Biografía de Mariano R. Vázquez «Marianet», por Federica Montseny

El día 18 de julio de 1939, bañándose en el río Marne, encontró la muerte Mariano R. Vázquez. Los años han pasado acumulando hechos, pérdidas de vidas humanas, tragedias individuales y colectivas sobre ese drama que sería casi olvidado, si no sobreviviésemos los que, compañeros de luchas, de trabajos o de vida de Marianet, seguimos recordándolo y marcando cada año en nuestro corazón el triste aniversario.

Además, en Marianet queda vinculado, con cuanto tuvo de grandezas, de fallas de desfallecimientos, de errores y de aciertos, el gigantesco episodio, de la Revolución de 1936. El Secretario del Comité Regional de Cataluña el 19 de julio de 1923; secretario del Comité Nacional de la C. N. T. a partir de noviembre del mismo año cuando la Organización sancionó con la destitución de Horacio Prieto, el abandono de Madrid en los chas álgidos del sitio de la ciudad mártir, hasta el fin de la guerra; secretario del Consejo General del Movimiento Libertario desde su constitución hasta su muerte, Marianet fue el centro y el eje de un periodo de actuación del Movimiento de capital importancia para el mismo, quizá el más trascendente de su larga historia.

Murió muy joven apenas tenía 32 años. La Revolución le sorprendió cuando aún no estaba plenamente formada su conciencia de militante. A golpes con la vida, cruenta y ásperamente, tuvo que formarse su conciencia de hombre. Y en un momento dacio, sobre él cayó la terrible responsabilidad de la dirección de un Movimiento, zarandeado a diestro y siniestro, enfrentado con formidables problemas. Los que hemos vivido aquellos días y los que conocemos la vida íntima de nuestra Organización, sabemos que en ella, en horas determinadas, todo cae, todo se desploma sobre un hombre, obligado de arrostrar todas las responsabilidades, dejado solo para el trabajo y para las decisiones capitales; solo también después para la crítica y para la justificación de una gestión, severa e implacablemente exigida.

¡Y Marianet en el fondo era un niño, falto de experiencia, incalculablemente cándido!

EL HOMBRE

Tenía una capacidad de trabajo increíble, una robustez física que hacia de él la Imagen viva de la salud y de la fuerza. El uso y el abuso de esta naturaleza generosa, las muchas emociones contenidas, la fatiga de los nervios duramente sometidos a prueba, incubaron en él, silenciosamente la dolencia cardiaca que ocultó a todos, con pudor salvaje, y que le produjo el colapso destinado a ocasionar la muerte.

Era rudo, de carácter hosco, poco expansivo. Su semblante atezado, su ancho corpachón, su pelo revuelto, y rizado, cayendo sobre su frente, te daban un aspecto primitivo, un poco raro y repelente a la primera impresión. Sin embargo, ha sido el hombre que más amigos tuvo en nuestro Movimiento, por un don de simpatía personal, por un atractivo que apenas puede definirse con palabras. Abandonado a sí mismo, puesto en confianza, se entregaba moralmente y dejaba ver el fondo de su alma, afectuoso y pueril y de juventud sorprendente.

Tuvo muchos defectos, fallas capitales en su carácter y en su actuación. De ello tenía conciencia, aunque, con el orgullo de todo hombre, jamás lo hubiera reconocido ni lo reconoció ante otros mejor dotados que él. Por el contrario, poner de manifiesto su insuficiente cultura, su falta de conocimientos, era la mejor forma de enajenarse su confianza y de impedir que él mismo, en silencio, corrigiese sus defectos y rectificase sus errores.

Ante él siempre sentí una mezcla indefinible de piedad y de admiración. Pocos conocen sus orígenes, su vida de hijo de la calle, criado como un árbol selvático, sin amor y sin cultivo.

Quedó sin madre muy pequeño. Su padre volvió a casar y encerró en el hospicio a los dos hijos del primer matrimonio. Por odio a este padre, que no lo fue para ellos, Mariano suprimió el Rodríguez de su primer apellido y fue para todos Mariano R. Vázquez. A los nueve años escapó del hospicio y vivió mendigando y de pequeños hurtos. Detenido muchas veces como quincenario, en la cárcel aprendió a leer y a escribir; en la cárcel conoció las ideas leyendo Novelas Ideales y folletos de Sánchez Rosa, de Matatesta, de Reclus o de Grave. Y a los 18 años el hombre que en él iba naciendo se prometió a sí mismo:

– No volveré a robar.

Y trabajó en la carga y descarga del muelle; de peón, de lo que fuese. Trabajos todos duros, pues no tenía ningún oficio, no tenía más que sus brazos robustos y jóvenes y su voluntad de recobrarse.

