Vuelta al poder según Michel Foucault

FoucaultMichel Foucault (1926-1984) aporta sin duda numerosas luces a la cuestión del poder. Sin embargo, resulta sorprendente que este filósofo erudito, cultivado y gran lector no haya utilizado lo que se dice del anarquismo. En efecto, como bien ha estudiado Salvo Vaccaro, Foucault «no cita el anarquismo, ni siquiera como telón de fondo o como objeto de polémica» (1)

No obstante, el poder es el problema central del anarquismo. Numerosos teóricos anarquistas han formulado cosas interesantes sobre la cuestión, imprescindibles se esté de acuerdo o no con ellas. Empezando por Godwin, Stirner, Proudhon, Bakunin, y continuando con Gustav Landauer, André Prudhommeaux, Noam Chomsky o Friedrich Liebling.

Podemos, pues, interrogarnos legítimamente sobre las razones de ese «olvido» de Foucault para comprender, para avanzar en la historia de las ideas y -digámoslo así- por afán de justicia. Michel Foucault, sin embargo, sabe que el anarquismo existe. De hecho hace referencia a veces, no de modo aproximado. Es este un aspecto bien conocido y que ha sido más o menos bien tratado, especialmente por Salvo Vaccaro.

Se podría profundizar en el análisis de este lado pero, por fuerza, desembocaríamos siempre en razones desconocidas o conjeturales que solo explicarían el aspecto filosófico. Sería necesario, por ejemplo, evocar el peso del marxismo en la Academia y los medios políticos en esa época, que un Foucault no marxista debería tener en cuenta, o también la voluntad de distinguirse por parte del personaje…

Así pues, parece más pertinente en esta fase ver cuáles son las razones en la teoría en sí misma. Solo trataremos de dar algunas pistas de reflexión, de profundizar.

Los riesgos de la teoría de los micropoderes

Uno de los puntos centrales de la teoría foucaldiana es el de los micropoderes. Según ella, el poder está en todas partes, se encuentra sobre todo (¿en primer lugar?) a pequeños niveles. Esto no es falso, pero podríamos preguntarnos si, a fuerza de estar por todas partes, el poder no estaría en ningún sitio. Es decir, no estaría en el corazón de lo social y lo político, y no sería ya la categoría pertinente para el análisis.

La definición de lo que se entiende por «poder» es uno de los primeros problemas (2). Sin entrar en detalles, por falta de espacio, recordemos por ejemplo que Proudhon evita confundir el «poder» (pouvoir) con la «potencia» (puissance) tomada en el sentido de «capacidad», sin la cual los individuos y colectivos rebeldes serían siempre impotentes. De hecho, el vocabulario constituye un verdadero reto, tal como hemos visto en eslóganes como «Todo el poder para los sóviets» o incluso «El poder está al final del fusil», cuyos daños hemos visto en Rusia, en los países del antiguo tercer mundo o en otros lugares.

La teoría foucaldiana introduce una nueva perspectiva. Por una parte, el poder descansaría sobre todo en el individuo. De mí para ti. Seríamos, cada uno de nosotros y en primera instancia, monstruos en potencia. Eso es posible, del mismo modo que podríamos ser todo lo contrario. La realidad humana, por otra parte, está hecha de las dos cosas, como afirman claramente los principios teóricos anarquistas (3). En esto, se oponen tanto a las religiones (el pecado original, el ser humano malo por naturaleza, o incluso intrínsecamente depredador según los ecologistas acérrimos) como a la izquierda rusoniana (el hombre es un ser bueno por naturaleza […] la naturaleza lo deprava y pervierte) (4).

Pero de este modo, mientras que el poder es, como el asalariado, resultante de una organización social (económica, cultural, de género), plantearlo como un mal casi ontológico nos conduce a las puertas de lo metafísico y lo religioso: a una especie de versión posmoderna del pecado original.

Concretamente, individualmente, social y políticamente, la teoría del micropoder se puede traducir en las personas como una culpabilización (mea culpa, mea grandísima culpa) y como un desarrollo de género confesional: del tipo de cómo ser bueno, no ser malo, no tener poder.

Por otra parte, si el poder es sobre todo micro, incluso micro según las diferentes exégesis foucaldianas, esa postura llevará a minimizar, si no a relativizar, el macropoder: el del Estado y la patronal, por decirlo de modo caricaturesco pero verdadero. Más específicamente, el poder de estos -y, cada vez más, de estas (Angela Merkel todavía, Laurence Parisot antes, Cristina Kirchner, Michelle Bachelet de nuevo, Christine Lagarde a la cabeza del FMI, entre otras mujeres)- que están a la cabeza de los Estados y las grandes empresas. Que dominan, pilotan, dirigen, gestionan todo el sistema jerárquico que se presenta ante ellos…

Concretamente, individualmente, social y políticamente, eso puede traducirse por el abandono de la protesta contra el macropoder, contra los dirigentes que están arriba o, dicho de otro modo, por el abandono de la lucha directa contra el Estado -expresada como tal-, por tanto, el abandono de la necesidad de organizarse y federarse con ese fin.

Simétricamente, eso lleva a confiar la lucha contra el poder micro a pequeños espacios (en primer lugar, espacios domésticos), a pequeñas estructuras, a pequeñas luchas, puntuales, dispersas, sin vínculos entre ellas excepto algunas ocasionales. O bien con vínculos concretados intelectualmente, incluso abstractamente, por los nuevos teóricos que hablan (Toni Negri es el prototipo con su «multitud»), y que los encarnan ipso facto, a la espera de otros seres guiados por ellos si queremos ser un poco cáusticos o lúcidos.

Del interés académico al ser posmoderno

El interés de Foucault coincide también con el interés por Nietszche entre una parte de la intelligentsia. Podemos preguntarnos si los enfoques actuales no están también en función de promover, o rehabilitar, cierto número de funciones recuperables por el capitalismo liberal-libertario. Eso admite, en efecto, todas las «máquinas deseosas» (Deleuze y Guattari) susceptibles de alimentar el mercado del consumo, sin cuestionar jamás la producción (¿producir qué, cómo, para qué y por qué?).

La primacía dada a lo emocional y a lo intuitivo sobre la razón y sobre el análisis legitima el abandono de los «grandes relatos» (la Biblia, el Corán, Marx, Freud…), sin duda, pero también el abandono de las ideologías estructuradas y contestatarias. Todo eso permite acabar con la idea misma de revolución, relegada como mucho al nivel de «micro revoluciones». La moda actual de Foucault y de Nietszche se explica doblemente, más allá del poderoso atractivo provocado por su estilo vigoroso y su aspecto cáustico. Intelectualmente, su filosofía ofrece un balón de oxígeno frente al conservadurismo pero también frente al marxismo, que fue hegemónico durante mucho tiempo en los medios militantes o académicos. Sociológicamente, aportan una legitimidad y una visibilidad a algunos pensadores de la Academia, cuyas plazas son muy valoradas, entre los medios militantes, a menudo conformistas y aculturados, y entre el gran público, que no siempre lo tiene claro.

Además, la especulación filosófica de los autores post-anarquistas y post-marxistas interpreta los movimientos sociales actuales más que analizarlos sociológicamente. Su retórica, no exente de jerga, apunta a una legitimidad en un mundo académico que por otra parte denuncian pero del que obtienen ventajas, más simbólicas que económicas, y tanto más negadas cuanto más eufemísticas se mantienen.

Su voluntad de superar el «tema» y echar a la basura de la Historia los temas considerados superados (la clase obrera, el proletariado, los sindicatos, las organizaciones…) consagra de hecho el tema existente por excelencia en la tradición: el filósofo, incluso el sociólogo o el historiador filósofo, cuya presencia se basa en la superioridad de su discurso.

De la convergencia con la lógica liberal

La sobrevaloración de la diferencia, de las minorías, de las luchas dispersas, pretendidamente inclasificables según la lógica de la lucha de clases, tal como es desarrollada por la teoría foucaldiana, tiene dos implicaciones.

Por una parte, permite denunciar cualquier discurso que enuncie normas, modelos, valores universales y, por tanto, cualquier discurso de propuestas claras, cualquier programa. Hay que hacer notar que el rechazo en bloque del universalismo tiene como corolario el culto al diferencialismo, al culturalismo «adecuado», incluyendo el indigenismo como tal. Entendida correctamente, esta postura contenta a los dirigentes de los países emergentes que quieren su parcela de poder al lado de los países llamados occidentales, y que buscan una legitimidad cultural.

Por otra parte, de manera más paradójica y preocupante, este planteamiento converge con la retórica neoliberal, social liberal y liberal libertaria que da preferencia a la fragmentación, las medidas caso por caso, la dispersión de las protecciones sociales globales. De ahí el éxito de la French Theory en la cuna misma del neoliberalismo: los Estados Unidos de América.

Advirtamos igualmente que el principio americano que hace arrancar la lucha de clases -o más bien el sucedáneo de la lucha de clases- en la cocina, el cuarto de baño o el dormitorio, en virtud de ese otro adagio posmoderno según el cual «todo es político», caracteriza a una forma de militancia que gusta mucho. ¿No será porque amplia la economía de la organización y entra en la lógica del life style?

En ejemplos domésticos, reducir el número de duchas, comer zanahorias biológicas, ir en bicicleta y superar el género (sexual) serían el summum del compromiso (el summum y no un punto de partida), actitud -por otra parte- perfectamente reciclable por el capitalismo verde. El anarquismo tampoco escapa a la cuestión del estilo de vida, como brillantemente lo criticara Murray Bookchin, atrayéndose las iras de los radicales neopuritanos.

De la convergencia con el «choque de civilizaciones»

Si a ese rechazo del universalismo añadimos una crítica al occidentalismo considerado como una esencia y confundido con el modernismo, eso puede desembocar en una crítica de la ciencia que sería a la vez «moderna» y «occidental». En el caso contrario, un rechazo permite la revalorización de las tradiciones no occidentales o anticifistas, es decir, antitecnológicas si se introduce un poco de ecología profunda. Se puede uno preguntar al respecto si Michel Foucault que, por otra parte, ignora la geografía como ignora el anarquismo, pero que tampoco se introduce en la ecología, no se aproxima a esta temática con su noción de «bio poder» (noción por añadidura mal comprendida y mal utilizada: pero ese es otro debate).

Así pues, es exactamente sobre estas bases -crítica de la razón, de la ciencia, de Occidente, promoción de las culturas contrarias- por tanto, sobre el fondo de las cosas, sobre lo que Michel Foucault ha apoyado a Jomeini y la revolución iraní (5). Quienes atribuyen esta postura alucinante a un trastorno explicable por la vejez o por el desconocimiento de la situación iraní, no solo ofenden la inteligencia del filósofo sino que yerran con toda su trayectoria. Y, desgraciadamente, desde la llegada de Jomeini al mando, el poder -micro o macro- estuvo en todas partes, y la justicia en ninguna.

Por último, podríamos considerar que Foucault no se refirió al anarquismo en su análisis del poder por ignorancia o desconocimiento sino más bien, al contrario, porque el anarquismo plantea una crítica molesta del poder: en su naturaleza, y en sus medios de respuesta, no se trata de rechazar todo Foucault, sino de conservar nuestro espíritu crítico, de contextualizar y volver a poner en perspectiva, de abandonar los caminos trillados.

Notas:

1.- Salvo Vaccaro, «Foucault et l’anarchisme», en La culture libertaire, A.C.L., Lyon 1997, p.123-138 y126.

2.- Sobre este punto en concreto, cf. Ph. Pelletier, Anarchisme, vent debout! Idées reçues sur le mouvement libertaire, Le Cavalier bleu, París 2013, capítulo «L’anarchisme est impuissant car il ne veut pas du pouvoir».

3.- Jean-Jacques Rousseau, Discours sur l’origine des inégalités parmi les hommes, 1775.

4.- Proudhon: «Somos buenos o malos según las circunstancias, lo que demuestra que por nosotros mismos somos indiferentes» (Carnet IX, 1851), a la vez «animal y ángel» (Carnet VIII, 1851). Kropotkin: «La naturaleza humana tiene dos sentidos contrarios: la tendencia estrechamente personal y la tendencia social» (Ética, 1921). Malatesta: «El hombre no es perfecto, todo el mundo está de acuerdo» (Anarchismo e libertà, 1920). Albert Camus: «¿El hombre fundamentalmente bueno? Desde luego que no, es peor o mejor» (Réflexions sur la guillotine, 1957). Gaston Leval: «El hombre no es ni la quintaesencia del bien ni la encarnación del mal. Pero es a la vez, y simultáneamente, lo uno y lo otro. El hombre posee, llevadas a su extremo, todas las posibilidades, buenas o malas, de la naturaleza» (Éthique et sadisme, 1949).

5.- Jean-Marc Mandioso, Longévité d’une imposture, Michel Foucault, seguido de Foucaultphiles et foucoulâtres, Encyclopédie des nuisances, París 2010.

Philippe Pelletier
Publicado en el Periódico Anarquista Tierra y Libertad, Mayo de 2014
¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio