La preocupante confusión de Benedicto XVI

La preocupante confusión entre anticlericalismo, secularismo, laicismo y persecución religiosa, 1930 y 2010, que Benedicto XVI ha avalado en su visita a España, no es gratuita. Nos advierte de los términos en los que van a ser interpretados los intentos de exponer su historia reciente, a la vez que nos adelanta una justificación por su colaboración con la dictadura franquista, ya que de quedar ésta ampliamente al descubierto, podría dañar su capacidad para prorrogar las prerrogativas de la Iglesia católica en España.

PapaEl Pontífice ha confundido anticlericalismo (contrario al clericalismo del clero, claro) con secularismo y laicismo. Y en la misa-protesta en el exterior del Valle de los Caídos, su prior ya ha ido más lejos, añadiendo al enredo la persecución religiosa (“la persecución de odio a la fe en España de 1934 a 1939″, dijo el día 14). Todo lo cual, dicho sea por si empeoran las declaraciones, es diferente a su vez de persecución de la Iglesia o conjunto de fieles.

Como el lenguaje es una poderosa arma de configuración y perversión de la realidad y hay que descartar que el “gran intelectual” (según aseguran los que como él se dedican a estudiar la divinidad) ande confundido, parece más sensato tomarlo como un aldabonazo para que religión y católicos sean identificados con clero, victimizados eficazmente en un frente supuestamente unitario, contra quienes (católicos o no) saben que los clérigos (católicos o no) no deben dictar los asuntos políticos de una democracia. Y contra quienes, desde la memoria histórica, señalen su colaboración con la dictadura franquista. Esta estrategia arrincona también, de paso, a los creyentes que están en desacuerdo con el excesivo poder de la jerarquía clerical dentro de la comunidad eclesial.

Sobre la comparación de la España de hoy con la de los años 30 del siglo pasado, arrojada por el Pontífice en su viaje, muchos tenemos muy claro, por si acaso apuntan por ahí sus previsores tiros, que actualmente el clero está sujeto a las mismas leyes que el resto de los mortales, en este caso las aplicables a quienes cometieron crímenes contra civiles durante la guerra, la posguerra y la dictadura franquista. Es más, la Iglesia católica tiene una estructura jerárquica tan clara que, de demostrarse que la Conferencia Episcopal española e incluso el Vaticano conocían los crímenes en los que estaban participando sus sacerdotes en España, la institución sería responsable jurídicamente y estaría sujeta a las debidas reparaciones. Como cualquier individuo y como cualquier institución jerárquizada, independientemente de su carácter religioso, militar o civil. De ser ése el caso, la pantomima de pedir perdón a la que la jerarquía clerical parece empeñada en acostumbrarnos no debe ser suficiente.

Si es cierto que en España hubo anticlericalismo, también lo es que el Vaticano no ocultó bien su simpatía por los fascismos, mientras parecieron triunfantes, y que Iglesias como la norteamericana, por ejemplo, lucharon con especial dedicación contra el envío de armas al gobierno legítimo de la II República, hasta tal extremo que el presidente Roosevelt dijo en 1938 que «levantar el veto a las exportaciones equivaldría a perder todos los votos católicos el próximo otoño».

Pero es que además, en España la jerarquía católica acabó por sumarse voluntariamente a la contienda, tomando partido explícitamente y alineando así a sus fieles, en muchos casos ajenos a su partidismo y víctimas de él en este sentido. De Jesús, el que perdonó mientras era crucificado hasta la muerte, dice Mateo: «Entonces Pedro se acercó y le dijo: -Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y yo le perdonaré? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: -No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete». Pero la jerarquía eclesiástica prefirió legitimar con su bendición la sublevación militar y la guerra, definiéndola en varios textos pastorales como «cruzada»; o sea, campaña militar contra los infieles. Por lo que no parece accidental que muchos asesinatos se justificaran porque las víctimas no iban a misa. De esto hace sólo 75 años.

¿Y qué decir del nacionalcatolicismo posterior? Pues que al «Caudillo de España por la Gracia de Dios» y a su tropa no le faltaron bendiciones legitimadoras ni distinciones como, por poner un ejemplo, la gran cruz de la orden de Pío IX concedida por Pío XII en plena II Guerra Mundial, en 1942, a su cuñado y ministro de Exteriores, Serrano Suñer, tan activo en sus relaciones con la Alemania nazi y la Italia de Mussolini. A cambio de su sustento ideológico, a la Iglesia católica le llovieron las prebendas. El Concordato de 1953 le fue tan ventajoso que sólo es parangonable al que obtuvo al año siguiente en la República Dominicana del dictador Trujillo -sí, el de La fiesta del chivo. Aquí se acordó, entre otras cosas, que fuera la única religión de la nación española (Art. I), la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas de todo tipo (Art. XXVII) y que el Estado se comprometiera a hacer grandes sacrificios económicos en favor de la Iglesia (Art. XIX).

Y llegamos al verdadero meollo de la cuestión aunque, para más inri, Benedicto XVI haya afirmado en su viaje que “ha venido por casualidad”. Bendita casualidad, que aterriza ante la pendiente, pero ya eficazmente pospuesta sine die, Ley de Libertad Religiosa y que en su manifestación anterior, en 2006 en Valencia, nos endosó el costoso pacto sobre las prebendas del Concordato de 1979.

Conviene recordar aquí que la financiación de la Iglesia por el Estado puso fin, hace bien poco, a mediados del siglo XIX, a las primicias y diezmos, tributos impuestos durante casi un milenio por la Iglesia católica a una población reacia, bajo pena de excomunión. Calculados sobre el producto bruto, en realidad podían suponer una gran parte de los beneficios de la producción, enriqueciendo a la Iglesia inmensamente, con un patrimonio que en parte conserva, y una gestión hegemónica de la educación, en medio de una población mayoritariamente excluida, pobre y analfabeta. «El deber del que posee es socorrer a sus hermanos necesitados», dice el Deuteronomio, que sigue a la espera de ser leído con provecho. En cuanto a su celo educativo en beneficio del pueblo llano, es revelador que el porcentaje de analfabetos en el mismo Estado pontificio fuera uno de los más altos de Europa, de modo que en España hubo que esperar a que el Estado impulsara una educación universal y gratuita, durante una II República que, por cierto, fue laica. La feroz depuración de sus maestros durante la represión franquista no fue fortuita.

Y de nuevo al contrario de lo que ha dicho Benedicto XVI en su viaje, no es sólo en España donde se produce, en palabras aún frescas del Pontífice, «esa disputa, o mejor este choque entre fe y modernidad». Lo cierto es que el clero tampoco ha mostrado mejor disposición a renunciar a bienes materiales en otros lugares. En Irlanda, por ejemplo, la población tuvo que sufrir la triste Guerra del Diezmo no hace tanto, a principios del siglo XIX.

Benedicto XVI debe de estar al tanto de que ni las corrientes de pensamiento tan denostadas por él ni el movimiento memorialista hemos conseguido que el conocimiento común de nuestra historia salga de una vez por todas de los límites de la propaganda del nacionalcatolicismo. Pero sus palabras han tenido la virtud de recordarnos la importancia de desenmascarar tergiversaciones que nos salen muy caras. Más que con enfrentamientos ideológicos, con la divulgación de la verdad que los historiadores y las víctimas nos desvelan. Para ello disfrutamos ahora, a pesar de todo, de las suficientes libertades; entre ellas, la confesional y de conciencia -ésa que Gregorio XVI y Pío IX condenaron como «locura» (deliramentum) y como «ley execrable» (infanda lex) en el XIX, siglo que también convendría conocer, aunque sólo sea para que no nos devuelvan inadvertidamente a él.

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