué había de sustituir el maléfico poderío católico; un no revolucionario, representado por la guillotina, puso término al absolutismo real en medio de conmociones terroríficas y demagógicas, cuando aun distaba mucho de existir en condiciones viables ese parlamentarismo burgués que, en monarquías y repúblicas, llena el mundo con la pestilencia de la corrupción que ha hecho germinar en la humanidad. Del mismo modo el no anarquista pone su veto al privilegio, diciendo «de aquí no pasarás», y conteniéndole positivamente para dar lugar al libertario, que ha de formarse, y reclamo su atención a la declaración siguiente, que quiere hacer por mi propia cuenta, porque quiero pasar por un hombre de razón, no por un sectario, y digo que el libertario ha de formarse, no por obra exclusiva de los anarquistas, sino por la inteligencia libre, por la voluntad regenerada, por el sentimiento de lo bello, por el concurso general de la humanidad emancipada.

¡Ah! ¡Qué obra tan grande llevamos entre manos y qué escasos son para ella nuestros recursos individuales! Pero esta consideración verdadera y necesaria no ha de desanimarnos; no desanimará jamás a los buenos, a los que conocen y aman el ideal, a aquéllos a quienes la idea de justicia tocó en su cabeza y en su corazón, a los que saben jugarse el amor de una familia, las dulzuras de un hogar y la honorabilidad que concede el vulgo al que práctica la hombría de bien rutinaria, contra el odio de los ricos y de los poderosos, las amarguras e innumerables molestias del cautiverio y del desprecio consiguiente al sacrificio ignorado.

Ténganlo entendido, como una verdad que, aunque rudimentaria, es casi generalmente desconocida: el progreso no es exclusivamente obra del tiempo y de la multitud, sino que ante todo es obra individual. Sin el trabajo, la constancia y la abnegación del que concibió una iniciativa, perseveró en ella y renunció a cuanto de ella le apartara, ¿qué sería de esta civilización que nos encanta, sobre todo cuando la vemos en su aspecto de ostentación y de grandeza? Sabido es que un invento es resultado de una gran obra preparatoria, pero supriman con su imaginación la energía de un solo individuo en cada uno de los grandes descubrimientos, y tal vez a estas horas no tendríamos alfabeto, numeración arábiga, imprenta, conocimientos del sistema solar y planetario, América, vapor, ni electricidad. Muchos de ustedes han visto y todos han leído u oído hablar de aquellas asombrosas cuevas de Montserrat, en que durante la larga serie de siglos que nos habla la geología, la acción de minúsculas gotas de agua impregnadas de substancia mineral ha formado, por la reunión de estalactitas y estalagmitas, aquellas robustas y hermosísimas columnas que causan la admiración del sabio, del artista y hasta del ignorante, poco propenso a fijar su atención más allá del pesebre que contiene su pitanza; hay allí también la obra individual e incesante; supriman imaginariamente unas cuantas gotas; por ejemplo, la que determinó la unión de la masa de arriba con la de abajo, y otra cualquiera de una o de otra, y la obra interrumpida no habría llegado a término. Pues eso, a los conscientes y responsables a la vez que pacientes y víctimas de la injusticia relativa de esta sociedad en que vivimos, indica claramente la misión que les incumbe en la gran obra de impulsar la evolución progresiva.

He hablado antes de grandes fracasos en que cayeron y se hundieron para siempre ideas que un día la humanidad aceptara como esperanza salvadora. Males enormes, tiranías espantosas existen que cuentan siglos ya de dominación, y que en su origen alborearon como luz de dulce consuelo precursoras de esplendente sol de justicia; su mal mayor no consistió en la sangre y en las lágrimas derramadas, ni siquiera en el desengaño en que se trocó la esperanza; está en ese pesimismo corriente que han producido, con que sistemáticamente se acoge todo lo bueno; en esa sonrisa escéptica, especie de mueca mefistofélica, con que por fanatismo misoneísta se acoge lo nuevo, en ese suicida criterio en que se rechaza la verdad; en esa testarudez con que se cierran los ojos a la luz; hasta se halla, y llamo principalmente la atención de la juventud como un peligro que amenaza en general a la juventud ilustrada, en esa novela de la superhombría, que si pudo hablar de ella un hombre como Niezstche, se convierte en pretexto de vanidad y de soberbia en los que sin genio para ser figuras de primer orden se convierten en sectarios con todos los inconvenientes del sectarismo, incurriendo además en vergonzoso ridículo; me refiero a los que, parodiando a Taine, se consideran como finos atenienses y tratan a todo mundo de palurdos y beocios. Sí, fracasaron las religiones, fracasó la filosofía, fracasó la democracia, y fracasaron porque en todos esos ideales muertos, y bien muertos, aunque todavía existan las instituciones que crearon, aunque se mantengan levantados sus altares, sus cátedras y sus comicios, quedó un germen de privilegio que creció protegido por el prestigio de las nuevas ideas que le cobijaban, de las que tomó el aparato exterior y la nomenclatura, dejando subsistente el núcleo generador, al que hemos de llevar la acción eminentemente salvadora de la negación anarquista.

La ANARQUÍA niega el Dios, supuesto autor del bien y del mal, que justifica la existencia de un moderador y justiciero, principio dogmático de todas las religiones, base única de la autoridad, excusa del privilegio, alcahuetería de las desigualdades sociales; niega el Estado, por consiguiente y no acata una forma legal de la propiedad que es pura usurpación y despojo, en favor de los propietarios, de la parte que en el patrimonio universal corresponde a todos los injustamente desheredados.

Con estas negaciones y afirmando el derecho a vivir, formula la afirmación salvadora, el sistema único que constituye la tabla de salvación para la humanidad en medio del naufragio revolucionario en que ha de hundirse la sociedad transitoria en que vivimos.

La ANARQUÍA es la única forma de socialización que corresponde a una sociedad emancipada, libre, consciente, instruida y justa.

EN LA PROPIEDAD

Hablemos ahora de la propiedad.

Se discute mucho sobre ella, y si no se presentara el criterio libertario a poner coto a cuantos de ese asunto tratan, resultaría plenamente probado que esa cantidad inmensa de bienes útiles al hombre que se hallan espontáneamente en la naturaleza, como esos otros que son producto de la potencia productora de todos los hombres, están perfecta y justamente vinculados en poder de los actuales propietarios, sólo porque un legislador lo consiguió así como precepto legal.

Siendo ley que pertenezca a unos cuantos lo que por esencia y origen debe ser de todos, resulta que, tanto como el que posee se separa del nivel racional del derecho en sentidos ascendente, hay que considerar separado al desposeído en sentido descendente. Así, tanta distancia hay ascendiendo del concepto racional hombre al de amo, señor y burgués propietarios, como descendiendo desde el mismo punto de partida al de esclavo, siervo y jornalero desheredados.

Fíjese bien la atención en ello, porque es éste uno de los puntos capitales, si no el capitalismo desde el cual se origina la protesta anarquista contra el régimen social que nos oprime, y el que constituye el polo opuesto de su reivindicación ideal.

Somos los trabajadores hombres de condición social disminuida, y para que lo seamos de hecho y lo dejemos justificado con apariencia de derecho, se nos limita el saber, se nos rebaja el poder, se menoscaba nuestra dignidad, se nos dificulta la vida y se nos reduce a un estado que fluctúa entre cosa y bestia tanto como difiere esencialmente del tipo natural, racional y social hombre. Nuestros enemigos los privilegiados se pegan diplomas y pergaminos; se ponen galones, cruces y bordados; visten togas, túnicas, uniformes y mantos; se dan títulos ostentosos como emperador, soberano, rey, príncipe, conde, duque, marqués, pontífice, patriarca, arzobispo, obispo, canónigo, general, ministro, juez, doctor, etcétera; se dan tratamientos altisonantes como santísimo padre, majestad, alteza, excelencia, ilustrísima señoría, y si no se les va a la mano llegan hasta intentar divinizarse, mientras que el infeliz que revienta de trabajo y sucumbe en la sima de la desventura apenas se llama Pedro. Por eso en la historia se ve a los hombres, que son y han de ser esencial y socialmente iguales, separados por la distancia infinita que va desde el paria al brahmán.