Todas sus lecturas fueron ésas: toda su cultura eran algunos libros leídos con esfuerzo. Su conciencia se formó sola, como reacción contra el medio. Y lo curioso, lo extraordinario, lo que yo admiraba y en cierto modo me impresionaba moralmente, era el prodigioso sentido práctico, la lucidez, la claridad de sus juicios; la ascensión penosa, pero constante, de esa conciencia desde el fondo de su ignorancia, desde el abismo de miseria y de rencor de sus primeros años, a una concepción elevada y generosa de la vida y de la lucha.

Era, realmente, un diamante en bruto, rudo y tosco, sin pulir por dentro ni por fuera, todo aristas e impurezas, pero con un fondo de aguas límpidas que cada día se hubieran ido puliendo y perfeccionando.

Lo terrible, lo trágico para él, y para todos nosotros, para cuantos vivimos aquellos días destinados a transformar un mundo, es que la Revolución le sorprendió cuando aún no estaba completamente formado; que el constante desgaste de hombres y las necesidades de las luchas le llevasen a ocupar un puesto para el que todavía no tenla experiencia ni la preparación suficientes.

En cierto modo Marianet es el símbolo vivo de nuestro pueblo, encerrado con un problema de vida o muerte; enfrentado con una revolución que se vio obligado a hacer, aunque tuviese conciencia que no estaba ni maduro ni preparado para ella. Y sobre la marcha, creciéndose a si propio, autoformándose, adquiriendo lo que le faltaba, supliendo por sí mismo a sus propias fallas, construyendo una obra gigantesca y defectuosa, enorme y trascendente por su resonancia en el futuro.

EL MILITANTE

En mi ya larga vida de actuación y de lucha, he convivido y compartido responsabilidades orgánicas con muchos hombres. Incorporada al Comité Peninsular de la F. A. I. en agosto de 1936; agregada más tarde al Comité Nacional; vuelta a él cuando, a finales de mayo de 1937, cayo el gobierno Largo Caballero, compartí constantemente estas responsabilidades con Marianet, desde esas fechas hasta el exilio, en el SERE y en el día fatal de su muerte.

Siempre le vi en su sitio, incansable, tenaz, supliendo a los que fallaban, con un sentido de responsabilidad que no se encuentra siempre en nuestra militancia. En situaciones difíciles, poniendo de manifiesto un tacto y una habilidad que nadie hubiese sospechado bajo su ruda y tosca apariencia.

¡Y qué horas tan terribles debimos compartir, codo con codo, luchando silenciosamente, a veces en medio de la hostilidad y de la incomprensión’ de nuestros propios compañeros! Los días trágicos de noviembre en Madrid, después de la muerte de Durruti, con los problemas creados por lo que quedaba allí de su gloriosa división; los días de los sucesos de Vilanesa y de la Columna de Hierro; los días más trágicos todavía de mayo del 37 en Barcelona; la lucha secreta, callada, de voluntad y de astucia a astucia, con los embajadores soviéticos en Valencia; la lucha con el conjunto de factores confabulados que iba gestando la tragedia final, en la que debía verse envuelto y sumergido el mundo entero. La lucha por los puestos de embarque, ya en París, áspera, inmisericordiosa, en la que nos encontramos solos contra todos, hasta contra nuestros compañeros, que ignoraban nuestras dificultades y nuestros esfuerzos, que eran los primeros en hacernos la vida imposible.

Durante una etapa, nos encontramos, no codo con codo, sino frente a frente. Nos separó una diferencia fundamental de apreciación de la manera de llevar la lucha, de la línea seguida por la organización. Pero si bien me coloqué frente a Marianet en un momento que le juzgué desviado, desbordado por los acontecimientos, arrastrado a una actuación suicida y arrastrando con él a toda la organización, jamás dudé de su buena fe y lealtad, aun en el error. Creía así servir mejor al Movimiento; no vela para la C. N. T. y para el pueblo español otra salida. La historia tiene que decir todavía si estaba o no en lo cierto; sí su instinto no le guió quizás más certeramente que nuestra Inteligencia y nuestras consideraciones tácticas.

Como militante fue el hombre total y absolutamente entregado a la Organización, sin hogar, sin vida privada, esclavo de sus deberes, siempre en su puesto, haciendo frente a todas las situaciones, solo o acompañado. ¿Defectos? ¿Quién no los tiene? ¿Errores? ¿Quién no ha cometido errores? Y de ellos no puede hacérsele exclusivamente responsable, porque esta responsabilidad debemos compartirla todos; debe compartirla la Organización entera, cuando deja solo un hombre en su sitio, delegando en él una responsabilidad de gestión que debería compartir celosamente. Pero yo he asistido a escenas en la que he visto a Marianet, como he visto después a otros compañeros en los mismos cargos orgánicos obligado a asumir actitudes y a arrostrar responsabilidades ante el silencio y la inhibición total de los que eran sus compañeros de gestión, silencio e inhibición hijos de la incapacidad o del temor.

