Memorias de un revolucionario, por Piotr Kropotkin [Libro]

Primera Parte: INFANCIA

Moscú es una ciudad de lento crecimiento histórico y, hasta nuestros días, las diferentes partes de que se compone han conservado admirablemente los rasgos más característicos impresos en ellas durante el reposado curso de la Historia. El distrito del río de Trans-Moscú, con sus anchas y somnolientas calles, y sus monótonas casas pintadas de gris, y de techos bajos, cuya entrada principal permanecía bien cerrada, tanto de noche como de día, ha sido siempre el retiro predilecto de la clase mercantil y el foco de los disidentes de la Antigua Fe, notablemente austeros, formalistas y despóticos. La Ciudadela, o Kreml, es todavía el firme baluarte de la Iglesia y el Estado; y el inmenso espacio que se extiende ante ella, cubierto por miles de tiendas y almacenes, ha sido durante siglos una poblada colmena del comercio, y continúa siendo todavia el corazón de un gran tráfico interior, que abraza la superficie entera del vasto imperio. La Tvérskaia y el puente Kusnietzky, han sido, durante centenares de años, los principales centros de las tiendas de lujo, mientras que los barrios de los artesanos, el de Pliushchija y el de Darogomilavka, tienen aún la misma fisonomía que caracterizaba a sus animadas poblaciones en tiempo de los zares de Moscú. Cada barrio es un pequeño mundo en si; cada uno tiene su fisonomía propia y vive una vida independiente; hasta los ferrocarriles, cuando hicieron su irrupción en la antigua capital, agruparon aparte, en centros especiales, en lo más exterior de la vieja población, sus almacenes y talleres, sus vagones y sus máquinas.

Sin embargo, de todas las partes en que se divide la ciudad, tal vez no haya ninguna más tipica que ese laberinto de calles limpias, tranquilas y ventiladas, situadas a espaldas del Kreml, entre dos grandes calles radiales, la de Arbat y la de Prechistienka, al que se le llama todavia el barrio de los viejos Caballerizos, el Stáraia Koniúshennaia.

Hace cincuenta años vivía en este barrio, extinguiéndose lentamente, la antigua nobleza moscovita, cuyos nombres eran tan frecuentemente mencionados en las páginas de la historia rusa, antes de la época de Pedro I; pero que ha desaparecido después para dejar puesto a los recién llegados, los hombres de todas las procedencias, llamados a la vida pública por el fundador del Estado ruso. Encontrándose suplantados en la corte de San Petersburgo estos nobles de la antigua cepa, se retiraron, unos al barrio de los Viejos Caballerizos, en Moscú, y otros a sus pintorescas fincas existentes en tierras no lejos de la capital, mirando con una especie de desprecio y secreta envidia a la abigarrada multitud de familias que habían venido, sin que nadie supiera de dónde, a tomar posesión de los cargos más elevados del gobierno en la nueva capital, a orillas del Neva.

En su juventud, la mayoria habia probado fortuna entrando en las carreras del Estado, principalmente en el ejército; pero por una u otra causa, las habían abandonado sin llegar a alcanzar un elevado puesto. Los más afortunados sólo obtuvieron una colocación tranquila y casi honorífica en su ciudad natal -mi padre fue uno de ellos-, en tanto que la mayor parte de los demás se contentaba con tomar su retiro. Pero cualquiera que fuese el lugar al cual habían necesitado trasladarse en el curso de su carrera, sobre la extensa superficie de Rusia, siempre, de un modo o de otro, hallaban manera de pasar su vejez en una casa propia en el barrio de los Viejos Caballerizos, a la sombra de la iglesia donde habían sido bautizados, y en la que se entonó la última plegaria en los funerales de sus padres.

Ramas nuevas nacidas de antiguos troncos, algunas se hicieron más o menos notables en diferentes partes del país; otras tenían casas más lujosas y modernas en otros barrios de Moscú o en San Petersburgo; pero la rama que continuaba viviendo en el barrio referido, cerca de la iglesia verde, amarilla, rosa o parda, tan asociada a los recuerdos de la familia, era considerada como la representante de ésta, independientemente de la posición que ocupase en el orden genealógico de la misma. Su cabeza, representante de tiempos históricos, era tratado con gran respeto, aunque no desprovisto, sin embargo, de un ligero tinte de ironía, hasta por aquellos miembros más jóvenes de la misma rama que habían abandonado su ciudad natal para seguir una carrera más brillante en la guardia imperial o en los círculos de la Corte; pues personificaba para ellos el origen y las tradiciones de la familia.

En estas calles tranquilas, bastante separadas del movimiento y el ruido del Moscú comercial, todas las casas tenían casi la misma apariencia; eran en su mayoria de madera, con techos de planchas de hierro de un verde brillante, la fachada estucada y decorada con columnas y pórticos, y pintada con vivos colores. Casi todas las casas tenían sólo un piso, con siete o nueve grandes y alegres ventanas a la calle; sólo en la parte posterior de la casa solía haber un segundo piso, que daba a un gran patio formado por varios edificios pequeños, que servian de cocinas, cuadras, bodegas, cocheras y habitaciones para la dependencia y servidumbre. Una gran cancela daba entrada a este patio, y en ella se encontraba con frecuencia una placa de metal con esta inscripción: Casa de Fulano de Tal, teniente, coronel, o comandante; rara vez general u otro cargo civil de la misma elevada importancia. Pero si una casa más monumental, embellecida con verja y cancela de hierro dorado, se encontraba en una de esas calles, la placa metálica de la puerta de entrada es seguro que diría: Fulano de Tal, consejero comercial, o excelentisimo señor. Estos eran los intrusos, los que habían venido a vivir a aquel barrio sin que nadie los invitara, y a quienes, por consiguiente, no trataban los demás vecinos.

En estas calles aristocráticas no se permitian tiendas, y sólo en algunas casitas de madera, pertenecientes a la iglesia parroquial, se hallaba alguna pequeña despensa o un puesto de verduras, frente a los cuales solía encontrarse el lugar de descanso del polizonte, quien durante el día aparecía en la puerta armado de una alabarda, para saludar con su arma inofensiva a los oficiales que pasaban, retirándose al interior a la caída de la tarde, para trabajar de zapatero remendón o preparar algún rapé especial patrocinado por los antiguos criados de la vecindad.

La vida se deslizaba tranquila y pacíficamente -al menos en apariencía- en este Faubourg Saint-Germain de Moscú. De mañana no se veía a nadie por las calles; al mediodía aparecían en ellas los niños, acompañados por ayas francesas y nodrizas alemanas que los sacaban a dar un paseo por los boulevares cubiertos de nieve. Más tarde, podía verse a las señoras en sus trineos de dos caballos, con un lacayo colocado de pie detrás, sobre una plancha fija en la parte posterior; o bien escondidas en unos carruajes antiguos, inmensos y elevados, suspendidos por grandes muelles curvos y tirados por cuatro caballos, con un postillón delante y dos lacayos de pie detrás. De noche, la mayoría de las casas se hallaban brillantemente iluminadas, y, como no se corrian las cortinas, los transeúntes podían contemplar a los que jugaban a las cartas o valsaban en los salones. En aquellos días no estaban en boga las opiniones, hallándonos todavía muy distantes de los años en que cada una de esas casas empezó una lucha entre padres e hijos; lucha que terminaba por lo general en una tragedia de familia o en visitas nocturnas de la alta policia. Hace cincuenta años, nada de esto era imaginable; todo estaba sosegado y tranquilo, al menos en la superficie.

En ese barrio nací yo en 1842, y allí pasé los primeros trece años de mi vida. Aun después de haber vendido nuestro padre la casa en que murió nuestra madre, y después de haber comprado otra, que vendió también, pasando nosotros varios inviernos en casas arrendadas, hasta que encontró una tercera a su gusto, a corta distancia de la iglesia en que había sido bautizado, continuamos viviendo todavía en aquel barrio, que sólo abandonábamos el verano para ir a nuestras posesiones rurales.

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