Y lo doloroso es que esa diferencia, si no tan bárbaramente acusada como en los pueblos antiguos que vivían sometidos a la más brutal autocracia, subsiste hoy, aunque bajo formas atenuadas, en el fondo de nuestras modernas democracias, amparado bajo la repugnante farsa denominada sufragio universal, como existirá mientras haya cracias en el mundo, naciones donde aplicarlas y súbditos, vasallos o ciudadanos a quienes arrancar pedazos de vida y de libertad en forma de tributos y productos elaborados a jornal, del mismo modo que mientras haya cárceles y calabozos no faltarán carceleros ni infelices cautivos.

En una palabra, existe bajo el nombre de propiedad una cosa que es la negación del derecho de propiedad, en lo que ésta tenga de justo y de legítimo; existe la legalidad de la usurpación.

No diré yo, como dicen que dijo Brisot el girondino, repitió Proudhon y después de él muchos otros revolucionarios de menor prestigio, «la propiedad es un robo», lo que sí abominaré, calificándolo de usurpación, y peor aun, porque se trata de sus desastrosos efectos, es esa legalización. Y por más que a mí no me agrada el empleo de las palabras fuertes, que suelen usarse muchas veces como medio sugestivo cuando falta la energía del pensamiento, lo cierto es que por más que busco no encuentro otra frase para expresar la verdad que la razón proclama sobre el presente punto de mi tema: usurpación es peor que robo, pero apropiación por usurpación legal es como si dijéramos que la ley encubre y protege la usurpación de la riqueza social que es de todos.

Usurpar es muy grave; es peor que robar. Usurpar participa de la idea de robo, en cuanto significa despojar a uno de lo suyo contra su voluntad; pero envuelve además la de fraude, de timo, de abuso, de fuerza o de autoridad, y sobre todo le caracteriza la perennidad, que consiste en considerar la acción de robar como ejecutándose, en todos y en cada uno de los instantes durante la vida y en todas y en cada una de las generaciones sucesivas, causando unos efectos hacia los cuales quisiera yo llevar la imaginación de todos los trabajadores para que los midieran en toda su abrumadora extensión.

Figurémonos una de esas casas solariegas que existen en los grandes y ya antiguos centros de población. Allí vive una familia titulada noble, aunque la nobleza moral esté de allí a mucha distancia; de su seno han salido generales, obispos, estadistas, cortesanos, pocas veces alguno que se haya distinguido en ciencias o en artes, actualmente hay hasta chulos, toreros y barbianes que beben copas de vino, pegan puñaladas, juegan a tribunales de honor y se lucen en una juerga; de todos los que han brillado se han de contar únicamente los segundones, porque los primogénitos, los mayorazgos, ya suprimidas en la legislación general, lo que en Cataluña subsiste aún con el nombre de hereu con el beneplácito de los catalanistas medievales que se usan ahora, esos en otros tiempos hacían gala de ignorar las letras, y con el título de duque, de conde, de marqués de… tenían de sobra para reventar de orgullo.

Cada uno de esos individuos ha tenido a su disposición, en todos y en cada uno de los momentos de su vida, cuando la naturaleza, el estudio y el trabajo producen, han producido y han permitido producir; sus facultades han sido desarrolladas o atrofiadas a voluntad según sus deseos, inspirados en sus preocupaciones y en su manera peculiar de sentir y de pensar; en sus penas, en sus alegrías, en sus placeres o en sus enfermedades han tenido comparsería, fausto, ostentación y asistencia hasta colmar cuanto pudieran ambicionar; lujo, fiestas, comodidades, respeto, temor, adulación.

En resumen; cada individuo de aquella familia tomada por tipo era como un sumidero que absorbía la actividad de muchos otros individuos.

Consideren ahora cada una de las distintas familias privilegiadas, en los distintos grados que les permite lo que llaman su fortuna, el derroche que hacen de vidas a costa de los trabajadores; junten a ese cálculo la idea de los sufrimientos, de las privaciones, de las necesidades, de la carga pesada que a los trabajadores impone la sociedad, de la limitación a que los tiene reducidos en punto a instrucción, desarrollo físico, alimentación, vestido, casa, recreo, higiene, medicación en caso de enfermedad, etc., etc., muchos etcéteras, que a mí me sería imposible expresar por unidades bien definidas, pero que cada cual puede detallar por las propias deficiencias, y aun así no han conseguido formar idea clara de lo que esa usurpación legal usurpa, detenta, empequeñece, mutila, humilla, explota al jornalero.

Para dar forma práctica a la enorme injusticia que esa usurpación legal, acatada y respetada por todos como la cosa más santa, forme cada lector un juicio entre lo que sería, suponiendo completada su educación y su instrucción en el sentido reclamado por sus propias facultades, según las aficiones y las disposiciones que se reconozca, si todo en la vida le hubiera sido favorable, y lo que es causa de las dificultades con que ha tenido que luchar. Contando con la dirección de los maestros más acreditados y pudiendo contemplar los modelos y las obras maestras de su especialidad; sin trabas para sus iniciativas y sus empresas, alentado por el éxito feliz y las excitaciones y los aplausos de sus admiradores, hubieran llegado muchos a gloriosa altura, y los que no, a dignísima y feliz medianía, con un mérito propio y personal muy lejano del de ese vulgo ignorante, víctima siempre de la escasez y apreciado no más como poseedor de fuerza corporal aplicable al trabajo, como más estimada que la que se obtiene de los cuadrúpedos destinados a acarreo o al movimiento de máquinas rudimentarias y primitivas.

Por ese procedimiento, semejante a una cuenta de restar, puede formarse concepto entre lo que somos y lo que podríamos y deberíamos ser.

Visto lo que es la propiedad, en sí, en sus efectos, y según el criterio libertario, pasemos a otro asunto.

LA LEY

La ley no es, digan lo que quieran los que la definen favorablemente por interés, «establecimiento hecho por legítima potestad en que se manda o prohíbe alguna cosa», ni menos «regla en la que se pone coto a los efectos del libre albedrío humano», como la define la Academia, y esto por estas razones: 1ª porque, para legitimar la potestad mandante, la ley necesita de la ley, y de ese modo se enreda en un mismo concepto, causa y efecto, juez y parte, sujeto y objeto, es decir, lo absurdo; 2ª porque, si el adjetivo legítima aplicado a potestad ha de tomarse en el sentido de arreglado a justicia, según frase académica, es manifiestamente injusto, como queda demostrado por la razón anterior; 3ª porque albedrío, entendido como «facultad libre del alma», como dicen que es la Academia y aun la Universidad, institución esta última donde el Estado vende ciencia concordada con el dogma católico, es una palabra vacía de sentido hoy que sabemos que la voluntad es un producto, no anímico, sino circunstancial, resultado del organismo y del medio, y el alma, por consiguiente, es una invención mística negada por la ciencia concordada con la razón.

La ley no es tampoco la justicia, porque si ésta es «una virtud que consiste en dar a cada uno lo suyo», por precepto de esa misma ley en España, en Europa, en el mundo todo, en el mundo todo, lo mismo en la generación actual que en todas las precedentes a través de un número desconocido de siglos, los esclavos, los siervos, los proletarios, tan hombres, tan iguales en perfecto concepto de derecho como los emperadores, los reyes, los señores, los capitalistas y los propietarios, han sido, son, somos despojados de lo nuestro; de hecho, por la fuerza, luego por la costumbre y después por la vil sumisión; de derecho, por esa misma ley, que vincula, es decir, autoriza, sanciona, consagra y legaliza la usurpación que la parte mínima de la humanidad, la caterva de los privilegiados perpetró siempre, perpetra aún y perpetrará hasta el triunfo de la revolución social, y sólo acabará crimen tan nefando y extenso con la proclamación y conjunta práctica de la ANARQUÍA.

Es más: ni el mismo concepto corriente de justicia es justo, porque formado por abstracción efectuado por inteligencias subyugadas por la preocupación de los privilegiados, se habla de dar a cada uno lo suyo, suponiendo la existencia de algún donante que pueda dar, dejar de dar o quitar, sin tener en cuenta que el derecho en abstracto, como concepto de suprema justicia, no me cansaré de repetirlo, es intangible, inmanente, intransmisible, inalienable, como han enseñado los propagandistas de la democracia cuando discurrían honradamente como pensadores, antes de declararse jefes de la masa a quien se ha de manejar para fines egoístas, y, por tanto, parte integrante de la persona humana, anterior a toda ley, superior a toda ley, opuesto a toda ley; tanto, que con el sólo hecho de reconocerla se empaña su limpia pureza, y con imponerle cuando está desconocido, se comete ya un acto de negación, y esto por necesario, por indispensable que sea proceder a su implantación revolucionaria.

Por supuesto que por escrúpulos de conciencia no hemos de dejar los revolucionarios de serlo, ya que si injusto es violentar a los detentadores de la riqueza social a que suelten su presa, más injusto es tolerar un instante más la comisión de ese crimen de lesa humanidad que constituye la médula de la historia.

La ley es legal, y nada más, y si esto parece una perogrullada, no es culpa mía. Legisladores demócratas cometieron en casi todo el mundo civilizado durante el pasado siglo, la insigne torpeza de subordinar el derecho natural al derecho escrito, y éste, por lo que respecta a España, quedó supeditado en circunstancias excepcionales a gobiernos tímidos, cobardes y tiránicos, que saben hacer árbitros de la libertad y de la vida de los llamados ciudadanos a cualquier generalote poco escrupuloso, que, previa la suspensión de garantías constitucionales y declaración del estado de guerra, tiene carta blanca para barbarizar a su antojo, y a eso no más quedan reducidas esas Constituciones (siete con dos reformas se promulgaron en España durante el pasado siglo, y en Francia dieciséis), que consignan con cierta ampulosidad derechos y libertades que se suspenden al menor asomo de alteración de ese orden que se pretende que sea vil sumisión y ciega obediencia, cohonestando la suspensión con la fórmula del compromiso de dar cuenta los gobiernos ante las Cortes del uso que hicieren de ella; fórmula vana, hipócrita recurso, verdadero timo político, porque todo el que piensa y observa sabe los falso y convencional que es el voto de una mayoría parlamentaria.

La igualdad de los ciudadanos ante la ley, es, pues, una engañosa fórmula político-burguesa inventada para dar apariencia aceptable, evolucionista y de posibilidad y oportunidad emancipadora al despojo sistemático a que venidos sometidos los trabajadores: es engañosa por los caracteres esenciales de la ley expuestos ya, y además, porque, lejos de ser una norma general de derecho, no lo es siquiera nacional, y hasta para los individuos establece diferencias, y por esto afirmo que cuando los legisladores, legistas, legalistas o leguleyos hablan de jurisprudencia, y la definen pomposamente diciendo que «es la ciencia del derecho», olvidan que «ciencia es lo que sabe por principios ciertos y positivos». En apoyo de mi afirmación, que es verdad perfectamente aquilatada y no declamación inútil y estéril, expongo:

Los hombres y las mujeres en general, y en España en particular, no pueden ser, no serán jamás iguales ante la ley:

  • Porque lo impide la ley misma: la igualdad ante la ley, en España a lo menos, es ilegal por el hecho de haber españoles forales y españoles codificados, que en asuntos tan importantes como la legislación sobre el hombre, la mujer, el matrimonio, los hijos, la propiedad, la prescripción, la herencia, etc., han de atenerse, según la comarca donde han nacido o el concurso de determinadas circunstancias, al Código civil o a los fueros de Cataluña, Navarra, Vizcaya, Galicia, Valencia, Aragón e Islas Baleares, y aun dentro de los mismos fueros, hay privilegios especiales para localidades particulares, existiendo entre todos esos cuerpos legales disposiciones que afectan de modo diferente y aún contradictorio a los hombres, a las mujeres y a los hijos, dándose el caso de haber actos lícitos en el Código civil que son punibles en los forales, o viceversa, o recíprocamente en los forales entre sí, y cosas permitidas a los hombres que son criminales en las mujeres; eso aparte de que la ley implica esencialmente la idea de desigualdad entre el que legisla y el que acata, el que juzga y el juzgado, el que manda y el que obedece. Como ejemplo demostrativo de mi afirmación diré que, según un fragmento que casualmente me ha venido a las manos, en Castilla no puede el dueño disponer de sus bienes por testamento si no del quinto cuando tiene herederos forzosos; en Navarra tienen los padres libertad absoluta de disponer de sus bienes, aun en favor de extraños, sin más restricción que la legítima foral de los hijos, consistente en cinco sueldos y una robada de tierra, y en la corona de Aragón la legítima de los hijos se limita a la cuarta parte, pudiendo el padre disponer de las otras tres cuartas a su libre voluntad, aun en favor de extraños. Lo común en Cataluña es que nombre heredero al hijo mayor (hereu) o a la hija (pupilla) en su defecto; pero potestad facultativa le da el fuero para hacer lo que estime, y de ahí que sean frecuentes los fideicomisos temporales limitados a la segunda generación, y que por lo tanto no son mayorazgos.
  • Porque el hombre moderno y las instituciones sociales actuales están en las leyes comprendidos tal como los entendían y juzgaban los legisladores antiguos, toda vez que el Código civil, por más que sus compiladores modernos hayan hecho milagros de expurgo y concordancia en la multitud de leyes dispersas en infinitos e intrincados libros y en el derecho romano, muy anterior a nuestra era, es un arlequín compuesto de ratazos en que se cierne como señor dominante el error de aquellos remotos tiempos con sus falsas y trasnochadas ideas acerca de la autoridad, el hombre, la propiedad y la familia; y respecto de la legislación foral, sólo diré como muestra, que el fuero catalán, de origen también antiguo, es una compilación hecha en tiempo de Felipe V, y que tiene como derecho supletorio para los casos imprevistos, el derecho canónico, que es una mescolanza de Biblia, cánones, concilios, santos padres y decretos pontificios, y el derecho romano con su Instituta, Pandectas, Código de Justiniano y las Novelas, monserga legal donde ni Cristo se entiende, como dicen en mi tierra, y en que para ser aceptable el engaño político que se cobija bajo el nombre de democracia, y que pase el otro engaño llamado sufragio universal, se sustituyeron las palabras amo y esclavo, señor y siervo, por estas otras más dulces y pasaderas: capitalista y obrero.
  • Porque el concepto hombre no cabe jamás en las concepciones de ningún hombre; lo que hace todo el que quiere juzgar a su semejante es medirle con la medida de sí mismo; es decir, de sus errores, de sus preocupaciones y de sus intereses; a nada mejor que a este asunto puede aplicarse aquello de «ver las cosas del color del cristal con que se mira». Por eso el hombre de genio de edades remotas, por adelantado que fuese respecto de sus contemporáneos, no tiene comparación con el hombre término medio de nuestros días: les separan distancias inmensas en el espacio recorrido en la evolución progresiva, como son: nacimientos, desarrollo, apogeo, decadencia y ruina de naciones; explosión, dominio y abandono de creencias místicas; sistemas filosóficos que pasan todas las fases de la escala de la vida hasta hundirse en la muerte del olvido, aumento y metodización racional hasta un punto maravilloso de la ciencia; aplicación de la misma a la satisfacción de las necesidades humanas, que supera en la realidad a las más bellas concepciones poéticas del milagro.
  • Porque si, como acabamos de ver, la antigua y la novísima legislación, resulta, además de inaceptable, inaplicable por añeja y rancia, al cabo puede suponerse en el legislador antiguo el prestigio del saber y de la buena fe, mientras que en los legisladores de nuestros días… ¿qué decir de ellos? Baste consignar que, según la Constitución vigente, en España la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el rey, que este cargo es hereditario, y que las Cortes, o sea el Senado y el Congreso de diputados, el primero se forma de cierta manera privilegiada para que resulte moderador, en que entra en gran parte la herencia de cierto número de familias horriblemente decadentes llamadas la aristocracia; el alto clero con su intransigencia hacia todo lo que mira a lo porvenir, con su egoísmo de clase y con esa soberbia propia de ignorantes sublimizados ante la adoración de los devotos, y los representantes de las corporaciones privilegiadas, no por más sabias, ni más virtuosas, ni más útiles que otras, ni cada uno de sus individuos comparadas con los individuos vulgares, sino porque corporaciones e individuos han hecho condición de vida de su servidumbre al privilegio; y respecto del Congreso, se ha convertido en el monopolio de los políticos de oficio, es decir, de los ambiciosos, de los charlatanes, de los inhábiles para toda otra profesión, y así se da el caso que, como dice Spencer, mientras que para ejercer una profesión cualquiera se necesita cuando menos un aprendizaje y para las de carácter más elevado se exige un título que acredite la capacidad del profesor, para legislar no se necesita más que la sansfacón del candidato y el voto del elector o el pucherazo del cacique, y ni por broma puede compararse a Moisés, Solón, Numa Pompilio o Alfonso el Sabio con los Pérez y los López de la mayoría, o con cualquier tribuno de la minoría que, por elocuente que sea, en punto a conocimientos, no excede gran cosa del arte de agradar al elector y aún al cacique dueño del encasillado sin que el elector se entere.

En resumen: la igualdad ante la ley es imposible por ilegal, por punible; la ley es insostenible por anacrónica; la grandeza del hombre no cabe en la pequeñez de la ley, y por añadidura tenemos la incapacidad profesional de los legisladores.

De modo que la igualdad ante la ley es un señuelo, una trampa democrático-burguesa para cazar incautos, o lo que es lo mismo, electores, progresistas platónicos, sumisos a la explotación, y, sobre todo, para convertir en cómplices a las mismas víctimas de la iniquidad, que es lo más refinado en el arte del gran timo, del arte de engañar a la multitud.

LA PATRIA

Hablemos de la patria: es esta una idea muy manoseada; progresistas, estacionarios y regresivos, es decir, los que van adelante, los parados y los que vuelven atrás, tienen de la patria muy diversos conceptos; y por si acaso falta algo para embrollar la cosa, hasta los indiferentes, los neutros, los pancistas se mezclan como queriendo dar a entender que se puede tener o dejar de tener opinión sobre asuntos importantes de la vida, del universo o de la muerte, pero la patria es intangible y que sobre este asunto no cabe más que ser patriotas.

En la vida de la humanidad, la patria es una institución pasajera, obra transitoria de la evolución progresiva, albergue de una noche que se abandona al día siguiente para continuar la marcha hacia el ideal.

No tienen razón los llamados patriotas; y lo menos malo que puedo decir de ellos es que se dan ese título por rutina, sometidos a una sugestión inconsciente; y si se atreven a replicarme que tienen certeza en su sentimiento y en su pensamiento patriótico, diré con Spies, aquel gran anarquista a quien honró la horca republicana de Chicago elevándolo a la categoría de mártir de la humanidad: «¡El patriotismo es el último refugio de los infames!». Y esto lo dijo a propósito de que Grinnel representante del poder judicial, ya excitaba el celo de aquel ignominioso jurado que le sentenció invocando el patriotismo para que matara injustamente, a sabiendas, bosquejando un pensamiento que para mengua de España en español se formuló en las alturas de Montjuich con estas palabras: «Es preciso cerrar los ojos a la razón».

Según los lexicógrafos, patria y patrimonio, la una país donde se nace, y el otro bienes que proceden de los padres, son ideas que tienen por origen etimológico la palabra padre. Por tanto, a lo menos en el pensamiento de los inventores de la palabra, respecto de la patria todos los que en ella nos cobijamos somos hijos, y respecto del patrimonio somos hermanos.

Así quieren hacernos creer que es de los que la definen cuando se trata del cumplimiento de deberes, o sea las obligaciones que como tales quieren imponérsenos.

Sólo diré que de padre, hijos y hermanos, en esto de la patria, bien saben o deben saberlo, tenerlo presente y no olvidarlo jamás mientras vivamos bajo el régimen de la actual sociedad, no queda más que el nombre, y sobre la interpretación que de ella den los charlatanes del patriotismo y sobre la interpretación que cada uno quiera darle cuando la preocupación patriótica le empuje a dar sentido común a lo que esencialmente carece de él, no queda de positivo más que esta interpretación: la patria es la propiedad, y el único que tiene el deber de ser patriota, porque es el mayorazgo o el hereu social, es el propietario.

Siendo así la patria -y así es por el error tradicional que consagran las leyes y las instituciones que se contienen en esa triple caja que se llama Nación, Patria, Estado-, por el poder coercitivo que el Estado da a lo erróneo y a lo injusto, queda el patrimonio nacional como un lote de rapiña en estado de usufructo para los unos y de herencia para los otros, y mientras los trabajadores nos hallamos despojados y desheredados, el propietario resulta único patriota de hecho, y es también el único que racionalmente puede envanecerse con el título de ciudadano. Yo, por mi parte, lo declaro, renuncio a él, no le quiero y le rechazo si alguno me le aplica por rutina y contra mi voluntad: todos los derecho políticos que el título de ciudadano pudiera, no otorgarme, sino reconocerme, porque mis derechos son parte integrante de mi personalidad están anulados por ese registro de la policía que tiene mi libertad a merced de un funcionario burdo, sin instrucción de los que el Estado paga a más bajo precio sin duda en relación de la clase de servicio que de él espera y que ya dos veces me ha arrancado de mi lecho, me ha separado brutalmente de mi familia y me ha encerrado en un calabozo.

Aunque quisieras, lector, pasar por ciudadano yo no te lo llamaré, antes daré ese ya deshonrado título al burgués que nos explota, al casero que nos planta en la calle, al comerciante que nos sisa, al polizonte que nos encierra, al político que procura embabiecarnos y hasta el cura que saca su ración con la cuchara del presupuesto o bendice por dinero al que reclama sus servicios.

No lo he inventado yo, ni tampoco he de citar en mi apoyo pensamientos de demagogos insolventes: «El hombre es anterior y superior al ciudadano», y a eso me atengo. Por lo pronto ahí queda ese pensamiento de Renan. Ahora va este otro de Marmontel, célebre literato francés anterior a la revolución: «En la boca de los opresores del pueblo y de tiranos ambiciosos es donde principalmente retumba la palabra patria». Y el famoso Mirabeau escribió: «La patria, para aquel que nada posee, no es nada, porque los deberes son recíprocos».

Y todo eso es claro como la luz del día, porque como dice Détré en L’Humanité Nouvelle, en resumen, «para aquellos que, masones o jesuitas, nobles o burgueses, poseen, gobiernan, mandan o aspiran a mandar, conservando las instituciones actuales, la patria es su interés particular, el interés de su clase o de su casta, sus bienes sus dignidades, sus títulos, sus empleos y la moneda de cien perras». Por eso se comprende que el general Savary en 1814, en vez de correr contra el extranjero invasor, haya podido exclamar: «Más temo yo a los cosacos de nuestros barrios bajos que a los cosacos del Don», y que después de la rendición de París, el general Ducrof haya osado decir ante la asamblea de Burdeos: «Si me batí en retirada en Champigny, fue porque temí un movimiento demagógico en París, y quise reprimirle».

¡Patria, patria; tierra de los padres! ¡Qué burla más sangrienta para el hombre despojado de la tierra, de casa, de ciencia; privado de higiene; falto de educación; reducido al salario y forzado aún a ser defensor y sayón de sus dominadores!

Concretándome ahora, acerca de la idea de patria, a lo que ésta sea respecto de la península que habitamos, he de hacer observar que la patria es elástica según las vicisitudes históricas; se estira o se encoge a compás de las peripecias que ocurren a sus dominadores: unas veces un rey débil que tiene por vecino otro rey, quiere ganar fama de pincho real o de conquistador glorioso, ve sus fronteras atropellada, y firma la paz dejando entre las uñas de su primo -sabido es que todos los reyes se llaman primos entre sí, aunque los primos seamos los que los aguantamos-, dos o tres provincias, sino le despoja por completo del reino, importándole tres cominos el derecho divino del despojado y el patriotismo de los vasallos que cambian de amo; otras veces se recorta un cacho de patria, como si esta operación se practicara con unas tijeras sobre un mapa, y se le da en dote a una princesa fea que no encontraría novio sin esa ganga, y así van tierras y habitantes a la real alcoba a soportar esa cabronada patriótica; ha habido ocasiones en que la patria era tan pequeña que cabía en una cueva de las montañas de Asturias, necesitando la historia, para explicar el hecho, inventar el milagro camama de Covadonga; en cambio ha habido otras en que el sol no se ponía en los dominios de un hombre taciturno y de mal corazón llamado Felipe II, y entonces fue necesario glorificar las sangrientas usurpaciones de criminales aventureros como Pizarro y Hernán Cortés, etc.; según en que épocas, todos los que hoy se llaman españoles eran recíprocamente compatriotas o extranjeros, y podrían encontrarse luchando como compañeros de armas en el mismo campo o en otros diametralmente opuestos, porque aquí las patrias han cambiado de un modo asombroso; de tal manera que si en un mapa de España hubieran de trazarse todas las fronteras que han existido, parecería un pliego de patrón de modas en que para aprovechar el papel se trazan todas las piezas de un vestido complicado, formando tal enredo de líneas que apenas se entiende la modista. Hemos sido todo lo que hay que ser: celtas, celtíberos, cartagineses, romanos, godos, visigodos, vándalos, suevos, alanos, hunos, árabes, según nuestros dominadores antiguos; y según las regiones, nos hemos considerado nacionales, catalanes, aragoneses, navarros, castellanos, valencianos, andaluces, de no se cuantos reinos; respecto de religión, aquí se ha adorado todo, siendo por turno paganos, mahometanos, arrianos, cristianos, católicos o protestantes; es decir, enemigos siempre, según el gusto del mandarín de época o de lugar. Excusado es decir que si tales enemistades han existido entre los que antiguamente formaban el personal de los que hoy somos teóricamente hermanos por hallarnos, no diré cobijados, sino encerrados en las actuales fronteras, enemigos eran nuestros antecesores con todas las patrias del mundo.

Refiriéndome ahora a lo que las patrias anteriores han dado de sí y a lo que de los españoles ha hecho la patria actual, creo oportunas las consideraciones siguientes:

Si España en lo pasado ganó o se le concedieron brillantes calificativos, en lo actual a todos ellos ha de anteponer un ex que indica que los antiguos merecimientos se hundieron en el abismo de la decadencia.

De noble, leal, generosa, emprendedora, heroica, inteligente, artística; etc., califican a esta nación historiadores nacionales y extranjeros, y el nombre español va unido a grandes acontecimientos y a importantes progresos de la humanidad, pero en los tiempos que corremos he aquí el juicio que nuestra situación inspira a un escritor francés, que viene a ser como el eco de la opinión de Europa y América:

«La única salvación para España consiste en la inmigración de una raza superior, habituada a los grandes negocios mercantiles e industriales y apta para beneficiar los productos del suelo y del subsuelo».

Por si esta opinión pareciera exagerada, véase lo que escribe un médico barcelonés:

«… Las tristes desgracias de nuestra desventurada patria, han despertado generosas iniciativas de regeneración, pero… el pero es siempre dubitativo, tenemos que las tales iniciativas no germinarán en nuestra España, porque este pueblo español es un pueblo enfermizo, débil, enclenque, extenuado por su pésima administración pública, que le priva de lo más indispensable a su vida, le priva del amparo de la higiene. El pueblo español come poco y mal. En las grandes ciudades habita lugares insanos en habitaciones pequeñas en inverosímil hacinamiento. La ciencia sanitaria es lamentable olvido, es causa, no solamente de la excesiva mortalidad que se observa en la mayoría de las ciudades de España, sino que causa también de una espantosa morbilidad, hasta tal punto evidente, que el tipo español es un tipo enfermizo caracterizado por el color pálido de sus tegumentos, su poca estatura y sus menguadas fuerzas físicas».

La degeneración está, pues, en la masa de nuestra sangre; sangre de cura, de fraile, de mendigo, de torero, de rufián, de burgués, de explotado; que es a lo que el privilegio ha reducido las de los héroes, los sabios y los artistas españoles; considerando además; de acuerdo con españoles inteligentes de los pocos que aún restan, según queda patentizado, que todos los propósitos regeneradores que se lanzan a la publicidad, por buenos que parezcan, serán letra muerta si no se abandona de una vez el laberinto de preocupaciones en que nos enredamos, y si no conseguimos que del fondo de ignorante pesimismo en que yace la desmayada voluntad, se yerga enérgica y entusiasta la dignidad humana que aspire a la centralización del ideal.

Digámoslo francamente: es régimen nacionalista es incompatible con la libertad; lo de la reforma con el cambio de monarquía a república es como la bendición de un curandero para curar la tisis, y en ese régimen y con ese cambio, la aplicación de cuantas iniciativas surjan de la ciencia serán impedidas por el maüser de Silvela o por el tiro limpio de Moret, que son los polos sobre que gira la sociología de la restauración monárquica española, y como lo demuestra la práctica en todas las repúblicas y lo confirman las declaraciones que hizo Pi y Margall en su libro La República de 1873, quien refiriéndose a su paso por el poder escribió estas palabras memorables, impregnadas de autoritarismo: «Apenas puse los pies en el ministerio de la Gobernación, empecé a recibir noticias de haberse destituido ayuntamientos y establecido juntas revolucionarias en muchos pueblos de la península… Di al punto las más apremiantes y severas órdenes para disolver las juntas y reponer los ayuntamientos. Hice que se amenazara con la fuerza a los que se negaron a obedecerlas, y casi sin hacer otra cosa que enseñar a los más rebeldes las bayonetas del ejército, logré en días el restablecimiento del orden».

Hay que desengañarse: una nación ha de estar siempre bajo el poder de un Poncio, ora pretenda ser representada de un supuesto ser supremo que tiene por trono panteísta el universo sin fin donde le colocó la cándida imaginación de los místicos, o bien se atribuya la representación de ese pueblo soberano que es una infinidad de moléculas sin solidaridad ni cohesión, y por tanto sin personalidad positiva, por donde se va a parar a que no hay tal representación, y lo que se denomina tal no es más que una farsa manifiesta, llegando a caerse en la cuenta de que derecho divino y derecho democrático son dos fases de una misma falsedad, la llamada mentira política, y en este concepto, realista, absolutista o republicano federal, tanto monta; para mí como si fueran correligionarios; podrá separarlos la aspiración a la mayor o menor cantidad de autoridad; pero ambos me niegan mi libertad absoluta, ambos desconfían de mi suficiencia moral, ambos son continuadores y como sucesores directos de aquel primer legislador de maldita memoria que mandó que un trozo de tierra que limita por Norte, Sur, Este y Oeste, con tales otros trozos, es propiedad exclusiva de Fulano de Tal, y de aquel pedazo de mundo que es suyo, puede arrojarme a la fuerza y sólo me permitirá pisarle para trabajarle mediante un jornal, hoy que dicen que soy ciudadano de una nación libre, y mediante la pitanza a mis antepasados, cuando eran siervos o esclavos; ¡maldita pitanza, maldito jornal, maldita propiedad y no menos abominable ley y el régimen nacionalista que sostiene la causa de tantas maldiciones! Sí; correligionarios son todos los políticos, correligionarios aún esos tránsfugas de la emancipación obrera, esos socialistas que quieren un Estado obrero que llevará consigo todas las abominaciones que son esenciales al Estado, y que van hoy a los comicios, esperando llegar a los ministerios, desde donde impondrán el credo oportunista a los hambrientos, y así, mientras habrá ex-obreros hartos y lustrosos que hagan apuntar el maüser-garantía contra sus hermanos, irá rodando la bola como rueda de la jaula de la ardilla, que voltea en pura pérdida sin moverse del punto donde está sujeto su eje.

Resulta, pues, que si la abstracción paternal con que quiere encubrirse la idea de patria no distribuye equitativamente sus beneficios; si ante la posesión del patrimonio nacional no somos todos hijos ni hermanos; si el título de ciudadano y el calificativo de patriota han de comprender sin diferencia de ninguna clase a los que se hallan tan gravemente diferenciados, como que los unos son herederos favorecidos del mundo y viven en las alturas de la vida, a expensas de las privaciones y de los sufrimientos de los otros, pobres desheredados que se arrastran por los abismos de la miseria, y si la revolución social que venimos efectuando deja rezagados a todos los políticos del mundo, empeñados en el absurdo de echar vino nuevo en odres viejos, no queda más recurso que derribar las cuatro paredes que sirven de frontera a las naciones, abandonar el albergue de una noche, despabilarse revolucionariamente, y caminar.

LA FAMILIA

Acerca de la familia reproduzco los párrafos VIII y IX de mi escrito La Procreación Humana, presentado al Segundo Certamen Socialista, de Barcelona, 1889.

Los antecedentes etnológicos, históricos y fisiológicos prueban con toda evidencia que la familia no es un sistema natural de reproducción de nuestra especie, sino que, por el contrario, es un sistema artificial creado por la evolución social, que se halla en desacuerdo con las leyes naturales, y, por tanto, destinado a desaparecer.

El amor conyugal es un sentimiento nacido al calor de la excitación de los órganos genésicos; si esta causa no existiera, el amor no pasaría los límites de la amistad: los eunucos no pueden nunca ser amantes, pero pueden ser buenos amigos. Convengo en que el amor es algo más que el celo de los animales, aunque no siempre, ni para la mayoría de las mujeres y de los hombres; pero nada autoriza para establecer la monogamia sancionada por el Estado y por la religión, dos entidades igualmente falsas y tiránicas de que el triunfo de la ANARQUÍA dará buena cuenta. El hombre y la mujer aman con frenesí, pero una vez satisfecho el objeto de la pasión puede originarse la misma pasión cambiando de objeto, digan cuanto quieran los legisladores, los moralistas y los poetas. Sin ahondar más sobre este punto, y dejando a la consideración, al recuerdo y a los deseos de las lectoras y los lectores su ampliación, me limito a decir con Max Nordau: «Felizmente Romeo y Julieta murieron jóvenes»; y a recordar que, a pesar de la preocupación del amor único, el Estado y la Iglesia admiten y sancionan el casamiento de los viudos.

Los fines que el individuo ha de proponerse en la sociedad, o si se quiere el instinto de sociabilidad, se halla dificultado por la familia, y los resultados son desastrosos para los padres y para los hijos, lo mismo en la esfera del privilegio que en la de los desheredados -en esta naturalmente mucho más- por las razones siguientes:

  • 1ª Se falta a la reciprocidad, norma absoluta de justicia, por cuanto los padres vienen obligados a hacer sacrificios por los hijos que éstos no han de recompensar nunca, ya que en el momento que alcanzan la plenitud fisiológica han de separarse de la familia que los crió para constituir nueva familia.
  • 2ª Porque reducidos los hijos a desarrollarse, educarse e instruirse con los medios de que disponen sus padres, y siendo la educación y la instrucción un arte y un conjunto de ciencias que necesitan de la reunión de muchas inteligencias y grandes recursos, han de llenarse de una manera defectuosa y aún viciosa para los ricos y escasísima y nula para los pobres.
  • 3ª Porque el hogar que contiene un hombre mortificado por el peso de tremendas obligaciones, una mujer consumida por la lucha entre la necesitad y la escasez y unos chicuelos alborotados e inquietos que, necesitando amplísimos horizontes, viven estrechados entre cuatro paredes, es un infierno para todos; esta tratándose de proletarios, porque los burgueses se cuidan de poetizar el hogar dándole más amplitud, dedicando varios criados al cuidado de las obligaciones paternales y poniendo los hijos mayores en un internado.
  • 4ª Porque manteniendo el comunismo en el hogar hasta el momento en que se efectúa la separación que deja en el abandono a los padres sacrificados para que comiencen los hijos el mismo camino, se eterniza por la herencia la división de privilegios y desheredados que en la civilización moderna continúan los desastrosos efectos que en la Antigüedad produjeron las castas. El padre, si es burgués, explota; o si es proletario trabaja para la familia; si lo primero, constituye un capital para que sus sucesores continúen explotando; si lo segundo, procrea ganapanes de ambos sexos para el trabajo, para el ejército, para la servidumbre, para la prostitución, para la limosna y para todo cuanto existe de humillante y degradado en la sociedad.
  • 5ª Porque para el peculio de la familia se extrema la explotación perpetrada por los privilegiados, y la humillación y el vilipendio por parte de los que no tienen más remedio que someterse a la explotación.
  • 6ª Porque como resultado de las causas anteriores se mantiene vivo y permanente al antagonismo de intereses que perpetúa la insolidaridad y se opone al sublime ideal de la fraternidad humana.

Un hogar en que el padre y la madre duermen juntos, al paso que los hijos duermen separados y aún se guardan las consideraciones del pudor cuando éstos llegan a la pubertad, y en que domina la idea de atraerse cuantos medios de vida puedan allegarse, aunque sea en perjuicio de tercero, es una especie de conejera, indigna de seres que llevan en sí capacidad intelectual para abarcar el conjunto del universo y tesoros de sentimientos para amarlo y embellecerlo.

La familia se sostiene por el vínculo de la propiedad. Lo mío, formado de mi hacienda, que en títulos, especies, metálico, etc., tengo en mi hogar para mi mujer, para mis hijos y para mí; lo tuyo, constituido de la misma manera y que surte los mismos efectos respecto de los otros; términos son ambos opuestos a lo de todos a que aspira el proletariado inteligente y activo en sus diferentes escuelas socialistas, llámense mutualista, cooperativa, colectivista o comunista, y aún esos mismos obreros rezagados que votan candidatos políticos seducidos por el ilusorio miraje republicano.

Se trata de la expropiación del privilegio para constituir el patrimonio universal; pues se atenta contra la familia.

Se quiere conservar la familia; pues todas las declamaciones revolucionarias son pura charlatanería: el trabajador se queda con su salario y su explotación, y el burgués con sus riquezas y su poder, y por consecuencia subsistirá el Estado para obligar por la autoridad a la conservación del orden, y la Iglesia para nutrir con mitos y supersticiones la ignorancia, y todo lo más se nos dará con una república democrática el derecho de elegir a los que nos opriman.

Como de lo que se trata es de la expropiación del privilegio en todas sus formas y manifestaciones; como que el objetivo final de las aspiraciones revolucionarias es poner lo de todos al alcance de cada uno para el propio uso y consumo, en lo porvenir no correrá a cargo de una madre ignorante la educación de los hijos ni al de un mísero asalariado su manutención, sino que grandes establecimientos dirigidos por personal inteligente y dotados de material apropiado educarán e instruirán la infancia y la juventud: no habrá el abandono, la indigencia o el asilo benéfico para los ancianos, sino que la sociedad creará dignos y confortables establecimientos para la jubilación de los inválidos del trabajo; no necesitará el hombre de una asistenta con el nombre de esposa -criada o esclava más que compañera-, especie de ama de cura que barre, friega, lava, cose, guisa y duerme con el amo, sino que a cada hombre y cada mujer en la plenitud fisiológica e intelectual de la vida harán para la sociedad según sus aptitudes y para sí según su gusto y todos sus actos serán establecidos por la libertad, la franqueza y la espontaneidad, elementos de poesía incomparablemente mayores que los que hasta aquí ha suministrado a los poetas el misterio y la hipocresía.

Tal vez el único error de los colectivistas consista en suponer existente la familia en su sociedad. Error mantenido por falta de estudio y por carencia de valor; porque los propagandistas del colectivismo han obrado en esto a semejanza de aquellos estadistas incrédulos que sostienen el presupuesto del clero para evitar el desbordamiento de la plebe fanatizada. Podrá el productor en el colectivismo percibir un producto más o menos íntegro, que no es esta la ocasión de discutirlo, pero será para sí, porque la mujer a quien fecunde asegurada tendrá su subsistencia sin necesidad de protector, y en cuanto a los hijos, -en la mayor parte de los casos hasta ignorará que los tenga-, solamente la mujer sabrá las veces que haya parido.

Ya se que muchos revolucionarios se escandalizarán contra una demostración que les quita los objetos de su cariño: ¡oh! ¡el padre y la madre que no aman ni conocen a sus hijos, los hijos que no conocen y aman a sus padres, reducido a un simple acto genésico aquel amor que tanto ha dado que decir a los poetas, que tanto hemos admirado en el libro y en el teatro, aunque no tanto en la vida real!… ¡oh! Comparo a esos revolucionarios con el campesino que se horroriza cuando se le dice que la revolución le despojará de su viña, o al burgués usurero que tiembla de indignación cuando oye que los rojos se repartirán su dinero.

Lo cierto es que si la revolución promete una sociedad fundada sobre bases racionales y económicas, los individuos de ambos sexos en la infancia, en la edad adulta y en la ancianidad tendrán por el concurso solidario de todos cuanto necesiten; pues la familia restringida del hogar no tiene razón de ser, y del mismo modo que circunstancias diferentes produjeron distinto modo de procreación, y sólo cuando las circunstancias lo abonaron se creó la familia, tal y como la conocemos, el método de vida tan diferente del porvenir proveerá también del precedente método, que es bien seguro que con la felicidad y la salud no se extinguirán los instintos genésicos, antes al contrario, redoblarán la energía, y por ello tendremos que el amor, que hoy vive aprisionado en el hogar, y fuera de él en la inmensidad del mundo se asfixia por el contacto de la indiferencia o del odio, en lo porvenir amaremos también a aquellos con quienes tengamos comunidad de intereses; dejará la sociedad de ser un agregado de familias para convertirse en una sola familia, en la cual no habrá pobres que limiten sus placeres por el temor de cargarse de hijos y con ellos de obligaciones, los hijos no temerán la muerte del padre inspirados por los horrores de la orfandad o bien no desearán su muerte por la ambición de la herencia, los hermanos no reñirán por la distribución del patrimonio, la esposa se verá libre del fantasma de la viudez y la mujer joven no caerá en la prostitución por la miseria o por el engaño de un amante, sino que en la sociedad libertaria, extendida en el mundo por inspiración de la ANARQUÍA, por el sacrificio de los anarquistas y por la acción de las fuerzas revolucionarias, el amor se extenderá con incomparable pasión a todos los miembros sociales, porque cada uno verá en todos ellos los causantes de su no interrumpida felicidad.

CONCLUSIÓN

La política precedió a la sociología como la astrología a la astronomía, como la alquimia a la medicina y a la química, como la teogonía y la teología a la ciencia en general y a la moral, es decir, con los tanteos propios de los conocimientos incompletos y de las supersticiones tradicionales, que se resuelven, por fin, por estudios y descubrimientos sucesivos, en un sistema de verdades generales y metódicas que tienen por fundamento un principio axiomático, por desenvolvimiento una ley fija e invariable y por objeto una necesidad natural y evidentemente racional.

En una época en que los astrólogos  y los alquimistas han cedido su puesto a los astrónomos, a los químicos y a los físicos, quedando reducidos a la miserable condición de videntes, curanderos y vendedores de específicos curalotodo, hay todavía teólogos que dominan la paciente masa femenina, y políticos que se han hecho dueños de la masa masculina necesitada de creencias y de directores; los unos están estancados en los seis mil años del P. Petavio, en la fábula de Adán y Eva y demás retahíla de mitos mal traducidos del antiguo sabeísmo, y los otros fomentan la cantinela del buen gobierno para que los dejen gobernar y disfrutar de los beneficios consiguientes, prometiendo los primeros la gloria eterna en la patria celestial y los segundos la felicidad temporal en la patria terrena.

La consecuencia inmediata de la adopción del criterio libertario consiste en el abandono de esos embaucadores y en rechazar la supuesta gradación progresiva imaginada por los políticos, recordando, acerca de este último punto, que cuando en ciencias, en artes o en industria se realiza un descubrimiento, no se oculta jamás la verdad hallada bajo los velos del oportunismo, sino que inmediatamente se impone por sí misma, se acepta por todos y se sufren las consecuencias. Bien terminantemente consigna el Génesis y mandaba creer la Iglesia bajo pena de excomunión, que la tierra estaba fija en el centro del universo y que Jehová creó el sol, tres o cuatro días después de haber creado la luz, para alumbrarla de día y la luna para iluminarla de noche, y hoy hasta en los seminarios se enseña la teoría de los herejes Galileo y Copérnico. Poco se han tenido en cuenta los trastornos que el vapor, la mecánica y la electricidad podrían ocasionar, dadas las circunstancias de su descubrimiento e inmediata aplicación. Pues si a las novedades de la sociología oponen los políticos desde el poder el maüser sanguinario y desde la oposición el ridículo puente oportunista, el deber más elemental de todo hombre sincero es abominar de todos los políticos que mandan y separarse de los políticos que aspiran a mandar, proclamando que entre el radicalismo liberal y el criterio libertario existe un abismo insondable e infranqueable.

