La cara es el espejo del alma

El pasado 26 de mayo, el papa Francisco se marchó de Israel al término de su viaje de tres días a Tierra Santa. En el aeropuerto de Tel Aviv estaban presentes para despedirle el presidente israelí, Simon Peres, y el presidente del gobierno, Benjamin Netanyahu. Desde meses atrás, las autoridades israelíes estaban siendo contestadas con un recrudecimiento de los actos vandálicos perpetrados por opositores que no debían ser visibles para el resto del mundo, pero que se intensificaron ante la inminencia de la visita del Papa, esperado en Jerusalén tras sus estancias en Ammán y Belén. La policía israelí movilizó 8.500 agentes, un enorme dispositivo denominado «Operación túnica blanca». La imponente red de video-vigilancia, que comprende 320 cámaras, permitió seguir todos los movimientos del pontífice, facilitando que el monarca paseara en el papamóvil sin protección antibalas. Cerca de 400 periodistas habían llegado de todo el mundo para cubrir el viaje del Papa a Tierra Santa, y han filmado su «salida del programa» de unos minutos ante el muro de separación entre Israel y los territorios palestinos. Lo ha hecho bajando del todoterreno mientras bordeaba la barrera de cemento en la periferia de Belén, y se ha acercado al muro de manera que las televisiones de todo el mundo lo pudieran filmar. Casi ningún medio de comunicación ha transmitido la noticia de las pintadas anticristianas en hebreo que aparecieron en el muro de una iglesia de Bersheba, al sur de Israel, ni de la concentración del 12 de mayo junto a la tumba de David, en Jerusalén, donde muchos manifestantes portaban carteles que invitaban al Papa a quedarse en Roma y se pedía que el hallazgo arqueológico quedase en propiedad de Israel y no fuese cedido al Vaticano. Ya fuese o no legítima, que pudiera implicarle personalmente o solo de forma colateral, no ha habido ninguna noticia sobre este Papa que pasara a los canales de difusión, ni siquiera cuando una sentencia del tribunal de La Rioja (Argentina) declara que la Iglesia católica fue cómplice de crímenes contra la Humanidad durante la dictadura militar argentina de 1976-1983. El 31 de julio de 1973, Bergoglio fue nombrado superior provincial [de los jesuitas] de Argentina, y en 1979 participó en la reunión del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano) en Puebla (México), y estuvo entre quienes se opusieron contundentemente a la Teología de la Liberación, afirmando la necesidad de que el continente latinoamericano se enfrentara a su propia tradición cultural y religiosa. En la sentencia de condena a los responsables militares de la zona, los magistrados han especificado que existía en todo el país un plan del régimen, en colaboración con las altas jerarquías eclesiásticas, para eliminar a los curas incómodos: en noviembre de 1975, durante una visita a la base aérea de Chamical, en la zona de La Rioja, el vicario castrense Victorio Bonamín dijo que el pueblo, al rebelarse contra la explotación inhumana de los latifundistas había cometido pecados tan graves que solo se podían redimir con sangre. Los militares fueron tan solo los ejecutores, pero quienes dieron las órdenes fueron los que estaban en el vértice de un sistema creado para la explotación de los recursos humanos y naturales: finanzas, corporaciones e Iglesia católica.

La Iglesia de Roma no fue solo cómplice pasiva de la tragedia de los «desaparecidos», sino también autora activa. Escribe el periodista Horacio Verbitsky: «[el cardenal Pío] Laghi -el nuncio apostólico del Vaticano en Argentina- no actuaba por propia iniciativa. La Santa Sede apoyaba la especial relación entre su embajador y Massera». Entre otras cosas, la Iglesia argentina, en comandita con la CIA, el Ejército, la Aviación y la Armada, preparó el golpe criminal. Fue siempre la Iglesia católica la que prescribió a los militares las modalidades de asesinato de los presos políticos, que eran arrojados vivos desde los aviones; la Iglesia católica, a través de sus capellanes militares, convencía a los marinos reticentes y angustiados para torturar y matar a los «desaparecidos», diciendo por boca de sus curas en uniforme que «separar la hierba buena de la mala» es un precepto bíblico que hay que aplicar sin temor. La Iglesia argentina, apoyada por la jerarquía vaticana al grito de «Dios es justo», no dudó en legitimar la tortura, los asesinatos y la desaparición de millares de seres humanos: la relación ambigua entre Iglesia católica y dictadura continúa existiendo y los jueces expresan en su sentencia que todavía hoy las autoridades católicas mantienen «una actitud reticente» hacia quien quiere descubrir los crímenes. El mismo párroco de la parroquia en la que fueron secuestrados los curas Murías y Longeaville ha intentado impedir el ingreso en su iglesia de los jueces, aduciendo que se estaban realizando «ejercicios espirituales», a pesar de que la visita había sido anunciada con bastante anterioridad. El asesinato de los dos sacerdotes no fue un hecho aislado sino, escriben los jueces en la sentencia, parte de un plan para la eliminación de los sacerdotes incómodos, en el que las jerarquías católicas fueron cómplices y por el que continúan siendo reticentes. Fueron más de un centenar en Argentina los religiosos católicos miembros del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo (que se identificaba con el Concilio Vaticano II, con la Conferencia Eucarística de Medellín y con la opción preferente por los pobres) asesinados durante la dictadura, aparte de 30.000 opositores políticos.

‘Gnazio
Publicado en el Periódico Anarquista Tierra y Libertad, octubre de 2014
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