SU FUERZA MORAL

Algunas veces, evocando esos días tan densos, me he preguntado:

– ¿Y cómo ese muchacho, militante de poca veteranía, al que muchos conspicuos contemplaban con cierto desdén, consiguió mantenerse en su puesto e imponer incluso una disciplina a los que, llevados a los ministerios y consejerías, podían escapar fácilmente a su control?

Algunos escaparon, evidentemente. En el terreno de los engaños y las triquiñuelas económicas y políticas, se le burló muchas veces. Pero en general se le respetaba y cuando elevaba su vozarrón y daba un puñetazo sobre la mesa, lanzando algunas de sus frases rudas y tajantes, era escuchado.

Vestido siempre con su eterno «mono» contenía las veleidades indumentarias de algunos que, corno alguien cuyo nombre callo por piedad, estaba preocupadísimo sobre la resolución que tomaría el Comité Nacional si unas unidades de la escuadra inglesa llegaban a Valencia; esto es si se autorizaría orgánicamente el smoking para los ministros de la C. N. T. en la recepción que se preveía.

– ¡Hay que conservar el ritmo proletario! – decía iracundo Marianet.

Recuerdo que cuando el 7 de noviembre de 1936 el gobierno abandonó Madrid, y, tras él, o antes que él, Horacio M. Prieto, secretario entonces del Comité Nacional; cuando nos íbamos acercando a Valencia, donde estaba reunido el Pleno Nacional de Regionales que destituyó a Horacio yo, que había salido de Madrid dejando la villa en plena fiebre defensiva, llorando de vergüenza al ver cómo todo el mundo se aprestaba para la lucha mientras nosotros huíamos, obligados por una resolución corporativa del Gobierno, pensaba con angustia:

– ¿Qué dirá Marianet cuando nos vea?

Y cuando me presenté ante él y vi sus ojos severos fijos en mí, cuando le oí decir sin cólera, pero con tristeza:

– ¡A lo menos tú te hubieses quedado! – incliné la frente y estalló en sollozos como una criatura.

Hubiera podido decirle que no era yo, una mujer, la que debía quedarme en Madrid sitiado cuando los hombres huían, cuando lo abandonaba el propio Secretario del Comité Nacional, pero yo comprendí el sentido profundo de ese : ¡A lo menos tú te hubieses quedado!

Podían haberse marchado todos, pero si yo me hubiese quedado, en Madrid hubiera permanecido el símbolo de la C. N. T. personificado en una figura de mujer que encarnaba la parte más intransigente, más clásica, más histórica y más representativa del anarquismo español.

Aquella misma noche regresé a Madrid queriendo rescatar con mi entereza y ml desafío de un peligro al que nunca temí, el error cometido al secundar y respetar un acuerdo corporativo que quiso tomarse con la complicidad explícita e implícita de la C. N. T.

En una humilde sepultura del cementerio de la Ferté-sous-Jouarre, sin cruz ni piedra que marque su lugar duerme el sueño eterno Mariano R. Vázquez,

Muchos años han pasado, arrastrando, en su vorágine, miles de vidas asolando hogares, destruyéndolo todo. Quizá fue el más dichoso, descansando antes que nosotros del gran combate.

En ese aniversario de su muerte he sentido el deseo de dedicarle públicamente este recuerdo; de evocar, para los viejos que le conocieron y le amaron con sus cualidades y sus defectos; para los jóvenes que no le conocerán nunca, esta silueta compleja, rica en matices, vinculada a un momento crucial de la vida de España y de la C. N. T.

Tantos días de prueba vividos juntos, esa fraternidad de armas que se conoce solamente en las guerras y las revoluciones, establecieron entre nosotros una hermandad moral, una afección honda y sincera que no destruyeron nuestras diferencias de posición; ni han destruido las visiones deformadas del hombre combativo y discutido; ni ha destruido la muerte. Le conocí; aprecié en él lo mejor de sí mismo; vi sus defectos; me esforcé en ayudarle a corregirlos, no en hundirle porque los tenía.

Muerto, se le han atribuido y se le atribuirán las más caprichosas actitudes; se dice y se dirá que hubiera adoptado ésta o estotra posición.

Está muerto. Dejémosle en paz, en un reposo que merece ese luchador Infatigable; ese hombre que se prodigó sin tasa ni medida, símbolo y encarnación del esfuerzo y de la tragedia de un pueblo que, como él, asciende trabajosamente de su miseria y de su ignorancia, autoformándose penosamente, primitivo, tosco, rudo, diamante en bruto cuyo valor nadie ha podido ni podrá calibrar justa ni exactamente; digno de mejor suerte, detenido en su ascensión gloriosa, pero, aun vencido, aun muerto, invencible e inmortal siempre.

Federica Montseny

Extraído de la revista “CENIT: Sociología, ciencia y literatura”, número 103 de Julio de 1959. Digitalizado por el Portal Libertario OACA.

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