La dictadura parlamentarista

El principal rasgo definitorio de cualquier sistema autoritario es aquel en el que una minoría detenta la capacidad decisoria sobre el conjunto de la población de un territorio determinado. Esta capacidad de decidir por el resto de la sociedad está respaldada por el monopolio de la violencia que es el que permite imponer las decisiones de dicha minoría al resto de la población. Se trata de una división política entre quienes detentan la fuerza y por tanto la capacidad decisoria que define la soberanía, y quienes son obligados a acatar las decisiones de dicha minoría. Tal y como lo sintetizó Pierre Clastres: “La mayor división de la sociedad, la que fundamenta todas las demás, incluida sin duda la división del trabajo, es la nueva disposición vertical entre la base y la cúspide, es la gran ruptura política entre detentadores de la fuerza, sea ésta guerrera o religiosa, y sometidos a esta fuerza. La relación política de poder precede y fundamenta la relación económica de explotación. Antes de que sea económica, la alienación es política, el poder es anterior al trabajo, lo económico es una derivación de lo político, el surgimiento del Estado determina la aparición de las clases”.[1]

Naturalmente quien ostenta el privilegio de poder decidir en el lugar de los demás y de imponer esas mismas decisiones al resto de la sociedad lo ejerce en su propio provecho. El poder no es desinteresado sino profundamente egoísta y por esta razón no renuncia a sus intereses. De esta forma nos encontramos con una estructura social férreamente jerarquizada en torno a dicha división política de la sociedad de la que se derivan las demás desigualdades: sociales, económicas, culturales, etc. Digamos que todo esto es lo común en los sistemas políticos de base autoritaria, indistintamente de cuál sea la forma en la que se presenten. Esto es lo que ocurre con el parlamentarismo donde una minoría, agrupada en torno al parlamento, concentra y monopoliza la capacidad decisoria sobre la población de un territorio determinado, y por tanto dispone del monopolio legislativo con el que imponer normas y leyes con las que determinar pautas de conducta con las que regular al conjunto de la sociedad.

Los regímenes de carácter autoritario, en los que siempre es una minoría la que toma las decisiones cruciales, consideran que la sociedad es por sí misma incapaz de tomar sus propias decisiones, de tal manera que la relegan a un estado de permanente tutela e infantilización en el que una elite dirigente se ocupa de gestionar y regular todos sus asuntos. De este modo la sociedad queda sumida en un estado de postración, pasividad y sumisión al ser las elites, ubicadas en las instituciones oficiales del orden constituido, las encargadas de participar en la política y de decidir en el lugar de la sociedad al ser considerada inhábil para dicha tarea. A esto se suma una más o menos manifiesta desconfianza hacia la sociedad al impedirle su activa participación en política, de tal manera que la elite dirigente no duda en erigirse en su intermediaria.

En el sistema parlamentario también es una minoría la que toma decisiones en el lugar del resto de la sociedad, lo que hace que concentre y monopolice la soberanía al mismo tiempo que impone sus propias decisiones, expresadas en leyes, a través del recurso a la fuerza coactiva de los medios represivos a su disposición: policías, servicios secretos, cárceles, tribunales, etc. Indudablemente la particularidad del régimen parlamentario respecto a otras formas de dictadura es que recurre a los procesos electorales como mecanismo de legitimación de las instituciones oficiales, y más concretamente del parlamento que es el que detenta la capacidad de legislar. En este sentido las elecciones son el mecanismo político que utiliza este sistema de dominación para crear el debido consentimiento social, y consecuentemente la conformidad de la población respecto a sus instituciones y las decisiones emanadas de las mismas. La aceptación de las autoridades viene dada por su carácter electivo, lo que facilita su legitimación a la hora de ocupar los puestos de dirección en las instituciones.

En el sistema parlamentario la clase política forma parte de la clase dominante al participar en el proceso decisorio a través del parlamento y de las demás instituciones análogas que existen en otros ámbitos. La clase política se erige, por medio de los procesos electorales, en representante de la sociedad y por ello se encarga de tomar las decisiones políticas en su lugar. Todo esto es el resultado de hacer de la sociedad un menor de edad que debe estar sujeto a una permanente tutela y dirección por parte de aquellos que se erigen en sus representantes, al considerar que no puede hacer nada por sí misma. Este planteamiento es el que lleva a hacer de los políticos una clase de intermediarios que en el contexto del sistema autoritario que encarna el parlamentarismo son presentados como necesarios. En la práctica el parlamentarismo es un sistema dictatorial en el que dicha minoría reunida en los parlamentos impone su voluntad a la sociedad en función de sus propios y particulares intereses, todo ello como consecuencia de ostentar el gran privilegio de poder tomar las decisiones políticas vinculantes al estar respaldada por una fuerza coactiva.