CAPÍTULO X

ENGORDAR PARA MORIR

EL TRUST

A última hora el capitalismo ha inventado lo que puede considerarse como el sumum de la usurpación de la riqueza social: el trust, palabra bárbara y malsonante que designa una agrupación de ricos para la ganancia, algo semejante a lo que pudiera ser una asociación de forajidos para el latrocinio. Figúrate, lector, los diversos industriales de un país que explotan un mismo negocio, y que hartos de acatar el balancín de la oferta y la demanda y de hacerse guerras unos a otros, vendiendo barato para quitarse la clientela, se pusieran de acuerdo, unieran sus capitales con las necesarias precauciones y, libres ya de competidores, señalaran un precio abusivo a la venta de los productos de su industria; figúrate además, ya puestos en el caso, que esa agrupación nacional pudiera resentirse aún por la competencia de negociantes de otros países, y que por el mismo procedimiento y con los mismos fines se formara la asociación internacional; pues eso es el trust.

¿Qué te enseña ese hecho? Pues sencillamente que la propaganda societaria hecha en beneficio de los trabajadores para el bien, se han apresurado a hacerla positiva los burgueses para el mal, y se asocian hoy para dos cosas: para vender por mucho, muchísimo más de su precio el coste del producto de tu trabajo, del que te despojan mediante el jornal y en virtud del infame derecho de accesión; para negarse a admitir en sus talleres, en sus fábricas, en sus oficinas y en sus campos al asalariado consciente y altruista, capaz de servir a las ideas y de sacrificarse por sus compañeros; es decir, convierten la sociedad en una encrucijada y la ley en un pacto del hambre.

Afortunadamente las cosas caen del lado a que se inclinan, y semejante centralización de capitales, que pone en poquísimas manos la riqueza social del mundo, puede facilitar la evolución con una quiebra-cataclismo o favorecer la expropiación de los usurpadores en el día de las grandes reivindicaciones.

Así lo han reconocido recientemente economistas de todas las escuelas y así se ofrece sencillamente a la consideración del más elemental sentido común:

La burguesía hoy es como aquel avaro que, habiendo hecho arreglar en secreto una cueva hábilmente cerrada para guardar sus tesoros, entró en ella un día, y, por una ligera inadvertencia, se cerró la puerta tras de sí. Cuando quiso salir, vio que era imposible, que estaba condenado a irremisiblemente muerte de rabia y desesperación. Entonces comprendió que las mismas precauciones adoptadas para su seguridad imposibilitaban todo auxilio, muriendo al fin de terror y de hambre en un lecho de monedas de oro, donde su fantasía, excitada por la conciencia y la superstición, le representaba el gran error de su vida.

¡Tú -le decían los fantasmas de la fiebre- que quisiste ser feliz en el término de tu vida quitando a tanto y tanto trabajador alimento, descanso, instrucción y alegría, que todo eso significan esas monedas ahí amontonadas, porque provienen de aquella hora más que les hiciste trabajar cada día, de aquella asistencia que les privaste a un centro instructivo, de aquella pena que sufrieron al ver morir un hijo por falta de la debida asistencia facultativa, de aquellos céntimos con que recargaste el artículo de consumo, amén de su nociva adulteración, de aquella usura con que les hiciste un préstamo, de aquel invento que te apropiaste, despojando al inventor, para producir más o menor coste, privando aun del jornal al jornalero, de aquella mejora que impediste para ejercer libremente un monopolio…! ¡Porque sólo así se atesora en el mundo; de modo que no hay rico inocente, ora sea el burgués empedernido en el negocio, tierno infante rodeado de mimos y pueriles comodidades, adolescente que adquiere ciencia adulterada y cara en la Universidad o cándida doncella que compra ante el altar con su rica dote el derecho de llamarse esposa de un gaznápiro aristócrata; porque toda moneda poseída acredita a su poseedor, por activa o por pasiva, de cómplice en una iniquidad…! ¡Hete aquí impotente, agónico, miserable, privado de medios para reparar tu falta, de renunciar a tu error, sumido en un infierno, donde, para que nada falte para caracterizarle como tal, hasta tus buenas intenciones, hijas del desengaño, son estériles!

Sí, burguesía, esa es tu situación.

Tú, pequeño burgués, que con tus mañas, el crédito y un corto capitalito vas arrinconando un patrimoniejo para tu vejez y para tu heredero, estás condenado a muerte; el trust te absorberá.

Tú, gran capitalista, accionista del trust, archimillonario, señor de señores, el Krac te acecha, la bancarrota te arruinará.

Morirás por la liquidación revolucionaria con la misma muerte que diste a la nobleza; tus servidores de hoy, el clero, la magistratura y el generalato, te abandonarán como por servirte abandonaron a sus antiguos señores; te volverán la espalda cuando suene el tremendo sálvese el que pueda, que anunciará el fin del mundo del privilegio ante la inmensa huelga general, que no va ya a aumentar unos céntimos el jornal, ni a disminuir unos minutos de jornada de trabajo, ni a someterse a una ley de jurados mixtos, ni a contentarse con una subvención en caso de accidente en el trabajo, ni a vivir supeditado al juego constitucional entre conservadores o liberales, ni a preferir una mala república sobre otra pero monarquía, ni a conquistar los poderes públicos, según la frase ridículamente sonora del socialismo autoritario, sino que va lisa y llanamente a la conquista del patrimonio universal.

Concretando: Trabajador, burguesillo, capitalista, masa inconsciente, rémora conservadora, tenlo entendido: la huelga revolucionaria, por otro nombre la revolución social, se halla al término, quizá cercano, de sus luchas, de sus ansias, de sus preocupaciones, de sus apasionamientos, de sus miserias o de sus sublimes ideales; por ella, cual tras un naufragio que, sumergido el buque, dejará a los náufragos en paradisíaca isla libres e iguales ante la necesidad de vivir, quedarán siendo hombres sin adjetivos sociales, porque las jerarquías, las clases y las distinciones se habrán hundido en el abismo, y para reorganizar la sociedad tendrán, no la supuesta revelación, no las utopías sectarias de ninguna clase, sino lo único que justifica y que salva, la verdad, la ciencia, pero la ciencia libre, la ciencia desestancada, no esa falsa ciencia oficial de las universidades y academias, que da títulos a los privilegiados que son como patentes de corso con derecho legal para usurpar riquezas.

Y todos esos bienes los tendrán por una corporación inteligente y activa que viene trabajando hace más de medio siglo, aunque, por lo visto, ha permanecido invisible para ciertos intelectuales que tienen ojos y no ven y consideran amorfo e inorgánico lo que contra viento y marea se ha formado, aumenta y llegará cumplidamente a la realización de misión que le impuso el progreso de la humanidad, consistente en hacer partícipes a todos los humanos, sin limitación ni exclusión, en el patrimonio universal.

En el Sinaí burgués, conocido en el mundo como Montjuich, se dio un día: «¡Han de cerrarse los ojos a la razón!», y aquel estúpido precepto lo cumplen los intelectuales, mentores del privilegio; aspirantes a prebendas y gangas sociales, que en la lucha social no ven más que las contiendas promovidas por los embaucadores del pueblo o los atropellos autoritarios, sin enterarse de que aparte de tales contiendas y atropellos existe una fuerza absorbente, enérgica y decisiva.

Y entérense burgueses y trabajadores: el Proletariado no es un nombre colectivo que, como dice la gramática, en singular denota pluralidad, sino que es una entidad con pensamiento, voluntad y acción, en la que el Progreso confía para la realización de su obra eternamente salvadora. El Proletariado va marchando. En él tienen todos su puesto, trabajadores: ¡basta ya de Capuletos y Montescos! ¡A ser hombres! ¡A seguir todos la marcha ascendente y libertadora del Proletariado!

Anselmo Lorenzo

Digitalización: KCL.

http://kcl.edicionesanarquistas.net/libros.html 

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