¿Y si pensáramos que Einstein fue anarquista?

El atrevimiento del título es puramente mío y a priori no puede justificarse. Pero leyendo algunas biografías y artículos sobre dicho gran filósofo y hombre de ciencia, llamado el hombre del siglo, creador de la famosa teoría que transformó la concepción del universo y dio la impresión de poseer la fórmula mágica que desafiaba, con su teoría de la relatividad, las nociones de tiempo y espacio…

Es para nosotros, los libertarios, los ácratas, los anarquistas, un estimulante y al mismo tiempo un sedante, comprobar que una gran parte de dichos valores universales, verdaderos sabios que han ido descubriendo y profundizando en el inmenso Cosmos, y nos han explicado cómo funcionan las leyes fundamentales de las galaxias, que han creado vida y de las cuales nosotros descendemos, han rechazado abiertamente y con pruebas válidas la existencia de Dios todopoderoso, fundamento de la Iglesia para argumentar su doctrina, que mírese como se quiera no tiene nada que ver con la Creación y menos con la autoridad de los sacerdotes uniformados y ensotanados. Es una simple moral convencional que en el curso de la historia ha ido arreglando sus cosas, llegando al colmo de que la mayoría de gobernantes les rinden pleitesía oficial por la autoridad de que gozan a cuenta de su propaganda cotidiana y tenacidad.

No somos lo que dicen que somos, gentes insociables, violentos, sin orden, sino todo lo contrario. Naturalmente nuestro orden se aproxima más, e incluso acepta, el pensamiento de un Einstein, de un Newton, de un Condorcet y de los enciclopedistas de Diderot, padres de la revolución francesa, de Louise Michel y de los comunards. No hay duda de que somos dos mundos diferentes. Y a medida que la ciencia avanza, facilita poder deshilvanar poco a poco lo desconocido y nos hace conscientes de nuestra responsabilidad y demuestra que nuestra posición no tiene nada de extremista en el mundo social-económico en el cual nos desenvolvemos en medio de la imperfección de la Sociedad, que va recibiendo sacudidas violentas, aguantándolas bien o mal, gracias a la ignorancia, al fanatismo que aportan los que divinizan el dogma y los que se encuentran a gusto en la telaraña capitalista.

Continuemos con Einstein. Con su muerte en abril de 1955 las gentes de cultura se consideraron huérfanas. Su amigo Charlie Chaplin, el Charlot de nuestra juventud, en el estreno de «Luces de la ciudad», 1931, ante la oleada de gente que les esperaba y aplaudía rabiosamente, le dijo con un deje de malicia: «me aplauden a mí porque todo el mundo me conoce y a ti porque nadie te ha comprendido». Con su muerte, desapareció el último genio de los buscadores en la línea de Galileo a Newton. Los hospitales se lo disputaron, los doctores disecaron su cerebro. Aún hoy en el laboratorio de Kansas se guarda un fragmento de su cerebro, pero no se pudo descubrir de dónde nacía la genialidad.

En el momento de nacer, Einstein poseía una cabeza desmesurada y durante mucho tiempo no habló. Nació en 1879 en la Alemania prusiana, de madre pianista y padre electricista. A los trece años, este niño judío, educado en un medio modesto, no se preocupaba de la religión, se burlaba de su profesor de griego y tuvo que dejar el establecimiento escolar. Consideraba a sus profesores como suboficiales de un sistema educativo basado en principios autoritarios y jerárquicos. Repudia el ejército: «si alguien puede encontrar placer en marchar en formación al son de una música -señala en su autobiografía- es suficiente para que yo lo desprecie». Así que no hizo el servicio militar y huyó del país al que consideraba una tara de la civilización y adquirió la nacionalidad suiza. A los 17 años se levanta contra todo lo que le oprime y se muestra apolítico convencido. Estudia en el colegio politécnico de Zurich y se define como «un solitario que no ha sentido jamás en su interior la pertenencia a ningún Estado». En 1896 asiste a los debates de los pioneros del marxismo ruso exiliados, escucha a Chain Neisman, futuro presidente de Israel, oye hablar de Jung, ami-ga con Friedrich Adler, que ocupa la habitación dejada vacante por Rosa Luxemburgo, y que en 1916 asesina al conde Stürg, el primer ministro de Francisco José de Austria, antes de transformarse en figura popular del movimiento obrero.

Pronto encuentra a Mileva Mani, una joven serbia, estudiante de física como él, con la que se casará en 1902 y de la que tendrá dos hijos (el primero, muere muy joven de locura). Einstein es pobre. La Universidad no le place y a pesar de los diplomas que posee, perjudicado por su indumentaria, que deja mucho que desear, no halla facilidades para conseguir un puesto de trabajo. Ocupa un modesto empleo de tercera clase en el despacho de Brevets de Berna y desde allí comienza a llenar páginas y páginas con fórmulas y signos matemáticos que en 1905 remite a una revista científica. Se trata de la teoría de la relatividad, genial relectura del Universo que dinamita todos los dogmas del mundo científico de la época. Por fin los profesores de Zurich le perdonan su original vestimenta, sus gabanes mal abotonados y su aspecto de «clochard» y lo nombran profesor. Los estudiantes lo veneran. Sus cursos se continúan incluso en los cafés de barrio, la Universidad de Ginebra lo nombra doctor honoris causa, Marie Curie, siempre amiga, lo invita a París, Praga le ofrece una cátedra de física (y allí permanecerá un año), es bien recibido por Kafka y Max Bond, cultiva su afición de violinista, mantiene relaciones con Poincaré y con Langevin, profesor del Colegio de Francia.

Las universidades de Europa se lo disputan y en 1914 acepta ser miembro de la Academia de Ciencias de Berlín. Había despreciado a Alemania con toda su alma y ahora se reencuentra con el país. Dice: «Los alemanes cuentan conmigo como si fuera una gallina excepcional, pero yo me pregunto si seré capaz de poner algún huevo». Choca con el nacionalismo en medio de la fiebre bélica que se apodera del país, se adhiere a lo que será Liga de los Derechos del Hombre, mientras 93 intelectuales alemanes firman un manifiesto al mundo civilizado en defensa del militarismo sostenedor de la cultura germánica. Indignado, no se deja presionar y escribe un «Llamamiento a los europeos» que sólo recoge cuatro firmas. Fue un acto de fe, de coraje y visionario cuando afirmó: «Ninguna pasión nacional puede justificar tal estado de espíritu (se refiere a los nazis). Es necesario que los europeos se agrupen y cuando seamos suficientes europeos decididos, intentaremos convocar una Liga». Los antisemitas ya no esconden su odio hacia él y Einstein dice: «Alemania es un país educado durante siglos por una cohorte de pedantes y oficiales que le han inculcado la sumisión servil y que ha sido domada para el militarismo más cruel».

Afortunadamente los acontecimientos científicos le llevan al cenit de la gloria: el 22 de septiembre una observación de Eddington, que enseña astronomía en Cambridge, sobre un eclipse de sol en Brasil, confirma la teoría de Einstein. Se convierte en el símbolo del genio. En París, Tokio, Nueva York, Oslo reina la euforia. La guerra había dejado desesperanza en el corazón de algunos, pero, acabada, surge una esperanza secreta. Los tónicos estaban presentes: los revolucionarios tenían a Lenin, los industriales a Ford, los sabios a Einstein, los psicólogos a Freud. El reino único de Newton llega a su fin. Einstein cree en la belleza misteriosa del ser humano, recusa la idea de un dios que recompensa y castiga, el objeto de la creación, para él no cabe duda, es el hombre y él es el dueño del mundo.

En 1933 Hitler le confisca sus bienes, libros y objetos personales y Einstein se asienta en América, en Princeton. En su corazón se ha instalado un odio indestructible hacia Alemania y el 2 de agosto de 1939, presionado por el físico judío Leo Szilard, toma la decisión más grave de su vida, de consecuencias incalculables para él y para la humanidad. Con una carta pone en alerta al presidente Rooselvelt: «los alemanes tienen muchas posibilidades en un tiempo próximo de poseer la bomba atómica, hay que adelantárseles». Se lanza rápidamente el proyecto «Manhattan» destinado a construir la bomba atómica americana. El 6 de agosto de 1945 cuando su secretaria le anuncia el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki se lamenta

«Cometí el más grande error de mi vida cuando firmé la carta a Roosevelt, aun cuando existía alguna justificación». Einstein se considera humillado y se siente cansado. No acepta la presidencia del Estado de Israel. Dos días antes de su muerte, el 15 de abril de 1955, renuncia a cualquier ceremonia religiosa, pide ser incinerado y que sus cenizas sean esparcidas. Nadie podría ir a venerarlo.

