Sobre la vida eterna

Reflexionamos de modo crítico, y hacemos hincapié en la perspectiva libertaria de la emancipación, y según la entendemos el ateísmo es equiparable al librepensamiento y a la libertad de indagación en todos los ámbitos de la vida, sobre una interesante obra de Fernando Savater, La vida eterna; recordamos, parafraseando al autor a nuestro modo, que ya en el siglo XXI el debate no debería ser acerca de cuál es el dogma sobrenatural correcto, sino si la religión es o no beneficiosa para la humanidad.

Jean Bricmont dijo lo siguiente:

La existencia de Dios, de los ángeles, del cielo y del infierno, o la eficacia de la oración son aserciones de hecho; y si las retiramos de veras, es decir, si admitimos que son falsas, entonces no sé lo que queda del discurso religioso:¿cómo crear, por ejemplo, sentido o valores diferentes a los de los ateos partiendo de la misma base factual? (…) Supongamos que retiramos de la religion la literalidad de la Biblia, la eficacia de la oración y las demás cosas de las que podría surgir el conflicto con la ciencia (en la esfera de los hechos) ¿qué nos queda? O bien aserciones puramente metafísicas que no interesan a casi nadie, o bien aserciones puramente morales.
 Pero ¿en qué diferirá esta moral de una moral no religiosa si abandonamos todos las aserciones de hechos, los castigos divinos aquí y en el más allá, el interés de Dios por sus criaturas y demás?

religiónA propósito de estas palabras, Fernando Savater en su obra La vida eterna considera que este planteamiento de Bricmont, no solo no simplifica el problema, sino todo lo contrario, se enfrenta con ello a esa complejidad de planteamientos que pretender arrojar ambigüedad para evitar la crítica. Lo que tal vez sea una simplificación excesiva es considerar que la religión es un mero fraude por parte de los clérigos para mantener su poder sobre los creyentes, aunque no está nada mal tener ese factor siempre presente. El problema religioso supone una mayor complejidad e interés al tener que preguntarse acerca de la condición humana. Desde la perspectiva actual, no basta considerar solo los engaños y charlatanerías para explicar la persistencia de la religión. Y esto lo digo desde un ateísmo combativo y, en la medida que me es posible, desde una escepticismo ferozmente crítico acerca de todo lo que obstaculiza el progreso. Las «creencias», incluso en personas cultas y racionalistas, existen, por lo que hay que tener en cuenta los múltiples factores que conducen a las mismas (o, como dijo, Gianni Vattimo a «la creencia en la creencia»). Los creyentes, con todas las dudas y críticas que se quiera, están convencidos de que los postulados de su religión son más auténticos que cualquier otra visión naturalista. William James, con el que no estaremos por supuesto nada de acuerdo en su justificación de la creencia, lo expresó del siguiente modo: «estimo que la hipótesis religiosa da al universo una expresión que determina en nosotros reacciones específicas, reacciones muy diferentes de las que serían provocadas por una creencia de forma puramente naturalista». La creencia religiosa supone una perspectiva privilegiada que revela la verdad, de una forma bien diferenciada de otras formas de conocimiento, por lo que en ningún caso puede considerársela otra forma de interpretación diferenciada de lo ofrecido por la ciencia (como se han empecinado algunos autores). Volvamos a William James: «la creencia religiosa de un hombre -sean cuales fueren los puntos especiales de doctrina que implica- representa esencialmente para mí la creencia en algún orden invisible en el cual los enigmas del orden natural encontrarían explicación»; además, añade James que junto a esa creencia se produce la convicción de que hay un interés efectivo en practicar esa fe. Según esta perspectiva, la creencia religiosa permitiría entender mejor la vida en su contexto, vivirla mejor y abriría la posibilidad de algo mejor que la propia vida.

Creencias tenemos todos y, en la mayor parte de los casos, queremos pensar que están justificadas. Bernard Williams explica que «una creencia justificada es aquélla a la que se llega a través de un método, o que está respaldada por consideraciones que la favorecen no sólo porque la hagan más atractiva o algo por el estilo, sino en el sentido específico de que proporcionan razones para creer que es verdadera». El deseo, de forma obvia, alimenta la creencia hasta el punto de aceptarla incluso sabiendo en el fondo que no es verdadera. De una u otra forma, porque somos humanos, cultivamos creencias más o menos infundadas, falsamente esperanzadoras y finalmente decepcionantes. Por supuesto, solemos considerar que los parámetros científicos son el mejor acceso a creencias justificadas; sin embargo, siguen siendo muchas las personas que persisten en creencias paranormales: cuando la educación rebaja considerablemente la influencia religiosa, las creencias a veces se desvían a otros fenómenos igualmente considerables. Es precisamente William James, en La voluntad de creer, el que apuesta por la fe como forma de fundar las creencias adecuadamente; estamos hablando de uno de los fundadores del pragmatismo filosófico, por lo que no se cuestiona de dónde provienen las creencias, sino a dónde conducen en la práctica. Según James, la fe originada en el deseo de hacer o conseguir algo es, no solo legítima, también indispensable. Sin embargo, Pío Baroja en El árbol de la ciencia responde adecuadamente a James: la fe puede ser útil para una acción dada, pero dentro de lo natural, siempre que se utilice dentro del radio de acción de lo posible; así, lo que se llama fe no es más que la conciencia de nuestra fuerza, la cual existe siempre, se quiera o no se quiera, a diferencia de una fe fundada en lo imposible. La fe es muy peligrosa cuando pasa de lo útil, cómodo y eficaz a lo meramente arbitrario. Otro autor, Donald Davidson, también refuta a William James al recordar que existe una salvaguarda crítica sobre los deseos que conducen a las creencias: la veracidad y honradez en lo que creemos, algo que no deja de ser un deseo más fuerte. El famoso aserto de Los hermanos Karamazov, «Si Dios no existe, todo está permitido» (cambiemos, iguamente, a Dios por cualquier creencia sobrenatural sin la cual nada tendría sentido), no solo no demuestra la veracidad de una creencia, sino que más bien constata una urgencia patética que debería hacernos dudar. Lo único que se demuestra cierto con un deseo que empuja a creer es el propio deseo, por lo que en lugar de abandonarnos a él deberíamos tratar de comprender los mecanismos que nos han llevado hasta ese punto.

Se dice que las religiones cumplen (o han cumplido) determinadas labores sociales en las que pueden buscarse la justificación de su origen (cohesión social, explicación cosmogónica, obligaciones y tabúes, legitimación de una autoridad…), aunque existen otros factores para explicar las creencias religiosas individuales y, lo que resulta aún más sorprendente, algo tan aparentemente disparatado como el respeto a la clase sacerdotal. Por supuesto, en gran parte de los casos la creencia religiosa se produce por mímesis social: en circunstancias habituales, el ser humano hace, piensa y venera lo que ve hacer, pensar y venerar. Las sociedades modernas son heterogéneas, por lo que la oferta de creencias es dispar y los devotos y creyentes, parte al menos, pueden ser sinceros en su fuero interno. Algunos autores se han esforzado en considerar la creencia religiosa originada en alguna experiencia o conmoción subjetiva; por supuesto, es lógico considerar lo contrario, dicho fenómeno es resultado de la creencia y no al revés. En cualquier caso, los deseos como fundamento de las creencias es el factor más digno de ser atendido. Tal y como señala Fernando Savater en la obra citada, la mayor parte de nuestros deseos más urgentes están dirigidos a evitar o aplazar la muerte. Las religiones se habrían convertido así en tecnologías de la salvación, según las cuales los deseos humanos son satisfechos por trucos mitológicos con la exigencia de creer en algo sobrenatural; estamos hablando, con toda la sofisticación que se quiera, de un simple «efecto placebo». La creencia religiosa, para desgracia de los librepensadores que anunciaban su fin hace tiempo, depende más de lo que apetece que de lo que se sabe o se piensa. También, depende de lo que se teme y así hay que recordarlo para seguir combatiendo la religión y apostando por un mayor horizonte humano. Sorprende igualmente la cantidad de personas incrédulas que muestra respeto hacia las creencias religiosas (no hacia los creyentes, que por supuesto son objeto del mayor de los respetos) y hacia la gran cantidad de doctrinas y dogmas sencillamente intolerables. Desgraciadamente, los responsables de las religiones suelen invocar lo contrario, piden un respeto, que resulta imposible desde la honestidad intelectual, y señalan lo que consideran que es una carencia al no haber abrazado una fe, la cual está fundada en cuestiones muy humanas. La «voluntad de creer», tal y como lo expresó William James, surge de debilidades y angustias humanas que resultan muy comprensibles (y que habría que ser cauto a la hora de condenar sin más), pero es infinitamente más aceptable la incredulidad fundada en el esfuerzo por buscar la verdad sin engaños y una moral fraterna sin excusas sobrenaturales y trascendentes.

Los problemas que conlleva la idea de Dios

El muy combativo ateo Michel Onfray declaró una vez que la creencia en Dios se asemeja a la de pensar que Papá Noel o Santa Claus existen. Aunque estas argumentaciones resulten atractivas y escandalicen en según qué contextos, no soy muy amigo de simplificar así la cuestión. Aunque solo sea por la implicaciones que tiene la idea de Dios, no resulta muy apropiado compararla con otras supersticiones y personajes de ficción. A lo largo de la historia, el asunto de Dios ha preocupado tanto a los filósofos que, al menos, hay que esforzarse un poquito más si consideramos señalar lo absurdo de determinadas creencias. Frente a tanto desvarío en el debate, tanto juicio intimidatorio, tanto exhabrupto y tanto relativismo posmoderno, tal y como pide Fernando Savater en La vida eterna, es bueno acudir a los clásicos de la Ilustración. Veamos qué dice David Hume, en Historia natural de la religión: «El único punto de la teología en el cual hallaremos un casi universal consenso entre los hombres es el que afirma la existencia de un poder invisible e inteligente en el mundo. Pero respecto de si este poder es supremo o subordinado, de si se limita a un ser o se reparte entre varios, de qué atributos, cualidades, conexiones o principios de acción deben atribuirse a estos seres, respecto de todos estos puntos hay la mayor discrepancia en los sistemas populares de teología». Hume señala una primera condición, que el dios es invisible; la divinidad no sería ninguna de las cosas perceptibles de este mundo, sino su fundamento. Según este punto, tener mentalidad religiosa es sustentar lo que nuestros sentidos perciben en algo inverificable, pero que se considera imprescindible para explicar la realidad; se suele pensar que la divinidad interviene en el mundo, pero no se rige ni está obligada por las leyes naturales. Los ateos solemos ser, obviamente, materialistas, negamos un plano «espiritual», pero hay que ser cauto a la hora de forzar nuestros argumentos con peticiones de que la divinidad imperceptible se materialice de algún modo (estamos hablando, en tal caso, de «espiritismo», que deberíamos considerar igualmente absurdo).

Hume señala una segunda condición y es que el dios invisible es también inteligente. Estamos aquí en un punto clave para la mentalidad religiosa, la existencia de una voluntad y un propósito trascendentes al ser humano, que no es obviamente la concurrencia en el universo de efectos y causas, sino un subjetividad que proyecta y decide: el dios no es algo, sino alguien, es personal como lo somos nosotros. Gracias a Hume, podemos comprender la disposición religiosa de la mente humana, anterior a la comprensión científica: «Existe entre los hombres una tendencia general a concebir a todos los seres según su propia imagen y a atribuir a todos los objetos aquellas cualidades que les son más familiares y de las que tienen más íntima conciencia. Descubrimos caras humanas en la luna, ejércitos en las nubes. Y por una natural inclinación, si ésta no es corregida por la experiencia o la reflexión, atribuimos malicia o bondad a todas las cosas que nos lastiman o nos agradan». La sicología evolutiva confirma y aclara lo dicho por Hume, la especie humana es depredadora y, para sobrevivir, es preferible atribuir intencionalidad a lo que no la tiene frente a desconocerla donde se produce. Hay que tener esto en cuenta, en los orígenes atribuir designio voluntario a los fenómenos naturales, a las enfermedades o al universo entero no constituía una estúpida superstición, sino una prudente precaución. La mentalidad religiosa considera que la divinidad invisible es, además, inteligente, obra con intención y motivos y ayuda al creyente a comprender mejor el fundamento real; no es una inteligencia animal, como la de las presas que persigue el ser humano o la de los depredadores que le persiguen, sino antropomórfica: al ser la divinidad personal, el creyente puede mantener una relación privilegiada con ella. Jean-Marie Guyau, en La irreligión del porvenir, señaló que el primer beneficio de la religión era la extensión de las pautas sociales, con mayores o menores modificaciones, al universo entero. Se encuentre donde se encuentre el creyente, puede mantener una reciprocidad con la divinidad inteligente, crea un entorno de seguridad sicológica extendiendo así su hogar al mundo entero.

Savater considera que la divinidad, por mucho que no resulte una compañía social fácil de manejar, resulta preferible a los creyentes frente a la hostil e impersonal necesidad de la naturaleza. Tal vez, algo que forma parte de las religiones, además de la propia creencia en un dios que se necesita es, a la vez, creer que ese dios necesita a sus creyentes. Se intenta conseguir de los dioses una respuesta positiva; a pesar de su excepcionalidad, se considera que pertenece a la comunidad humana lo mismo que los humanos pertenecen a la divina. Es la evolución histórica de las religiones la que da lugar a la sofisticación de esa creencia, se renuncia a los métodos coercitivos y se establece un acuerdo ético y legal entre la divinidad y el hombre: el dios se convierte en garante y legislador de la rectitud moral, los creyentes acatan esas normas y esperan el correspondiente premio o sanción conforme con su conducta en el mundo ultraterreno propio de la divinidad. Por supuesto, ese hecho da lugar a uno de los grandes problemas de los que se ha ocupado la teodicea: la responsabilidad de la divinidad ante los males que se producen en el mundo. Obviamente, hay males para la humanidad que no son más que fenómenos naturales, pero muchos otros son responsabilidad de los hombres ante los que Dios permanece impasible; a estas alturas, no basta con considerar un supuesto castigo para los responsables en el mundo sobrenatural de los creyentes. Uno de los mayores problemas de la religión es la existencia de intermediarios entre la divinidad y los creyentes, los cuales aportan justificaciones absurdas como que Dios no desea estar interviniendo permanentemente con medidas correctoras ante el rumbo que toman las cosas. La creencia en los milagros, los cuales no parecen producirse para solucionar los grandes problemas, conduce ante una de las argucias habituales de los religiosos: la apelación al misterio de la voluntad divina («ese asilo de toda ignorancia», como dijo Spinoza). A pesar de la evolución obvia de estos problemas de la religión, que hay que considerar, sin que nadie se ofenda, algo pueriles; los creyentes en mayor o en menor medida siguen apelando a la intervención divina. Sin embargo, su ideal de bondad y perfección parece actuar de modo muy arbitrario cuando observamos las grandes catástrofes que afectan a multitud de seres humanos, tanto víctimas como verdugos. Hay religiosos que consideran que su dios respeta la libertad humana, mientras que otro apelan a lo inescrutable del designio divino; lo que pedimos desde este texto es un poco de reflexión sobre los absurdos de la religión.

No obstante, el debate sobre la naturaleza y designios de la divinidad ha dado lugar a una entrega muy entusiasta. Savater, en la obra citada, considera tres actitudes básicas ante la cuestión: en primer lugar, la de quienes simplemente desmontan como inverosímil, inconsistente o falsa de cualquier modo la creencia en uno o varios dioses; en segundo lugar, la de los que consideran que la fe en Dios consiste precisamente en creer en un ser invisible totalmente incomparable en cuanto a su esencia a cuanto conocemos o podemos comprender; en tercer y último lugar, la de quienes aceptan la divinidad como el esbozo todavía impregnado de mitología de un concepto supremo que sirve para pensar el conjunto de la realidad, aunque no tenga los rudos rasgos antropomórficos que habitualmente se le otorgan. Por supuesto, no existe una división rígida entre cada una de las tres posiciones, lo mismo que existen subdivisiones e influencias mutuas en ellas dentro de un debate mantenido desde hace siglos. El primero de los tres órdenes es el de los ateos; ya Jenófanes de Colofón (siglo V a.e.c.) señaló que los dioses se parecen sospechosamente a los humanos que los veneran, mientras que Lucrecio (siglo I a.e.c.) estableció que en el principio fue el temor (a lo desconocido, a lo arbitrario o a la muerte) en que dio lugar a la caterva de dioses. David Hume, a pesar de que nunca hizo profesión de ateísmo tal vez por temor, en su Historia natural de la religión intenta una antropología de la cuestión ofreciendo causas social y sicológicamente plausibles para el paganismo y el monoteísmo, alejándose de justificaciones sobrenaturales oficiales; pero es en su obra Diálogos sobre la religión natural donde refuta, tanto al teísmo como al deísmo, al demostrar que no hay razones para creer que el universo es un reloj que precisa un relojero (ni para fabricarlo ni para garantizar su funcionamiento). Es Feuerbach el que irá más allá de Hume al sostener que la razón sicológica de la creencia en Dios es el conjunto insatisfecho de los deseos humanos; se proyecta hacia el mundo ultraterreno todo lo que se apetece y no alcanza en este mundo, a la vez que sirve de consuelo para los sufrimientos de los seres humanos y se brinda una coartada para no mejorar la situación terrenal. Con Feuerbach, tan influyente en grandes autores posteriores, el ateísmo pasa de ser una mera negación de las creencias religiosas a una denuncia de las mismas y de su función en la vida de los individuos y las sociedades. La posición en la gran obra de Feuerbach, que constituye uno de los puntos clave para el proyecto de la modernidad, trata de ser combatido por teólogos modernos al desprender a Dios de sus rasgos personales: de nuevo, una apelación a lo incomprensible, que esta vez desprende a la divinidad de sus rasgos humanizadores y trae nuevos problemas que contradicen la tradición religiosa. Dios para de ser alguien a ser algo, lo que está ya a punto de convertirse en ser nada. Savater cuenta una divertida anécdota que hemos vivido en todo debate religioso; aquellas personas que, recelosos ya de reconocer sus creencias, afirman algo así como «hombre, yo creo que hay algo»; la respuesta debe ser «vaya, que hay algo es cosa en la que todos estamos de acuerdo, incluso los más incrédulos. De lo que se trata al mencionar a Dios es si creemos o no que hay alguien».

Fe, deseos y creencias

Durante siglos, y hoy en día todavía ocurre de una u otra manera, los que han disentido de los dogmas y prejuicios de la mayoría han sido víctima de todo tipo de maltrato. Si no haces lo que es considerado «normal» en una sociedad, si tienes hambre de cultura, si no te apetece caminar por donde está más transitado (especialmente, si gran parte de la gente se refugia en pobres identidades colectivas) o si simplemente consideras que dejarse llevar por la corriente es contrario a la dignidad y al espíritu, tal vez no seas perseguido en la mayor parte de las sociedades, pero tu comportamiento traerá la sospecha de una forma o de otra. El delito ha sido siempre el mismo: el escepticismo militante enfrentado a las creencias (supuestamente) mayoritarias u, otra forma de llamarlo, la falta de fe. Ya definió Mark Twain la palabra con su agudeza habitual: «La fe es creer en lo que sabemos que no hay». La intransigencia hacia los escépticos no es cosa del pasado, para comprobarlo solo hay que emprender un camino donde nos veamos libres de dogmas. En 1885, lo expresó Jean-Marie Guyau de manera inmejorable: «Durante un tiempo bastante largo se ha acusado a la duda de inmoralidad, pero podría sostenerse también la inmoralidad de la fe dogmática. Creer, es afirmar como real para mí lo que concibo simplemente como posible en sí, a veces incluso como imposible; es pues querer fundar una verdad artificial, una verdad de apariencia, cerrándose al mismo tiempo a la verdad objetiva que se rechaza de antemano sin conocerla. La mayor enemiga del progreso humano es la cuestión previa. Rechazar no las soluciones más o menos dudosas que cada cual pueda aportar sino los problemas mismos es detener de golpe el movimiento que avanza; la fe, en ese punto, se convierte en una pereza espiritual. Incluso la indiferencia es a menudo superior a la fe dogmática. El indiferente dice. no me empeño en saber, pero añade: no quiero creer; en cambio el creyente quiere creer sin saber. El primero permanece por lo menos perfectamente sincero para consigo mismo, mientras que el otro trata de engañarse. Sobre cualquier cuestión, la duda es pues siempre mejor que la afirmación sin vuelta de hoja, esa renuncia a toda iniciativa personal que llamamos fe. Esta especie de suicidio intelectual es inexcusable, y lo más extraño de todo es pretender justificarlo -como suele hacerse habitualmente- invocando razones morales».

No obstante, no es justo hablar de la fe en términos tan generales. El anarquista Erricco Malatesta aludió a un sentido de la fe, no como una creencia ciega hacia el absurdo y la incomprensión, sino como una fortalecida mezcla de voluntad y esperanza en un mundo mejor. No todas nuestras acciones están guiadas por un conocimiento verificable; de hecho, las empresas más arriesgadas y generosas necesitan al menos un componente, por pequeño que sea, de fe. Desde luego, la fe como creencia ciega lleva al suicidio intelectual, al absolutismo o a la persecución de los que no la comparten, pero la ausencia completa de fe lleva, tal vez, a la inacción. Para evitar polémicas, no mencionaremos una fe que tiene una excesiva polisemia, y hablaremos totalmente en contra de la credulidad. Existen tantos factores que conducen a las personas a creer en cosas tan disparatadas, además, en ocasiones en nombre de una abierta imaginación, que la cosa trasciende este espacio. Como dice Fernando Savater, la auténtica imaginación se basa en explorar todos los rincones de lo posible, pero sin salirse nunca de ello; por supuesto, seremos cautos a la hora de expresar lo que es o no posible, aunque el intelecto y el sentido común constituyan siempre unos guías inmejorables. La credulidad es lo que hay combatir por medio de la educación; lo que la caracteriza es su rasgo acrítico y su fondo interesado, por los motivos que sean y aunque acabe siendo nefasto para el creyente. Por supuesto, no estamos reclamando pura y llanamente un objetivismo científico, ya que las experiencia subjetivas pueden y deben aportar mucho a la mera constatación de hechos. Existe una credulidad extrema de índole sobrenatural, lo mismo que puede darse por defecto en los que aceptan un rígido cientifismo reductor al rechazar cualquier tipo de inquietud humana. Lo que se esconde detrás de la creencia religiosa es, en gran medida, el deseo, y así hay que expresarlo; sin embargo, tantas veces se pretende despachar del mismo modo que la fe religiosa otro tipo de inquietudes, como es el caso de las preocupaciones éticas o la búsqueda de un mayor horizonte para las pautas morales. Es un terreno peligroso, ya que el rechazo a las religiones, no solo por sus propuestas sobrenaturales, también por rechazo a las ideas inmutables y por favorecer el libre examen, no puede en ningún caso aliarnos con la razón científica deshumanizada que prevalece en las sociedades desarrolladas.

Precisamente, la falta u olvido de valores en la actualidad hace que algunos aseguren que la fe religiosa resulta importante para la formación ética. Por supuesto, por muy repetida que sea tal cosa, no es un argumento para nada sólido. De hecho, resulta extraño que los que sitúan la moral en una fuerza trascendente al individuo y a la sociedad pretendan dar lecciones de ningún tipo. Respecto al asunto, Bertrand Russell dijo lo siguiente: «Para mí hay algo raro en las valoraciones éticas de los que creen que una deidad omnipotente, omnisciente y benévola, después de preparar el terreno durante muchos millones de años de nebulosa sin vida, puede considerarse justamente recompensada por la aparición final de Hitler, Stalin y la bomba H». Tal y como dice Fernando Savater en La vida eterna, no hay un criterio moral único en ninguna religión, es necesario salirse fuera de la fe y apelar a la razón. Spinoza ya tocó otro punto clave cuando afirmó que lo propio de la religión es fomentar la obediencia, en ningún caso la moral autónoma basada en razones o sentimientos. Si algo hay que quite autoridad moral a un comportamiento es comportarse por mera obediencia, máxime cuando lo que se encuentra también detrás es la búsqueda de una recompensa o el miedo al castigo. No solo es falso que la ética necesita a la religión, sino que es todo lo contrario; se necesitan los planteamientos de una ética humanista y laica, la cual ha sido propiciada por el librepensamiento a lo largo de la historia. Es la religión la que se ha adaptado al desarrollo de las sociedades y a sus pautas morales, la que necesita del apoyo de la ética, no al revés. La ética humanista siempre está abierta al debate, todo lo contrario que el prejuicio religioso plagada de dogmas y dictado desde las (supuestas) alturas. Ni la moral ni la sociedad, ni obviamente la política (los que criticamos al Estado, hablamos de laicismo en sentido amplio), necesitan a la religión. Dicho esto con el deseo de una sociedad con total libertad de conciencia, dediquemos ahora unas breves palabras al ateísmo.

Ser ateo no es estar exento de fe ni falto de inquietudes humanas (aunque los religiosos suelen aludir a la espiritualidad, los valores humanos no tienen por qué estar vinculados a religiosidad alguna). He mencionado antes dos motivos para rechazar la religión, que por sí solos podrían ser suficientes, pero existen muchos más. No todas las creencias religiosas hablan explícitamente de un dios creador y legislador, por lo que no somos justos si generalizamos en nuestra crítica a ellas cuando hablamos del absoluto rechazo a una especie de dictador sobrenatural; ése es un punto para mí clave desde la dignidad antiautoritaria (la cual no concibe ni dominar ni ser dominado). En ese sentido, Feuerbach y Bakunin son de plena actualidad en la crítica a la fe religiosa, se trata de una proyección, originada en el temor y en el deseo, de nuestras potencialidades hacia un plano sobrenatural en detrimento de nuestra vida real. Sin embargo, como humanos que somos, detrás de la falta de creencias sobrenaturales puede encontrarse igualmente algún tipo de anhelo. Thomas Nagel lo expresa del siguiente modo: «Hablo desde la experiencia, ya que yo mismo padezco fuertemente este temor a la religión, no en sus evidentes efectos perversos en este mundo, sino como visión explicativa universal. Quiero que el ateísmo sea verdadero y me incomoda que algunas de las personas más inteligentes y bien informadas que conozco sean creyentes religiosos. No es sólo que no creo en Dios y que, naturalmente, espero estar en lo correcto en mi creencia. ¡Es que ansío que no exista ningún Dios! No quiero que exista un Dios; no quiero que el universo sea así». La evidencia nos demuestra que no existe ningún Dios, ni plano sobrenatural alguno, pero desde un otro ámbito diferente al intelectual o científico, podemos también valorar que la existencia de un ser supremo resulta indeseable.

Capi Vidal
http://reflexionesdesdeanarres.blogspot.com.es/
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