Émile Armand, un anarquista individualista

armandHace cincuenta y un años moría en Ruán (Francia), Émile Armand. Nacido en 1872, su verdadero nombre era Ernest-Lucien Juin Armand. Su padre fue miembro de la Comuna, anticlerical por añadidura. Una herencia prometedora, pero el joven Armand se siente atraído por el cristianismo. Entusiasta, se hace seguidor del Ejército de Salvación y del ideal de un Cristo revolucionario en línea directa con Tolstói.

La pasión religiosa se esfuma poco a poco, y Armand llega al anarquismo individualista. Es el comienzo de una vida de propaganda y activismo. Publica numerosas cabeceras, todas con interesantes títulos: Les Refractaires (Los Prófugos), L’Unique (El Único), L’en dehors (El de fuera), Hors du tropeau (Fuera del rebaño), Par delà de la mêlée (Fuera de la masa). En 1923 se publica su principal obra: La iniciación individualista anarquista. Compone también poesías y piezas teatrales, entre una detención y otra, se entiende. Sí, porque su estilo de vida y sus ideas le cuestan la cárcel y el ingreso en campos de concentración. Pero la vida individualista le sienta bien, y muere a los 90 años.

Fuera del rebaño

Un discurso sobe Émile Armand no puede partir de otro concepto distinto de la huida. Su idea de anarquista individualista es la de en dehors, uno «de fuera», un «fuera del rebaño». En modo alguno el individuo anarquista es asimilable al ambiente externo. Ya sea este el Estado, la humanidad, la escuela, una Iglesia, la anarquía misma, el individualista no le debe nada. Su objetivo es quedarse fuera, y en lo posible compartir todo lo que se le opone. Su postura al margen no es un problema, todo lo contrario: la reivindicación de no pertenencia al entorno es el singular motivo de distinción.

Por tanto, el individualista se reconoce porque ha respondido de forma afirmativa a la pregunta: «¿Puedo vivir sin autoridad?» A lo que Armand contesta: «Yo no tengo ninguna necesidad de que existan funcionarios de la autoridad para que se manifieste y se conserve mi vida (…). Y podría incluso no haber ni un solo ejecutor de la autoridad sobre la faz de la tierra y yo cumpliría bien -incluso mejor- mis funciones vitales. Puedo vivir sin autoridad» (1). En función de esta respuesta afirmativa, es necesario vivir de forma consecuente, sin moverse en un plano abstracto (el riesgo de «intimismo» está siempre al acecho), pero viviendo un estilo de vida, un anarquismo «existencial», que implique al individuo en su totalidad. Anarquía es en primer lugar vivir la anarquía. Siendo todo lo externo accesorio al sujeto, y sobre todo en el plano individual que se realiza.

Se puede objetar que una postura de este tipo podría llevar al fanatismo, a la creación de un militante con el pensamiento monotemático de la anarquía, a realizar siempre y en todo momento. Al contrario. Anarquía significa, sobre todo, la plena libertad del individuo, su completa facultad de darse normas y reglas a su propio e inalienable juicio. Una vez entendido esto, es imposible que se vea atrapado por el fanatismo, ya que el individuo orienta su propia conducta no hacia el ideal anárquico sino hacia aquello que más se identifica con su comportamiento, en modo espontáneo y relajado, con escasa o nula consideración hacia lo que los demás pudieran objetar al respecto. Única regla a tener en cuenta para continuar llamándose anarquistas es el respeto de un principio básico: «No ser esclavos ni amos de nadie». Vivir sin autoridad significa de hecho también ser alérgico a imponérsela a los demás.

Iniciación contra educación

Pero si el resultado del vivir anarquista no es una nueva sociedad ¿qué motivo tiene el individualista para esforzarse en vivir como anarquista y rebelde? La respuesta es simple y herética al mismo tiempo. El individualista anarquista vive así porque le gusta, porque ha comprendido que solo una vida privada de autoridad vale la pena de ser vivida. Armand considera como objetivo de la existencia el vivir mismo, sin ninguna añoranza hacia deberes e ideales: «Vivir por vivir, para gozar plena y profundamente de todo lo que ofrece la vida, para apurar hasta el fondo la copa de los placeres y las sorpresas que la vida proporciona a quienes conquista la conciencia del propio ser (…). La vida no puede ser bella más que para quien ha cumplido el esfuerzo por vivir su propia vida. La vida no es bella, en consecuencia, más que considerada individualmente» (2).

Pero para Armand ¿se resume todo en el individuo? Sí y no. Afirma, efectivamente, que el anarquista busca a quienes comparten sus ideas porque con ellos encuentra sintonía. Además, hay que reconocerlo, es imposible que las conquistas del individuo sean suficientes para permitirle vivir plenamente de manera libre y vital. Tiene necesidad de que otros le acompañen y compartan con él luchas y pensamientos. De aquí la necesidad de la iniciación individualista, concepto diferente del de la educación. Según Armand, la educación -como es comúnmente entendida- comporta una relación de dominio y de poder: educar significa obligar a otro a entender o a aprender alguna cosa. La escuela educa al alumno, el Ejército al soldado, los padres a los hijos, la Iglesia a los fieles, el Estado a los ciudadanos, pero ¿cuántos de estos sujetos pueden decir que han elegido aprender?

Por el contrario, la iniciación tiene la ventaja de impedir cualquier conflicto, al no ser fundamental para el individualista el proselitismo, que es en cambio necesario en la educación. La iniciación es un desvelarse la realidad, una invitación al aprendizaje, que es continuado solo por voluntad de quien escucha. Un folleto, un panfleto, un artículo, una conversación privada, es lo que da lugar a la toma de conciencia individualista anárquica. El iniciador arranca los velos a la realidad, hace ver la mezquindad de una existencia centrada en el dinero o en necesidades inducidas. En cierto modo, el iniciador da el pistoletazo de salida al proceso, ilumina pensamientos dejados a medias. Corresponde después al individuo hacer el resto, con un proceso de emancipación en gran parte autodidacta.

Reciprocidad

Una vez creado un grupo de afinidad, Armand aconseja que las relaciones (sociales, afectivas, económicas, etc.) se regulen según el método de la reciprocidad: «Es muy sencillo de explicar (…). A cambio del producto de tu esfuerzo, yo te ofrezco el mío. Tú lo recibes y estamos a la par. Si, por el contrario (…), no lo consideras equivalente a lo que tú das: en este caso cada uno seguimos con lo nuestro y buscamos otro con quien ponernos de acuerdo» (3).

Pero, atención, porque este método de la reciprocidad no hay que entenderlo como un simple do ut des, ojo por ojo y diente por diente. Puedo escoger donar una cosa sin esperar más que el placer de quien la recibe; lo importante es que yo esté satisfecho con el cambio, sea de la naturaleza que sea.

El pensamiento de Armand no es de rápida actuación, se basa en el individuo y en relaciones unívocas. De otro modo, podría prestarse fácilmente a distorsiones y a abusos. Armand no lo promueve ni se pone a la expectativa. Cada uno debe elegir, por ejemplo, no hacer degenerar la reciprocidad en una brutal ley del talión, o el individualismo en un egoísmo desenfrenado.

Por otro lado, si hay algo que conmociona en las páginas de Armand, es la gentileza del tono, la voluntad de no imponerse, la necesidad de corregirse, todo cualidades que hacen entender que una buena aplicación de sus consejos se deja a la responsabilidad del individuo, en plena libertad. Se nota en él la ausencia de retórica (como máximo, se encuentra en sus páginas un exceso de lirismo y novelería), tan típica en los pensadores individualistas, de Max Stirner a Renzo Novatore: gritan su verdad, están siempre a la defensiva, siempre esperando un ataque, al límite de la psicosis. Por el contrario, Armand -que había sufrido muchos ataques en su vida- busca siempre el diálogo con el lector, valora, sopesa, y comienza subrayando los puntos débiles de su pensamiento (hay capítulos enteros de sus obras dedicados a esto). No espera imponerse y afirmarse a cualquier precio, tanto más porque ello negaría cualquiera de sus planteamientos. La elección está en las manos de cualquiera; para cantar fuera del coro sus palabras son solo la primera nota.

Notas:
(1). Émile Armand, La iniciación individualista anarquista.
(2). Ibídem.
(3). Ibídem.

Stefano Ferrario
http://www.nodo50.org/tierraylibertad/6articulo.html
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