Milly Witkop: Mis recuerdos sobre Kropotkin (1922)

Cuando leí en la prensa las distintas necrologías dedicadas a Kropotkin, no pude reprimir un penoso sentimiento. Se cuentan las cosas más maravillosas sobre Kropotkin, el teórico anarquista, el hombre de ciencia, el gran expositor de la ayuda mutua, etc., pero poco, muy poco se ha dicho sobre el hombre. Hasta sus amigos más íntimos han tocado apenas este aspecto. Se ponderan los grandes beneficios que ha aportado a la humanidad doliente y se admira su incansable actividad en diversos dominios, — con esto se satisfacen la mayor parte de las veces. Y yo recuerdo involuntariamente las palabras que uno de nuestros mejores camaradas me ha escrito una vez: «Se mira solamente mi obra, mis especiales aptitudes, los servicios que yo he prestado al movimiento, pero no se mira a mí mismo». Esto produce una amarga sensación. Yo me esforcé, con toda clases de gastados argumentos, como se acostumbra en tales circunstancias, por desengañarle; si lo he logrado, esto lo ignoro. 

Me parece que el destino de todas las grandes personalidades el ser enterradas por su propio genio. Se olvida demasiado fácilmente ante sus méritos y servicios la pura humanidad en ellos, y es justamente eso lo que nuestras más íntimas sensaciones ponen en primer lugar. Por este motivo hubiera sido deseable que también en las descripciones sobre Kropotkin se hubiese mencionado algo más atentamente este aspecto de su naturaleza, que según mi opinión es el más importante y precioso. Su actividad en el movimiento revolucionario y las obras que nos ha dejado no tienen necesidad de comentario; hablan por sí mismas. La claridad en su pensamiento, la sencilla belleza de sus escritos son cosas que no se ponen en duda y ahorran completamente las referencias especiales y las aclaraciones. Por esto es más importante entrar en la descripción de sus puras cualidades humanas. 

No puedo alabarme de haber pertenecido a los íntimos amigos de Kropotkin; sin embargo lo conocí personalmente hace más de 25 años y me encontré muy a menudo con él en reuniones, conferencias, veladas y conversaciones privadas. Lo visité entonces en su casita de Brighton, junto con nuestros viejos amigos. M. Cohn y su mujer, de Nueva York. No olvidaré nunca la impresión de esa visita. Hablamos sobre el problema de la guerra; no había aún sobre este asunto la actitud pública ulterior. Sus desarrollos llegaron hasta lo más profundo de mi corazón. Deseé no haber escuchado nunca esas palabras, que me abrasaban como una herida abierta en el alma. Y sin embargo, no dejaron en mí ningún amargo sentimiento contra ese hombre pues sabía que había expresado el más profundo convencimiento interior. Justamente entonces, cuando nuestras opiniones eran tan rudamente contradictorias, comprendí la grande y noble personalidad humana de Kropotkin. 

Yo fui a la edad de diecisiete años a Londres, desde una pequeña ciudad rusa y estaba por completo fascinada por una visión religiosa del mundo. Como muchos otros, comencé a conocer en el gran Ghetto del East-End las ideas del socialismo moderno y llegué, poco a poco, al convencimiento de que mis anteriores convicciones estaban en conflicto con ellas. Había ya en el Unkunft, el órgano de los socialistas en América, leído algunas disertaciones de Lassalle, de Marx y de Engels cuando cayó en mis manos el pequeño folleto de Kropotkin A los jóvenes. La impresión que recibí con él es indescriptible. Advertí que el hombre que había escrito esas páginas puso su alma en cada palabra y lo admiré con toda la pasión de que sólo una joven idealista es capaz. Hubiera sido la más grande desilusión de mi vida si hubiese encontrado un Kropotkin distinto del hombre que había imaginado al leer esas páginas… 

Mi corazón se llenó de alegría cuando encontré un día en el Arbeiter Freund el anuncio de que Kropotkin nos daría una conferencia. El entusiasmo general con que su aparición fue saludada me dijo claramente que todos los reunidos estaban cautivados por el mismo extraordinario amor que yo sentí hacia él. Pero sería completamente falso creer que esta simpatía procediese de sus vasto conocimientos científicos. No; nadie pensó un momento en eso. Era su fina y sugestiva sonrisa, la benevolencia de su mirada, su modo natural de ser, el apretón de manos con que se conquistaba por completo la simpatía y el amor de todos los que tenían contacto con él, y todos los que estábamos reunidos allí, sastres, conductores, obreros del puerto, costureras, sentíamos que él nos hacía objeto del mismo sentimiento de amistad y de fraternidad que nosotros abrigábamos hacia él. 

Kropotkin era ante todo humano. Amó al sencillo hombre del pueblo con todas las fuerzas de que era capaz su alma. Tuvo fe en el pueblo, la fe profunda y animada que inspiró y animó a todos los que le llegaron a conocer. La mayor parte de los llamados grandes hombres, entre ellos muchos socialistas, disfrutan únicamente la fama de su obra, y el más próximo contacto con ellos trae muy a menudo amargas desilusiones. Kropotkin era justamente lo contrario: cuanto más cerca de él se estaba, más se le amaba y estimaba. 

«Trabajar con él, bajo el influjo de su presencia, es una verdadera inspiración», me decía una vez un camarada georgiano. Era en los primeros meses de la guerra y nuestro amigo era adversario de la actitud de Kropotkin, lo mismo que yo. «He trabajado con él, decía; puse su biblioteca en orden y arreglé sus numerosas noticias. Sea cualquiera su actitud lo amaré toda mi vida». 

¡Qué personalidad debía ser esa capaz de producir en los demás tan profunda e imperecedera impresión! 

Muchos camaradas eran de opinión que había sido una suerte que, a causa de su salud, Kropotkin hubiera estado obligado durante los últimos veinte años a retirarse casi por completo de su actividad pública en el movimiento, pues solamente de ese modo ha podido terminar sus obras. Yo soy de otra opinión. La presencia de un hombre como Kropotkin en un movimiento, su contacto diario con el pueblo, pueden obrar más prodigios que sus mejores obras. El influjo personal de un tal carácter no podría ser más precioso. Es de lamentar sinceramente que tales hombres sean tan raros en nuestro medio. Sobre todo hoy en que el mundo entero parece vivir en este momento el escepticismo de la corroedora mediocracia y del metálico materialismo; hoy que el amor a la humanidad, que desbordaba el corazón de Kropotkin, se ha convertido en frase sin sentido y que todo puro idealismo es objeto de burla por parte de aquellos a quienes las masas ayudaron a llegar al poder. Pueda el tributo a la magnífica personalidad de nuestro gran muerto contribuir a que su espíritu profundamente humano se conserve en nosotros, pues es el único con el cual podemos ir al encuentro de un futuro libre. 

Milly Witkop
Berlín, septiembre de 1922.

Transcripción: @rebeldealegre

Suplemento La Protesta, no. 43, 13 de noviembre de 1922 
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