Einstein previó tres cosas que se han realizado:

1-El mundo a partir de ahora queda amenazado por la energía nuclear.

2-La explosión demográfica transformará la situación. La mortalidad en el tercer mundo se reducirá en beneficio de la natalidad.

3-La explosión «psíquica» provocada por los medios de televisión. Los pobres sabrán de los más ricos y la inmigración hacia los países ricos será imparable. Será como el agua que se transforma en vapor, pero no se podrá tratar de la misma manera.

Su último gesto fue escribir al presidente checo rogándole que indultara a dos objetores de conciencia. La respuesta recibida distinguía dos clases de pacifismo, el ligado a cuestiones y razones religiosas y el de los anarquistas, predicadores de la destrucción del Estado y decía «Pieter, protegido por usted, no entra en el ámbito de la objeción de conciencia. Es un anarquista».

A veces me gusta hablar del gran pensamiento liberal con su repudio por el Estado y por el Poder y por su apoyo hacia acciones humanas que, en general, la sociedad ataca motejándolas de anarquistas para justificar su orden convencional y arcaico, orden que los grandes pensadores, filósofos y sobre todo matemáticos han reducido a la nada. Un amigo, buen matemático, me dijo que las matemáticas eran la poesía concreta y más próxima a la vida porque han penetrado en el laberinto de las leyes del cosmos y lo mantienen vigilado en sus turbulencias naturales y en su desenvolvimiento (porque el mundo es aún muy joven pese a que los profanos lo sintamos viejo). Y no han encontrado ninguna ley que sea despótica, todo marcha perfectamente ordenado, incluso los cataclismos, y la ley natural es para todos. Los anarquistas sin ser científicos (alguno hay) ya hemos llegado a la conclusión de que las leyes las hacen los hombres para continuar defendiendo el privilegio de unas minorías y la sociedad viene a ser como un cosmos convencional en el que han proclamado a Dios por encima del hombre.

Einstein creía en la belleza del misterio del ser humano, pero refutaba la idea de un dios de recompensa y castigo. El mundo es para el hombre. El Dios católico es un mito convencional, una doctrina que conduce al dogma, muy bien definido por el gran Cervantes cuando a su paso por los aledaños de Zaragoza y metido en un callejón sin salida afirmó: «Amigo Sancho, con la Iglesia hemos topado».

Juan Sans Sicart

Einstein en la CNT

En el debate entre razón y fe, como diría un jesuíta, o entre ciencia y religión, que diría un laicista, el movimiento libertario siempre se ha puesto del lado de la ciencia. Y en España, donde la religión católica juega un papel tan destacado, los anarquistas vieron en la revolución científica del siglo XIX un argumento irrefutable contra el oscurantismo religioso que ridiculizó desde Galileo Galilei hasta Charles Darwin; por el contrario, los anarquistas difundieron con entusiasmo a todos aquellos científicos, desde Camille Flammarion hasta Albert Einstein, que cuestionaban el modelo creacionista tercamente defendido e impuesto por la Iglesia Católica.

Por eso, no tiene nada de extraño que la visita de Albert Einstein a España fuese acogida con interés por la CNT y que, dada la estrecha relación que los anarquistas tenían con el republicanismo federal, cuya herencia recogía en Cataluña la Esquerra Republicana, hablasen con el catedrático Rafael Campalans, anfitrión de Einstein en Barcelona y militante republicano, para que el científico visitase la sede de la CNT y se dirigiese a los trabajadores barceloneses.

Para comprender la importancia de esta visita basta comprobar la cortina de humo que ha caido sobre élla: no está claro que impartiese una conferencia, aunque parece que sí que lo hizo, no se sabe con seguridad cuáles fueron sus palabras, aunque merecieron un informe secreto del consulado alemán, no hemos podido localizar el noticiario cinematográfico que recogió imágenes de la visita, pero parece evidente que se realizó la filmación…

Todo eso da igual. Albert Einstein no era anarquista, sólo simpatizaba con la corriente pacifista de la socialdemocracia alemana, pero acudió a la sede de la CNT. Sólo ese dato ya es suficiente para poder apreciar el prestigio de la central anarcosindicalista, el amor a la cultura de sus afiliados y el reconocimiento a una tarea de divulgación de la ciencia realizado por unos anarquistas a los que nada humano, ni siquiera las más sutiles teorías físicas, les era ajeno.

J.P.C.

Publicado en el Periódico Anarquista Tierra y Libertad, Abril de 2005

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