Los políticos son una opulenta, obesa, decadente y corrupta elite dirigente que usufructúa el poder político y las instituciones, de esta forma establecen aquella legislación más favorable para sus propios intereses. De esta manera la clase política explota y oprime al pueblo que constituye un recurso del que se vale para conseguir sus intereses. Por este motivo puede afirmarse que la clase política es una clase parásita que extrae de la sociedad recursos materiales, económicos y financieros para sostenerse como elite mandante, para costear sus medios de coerción con los que imponer su voluntad por medio de las leyes. En tanto en cuanto el parlamentarismo impide al pueblo la participación política las instituciones y los políticos se establecen como intermediarios necesarios, pues el pueblo es considerado incapaz de tomar sus propias decisiones y de llevarlas a cabo. A la sociedad se le otorga la posibilidad de elegir a sus intermediarios en quienes delega la gestión de las cuestiones colectivas. En definitiva, se trata de elegir a aquella minoría que se ocupará de decidir sobre todo lo que afecta a la sociedad.

La existencia de elecciones en el régimen parlamentario es utilizada como coartada para afirmar una pretendida libertad en el seno de este sistema político. Los hechos demuestran lo contrario. En el plano estructural se trata de un sistema dictatorial en el que una minoría impone sus decisiones al resto de la población, de modo que las elecciones sólo sirven para legitimar dicho sistema. En segundo lugar nos encontramos con que el sistema parlamentario se dota de unas poderosas fuerzas represivas que supervisan los procesos electorales, y que son, en definitiva, el último resorte del poder establecido para imponer su voluntad sobre la sociedad. Esto demuestra que dicho sistema no es libre. Y en tercer y último lugar descubrimos que este sistema es profundamente demagógico al basarse en el uso masivo de la propaganda a todos los niveles, de manera que se manipula a la opinión pública en un sentido favorable para que entre las diferentes opciones políticas elija la que más conviene a la clase dominante. Se trata de un tipo de régimen en el que la libertad de conciencia es negada, de modo que al mismo tiempo también es negada la libertad de elección ya que esta última está manipulada y no es informada.

En el sistema parlamentario la sociedad no participa en la política sino que esta es una tarea exclusiva de los políticos que se encargan de gestionar a su antojo. De esta forma la sociedad es excluida de los ámbitos decisorios y es sometida a las decisiones que son tomadas en las instituciones del orden constituido por las elites dominantes. Además de esto la opinión pública es manipulada sistemáticamente y a gran escala a través de los medios de comunicación de masas, de manera que en la práctica quien gana unas elecciones es quien es capaz de costearse la campaña electoral más cara con la que difundir masivamente su mensaje político. La presencia de unas fuerzas armadas y represivas tampoco genera un contexto de libertad, con lo que estos agentes son los que en último término determinan el rumbo político de la sociedad si sus intereses y la situación así lo requieren.

Las elecciones son el gran circo que los políticos utilizan para publicitarse y hacer todo tipo de promesas con las que tratar de seducir al electorado. Esto es lo que ha hecho de la política el arte del engaño en el que los políticos afirman comprometerse con sus correspondientes programas electorales, los mismos con los que tratan de sintonizar con las preocupaciones y problemas de la sociedad. Pero como decimos se trata de una estrategia propagandística y mediática que únicamente persigue rentabilizar votos pues el sistema es estructuralmente autoritario, de forma que una vez elegidos los representantes políticos toman sus propias decisiones y lo hacen en función de sus particulares intereses olvidando por completo las promesas hechas, así como el programa electoral. Pero también hay que añadir que no hay engañador sin alguien que, a su vez, se deje engañar. En lo que a esto respecta es preciso decir que la sociedad ha caído en la superstición del voto, y por tanto en la creencia de que ir a votar sirve para algo. Esta actitud delegacionista demuestra un importante grado de pasividad en la sociedad al desentenderse de la política, y por tanto también es una muestra de conformidad con un sistema en el que la población durante los 4 años que dura una legislatura no tiene ni voz ni voto.

Indudablemente una de las formas de rechazar este tipo de sistema dictatorial es no participar en la farsa electoral cuando esta tiene lugar. Pero la abstención por sí misma no es suficiente si se limita a la simple pasividad de quien un domingo no decide ir a votar. La abstención necesita ser activa, es decir, que la actitud abstencionista sea propagada a lo largo de toda la sociedad y que al mismo tiempo se vea acompañada de la correspondiente autoorganización colectiva en los diferentes ámbitos de la vida. Al margen de las instituciones del poder establecido, y sin intermediarios de ningún tipo, la sociedad puede gestionar sus propios problemas según sus intereses. En este sentido la autoorganización no deja de ser una respuesta en el terreno práctico a las imposiciones del Estado y de su clase política, y una forma de intervenir e involucrarse activamente en las cuestiones colectivas de las que hoy es completamente apartada por el sistema parlamentarista. A pesar de que esto constituiría por sí mismo un avance importante de cara a prescindir del Estado y de la clase política, no hay que perder de vista que dentro del cuadro general que ofrece el sistema político establecido la autoorganización y autogestión tiene unas ciertas limitaciones. Por tanto, una completa emancipación social sólo es posible en última instancia por medio de un proceso revolucionario que instaure un sistema político de autogobierno por medio de asambleas populares.

[1] Clastres, Pierre, La sociedad contra el Estado, Barcelona, Monte Avila Editores, 1978, p. 173

Esteban Vidal
¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio