No, el capitalismo no agoniza

CapitalismoDesde hace varios meses, oímos y leemos por todas partes que el capitalismo agoniza, que está moribundo, en descomposición. Pero este aserto es completamente falso, y peor aún, es perjudicial en sus implicaciones políticas y sociales. El error tiene un doble plano: el análisis del capitalismo, de lo que realmente es, y la posición política o la estrategia que desarrolla. A menos que sea precisamente lo contrario, hay una hipótesis en discusión: este análisis tratará de su posición política -ideológica, dicho de modo más preciso.

El capitalismo: un concepto cómodo e incómodo

El concepto de capitalismo es a la vez cómodo e incómodo, como todos los conceptos. Porque no son la realidad, sino una formulación de ella. Son muchos los que, a falta de nominalismo o reificación, imaginan que definir la cosa bastaría para darle vida y sentido. Para que el objeto o el fenómeno se conviertan en actor o agente.

Los pensadores libres han desconfiado siempre de esa deriva del intelecto. Podemos retomar la fórmula de Max Stirner, para quien no existe la libertad, y afirmar, a modo de provocación, que el capitalismo no existe, que existen los capitalistas (los asalariados…). Dicho esto, hay que extraer nociones que hagan sistema para tratar de comprender la marcha del mundo, para pensar y actuar sobre lo que deseamos en cuanto a libertad y justicia.

El concepto de capitalismo es cómodo porque pone el énfasis en uno de los factores estructurales del mundo actual, grosso modo desde el siglo XVI, o desde el siglo XIX según los autores: la riqueza material realizada y utilizada como capital, con rentas, préstamos, intereses y salarios, es decir, el trabajo que hace existir y fructificar al capital. Considerar ese capital como un sistema permite igualmente, en un materialismo clásico opuesto a las filosofías idealistas que consideran el mundo como algo guiado por dios o por valores morales abstractos, poner al día la cuestión económica, la de la producción y el consumo de bienes.

Destaquemos de paso, que en su furor frente a la economía actual, algunos rechazan sencillamente la economía en general, incluso elementos simples de la economía como la relación entre producción y consumo, o entre la oferta y la demanda (porque se puede disertar continuamente: de qué, cómo y por qué). Como la crítica del asalariado puede traer consigo una crítica ciega del trabajo, no tanto como relación social sino como esfuerzo individual y colectivo, no será rompiendo el termómetro como conseguiremos que bajen las temperaturas.

El concepto de capitalismo es igualmente incómodo porque frena las condiciones necesarias para hacer fructificar el capital, en cuya primera fila se sitúa el sistema político, el Estado, más exactamente el Estado-nación moderno -formalizado en Europa a partir del siglo XVII- y no sólo él: también el poder en general, político por supuesto pero también espiritual (las religiones, las creencias), moral (en relación al otro, a la muerte, al sexo) o de otro tipo. No es casualidad que los anarquistas insistan en las diferentes formas de poder que alienan al individuo y la colectividad. Dan preferencia antes que nada a los procesos, las relaciones entre los diferentes elementos, más que a uno solo de ellos (como el capital). Se puede decir incluso que el anarquismo es el pensamiento y la acción «políticas» del vínculo, de la relación libre, autónoma y justa entre los diferentes elementos.

El capitalismo vive de las crisis

El capitalismo actual no agoniza. ¿Está en «crisis»? Si por ese término entendemos el paso de una fase a otra sin cuestionar la causa de la naturaleza de los mecanismos, podemos aceptar. También si se quiere insistir en la gravedad y dificultades masivas de este paso. Por el contrario, si dejamos entender que la llamada crisis es el preludio de un hundimiento, ahí hay que desconfiar, demostrando que no es el caso.

No hay que olvidar que el capitalismo siempre ha pasado por crisis, de superproducción, es decir de bajo consumo, de especulación, de caídas de precios o de hundimiento, desde el episodio de los tulipanes en los Países Bajos en 1637 hasta la famosa crisis de 1929 en la que el café acababa en las calderas de las locomotoras…

¿Cuáles serían los elementos nuevos de hoy día? Para Paul Jorion, el capitalismo está en crisis porque «no se puede decir ya, como Keynes, que se puede poner a trabajar a todo el mundo y eso resolverá el problema. Ya no hay trabajo suficiente para eso». De hecho, ¿ha existido realmente el pleno empleo alguna vez? ¿Y qué significa: salarios para todos o para una gran parte de la humanidad? ¿La vuelta al trabajo? ¿Lo contrario del paro?

De hecho, si en algunos países ha habido una tasa baja de paro durante los años cincuenta y sesenta, en Occidente y en Japón, se explica, a grandes rasgos, por el contexto: después de la Segunda Guerra Mundial, que a su vez sigue a la crisis del 29, o después de tanta destrucción, los hombres y las mujeres -y no sólo los capitalistas- han reconstruido, por tanto han producido mucho y han consumido mucho. Lo han hecho con garantías socioeconómicas, obtenidas por luchas, controladas por las burocracias sindicales y la izquierda política en el marco de la llamada Guerra Fría, en la que el enemigo era el supuesto comunismo, y la burguesía debía hacer concesiones. Simplificando, se trata del compromiso fordista en Occidente y toyotista en Japón.

Bajo esta presión, y debido a que una parte de la burguesía o de la intelligentsia hizo su propio balance de la crisis del 29, se establecieron estructuras de regulación tanto económicas (acuerdos de Bretton Woods, FMI, Banco Mundial, etc.) como políticas (ONU, UE, etc.). No vamos a analizar aquí si, como reacción a la ralentización de los beneficios capitalistas en Occidente a principios de los ochenta, la tendencia neoliberal del trío Thatcher-Reagan-Nakasone anticipa o no el hundimiento del bloque soviético que hará desaparecer la prevención anticomunista, o si es la que lo provoca. A partir de entonces se acelera la financiación de la economía. Eso beneficia a la nuevas regulaciones político-económicas (las desregulaciones, sin duda, pero establecidas sobre la base de nuevos reglamentos, jurídicamente fundados y enmarcados por los Estados y las instituciones mundiales), nuevos modos de operar (conversión de la deuda en valores, etc.) y nuevos instrumentos mecánicos (los ordenadores, los programas, la red) permiten esas acrobacias computables a la velocidad de la luz por todo el mundo.

Pero esta economía financiera reposa, tanto al principio como al final, en algo sólido: en la producción de bienes materiales, vendibles, o bienes «culturales» que se han materializado (obras de arte, música, pensamientos, patentes…) y son igualmente vendibles. Sin ellos nada es posible, todo sería aire. Es cierto que, en un momento dado, la pirámide especulativa, el sistema de préstamo del préstamo sobre el préstamo, de créditos y tasas de intereses en cadena, la garantía del bien material está muchas veces lejos. Así es como ocurre cuando los negociantes (siempre a las órdenes de sus maestros capitalistas, no lo olvidemos) especulan con las ganancias que llegarán, que a veces no están ni en germen. Es el sistema mismo del dinero -desde el billete de banco al de la línea informática- en sí mismo, que no vale nada (un trozo de papel, signos en una pantalla), pero funciona porque «todo el mundo» lo cree, y le da confianza el hecho de que pueda traducirse en un bien sólido.

Los capitalistas han especulado mucho y algunos han perdido mucho. Unos se han forrado y otros se han desplumado. Pero como el sistema debe continuar y funcionar, para ellos y por ellos, hay que cubrir las deudas. Se trata, por tanto, para ellos -banqueros, financieros y dirigentes políticos, que son los abogados de los anteriores- de hacer pagar a la masa solvente, al pueblo soberano, tocando sus depósitos bancarios, sus salarios, sus jubilaciones. De privatizar áreas enteras de la economía (infraestructuras, campos, fábricas), porque eso permitirá volver a atrapar a los asalariados, reduciendo sus ingresos. De fabricar nuevos asalariados (y no sólo en China o la India, sino también en nuevos lugares como Asia Central, el Próximo y el Medio Oriente, África…).

El capitalismo, siempre dispuesto a purgar

Por si esto no bastara -porque son necesarios consumidores solventes en un momento dado para que se desarrolle la producción- llegará la guerra para poner los marcadores a cero, o casi. Podemos preguntarnos si las intervenciones en Irak, en Afganistán o en Libia -en nombre de la bella causa pretendidamente democrática- no son un medio para preparar a la opinión pública en este tipo de guerra más destructiva, al margen de la obtención de hidrocarburos. Pero ni siquiera eso es necesario, porque la guerra social con sus «nuevos pobres», la laminación de las «clases medias», la presurización de la clase obrera y la esclavitud de los inmigrantes refugiados ya existe. Se desarrolla a «baja intensidad», por hablar como los estrategas de las escuelas de guerra, un poco por todas partes en los países desarrollados, y no sólo en los barrios de Londres o de Atenas, incluso en China o en Tailandia.

Sin duda, se trata de una cuestión de valor mercantil. Pero contrariamente a lo que piensan los partidarios más o menos confesos de la teoría marxista de la tendencia a la baja de la tasa de beneficio, o incluso los partidarios ecologistas de la tierra que habría llegado a su límite, hay que afirmar aquí que los capitalistas están siempre dispuestos a destruir para volver a construir y extraer su valor, pues la tierra es suficientemente vasta para ello. Porque incluso si algunos recursos llegaran a su fin (los recursos fósiles, pero ¿cuándo?), se utilizarán otros, o se crearán nuevos. Si algunas tierras han perdido fertilidad, habrá otras para cultivar. El carbón era una riqueza en el siglo XIX, el petróleo en el XX, el uranio a finales del XX; los ciclos energéticos se van sucediendo y no es signo de optimismo sino de realismo respecto a la realidad -si se nos permite la redundancia- de la dinámica capitalista.

Se puede decir incluso que la protección de algunas especies, por medio de parques nacionales por ejemplo, constituye un medio de pesar sobre el mercado inmobiliario mundial y por tanto, objetivamente, para favorecer la lógica capitalista que especula con la rareza, lo mismo que la fabrica dando a las masas la ilusión de abundancia (publicidad, hipermercados surtidos, etc.).

¿Por qué pretender que el capitalismo agoniza?

En estas condiciones, ¿por qué pretender que el capitalismo agoniza? ¿A quién le interesa decirlo? La respuesta descansa en una serie de factores que se entrecruzan. No hay que alejar al fantasma típico de las civilizaciones monoteístas del apocalipsis y del fin del mundo, anunciado por los profetas, que ven de este modo legitimado su estatus social y su razón de ser. Tampoco hay que excluir una cierta ceguera propia de la condición humana (en su relación con la muerte, por ejemplo) y del periodo actual, que tiende a confundir los deseos con las realidades. Así, para algunos partidarios de la extrema izquierda, el capitalismo está moribundo porque debe estarlo. No olvidemos que esa ceguera es la característica principal de la cultura de izquierdas que, durante decenios, ignoró el gulag, condenó al ostracismo a los testigos sinceros que venían de la Unión Soviética, o consideraba todavía como un héroe a Fidel Castro. O que, en Francia, estaba dispuesta a votar a un candidato «socialista» director del Fondo Monetario Internacional.

El análisis de los post-marxistas o de los criptomarxistas -de los que no llegaron a enterrar la teoría marxista y los horrores de los partidos marxistas- se une también al de los ecologistas, no sólo en el plano analítico sino también en el político: ambas corrientes creen todavía en el sistema del Estado, parcheado con vagas consignas de «democracia directa» o «democracia participativa». Los primeros están al pairo en cuanto a la cuestión de la propiedad, cuya «alternativa» propuesta por los marxistas fue un fiasco integral. Los segundos, fieles a su herencia ideológica burguesa (Malthus, Haeckel, el Club de Roma…) y cocinados en la religión, no saben qué decir al respecto. A instancias de un Sarkozy que pretende «moralizar el capitalismo», se sienten autorizados a decir que hay que limitar la propiedad privada y los beneficios, por parte del Estado sin duda: y se vuelve a la aporía del socialismo autoritario.

Se comprende, por tanto, el interés subyacente que tienen en pronosticar la agonía del capitalismo. Habría que esperar su caída (¿síndrome del Muro de Berlín que cae, de las dictaduras árabes que han sido atrapadas?), y el Estado, siempre en su sitio, no tendría ya que «hacer otra cosa»: un Estado, maquinaria autoritaria, burocrática, jerárquica, que estaría en manos de una nueva clase dominante (los expertos en «multitudes», los gurús de la «desaceleración», los «profetas de la crisis del capitalismo»).

Este consenso ideológico, duplicado por el consenso político, hace el buen negocio de la socialdemocracia más suave que jamás haya necesitado el barniz del radicalismo para ganarse partidarios. Se beneficia también, paradójicamente, de un post-fascismo que recuperaría electoralmente el soniquete del miedo ante un ambiente de decadencia, de catástrofe o de fin del mundo. Eso no es incompatible con los intereses de una burguesía que se queja al máximo de sus recursos, de la dificultad para recuperarse, del fin de las utopías, y reclama más sacrificios.

Sin embargo, la humanidad no ha tenido nunca tantos medios para alcanzar la justicia y la prosperidad. No obstante, a comienzos del siglo pasado, un tal Émile Pouget, por no citar más que a uno, denunciaba ya a esos que se recreaban en la «pauperización» inevitable, contra la que no convenía hacer nada, ya que «el exceso de mal produciría la revolución», «mecánica, fatalmente (…) por el juego de las leyes inmanentes de la propia producción capitalista». A nosotros corresponde decidir, en las alternativas concretas, si queremos que vuelva a comenzar la historia

Philippe Pelletier
http://www.nodo50.org/tierraylibertad/3articulo.html
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