Consideraciones fragmentarias sobre la sociedad-cárcel

La psicología reaccionaria se dedica a descubrir motivaciones irracionales que sirvan para explicar el robo o la huelga. Para la psicología social, el problema se presenta de modo inverso: no se ocupa de las motivaciones que impulsan al hombre hambriento o explotado al robo o a la huelga, sino que intenta explicar por qué la mayoría de los hambrientos no roba y por qué la mayoría de los explotados no va a la huelga.

(Wilhelm Reich, La psicología de masas del fascismo)

¿La sociedad tiene dueños? ¿O es que hay una ley superior a las personas, totalmente fuera de su control, una especie de sucedáneo del azar, que decide el destino de cada cual? Quizá las dos cosas y ninguna de las dos al mismo tiempo: la expresión “sociedad” no es más que un eufemismo hipócrita y demagógico para el régimen totalitario de dominación y explotación al que vivimos sometidos. Lo que designamos con ese nombre actualmente, estas relaciones sociales concretas, concretamente explotadoras y antagónicas, concretas relaciones de poder y dominación, es una complejísima actividad parasitaria, perjudicial para la inmensa mayoría de las personas y también para la naturaleza. Solamente una ínfima minoría saca algún beneficio, suponiendo que el lucro o el poder sean verdaderamente algo deseable desde un punto de vista personal, humano.

Por otra parte, hoy no hacen falta partidos totalitarios ni grandes movimientos de masas para poner al Estado y a la población bajo los dictados del Capital. Esa movilización total hace ya tiempo que se logró completamente, hasta llegar a ser inmanente a la vida social. Gracias en gran medida al desarrollo tecnológico, todo se mueve sin excepción al son del mercado. El mundo es mercancía y la mercancía mundo. La síntesis entre totalitarismo y democracia puede ahora plantearse en un estadio superior donde ya no existe contradicción entre sus términos. Es el tiempo del Espectáculo integrado, o de la Megamáquina. En general, semejante “sistema” que lo somete todo a su propia expansión permanente y ciega, es una catástrofe universal de cuya administración proviene el beneficio económico y el juego de poder. 

Por ejemplo, se sabe que el Estado contemporáneo no se propone en su acción represiva y penal la desaparición del delito o la lucha contra él, sino más bien su control, su administración, su encauzamiento en circuitos que, en el peor de los casos, no interfieran con sus finalidades, y en el mejor, puedan ser puestos a su servicio. En un mundo alienado, donde no existe ningún procedimiento de discusión real, abierta a todos los implicados, sobre la justicia social, siempre habrá un sector de agraviados dispuestos a rebelarse directamente contra el poder constituido. Su fuerza tiene que ser desviada, neutralizada, o mejor, recuperada. Para cualquiera es evidente el control que se ejerce sobre una parte siempre creciente de la población a través de la droga, o los enormes beneficios económicos que produce su tráfico, o el vive y deja vivir de “delincuencia organizada” y policía en la administración y explotación impune de este gran negocio, como de otros más o menos rentables e igualmente “ilegales”.

Si nos tragamos las mentiras, los eufemismos, las justificaciones con que nos adoctrinan sobre el tema del delito y su represión no es porque las elaboren de forma que lleguen a ser demasiado creíbles; si lo hacemos, es por medio de un acto de fe –“credo quia absurdum”–, porque queremos creerlo. Apostamos locamente a caballo ganador sin darnos cuenta de que el caballo perdedor somos nosotros mismos, de que nos jugamos nuestra libertad, nuestra dignidad, el sentido de nuestra vida, cegados por el entusiasmo masoquista hacia los poderes que nos chupan la sangre. Nuestros más bajos instintos –como en el tocomocho– nos llevan a aceptar el sacrificio de quienes han recibido abusivamente el papel social de chivos expiatorios. Los que purgan los pecados del mundo y se rebelan contra el castigo porque es injusto, porque, en realidad, les ha sido impuesto (“la causa de la causa es la causa del mal causado”) por el delito de haber nacido o haber caído en la “desestructuración”, en la “marginación”, en la “exclusión”… O más bien, por el crimen de no saber o no querer autoestructurarse adecuadamente, para integrarse, para incluirse desde lo más íntimo en el mundo del Capital.

Así conjura esta sociedad su propia sombra, la contrapartida de los “bienes” que vende, la miseria sobre la que se asienta el mercado. Así se defiende el humanismo de la mercancía, el derecho de vender libremente esos “bienes” que ha prometido a todo ser humano por el hecho de serlo ¡Qué promesa más falsa! Aunque también está siendo socavado por la mundialización creciente del Capital y sus consecuencias, el único verdadero “derecho fundamental” es el de propiedad. Sin dinero ni poder, nadie puede obligar a este perro mundo a que le reconozca ningún derecho humano: “tanto tienes, tanto vales”. Esa seguridad, que de tan mala fe estamos comprando, al creer las mentiras de los poderes que nos roban a todos, abusan de todos y nunca lo pagan, vale bien poco –como los papeles del timo de la estampita–, es completamente falsa, porque los lobos que nos las han colado se alimentan de corderitos como nosotros.

Cualquiera que se haya visto maltratado por la policía, autonómica, nacional, civil, militar, municipal, pública, privada…, cualquiera que se haya sentido estafado, explotado, desalojado, ninguneado, hipotecado, desahuciado, legal o ilegalmente humillado –por ejemplo, en cualquier tribunal, en la cola del INEM, o participando en cualquier otro ritual de sumisión por el estilo– cualquiera conoce muy bien el sentimiento de ser víctima de una injusticia y podría describir con exactitud ante alguien cercano a su modo de experiencia vital, la situación de opresión en la que se ha visto implicado como víctima. Otra cosa será cuando intente protestar por la injusticia sufrida, exigir o pedir que sea reparada, preguntar por su causa, asegurarse de que no vuelva a suceder. Entonces tendrá que traducir su relato directo, empírico, a un lenguaje técnico, enrevesado, incomprensible, en cuyo laberinto es más que probable que se pierda la sustancia del agravio sufrido. O sea, todo está muy claro mientras no se salga del campo de experiencia común a los desfavorecidos, pero en cuanto cambia el punto de vista –de la cola del paro a detrás del mostrador, por ejemplo– el cambio de contexto exige una traducción que desvirtúa totalmente el relato, convirtiendo un sentimiento de dignidad ofendida que busca restablecerse en un sentimiento de ridículo, de humillación, de impotencia, de indigencia. Esto en lo que se refiere a los cauces institucionales o legalmente establecidos, rutinarios, normales administrativos, judiciales, etc.

Y no digamos nada de las situaciones supuestamente excepcionales, como la detención o la cárcel. Ni cualquiera ni nadie dispone de ningún medio de hacer llegar su protesta, su exigencia, directamente a quien corresponda, con frecuencia ni siquiera es posible saber exactamente a quién corresponde. Ningún medio que no sea suicida o que no esté (ahora sí) claramente tipificado en el código penal. Sería lógico que cualquier agraviado por una situación instituida que no pudiera hacer valer su protesta de modo individual buscara unirse a los que padecen algo parecido o con quienes tienen los mismos intereses, pero las vías institucionalizadas de organización colectiva, por ejemplo, los sindicatos, que no han conseguido imponerse más que por medio de largas y enconadas luchas, atravesando acontecimientos imprevistos, esas organizaciones están lo que se dice integradas en el sistema, de manera que tu simple y justa demanda, para ser mediada por ellos, tiene que ser traducida una vez más, descontextualizada y recontextualizada, de un modo que igualmente la complica, la desvirtúa, la distorsiona, la tergiversa, la descomprime y la desactiva y te deja como único recurso –dejando aparte los expresamente prohibidos– una especie de paciencia administrativa, un fatalismo al estilo de los personajes de Kafka.

Hay una multitud de expertos y publicistas que medran ejerciendo una especie de labor de traducción. Pretenden explicarnos –al “vulgo” ingenuo e ignorante– la diferencia que existe, por razones “técnicas”, entre “moral” y “derecho”, entre justicia y legalidad. Pero lo que hacen es justificar la distancia que, concreta y actualmente, existe –como siempre ha existido, por otra parte– entre una y otra, es decir, se aplican a justificar teóricamente una práctica injusta, un statu quo, un sistema de dominación del cual es, en realidad, expresión e instrumento el “ordenamiento jurídico” correspondiente. En un mundo donde estamos privados de participar, precisamente, en la discusión y decisión de las cuestiones que son esenciales, las de aquellas actividades, estructuras, fuerzas, que dan forma a todo lo demás imponiéndole un sentido determinado ¿Dónde, cuándo, cómo, entre quiénes, se produce, hoy por hoy, esa “discusión racional sobre los valores” que legitima supuestamente el sistema penal? Lo que es irracional es el statu quo, la justicia tal como la realiza y entiende, hoy por hoy, el poder dominante.

El asalto a la Bastilla, donde el monarca absoluto solía enterrar en vida a sus enemigos o a los de sus amigos, mediante las “lettres de cachet”, símbolo de su arbitrariedad prepotente, es, a su vez, el símbolo del comienzo de una nueva época. Pero su reconstrucción en todas las demarcaciones del mundo de la mercancía en forma de contenedores de carne humana donde el mundo hecho mercancía quiere ocultar a quienes lo niegan relegándoles a la sombra y a la muerte en vida, o sometiéndolos a un “tratamiento rehabilitador”, ejemplarizante, eso puede ser el símbolo de su final. Principio y final de la ideología de los “derechos humanos”. A lo largo de toda la época revolucionaria, las masas hambrientas de pan y de justicia son conducidas tras el señuelo de los “derechos del hombre y del ciudadano”, de la lucha por el reconocimiento de su humanidad al reconocimiento gradual de su “ciudadanía”, su pertenencia a una nación determinada, a una población, a una “economía nacional”, quedando entonces el Estado-nación, con sus leyes y su autoridad, y la obediencia a éstas como mediación necesaria entre las personas y sus derechos. Las energías revolucionarias van siendo desviadas de sus propios fines y transferidas a la defensa de los intereses de las distintas naciones –es decir, de las burguesías nacionales– en lucha entre ellas, en los mercados y en los campos de batalla, y los luchadores por la libertad y la justicia se quedan para siempre en trabajadores asalariados, ciudadanos obedientes y soldados disciplinados, carne de cañón para la “gran política” de las guerras mundiales, después en la “guerra fría”, o en la “edad de oro” de la sociedad industrial, y finalmente en el “nuevo orden mundial” del capitalismo triunfante.

Lo que caracteriza la condición de ciudadano en la actualidad es, precisamente, la inseguridad, la precariedad de todo lo que le hace creerse tal y ser reconocido como tal. Aunque la seguridad, sobre todo la de la propiedad, es el valor más importante, es la propia dinámica social, la propia economía, la que la pone en peligro constantemente al tiempo que no cesa de conjurar este peligro, de denegarlo de todas las formas posibles. A los que caen de la zona segura al infierno de la miseria empujados por la dinámica social se les hace responsables de ello: si han sucumbido es a causa de su estupidez, de su debilidad, de su barbarie; ellos son “los otros”, los que no han alcanzado el grado suficiente de adaptación al medio, de civilización. Y a ellos les toca también cargar con el miedo de los “normales” a ser como ellos. Ellos son el peligro, lo que éstos no quieren ser, aquello en lo que temen caer, lo que les da miedo, el fracaso, el resentimiento, el odio, la destrucción, el mal… Y deben ser puestos a raya, castigados, controlados, readaptados volviendo a ser como los demás o destruidos… En sus cuerpos se conjura el peligro en que estamos todos de perder lo que tenemos, ellos son el chivo expiatorio.

Irónicamente, en el castigo de los desdichados por el hecho de serlo, al tiempo que se manipula a los “satisfechos” para sugerirles una falsa apariencia de seguridad, se están socavando las garantías de la “seguridad jurídica” de todos los “ciudadanos” frente al poder: ¿Por qué debemos obedecer la ley del Estado si éste mismo no cumple su propia ley y no nos garantiza el respeto de los derechos y libertades que esa ley nos reconoce? ¿Solamente por la fuerza? Eso es despotismo. Si este Estado no garantiza nuestros derechos fundamentales –y, cuando digo nuestros, digo los de todos– entonces no tenemos por qué obedecerle ni consentir su existencia y, si lo hacemos, es solamente cediendo ante una fuerza mayor que la nuestra, por miedo, o sometiéndonos a ella por interés, dejándonos comprar y traicionando a los nuestros, renunciando a nuestra dignidad. Si la función del derecho penal es defender los derechos de los ciudadanos y en su aplicación, en la puesta en práctica de esa defensa, esos derechos quedan vulnerados… ¿Quién o qué nos defiende del defensor? Si nuestra dignidad como personas, su efectividad, sólo está asegurada por la ley penal y ésta nos la quita… ¿Hay alguna posibilidad de que la conservemos? Si los derechos fundamentales, los que teóricamente hacen de una persona una persona, no están garantizados para todos, no lo están para nadie, se convierten en objeto de negociación, de compra-venta, ya no son fundamentales, y la dignidad de la persona queda en entredicho, sólo se le reconoce al que puede imponerse por la fuerza o comprándola, entonces reina la ley del más fuerte y llamarnos ciudadanos es reírse de nuestra miseria.

Este terreno de lucha es decisivo porque el derecho penal es una de las fuentes de “legitimación” del régimen político y la situación actual del sistema de ejecución de las penas lo que hace es deslegitimarlo, ya que la maquinaria encargada en teoría de “tutelar” los derechos de los ciudadanos, de emplear la fuerza del Estado en defensa de los llamados “bienes jurídicos” que la Constitución promete a todos, contra las conductas, actividades, organizaciones, etc. que pudieran atacarlos, esa misma maquinaria está pisoteando esos derechos, triturando a las personas que caen entre sus dientes, destruyéndolas en lugar de ayudarles a recuperar la dignidad. Situación tanto más grave cuanto en su mayoría se trata de gente pobre, marginada, socialmente débil, que ha sucumbido a causa de la injusticia social, mientras sus beneficiarios, que se ríen de la ley siempre que les conviene, hacen impunemente lo que les da la gana, y si alguno de ellos visita la cárcel, lo hace en situación de privilegio y sale pronto, pues resulta muy fácil reinsertarse en la sociedad cuando se tiene pasta, e imponer respeto por los propios derechos y la concesión de beneficios con un abogado de categoría y buenas influencias.

¿Pero entonces qué es la cárcel? El castigo, la violencia del Estado garante del orden contra el transgresor; contra algunos, los otros pueden ser la excepción que confirma la regla o, más bien, la excepción que la regla defiende. La cárcel también es una especie de “estado excepción” interior a la normalidad imperante, esencialmente constitutivo de la misma. Para los sumisos, una amenaza, el infierno, la sombra, el lugar de la miseria, donde ellos no quieren caer, donde se guarda lo reprimido y se lo somete a tratamiento, para corregirlo, para condicionarlo de forma que funcione (mecánicamente), o para suprimirlo. Un consuelo negativo (el chivo expiatorio) para la frustración causada por la autorrenuncia. Para los funcionarios, jueces, policías, especialistas, constructores, proveedores, etc., una fuente de ingresos, un terreno profesional, un negocio. Para el gobierno, un problema que administrar, una de sus justificaciones funcionales más importantes, una fuente de legitimación. Para los políticos, el problema de la “seguridad ciudadana”, un caballo de batalla electoral.

Legislación, jurisdicción, prevención, represión, castigo, régimen, tratamiento, ejecución de las penas, “actividad penitenciaria”, etc. Todo eso supone, antes que nada, unos cuerpos humanos, físicos, materiales, con sus mentes correspondientes, sometidos a unas condiciones materiales, físicas, determinadas. Condiciones de control, de manipulación, de amenaza, de coacción, de castigo, de encierro, de tratamiento, rehabilitación, encauzamiento, modificación, o de neutralización, destrucción y muerte. La cárcel es una máquina, una sección de la fábrica social, que produce condicionamiento. Los seres humanos “delincuentes” son el material con el que trabaja, con el fin de producir cierta modificación permanente de su conducta: que obedezcan en lugar de desobedecer, reducirlos a la obediencia. Pretende trabajar sobre las “conductas desviadas individuales” para llevarlas al camino recto y lo hace apoderándose de los cuerpos para someterlos a un determinado régimen, a un determinado tratamiento que ha de tener como resultado el reencauzamiento de esas conductas o al menos el control y, a la larga, la destrucción de quienes las llevan a cabo.

En todo caso, la cárcel es una fábrica de condicionamiento operante intensificado, superconcentrado en el espacio y en el tiempo. Realiza aquello de “si no quieres café, toma cuatro tazas”. Reproduce las condiciones generales de la sociedad a las que los delincuentes han intentado sobreponerse con su conducta, en un grado tal que resultan axfisiantes, destructivas. Es la alienación forzada de quienes han intentado recuperarse a sí mismos. Es la invasión de la percepción, de la sensibilidad, de la imaginación, del cuerpo y de la mente de quienes han intentado sustraer sus vidas a la invasión mercantil. Es el cerco desde dentro y desde fuera, hasta el aplastamiento y la trituración, de los espíritus rebeldes. Algunos desisten, abandonan para siempre el delito o aprenden a disimular. Muchos otros reinciden, pero ya no lo hacen por impulso espontáneo, a su manera, sino que actúan repetitiva, mecánicamente, hasta que los cogen, como si estuvieran programados. Muchos de ellos han conocido las cárceles, orfanatos, reformatorios, desde niños, han sido “educados por el Estado” para entrar y salir de la cárcel, para actuar compulsivamente, delinquiendo contra sí mismos. Ellos creen estar luchando, viviendo una vida aventurera (¿Quién sabe?) cuando, en realidad, están cumpliendo una función, la de chivos expiatorios, viviendo una y otra vez el ciclo del pecador castigado, para disuadir a los conformistas, o para consolarles de su cobardía, de sus deseos reprimidos, de sus impulsos renunciados por temor al riesgo, para representar ante ellos la parte de sí mismos que ellos han rechazado, que mantienen presa voluntariamente.

En la llamada “sociedad disciplinaria” la multitud era configurada individual y colectivamente, cuerpo, tiempo, espacio, movimiento, percepción, experiencia, repetición, rutina… por la fábrica, la escuela, el ejército, la cárcel, la ciudad y otras “instituciones” más o menos “totales”, y aleccionada autoritariamente por sus superiores jerárquicos. Hoy, este adoctrinamiento es cosa de cada uno, se ha convertido en autoaleccionamiento, adaptación “creativa”. La subjetividad del “prosumidor” ha llegado a ser dominada hasta la médula por la contemplación del Espectáculo y la inmanencia de los valores económicos lograda por el desarrollo del sistema mercantil-tecnológico. Cada cual se autodisciplina, se autoconfigura personalmente, constituyéndose como individuo dentro del marco de referencia impuesto, llamado falsamente “mundo”; traduciendo su subjetividad, sin olvidar la necesaria autocensura, al lenguaje dominante, personificándose en pos del éxito social.

A los que no pueden (en un régimen de despiadada competencia, ya que no hay sitio parta todos) o no quieren hacerlo, se les aparta, se les abruma, se les convence o se les elimina, mientras sirven de ejemplo y de consuelo negativo para los que todavía constriñen su carne y su vida en procura del “mal menor”. Los delincuentes, los “desviados”, pierden casi cualquier derecho, porque no son capaces o no quieren adaptar su subjetividad a la corriente dominante. No se les elimina inmediatamente, se les da la oportunidad de reinsertarse, de desdecirse, sirviendo de ejemplo; cosa que harán igual, antes, después y mientras tanto, sucumban o no a la presión. Mientras, puesto que no han conseguido, o consentido, ponerse por sí mismos “a nivel humano”, permanecen en condiciones infrahumanas, sometidos a “tratamiento”, con sus derechos devaluados, su cuerpo prisionero y maltratado, su mente brutalmente condicionada. El humanismo de la mercancía consiste en que cada cual alcanza en cada momento el grado de humanidad que puede comprar. Comprarse y venderse, comerciar con la propia vida si no tienes otra cosa, es decir, si no puedes comerciar con la de los demás.

El proletario libre es aquel que ha quedado en situación de someterse a estas condiciones. Los derechos humanos sólo son la cara bonita, el lado ideal, positivo, de esas condiciones que constituirían la “condición humana” actual. El que no consigue adaptarse a ellas es menos que humano, pero aun puede intentar recuperarse, para venderse en el concurrido mercado de la fuerza de trabajo. Puede caer en la marginación, en la miseria, en la prisión, pero siempre tiene la posibilidad de intentar reinsertarse, siempre habrá un papel para él en la farsa dominante, así que sea el de infrahombre, el de derrotado en la lucha por la vida, individuo débil de la especie, pez chico comido por el grande. La verdadera función de la cárcel es mantener a un sector de la población en condiciones de marginación normalizada, cuyo control, de paso, genera movimiento económico, puestos de trabajo, beneficios. Una parte del “sector servicios”: recogida, almacenamiento, reciclaje y eliminación de basura social; discrección y seguridad garantizadas; apariencias bien cubiertas por el empleo experto de un sofisticado lenguaje eufemístico.

El discurso de la rehabilitación no es más que una construcción ideológica, un modo de falsa conciencia, de falsificación de conciencias, cuya función es justificar lo injustificable, legitimar la injusticia. La “reinserción” también es una cuestión de dinero. Para los pobres no se trata más que de un montaje aparente que justifica su destrucción más o menos lenta, cumpliendo además una función disciplinaria, de resorte que aprieta o afloja según el grado de sumisión de la víctima. Para los ricos, en cambio, es una de las vías que conducen a la impunidad, la garantía de obtener muy pronto todas las ventajas y privilegios posibles en el cumplimiento de la pena, ya que ellos nunca han estado desinsertados, sino más bien en la cresta de la ola, y hasta en el ojo del huracán. Una prueba más de que de lo que se trata es de castigar la marginación, o de destruir al marginado, degradándolo más y más en la jerarquía social.

Mientras mafiosos, criminales de Estado y ladrones de cuello blanco pululan a sus anchas arriba y abajo de la telaraña social y política, los desgraciados, los inmigrantes, los perdedores, los parias pagan el pato. Como buenos chivos expiatorios, predestinados a purgar el miedo de los normales, de todos esos borregos enamorados del matarife, admiradores del lobo, que sueñan con beber sangre mientras mascan su alfalfa. Que lo paguen los que han sacado los pies del tiesto, los desobedientes, los violentos. Los “creadores de opinión” han adoctrinado a todo el mundo en el “populismo punitivo”, y no dejan de reclamar más policía, más boqueras, más cárceles: más dinero público para las constructoras, más esbirros a chupar del bote y más palos y más talego sobre las espaldas de los desgraciados. Y también cámaras de video en cada esquina, chips perseguidores bajo el pellejo de sus hijos, control, seguridad: “que se jodan todos como me jodo yo, y al que se rebele, ración doble”.

Con lo que hay que acabar es con el capitalismo, con el Estado, con el régimen totalitario de dominación y explotación imperante. Pero parece que éstos no pueden prescindir de la cárcel como método punitivo, de represión y encauzamiento de la rebeldía, de la disidencia voluntaria; o como sistema de control y explotación de la población que no pueden o no quieren integrar de otra manera en un funcionamiento normal o normalizado. El Capital no puede prescindir de este recurso precario, contradictorio, que le es consustancial. Al fin y al cabo ha nacido con él, como respuesta a la “anomia social” producto de la “destrucción creadora” que siempre ha formado parte de su naturaleza histórica. Entonces, no estará de más, para quienes lo que queremos es su destrucción, señalar permanentemente esa contradicción, intentar agudizarla. Puede que así se suscite otra vez el problema del reformismo, derivado de no tener otro recurso que atacar aspectos parciales de la dominación en lugar de sus raíces; la cuestión de si puede ser suficiente con eso, de si el sistema es o no capaz de superar por sí mismo sus propias contradicciones, por mucho que intentemos agravarlas. Sin embargo, considerando que es muy dudoso que pueda subsistir prescindiendo de algún tipo de violencia punitiva, mientras no podamos atacar el corazón, bien podemos ir castigando el hígado, intentar perturbar el metabolismo social de este régimen antropófago.

Revista Vértigo, invierno 2012

http://tokata.info/ 

¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio