La anarquía como sublimidad democrática

democraciaA día de hoy no resulta tarea muy compleja el toparse con la palabra anarquía xerografiada en cualquier periódico o novela, balbuceada por tal o cual presentador de noticiarios televisivos o radiofónicos, escuchada dondequiera se vaya por la calle o, incluso, en algún que otro texto académico. Sea cual sea el lugar, la forma y el tono en el que se nombra esta palabra concluiréis conmigo -vosotros que conocéis sus verdaderos ropajes- en que su significación contextual es, cuanto menos, una sacrosanta bazofia digna de los mejores estercoleros porcinos. Su tan asumida acepción como sinónimo inequívoco de caos, desorden, terrorismo, etcétera, no hace sino denotar cómo el lenguaje ha perdido todo sentido; las palabras ya no se remiten a realidades, sino que más bien se basan en prejuicios, concepciones estúpidas reiteradas hasta la saciedad, o simplemente una cerrazón intelectual preocupante por su dimensión. Pero este problema no surge sólo, o no se nutre al menos en su totalidad, de la aparente incultura política en torno al tema del anarquismo por parte de la población en general, ya que desde los medios letrados también se emponzoña día sí y día también su bello significado. La inoperancia filosófica de una buena parte de la población sirve de coartada perfecta al poder, a las élites intelectuales por descontado, para lavarse las manos y, a su vez, para seguir alimentando este inverosímil que, a otro respecto, tan bien le viene. Ambos son dos megamáquinas creadoras de ilusiones que se retroalimentan la una a la otra; no sabiéndose muy bien si la culpa viene del primero o del segundo, es decir, si la gallina va antes que el huevo o el individuo antes que la sociedad, convendremos, a falta de realizar un análisis algo más extenso de esta cuestión en el siguiente artículo, que una es una vicisitud de la otra y viceversa, o mejor, que importa bien poco cuál ha surgido antes en tanto que esta dualidad se encuentra bien a gusto revolcándose una y otra vez en sus miserias.

Asistimos, pues, a una auténtica hecatombe de desvalorización y sodomización del lenguaje que a buen seguro ninguna ideología, y menos una tan minoritaria como el susodicho movimiento ácrata, podría hacer frente sin un bastión de periodistas emitiendo una verborrea constante de qué significa realmente la anarquía. Y como el movimiento libertario carece de ese potencial comunicativo, pues éste está, quizá sobre mencionarlo, abarcado en su totalidad por los serviles con el poder, no nos queda otra que hacer frente a esta porfía con nuestros escasos, pero sin duda muy valiosos, métodos y herramientas; esto es, por un lado, la propaganda vital, por el hecho, que tanto y tan bien ha caracterizado el actuar anarquista durante más de siglo y medio, y, por otro, llevar la batalla a su terreno. Es decir, reafirmar con nuestros actos qué es la anarquía y cómo son los anarquistas (absténganse rebeldía sin contenido político y demás festejos vacíos), mas no contentándonos con esto, hacer clara una cosa: la forma de vida más democrática, más acorde con la libertad, la igualdad y la fraternidad humanas, no es ni puede ser otra que la anarquía; se ha de conseguir que los términos anarquía y democracia se besen hasta desleírse el uno sobre el otro. El hincapié a este respecto ha de ser, por tanto, incipiente en la propaganda anarquista, en sus medios, en sus radios, en sus foros, en sus charlas, etcétera. Una tarea titánica que aun cuando sus frutos fueran frugales, y siendo realistas a no mucho podemos optar, supondría poner una base firme para un desarrollo posterior, para una penetración paulatina en el imaginario social que consiguiese dar un verdadero contenido a la palabra, al fin y al cabo, su verdadero contenido. Pero por encima de todo hemos de tener muy en cuenta los tiempos que corren y en los que estamos desenvolviendo nuestra actividad política: los de la desacreditación parcial o total de la sedicente democracia parlamentarista. Es ahora el momento idóneo para echar luz sobre uno de los términos más vilipendiados por propios y ajenos (no se me tome este recurso en su literalidad exacta) durante los últimos decenios.

En definitiva, hemos de sabernos, pues en verdad así lo somos, dueños de una de las concepciones de armonía social más hermosas que ha sabido concebir el ingenio humano. Si todavía queda alguna posibilidad para que se interprete este término en su justa medida, y no a medida del poder y de sus adláteres, es ahora, en los prolegómenos de la dispersión ideológica, en los albores del resurgimiento de nuevas fórmulas de carácter fascista, cuando los anarquistas nos tenemos que reafirmar como portadores de la democracia más sublime, más excelsa en todas sus formas y aspavientos: la Anarquía. Porque podemos afirmar con orgullo, como ya afirmó en otro tiempo Élisée Reclus, que, sin lugar a ninguna duda, «La anarquía es la más alta expresión del orden».

El cuándo y el porqué: breve genealogía

Aunque podemos atisbar rasgos claros del pensamiento ácrata desde los propios inicios de la labor filosófica, no es hasta la primera mitad del siglo XIX cuando se empieza a asentar el ideario anárquico como ideología política, con su consiguiente contenido moral y filosófico, en torno a la figura de uno de los padres del anarquismo: el pensador francés Pierre-Joseph Proudhon que, a la sazón, fue el primero en referirse a sí mismo como anarquista (si bien es cierto que el término ya es usado durante la Revolución francesa para referirse a los socialistas utópicos que profesaban un pensamiento extremadamente radical, es éste último, como digo, quien lo sella como cosmovisión política), evidentemente desde un ángulo todavía algo ambiguo, en su obra ¿Qué es la propiedad?

Muy pronto, debido al carácter resuelto, radical y crítico de los llamados anarquistas para con el poder y las autoridades que lo sustentan, la palabra va adquiriendo una connotación cada vez más desvirtuada y alejada de la realidad idiosincrática del prístino movimiento, pues se asume, errónea y falazmente, que el poder vigente es necesariamente armónico: ordenado, y por tanto, todo lo que lo provoca y se personifica públicamente contra él ha de ser lo contrario: caótico, desordenado. Este hecho es rápidamente aprovechado y alimentado por la propaganda estatal de todos los países, que pronto empezarán a injuriar contra todo lo que desprenda el aroma libertario. Así, a mediados del siglo XIX, durante la ola revolucionaria que salpica a la mayoría de países europeos, y debido al trasfondo cada vez más peyorativo que va envolviendo todo lo acrático, se dispara el número de publicaciones, líbelos y artículos que defienden con vehemencia la anarquía. En Francia podemos resaltar el lacónico líbelo escrito por el anarcoindividualista Anselme Bellegarrigue en 1850: el conocido como Manifiesto de la Anarquía, publicado en pleno periodo revolucionario en el periódico libertario L’anarchie, journal de l’ordre, lo cual da buena muestra del interés que ha tenido el anarquismo en desligarse de su falsa acepción ya desde sus orígenes; en este manuscrito, considerado como el primer manifiesto anarquista, Bellegarrigue recoge en su punto inicial, bajo el título «La anarquía es el orden», una serie de consideraciones que no pretenden sino esclarecer el entuerto etimológico en el que se encuentra el término. El anarquista francés arremete con genialidad lógica y casi poética contra la significación fratricida que por aquel entonces pesaba sobre el ideal libertario, con la siguiente correlación de ideas:

En efecto: quien dice anarquía dice negación del gobierno; quien dice negación del gobierno, dice afirmación del pueblo; quien dice afirmación del pueblo, dice libertad individual; quien dice libertad individual, dice soberanía de cada uno; quien dice soberanía de cada uno, dice igualdad; quien dice igualdad, dice solidaridad o fraternidad; quien dice fraternidad, dice orden social.

Al contrario: quien dice gobierno, dice negación del pueblo; quien dice negación del pueblo, dice afirmación de la autoridad política; quien dice afirmación de la autoridad política, dice dependencia individual; quien dice dependencia individual, dice supremacía de clase; quien dice supremacía de clase, dice desigualdad; quien dice desigualdad, dice antagonismo; quien dice antagonismo, dice guerra civil; por lo tanto, quien dice gobierno dice guerra civil.

La tesitura léxica del momento no parece alejarse, revoluciones aparte, demasiado de la de nuestra cotidianeidad.

También es destacable el libro El Humanisferio, utopía anarquista, escrito por el anarquista protofeminista Joseph Déjacque que, siguiendo la línea literaria utópica y antiautoritaria (muy alejada, por ejemplo, de la obra de Tomás Moro) del Manifiesto de los Iguales, del anarquista primigenio Sylvain Maréchal, desarrollará un modelo de sociedad armónico y pleno de libertad, muy en contra de cómo se ve en su momento un posible porvenir anarquista.

Los ejemplos de escritos que surgen como defensa a todas las injurias y sofismas vertidas sobre el concepto de anarquía son vastos y se dan, en mayor o menor forma, en todos los países de Europa, mas queriendo ser escueto en el desarrollo de este ensayo, creo que resaltando los más conocidos de la época se entenderá que esta polémica terminológica ha sido cuestión más que relevante en el desarrollo del pensamiento ácrata.

Dirigiéndonos a otro punto clave:

La Revolución francesa, que acaba con una vorágine autoritaria digna de los más fervientes autócratas divinos, da paso, como ya se ha dicho, a un ambiente revolucionario de aspiración liberal radial o socialista utópica que pretende conseguir un objetivo claro: la libertad definitiva para vivir y convivir en fraternidad, máxima aspiración humana. Esta aglomeración de devoción revolucionaria popular, de conspiración republicana y de secretismo masónico contra el burocratismo culminará con la formación de la Comuna de París en 1871. Es en este punto, tras fracasar estrepitosamente la experiencia por factores más que analizados y aún cuestionados en los ámbitos académicos en los que no considero oportuno entrar, cuando se da un momento, a mi entender, clave en el devenir teórico y práctico del método anarquista y que tendrá, a posteriori, la culpa de que enraíce tanto y tan bien en la psique colectiva la concepción del anarquista como poco menos que Belcebú envuelto en bombas Orsini.

Rescatando la tesis desarrollada por Max Nettlau (1), diremos que en el periodo que abarca desde el fin de la Comuna de París hasta el asentamiento de la vertiente sindicalista libertaria, con separación incluida en el seno de la Internacional en dos tendencias bien diferenciadas y antagónicas: la autoritaria y la antiautoritaria, se produce un vacío en la teoría y en la praxis, sobre todo, en ciertos entornos marginales de las grandes urbes europeas. La quemazón por el tono autoritario que adquirió la Comuna, su brutal represión, los exilios obligados, la falta de un horizonte claro y las desavenencias en el movimiento revolucionario propiciaron el crecimiento de acciones de propaganda por el hecho individuales, singulares o en pequeños grupos, las cuales eran más hijas del hastío humano ante la injusticia, de la bestia animal que no soporta más sobre su pescuezo la bota de la opresión y de la miseria, que hijas de un horizonte político o filosófico claro: el ilegalismo endémico de finales del siglo XIX y principios del XX (2). Los regicidios, magnicidios, atentados, la autodefensa, el robo y la acción directa violenta se convierten en la parte visible del anarquismo, quedando la inmensa labor pedagógica y cultural llevada a cabo entre el campesinado, sobre todo el italiano y español, y entre el ambiente fabril, en especial el inglés, alemán y americano, eclipsados para la opinión pública. Ciertamente ésta a veces veía con buenos ojos determinadas acciones violentas; pero no es analizar cómo se sentía aquella gente lo que pretendo, sino rescatar una idea muy simple y obvia: la historiografía estatal de todos los lugares y épocas hasta la actualidad es lo único que ha resaltado con alevosía del anarquismo.

Al no ir el ilegalismo acompañado de una base teórica clara, y al no salvaguardarse bajo un grupo de pensadores que a su vez cubriese sus espaldas en la retaguardia mediática, éste se vio abocado al ostracismo, con tal suerte que se produjo una disgregación entre la intelectualidad anarquista: había una parte a la que le resultaba indiferente, otra lo rechazaba de plano, otra tanta defendía la estrategia ora sí ora no, y otra, la menor, la hizo estandarte, despreciando al resto de doctrinas. Entre todo este desaire estúpido y ególatra, en el peor sentido del término, la imagen del anarquista, y por tanto la de la anarquía, ya estaba totalmente desfigurada. Y el tiempo no ha curado la herida, más bien lo contrario, ha hecho que supure con virulencia.

Es decir, mientras se perdía un tiempo valiosísimo para subvertir a la población en debates etéreos, en disputas intelectuales no menos fútiles, etcétera., el poder, que siempre tira de una (eso bueno hemos de admitirle, ¿no?), y gracias a su historiografía selectiva, ha pervertido el carácter de la idea, dándole un vuelco total.

Nuestra labor se ha de centrar en gran medida en paliar los errores pasados. La instrucción en Historia, en teoría política y en Filosofía se torna elementos, en verdad lo considero así, primordiales para subsanar esta lacra. Evidentemente la pragmática ha de estar al mismo nivel, sobre decirlo. En definitiva, quien tiene la Historia de su parte es capaz de construir un futuro en la mente colectiva, y en tanto en cuanto esta historia siga falseada por el poder, no habrá futura acracia.

Democracia representativa como falacia generalizada

La palabra «democracia» y, por ende, el mismo concepto que ella designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y aun necesario, recurrir a la antigua lengua y cultura de la Hélade cuando se intenta comprender el sentido de dicha palabra, tan llevada y traída en nuestro tiempo.

Para los griegos, «democracia» significaba «gobierno del pueblo», y eso quería decir simplemente, «gobierno del pueblo», no de sus «representantes». En su forma más pura y significativa, llevada a la práctica en la Atenas de Pericles, implicaba que todas las decisiones eran tomadas por la Asamblea Popular, sin otra intermediación más que la nacida de la elocuencia de los oradores. (…) Se trataba de una democracia directa, de un gobierno de todo el pueblo.

Así comienza, muy acertadamente, Ángel Capelletti, filósofo anarquista argentino y profundo conocedor del periodo clásico, su célebre artículo »Falacias de la democracia», publicado en el periódico de la CNT de Bilbao. Es muy significativo que antes de iniciarse a desmontar los motivos por los que la democracia liberal y parlamentaria no es verdaderamente una democracia, introduzca su etimología, así como la concepción que se tuvo en principio de aquella, como elementos que se tornan necesarios de conocer. Dejando de lado la falla que supone, y él así lo denota a continuación, que el pueblo griego se reducía a un grupo insignificante de la sociedad (exclusivamente ciudadanos libres se situaban amparados por el término), es importante rescatar esta concepción de democracia como «gobierno del pueblo» y no como «gobierno de sus representantes». Pero Capelletti no se detiene ahí, y prosigue:

La democracia moderna, (…), a diferencia de la originaria democracia griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los Estados modernos sean mucho más grandes que los Estados-ciudades antiguos hace imposible -se dice- un gobierno directo del pueblo. Este debe ejercer su soberanía a través de sus representantes (…).

Pero en esta misma formulación está ya implícita una falacia. El hecho de que la democracia directa no sea posible en un Estado grande no significa que ella deba de ser desechada: puede significar simplemente que el Estado debe ser reducido hasta dejar de serlo y convertirse en una comuna o federación de comunas.

Es decir, se asume que funciones organizativas superiores tales como el Estado necesitan de forma indefectible un orden de representatividad inferior, pues en caso contrario no son capaces de funcionar debidamente. Por tanto, se acepta una relativa pérdida de libertad -aun cuando esta sea total en tanto que se pierde la autonomía en favor de un ente supraindividual- con el fin de que el sistema pueda mantenerse y no colapse y lleve al «caos». Ésta es para el pensador argentino la primera falacia del discurso bienpensante y pseudodemocrático que se vierte desde las cúpulas políticas y económicas. Las razones que le llevan a tal conclusión parecen claras: el criterio de elegibilidad no representa en última instancia el querer de aquellos a los que dice representar, es más, se podría decir, y mucho más en los virulentos tiempos que corren, que es justo al contrario, esto es, que su motor representativo no es el pueblo, sino vectores económicos que adquieren en algunos casos nociones casi divinas.

En cualquier caso, y dando por válida la opción de que no puede existir sociedad humana basada en principios no autoritarios y jerárquicos (afirmación fácilmente desmontable), nos encontraríamos ante otra falla en el planteamiento de la democracia representativa como panacea democrática, a saber: que la representatividad no abarca a toda la población, dejando a un importante colectivo (minorías sociales e individualidades de toda índole) fuera del sistema. Así, tal y como viene denunciando el anarquismo a lo largo de los últimos decenios, nos movemos entre periodos de dictadura económica -revestida, eso sí, bajo el fino manto de respetabilidad que pudiera conferirle una votación periódica-, que no difieren en exceso de tiempos pasados donde la libertad era una mera ensoñación. Y, para mayor escarnio, no sólo es ese el problema, pues aceptando que la voluntad mayoritaria es el mal menor, el mal que siempre, por defecto, hay que valorar en tanto que supuestamente posee la razón misma de la democracia, toparíamos en seguida con otro dilema: Cuando se delega la voluntad individual o colectiva en otro sujeto o grupo, ¿se hace porque se cree que en verdad representará con fidelidad tus inquietudes, o más bien a modo de desentendimiento? Con poco que miremos cómo funcionan las dinámicas democráticas burguesas, nos percataremos que, en última instancia, el motor no es el primer caso sino el segundo. De esta forma presenta Capelletti la problemática:

La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa se transforma en democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia.

De este modo, vivimos regidos por una aristocracia que no sigue, y aunque su voluntad fuese tal no podría, el querer del pueblo. La población, sobre todo en esta crisis sistémica, empieza a darse cuenta poco a poco de la sinrazón democrática en la que vive; sin embargo, nos enfrentamos a otro nuevo dilema: esta desazón bien puede dirigirse hacia el autoritarismo político, económico, etcétera, o bien puede dirigirse hacia métodos más democráticos.

En general, muy pocas personas de este país, a menos que estén altamente politizadas, lo cual es la excepción y no la regla, pensarían en la anarquía como el sistema más democrático. Las razones por las que lo hace ya se han bosquejado brevemente en textos anteriores. Ahora bien, no por ello se debe dejar de reiterar que es esta realmente la que impronta una mayor cota de libertad en el hombre y, por tanto, en la sociedad. El bello aserto «de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad» que los comunistas libertarios del siglo pasado gritaban con vehemencia; el afán ilustrado de igualdad, libertad y fraternidad; la consecución de la autonomía individual sin esto menoscabar la libertad social; todos estos ideales, asentados sobre el apoyo mutuo y la cordialidad humana, no pueden, en definitiva, verse obviados en la actualidad. Por todo ello, la labor de regeneración -lo que desde aquí se intenta- ha de ser febril; la agitación continua y la organización anarquista incipiente. Como dice el filósofo argentino en el texto que he utilizado para vertebrar este artículo en su final:

«Sólo la democracia directa y autogestionaria puede abolir los privilegios de clase y, sin admitir ningún liderazgo, reconocer los auténticos valores del saber y de la moralidad en quienes verdaderamente los poseen».

Y, decidme todos, anarquistas y no anarquistas, ¿qué es la anarquía sino la forma más sublime de democracia directa y autogestionaria por y para los seres humanos?

Notas:

1.- Max Nettlau, La anarquía a través de los tiempos.

2.- Todavía no está claro el carácter anarquista de ciertas acciones pertrechadas por personajes de los más oscuros, como Ravachol, o ciertos grupos anarcocomunistas e individualidades ilegalistas de América y Europa, que parecían guiarse por principios de venganza y autosatisfacción. Pero como mi propósito no es polemizar, termínese de leer el texto.

Máximo Eléutheros
Fuente: http://www.nodo50.org/tierraylibertad/4articulo.html
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