El anarquismo militante y la revolución de nuestro tiempo – Luigi Fabbri

El siguiente texto es un capítulo del libro “Revolución no es Dictadura, la gestión directa de las bases en el socialismo” obra de Luigi Fabbri (1877-1935).

FabbriTodos los partidos políticos salidos de las revoluciones democráticas, desde el siglo XVIII hasta hoy, han prometido y prometen, la libertad; pero todos los experimentos democráticos han demostrado, incluso los más sinceros, su impotencia y su insuficiencia, y han culminado al fin en la reacción y la tiranía,-sea que los mismos hombres de la democracia se hayan transformado en reaccionarios y tiranos, sea que la ineptitud de su régimen les haya hecho dejar el puesto a las fuerzas enemigas de la libertad.

Dos causas hicieron inocuos los experimentos más radicales y avanzados de la democracia liberal: la economía capitalista que hace esclavos de los pocos poseedores a la gran masa de los trabajadores que nada tienen, a pesar de las constituciones más libres en las palabras; y la política estatal que confía la custodia de la libertad de los ciudadanos precisamente a los entes, a los gobiernos, cuya función es limitar e impedir la libertad. Con la espantosa guerra de 1914-18 y sus consecuencias reaccionarias, todos los experimentos democráticos, desde los más moderados a los más avanzados, acabaron en la bancarrota.

He ahí por qué ha llegado la hora de los anarquistas, que desde hace más de cincuenta años han intuido y demostrado que la libertad no se obtiene más que con la libertad, por el camino de la libertad, con medios de la libertad. Después que los hechos han dado su razón negativamente, es decir, con el fracaso de los métodos opuestos a los suyos, ha llegado para nosotros el momento de tener razón positivamente, poniendo en acción los métodos que creemos mejores y los únicos eficaces.

La concepción anarquista

Los anarquistas constituyen el único partido político- social, y el primero en la historia, que tiene un programa integral, completo y coherente de libertad.

La anarquía es en el verdadero sentido de la palabra, el ideal de la libertad.

El programa anarquista se diferencia de los programas de todos los otros partidos, sobre todo porque no es un programa de gobierno, es decir, no espera su realización de la conquista del poder político; ningún gobierno podría realizarlo «por la contradicción que no lo consiente». Los anarquistas no dicen al proletariado, al pueblo: «Dadnos en la mano el timón del Estado y os daremos la libertad». Al contrario, ellos dicen: «Ningún poder gubernativo podrá jamás libertaros, ni aunque lo ocupásemos nosotros mismos; la libertad la tendréis solamente cuando la conquistéis vosotros mismos, con vuestro esfuerzo consciente y racional, sin esperarla de lo alto; y una vez conquistada, la conservaréis sólo si sabéis organizar sobre bases libres e igualitarias vuestra vida social, impidiendo que entre vosotros se constituya un poder coercitivo cualquiera, y defendiendo vosotros mismos, con vuestras fuerzas directas, la libertad conquistada, contra quien la asedie desde dentro o la asalte desde fuera».

La libertad, que es fundamento, punto de partida y de llegada, y simultáneamente método de combate, del programa anarquista, es la única digna de tal nombre, pues es reivindicada como derecho individual y colectivo, y afirmada como deber de la conducta en todos los campos de la actividad humana.

El anarquismo reivindica la libertad del hombre -de todos los hombres- como individuo y como miembro de la sociedad, contra todas las coerciones políticas Propicia, por tanto, la eliminación de todas las instituciones estatales o gubernativas que tienen carácter y función autoritarios y de dominio, y la transformación de las otras en libres organizaciones de las relaciones sociales. A la organización cerrada, gubernativa y estatal de esas relaciones deberá suceder la organización voluntaria, por mutuo acuerdo, siempre rescindible, basada en convenios recíprocos y en la ayuda mutua. La libertad de cada uno será la garantía de la libertad de todos; y cada cual será, en cambio, más libre en razón de la mayor libertad de que gocen todos los demás. En un ambiente tal cualquier veleidad autoritaria sería impotente, pues, por un lado, le faltaría el privilegio de la fuerza y del poder adquirido para imponerse a los otros, y hallaría además en la libertad de todos los restantes, puestos en las mismas condiciones de acción, la resistencia y el impedimento insuperables a su desarrollo.

La libertad en el campo moral y político sería palabra vacía de sentido, por lo menos para la gran mayoría de los hombres, si no fuese integrada o, mejor, si no estuviese basada en la más integral libertad en el plano económico. No, entiéndase bien, aquella «libertad económica» prestigiada por ciertos economistas burgueses, que entienden con eso la facultad ilimitada de los capitalistas de explotar a los trabajadores y de hacerse la competencia en perjuicio de la producción y, por tanto, en perjuicio de todos los consumidores: ésa usurpa el nombre de libertad, pues no es más que arbitrariedad y privilegio.

La libertad querida por los anarquistas en el terreno económico, es la libertad del hombre -de todos los hombres- en su cualidad de trabajador y de productor y, por consiguiente, también de consumidor, contra las coerciones económicas del capitalismo y el monopolio de la propiedad: es decir, el fin de la tiranía sobre el asalariado, por el cual hoy la gran masa dc los trabajadores desposeídos es esclava de los pocos detentadores de la riqueza social, los patrones, que con el torniquete del hambre, la constriñen a permanecer bajo el yugo. La permanencia de los trabajadores, es decir de la gran mayoría de los hombres, en esa inicua e injusta condición de desigualdad y de sujeción, es la que ha frustrado, sobre todo, los esfuerzos heroicos de las revoluciones del siglo pasado y ha hecho ineficientes e insuficientes todas las reivindicaciones de libertad. La liberación del pueblo de las cadenas de la miseria es, por eso, condición indispensable de todas las otras libertades, y será la garantía primera y mejor, después de la revolución, contra la vuelta a los viejos regímenes autoritarios y estatales.

La socialización de la propiedad, es decir, la riqueza social sustraída al privilegio y al monopolio de pocos es convertida en patrimonio común de todos los trabajadores productores, administrada por los interesados mediante la libre y armónica organización de la producción y del consumo según las necesidades individuales y colectivas, es por eso la concepción de las relaciones entre los hombres en el terreno económico más en armonía con las reivindicaciones libertarias del anarquismo.

Tal concepción ha sido sintetizada desde hace cerca de cincuenta años -en los últimos congresos de la primera Internacional- con la fórmula del «comunismo anárquico», pero ésta no se entiende como un lecho de Procusto, reservado a priori y por fuerza a todos los miembros de la sociedad, sino como resultado de la experimentación y cooperación libres de los interesados, en relación con las posibilidades, condiciones y necesidades de los diversos momentos y del ambiente y, sobre todo, subordinado a la persuasión y aceptación de todos los que deberán realizarlo y vivirlo en la nueva sociedad.

De la sociedad actual de injusticia, de explotación y de tiranía a la sociedad nueva más justa de la igualdad y de la libertad no se irá, se nos objeta, de un salto por un golpe de varita mágica.

¡Evidentemente! La constitución anarquista de la sociedad será el resultado de una sucesión de progresos en sentido libertario, evoluciones ya lentas, ya rápidas, revoluciones más o menos violentas, derrotas y victorias parciales, incluso regresiones; y todo eso a través de vastos movimientos sociales y políticos, en los que participarán todos los pueblos, y no solamente el hecho del pequeño número de individuos que se proclaman anarquistas.

Pero sería un error creer que todo este movimiento incesante de evolución y revolución entre los pueblos ocurre automáticamente, como por una fuerza natural inconsciente e independiente de la voluntad humana.

Al contrario, todo lo que prevemos ocurrirá solo en la medida que haya hombres que lo quieran, más o menas claramente, más o menos completamente; y nosotros mismos lo prevemos justamente porque lo queremos, del mismo modo que el peregrino prevé la meta a que llegará justamente porque la quiere alcanzar y marcha hacia ella.

La política de los anarquistas

Nosotros no negamos que en el vasto movimiento social, a través del cual la humanidad progresa realizándose a sí misma, obran muchas fuerzas, ciegamente, por impulsos contradictorios, bajo la influencia de instintos y necesidades momentáneas, de pasiones arrolladoras, de acciones y reacciones que casi se diría mecánicas, inconcientes o muy débilmente concientes. Pero es también verdad que esas fuerzas, a pesar de su enorme cantidad, por sí solas no producirían el progreso, y podrían significar también una regresión (y, en efecto, a veces la determinan). La inmensa reserva de energías que hay en ellas se vuelve útil al progreso sólo en cuanto en medio de ellas hay también fuerzas concientes; y se vuelve tanto más útil y fecunda, cuando más los instintos e impulsos se transforman en voluntad conciente. De aquí la necesidad de tal transformación, que es la tarea incesante de la propaganda, la misión de las minorías voluntarias, la misión de los movimientos de ideas.

La misión de la minoría anarquista, de su movimiento y de su propaganda, es que se formen lo más numerosas posible las conciencias libertarias; que se determine cada vez más fuerte en las masas la necesidad de libertad; que la voluntad de libertad se vuelva cada vez más difundida y consciente de su objetivo y de sus caminos. Esta minoría no puede esperar, ciertamente, que ha de convertirse en mayoría antes de la revolución (y tal vez de más de una revolución), es decir, antes de que sean eliminados tantos obstáculos materiales, económicos y políticos, que impiden a las grandes masas una visión clara de su mismo interés de liberación; pero, cuando haya alcanzado una fuerza suficiente, puede ser la vanguardia que abra con un acto de voluntad la puerta que cierra las vías del porvenir. Es ya desde ahora el fermento, el gránulo de levadura del que habla la Biblia; y más lo será en el seno de la revolución en la cual representará, lo repito, con más conciencia que todas las otras fuerzas, la voluntad de libertad.

Desde ahora, y para eso la política de los anarquistas -entendida la palabra «política» en el sentido de agitación y de acción revolucionaria contra las instituciones políticas dominantes-, quiere ser una política de libertad en todos los campos, hasta en las más pequeñas manifestaciones de su movimiento. Donde quiera que se reivindique un derecho cualquiera, aunque sea parcial, de libertad, -libertad de pensamiento, de palabra, de prensa, de reunión, de asociación, de manifestación, de huelga, de experimentación social, etc.,- allí hay un puesto de combate para los anarquistas, solidarios con todos los explotados y los oprimidos, con todos los rebeldes, contra toda manifestación política o económica de la autoridad y de la dominación del hombre sobre el hombre. Con mayor razón, por tanto, habrá un puesto de combate para los anarquistas, en toda revolución, por medio de la cual un pueblo o una clase subyugada se esfuerce por abatir una tiranía, por alcanzar un objetivo liberador.

Hacia la revolución de la libertad

Pero en las luchas parciales como en las generales, en las pequeñas y en las grandes, debidas a la propia iniciativa o a iniciativas ajenas, en su movimiento de partido como en los movimientos más vastos, obreros y del pueblo, en los propios grupos y en las organizaciones de propaganda y de acción como en las asociaciones proletarias más amplias y de clase, los anarquistas mantienen constantemente su conducta sobre líneas directrices y bases de libertad.

Libertad, en primer lugar, del movimiento frente a todos los otros movimientos más o menos afines colaterales, en el sentido de su absoluta independencia y autonomía. No teniendo objetivos materiales propios, individuales o de partido que alcanzar (aparte de la emancipación de todos), el anarquista no sufre celos:

aprueba y apoya toda reivindicación de libertad de cualquier parte que proceda; pero, no teniendo ligamen o vínculos políticos de interés con ningún partido, combate sin trabas a todos los partidos y movimientos en la medida que representen obstáculos a los fines libertario s y revolucionarios.

La libertad es la guía y la norma de conducta del anarquismo en su desenvolvimiento interno. Este repudia el concepto de disciplina cerrada y coercitiva a la que desea ver sustituida por la disciplina moral y voluntaria, por el libre consentimiento recíproco. Repudia toda forma de organización centralizada, autoritaria, burocrática y jerárquica, y organiza en cambio, sus fuerzas sobre la base de la autonomía de los individuos en los grupos y de los grupos en las asociaciones más vastas: sobre la base del libre acuerdo para la propaganda y para la lucha, coordinado y cada vez más amplio y extendido en el tiempo y en el espacio.

Así, cuando los anarquistas participan en otros movimientos y organizaciones, en donde creen necesaria y útil la propia intervención desde el punto de vista anarquista y revolucionario, si no logran imprimirles la propia orientación, combaten en ellos todos los defectos de autoritarismo que encuentran.

Este es el camino por el cual se va hacia la revolución de la libertad, -hacia una revolución que no repita el error (en parte inevitable, pero en parte debido también a la ceguera de los revolucionarios), de las revoluciones pasadas: es decir, de una revolución que en el acto de abatir una tiranía no eche, en el terreno fertilizado por la sangre de tantos mártires y héroes, la semilla funesta de una tiranía nueva.

¿Podrá ser libertaria, y por tanto integralmente liberadora, la revolución que se anuncia y que tal vez la misma reacción estatal y capitalista está provocando hoy con sus horribles excesos? No lo sabemos; y hasta es lícito dudar de ello, porque la misma tiranía, que puede provocar el estallido de la revuelta, no dejará de comunicar a la revolución un poco de su morbo autoritario. Eso no impedirá a los anarquistas saludar con alegría tal revolución, por imperfecta que pueda ser, ni participar en ella con todas sus fuerzas y entusiasmo; así como no ha impedido hasta aquí, y no impedirá nunca, prepararse y hacer todo lo que puedan por apresurar su advenimiento.

Pero la preparación revolucionaria de los anarquistas, hoy, como su preparación en la revolución, mañana, no tiene ni puede tener un carácter pasivo, de aquiescencia a los efectos autoritarios que prevén en ella desde ahora. Desde ahora, al contrario, oponen su «concepción libertaria de la revolución» a la concepción autoritaria de todos los otros reformadores y revolucionarios, sea a la democrática que, entre otros, sostienen los socialistas legalistas, sea a la despótica de los comunistas estatales y de los dictatoriales.

Cuando los anarquistas hablan, pues, de preparación revolucionaria, no entienden solamente la preparación material de la caída de las tiranías existentes, sino la preparación también para ejercer en la revolución toda su influencia con la propaganda y el ejemplo, a fin de que resulte lo más libertaria posible aun en el caso, hoy previsible, de que su orientación general no sea del todo en el sentido por ellos querido.

Es preciso que la revolución encuentre en el pueblo, lo más difundidos posible, la necesidad y el sentimiento de la libertad, para que constituyan un dique a las tendencias naturalmente despóticas de los eventuales nuevos gobiernos que se formen; y éstos deben hallar en las minorías conscientemente libertarias una fuerza de oposición moral y material organizada que, sin servir al juego de las viejas reacciones en acecho, impida su consolidación y salve la revolución de la detención y de la muerte a que la llevaría todo poder estatal, aun surgido de su seno y desempeñado en su nombre.

Mientras la libertad no sea completa para todos, la revolución no habrá terminado o, si hubiere terminado, dejaría en herencia la necesidad de una nueva revolución. Y la bandera de la revolución de los vencedores del momento, enseñoreados del gobierno, deberá pasar a las manos de las oposiciones más avanzadas que quedaron fieles a la causa de la libertad, -hasta el día que ésta triunfe en una humanidad fraternal que no sepa ya de dominadores y de súbditos, de explotadores y de explotados.

Justificación moral de la violencia revolucionaria

Ciertamente, los defensores del actual estado de cosas tienen algún derecho o razón para imputar a los revolucionarios y a la revolución los males que sin embargo, ellos preconizan frenéticamente, cuando hablan de manías sanguinarias, de furias destructoras o de otras tonterías parecidas, -ellos que defienden un sistema de cosas que aniquila más vidas humanas y destruye más riquezas de lo que podría hacerla la más costosa revolución. Pero no es menos verdad que la revolución, por la fuerza misma de las cosas y por las necesidades de su triunfo, costará siempre muchísimo, y no raramente se encontrará en contradicción consigo misma, es decir, con aquellos principios de justicia, de igualdad y de libertad de los que ha partido.

Por ejemplo: una de las reivindicaciones básicas del anarquismo es el derecho a la vida. La primera libertad que los anarquistas -los «libertarios»- reivindican para todos los hombres es la libertad de vivir. No podría ser de otro modo. Sin embargo, la revolución, con sus revueltas, deberá pasar sobre el cuerpo de sus enemigos: es decir, será constituida por toda una serie de atentados a la integridad física, a la vida, de los enemigos del pueblo, y al mismo tiempo arriesgará en sus luchas la vida de una infinidad de revolucionarios. Hay, por lo tanto, una cierta contradicción momentánea, de hecho, entre el fin, último ideal del anarquismo, y los medios de los anarquistas revolucionarios.

El mismo razonamiento se podría hacer respecto de todo el complejo de la violencia revolucionaria. Cuando ésta es un acto de liberación indudablemente tiene en sí su justificación moral, pues en sustancia es acto de legítima defensa. Pero, aun en tal caso, aun cuando se limita exclusivamente a destruir una autoridad, no es por eso menos, en cierto sentido, también ella, un acto de autoridad. Eso aparece claro si se piensa que la violencia revolucionaria es siempre el hecho de minorías que, al levantarse contra la violencia de una minoría enemiga, -la minoría de los privilegiados-, imponen de hecho un cambio de estado a las mayorías apáticas, a las mayorías que por ley de adaptación se han resignado ayer a ser oprimidas y explotadas y tienden en el fondo a conservar más que a cambiar la propia situación. Y que, una vez roto el equilibrio por la violencia revolucionaria y creada una situación nueva, podrán adaptarse a la situación nueva y al hecho cumplido, y también a consolidarlo y alegrarse de él.

Eso, en teoría, puede estar en contradicción con el principio absoluto de libertad; pero no se puede negar que es una necesidad imprescindible de toda revolución y de todo progreso. No hay que olvidar nunca, por lo demás, cuando examinamos los problemas prácticos, para resolverlos en la vida y con los medios que la vida nos ofrece, que lo absoluto está más allá de nuestras posibilidades; que en la vida y en la lucha todo es relativo. Lo absoluto debe servimos de guía, de faro hacia el cual dirigimos, para ir siempre hacia él y no volver atrás; pero si no hubiéramos de movernos más que para realizarlo de un modo completo, nos condenaríamos a la inmovilidad eterna.

La pura lógica de la coherencia absoluta no podría ser, por lo tanto, el objetivo de un verdadero revolucionario.

Cuando la revolución ha estallado, todo debe ser subordinado al triunfo de la revolución, a la necesidad de vencer y de aniquilar todas las fuerzas enemigas.

Esta es la única lógica, la verdadera, posible para la revolución.

En todos los casos: participar activamente

La revolución es un poco el caos, hecho de contradicciones, de progresos y de retrocesos súbitos, de impulsos sublimes y de actos inhumanos, en el que todas las pasiones y todas las fuerzas sociales y todos los instintos entran en juego; y a veces pasiones e instintos que en períodos normales no se puede vacilar en condenar, en una revolución se convierten en coeficientes de triunfo y de progreso. A menudo, además, hasta hombres y grupos y fracciones que antes de la revolución están del todo separados del movimiento, hostiles y también hostilizados por los revolucionarios, por interés o por los fines egoístas y menos plausibles, se unen a la revolución o la favorecen. Y los revolucionarios conscientes deben tener presente también estas fuerzas, para poderlas explotar sin repugnancias sentimentales; de otro modo se correría el peligro de verlas utilizadas por el enemigo.

No se puede, por lo tanto, tener en cuenta demasiado al pie de la letra las fórmulas y los programas en tiempo de guerra efectiva; y la revolución es una guerra, la guerra de los oprimidos contra los opresores.

En este sentido todas las fuerzas que debilitan, combaten y contribuyen a destruir las fuerzas enemigas, deben ser utilizadas. ¡Ah! ciertamente, en período revolucionario tenemos también el hampa, que se levanta con propósitos de saqueo; tenemos a los ambiciosos que aspiran hipócritamente a destituir a los dominadores actuales para ponerse en su lugar; y alguna vez estos últimos consiguen ponerse a la cabeza de la revolución, limitando un poco sus reivindicaciones y exagerando un poco sus promesas. Eso crea la necesidad de oponerse a tales gérmenes latentes de sucesiva reacción, pero no puede constituir nunca un motivo para los revolucionarios que les lleve a obstaculizar la revolución y a ponerse a un lado como si la cosa no les interesase. ¡Sería un verdadero crimen contra la causa de los oprimidos!

Cuando las praderas están secas, basta un chispazo, para que sobrevenga el incendio. Interés y deber de anarquistas será participar en la revolución, de cualquier modo que estalle, para imprimirle lo más posible una orientación socialista y libertaria, para conquistar combatiendo la fuerza moral y material con que oponerse luego a quien quisiera explotar y hacer desviar el movimiento. Es preciso comprometer con actos resolutivos de expropiación y de destrucción, la revolución misma a los ojos de quien la quisiera reducir a un simple «quítate de ahí para que me ponga yo»; es decir, es preciso hacer imposible una reconciliación de los revolucionarios más moderados con el viejo régimen, para que la revolución vaya lo más lejos posible y cave más hondo el abismo entre el pasado y el porvenir.

Imaginemos que la revolución estalle muy pronto, mucho antes (como es más que probable) de que se hayan creado las posibilidades psicológicas y materiales de victoria para los anarquistas. La revolución podría tener fuera de la anarquía, tres orientaciones distintas: republicano-burguesa, social-demócrata, comunista- dictatorial. Todas estas tres hipótesis tienen en su favor elementos y también en contra; es inútil aquí hacer previsiones. Pero admitamos una cualquiera de esas hipótesis: ¿deberían, por consiguiente, los revolucionarios anarquistas, sólo porque el movimiento tendrá, en prevalencia, una bandera diferente de la suya y adversa a ellos, quedar a un lado desdeñosos, esperando musulmanamente que la revolución se vuelva anarquista por sí sola? Si hiciesen así, marcarían, como partido militante, el propio suicidio, y alejarían enormemente el día del triunfo de los propios principios.

Al contrario, por lo tanto, los anarquistas participarán activamente en la revolución, cualquiera que sea su orientación y como quiera que la influencien sus jueces eventuales: en todos los casos. Y podrán estar seguros de que, aun cuando no triunfen las propias reivindicaciones libertarías e igualitarias, llegarán tanto más próximas al triunfo cuanto más enérgicos y activos hayan sido en la revolución sus partidarios, cuanto más hayan impregnado éstos a la revolución de sus propias ideas y tendencias. Con la propia participación en la revolución habrán conquistado una fuerza moral y material suficiente, por lo menos, para poner un dique al autoritarismo ajeno, para impedir que éste supere ciertos límites, para obtener por fin de la revolución los mayores frutos posibles, utilizables luego en interés del proletariado y de la futura victoria anarquista.

Cualquiera que sea el poder político que logre sobreponerse a la revolución, ésta, por su acción corrosiva y demoledora, lesionará siempre, al menos al comienzo, todas las autoridades más débiles y sacudidas; y misión de la oposición anarquista será justamente el impedir a esas autoridades reforzarse, aprovechar su debilidad para constituir núcleos y organismos propios de vida autónoma y prolongar lo más posible el ejercicio de la libertad. Esto podrá hacerlo si durante la revolución ha sabido hacerse valer, aumentar su prestigio, conquistarse la adhesión de más vastas masas, dando ejemplo de la lucha, del ataque, del sacrificio, pero sin dejarse absorber ni explotar ciegamente por los otros partidos, sino conservando siempre la propia fisonomía distinta y sus características de movimiento y de partido de libertad.

La afirmación de Proudhon, de que el «mejor medio de evitar los daños de una revolución es el de participar en ella», tiene sobre todo valor en esto: que la participación de los revolucionarios más avanzados y más idealistas en la revolución es el mejor medio posible para hacer que la revolución se desarrolle del modo más conveniente a los intereses de las clases oprimidas y a la causa de la libertad y de la justicia social.

No puede haber revoluciones «puras»

La valorización de la revolución no puede inferirse, por tanto, -como hacen por motivos diversos tanto los reaccionarios como los socialistas legalistas de los daños materiales de la revolución misma, del número de las vidas humanas consumidas, de sus contradicciones inevitables con los principios abstractos, de las intenciones particulares de las diversas agrupaciones que se adhieren a ella, de los errores y también de las torpezas con que pueda ser mancillado el movimiento insurreccional, sino sólo por la orientación general que se puede hacer prevalecer en ella por los resultados morales y materiales que puede dar, de modo que a su triunfo siga una elevación y una ganancia de libertad y de bienestar para el pueblo. Es preciso también que una derrota eventual tenga por consecuencia un paso adelante hacia una sucesiva revolución victoriosa, y que constituya en la historia una afirmación enérgica de la voluntad popular que aspira a una civilización superior, entendida esta palabra «civilización» no en el sentido burgués y convencional, sino en el sentido anarquista de una más difundida justicia para todos, de una elevación de las masas, sea moral o material, sea intelectual o política.

Los reaccionarios y los conservadores hablan a menudo y de buena gana, en tiempo de revolución, de hampa y de «bandidos». Las revoluciones del 89, la del 48 y del 71 en Europa, y la última en Rusia, a escuchar a los cronistas moderados del tiempo, estuvieron llenas de actos de bandidismo. Ahora bien; aun sin tener en cuenta el hecho de que a menudo los «bandidos» no eran para aquellos más que los verdaderos revolucionarios, es cierto que las revoluciones hacen salir a la superficie muchas escorias sociales, muchas fuerzas oscuras poco nobles en su origen.

¿Y eso qué significa?

Se podría decir, entre otras cosas, que los llamados «bajos fondos», en donde la revolución recluta automáticamente una parte de sus milicias, son también pueblo, incluso la parte más desgraciada del pueblo, la que en tiempos normales sufre más con el régimen de opresión y de explotación, y que son una consecuencia de la injusta estructura social. La revolución se hace también para ellos, por su redención, o para la de sus descendientes, del embrutecimiento y del crimen que la opresión política y económica tiende a perpetuar. Pero esta consideración doctrinaria y humanitaria tiene un valor secundario frente a la consideración más importante que la revolución es un crisol que no puede elegir previamente la leña que ha de arder y el metal que ha de fundir. Se produce independientemente de la voluntad de los promotores y de los combatientes individuales, poniendo en juego todas las fuerzas, todas las voluntades, todas las pasiones, todos los instintos, todos los ideales y todos los intereses que hallan eco en ella, y no podría ser de otro modo.

El que no la quiere así no es un revolucionario, no es verdaderamente un enemigo de los opresores y de los explotadores más que… en teoría. El que quisiera hacer una revolución como se ejecuta un contrato, el que quisiera medir exactamente la entrada y la salida, el que en la gran llamarada quisiera separar la leña buena de la dañada y casi la concebiera como una hoguera estética y de plantas perfumadas, ése debe resignarse a sufrir el mundo innoble como es hoy, es decir, a soportar para siempre los innumerables males ocasionados por la injusticia social (tantos que en comparación la revolución más desgraciada no podría producir más), pues una revolución ideal -incluso anarquista-, pero regulada, acompasada y equilibrada, ideada bajo la guía de las propias preocupaciones abstractas, por nobilísimas que sean, no tendrá nunca lugar.

Sin embargo, la revolución tiene por sí una virtud moral y consecuencias morales enormes. La eficacia de la revolución en el sentido de las ideas del anarquismo estará en relación directa en la preparación anterior hecha por los revolucionarios, con lo que éstos hayan sabido impregnar de ideas y sentimientos socialistas y libertarios al movimiento social y aquellos ambientes y aquellas clases que más seguramente serán arrastrados por los acontecimientos a la órbita revolucionaria.

Esto deben tener presente los hombres de ideas, en el trazado de su misión como hombres de acción, la que consiste también y sobre todo en preparar las condiciones materiales y morales y los medios para que la revolución social sobrevenga lo antes posible y sea lo más seguro posible su triunfo definitivo.

La revolución puede decirse que es para la humanidad lo que es para un organismo enfermo una intervención quirúrgica que al extirpar con dolor del paciente algunos tumores malignos, al precio de ese dolor relativamente momentáneo, salva de la muerte el organismo entero y le ahorra por un largo período sucesivo, sufrimientos infinitamente más dolorosos y más largos, permitiéndole saborear con la tranquilidad reconquistada, las alegrías superiores del cerebro y del corazón.

Educación práctica para la revuelta

El efecto moral, bueno según los anarquistas, de la revolución es ante todo el de generalizar el espíritu de revuelta, no sólo la revuelta material –sin la cual no hay revolución posible- sino también la revuelta contra las viejas ideas hasta entonces consideradas como las más sagradas e inviolables; no sólo la revuelta contra las instituciones, sino también contra el espíritu de esas instituciones.

Antes de la revolución las mayorías sociales duermen o casi, sufren por todos los males ocasionados por la mala organización económica y política, pero los soportan como inevitables, y sólo cuando la desesperación les empuja violentamente, estalla en movimientos convulsivos, agotados pronto. Los revolucionarios no pueden, en tiempos normales, más que influir indirectamente sobre esas mayorías amorfas; pueden hacerlas un poco simpatizantes con su obra, hacerlas menos hostiles a sus ideas; pero más de eso difícilmente pueden conseguir. La propaganda logra convertir y atraer a la órbita del movimiento de cambio social, solamente a un cierto número de individuos que se debe tratar de que sean lo más numeroso posible, pero que sería ilusión creer que hayan de llegar a ser mayoría antes de la revolución. La lógica de las ideas, aun de las más bellas y más claras, persuade sólo a aquellos a quienes el temperamento, el ambiente y otras circunstancias especiales vuelven permeables a la propaganda. Las mayorías no se dejan convertir más que por los hechos. No sólo eso. Sino que mientras existan las instituciones de privilegio y de opresión, ciertas supersticiones morales que se formaron en los siglos continúan su influencia también sobre aquellos que se dicen en palabras sus adversarios. El prestigio que emana de la autoridad constituida, sea la autoridad del gobierno o la del patrón, recibe el homenaje inconciente también de gran parte de la clase trabajadora que ha adquirido ya una conciencia relativamente libre. El que vive entre el pueblo sabe algo al respecto.

¿Es de esperar con la simple propaganda y también con la simple organización de clase vencer y demoler ese prestigio sobre las multitudes que emana del poder constituido de la sociedad burguesa, y vencerlo también en las mayorías amorfas, cuando es tan difícil disminuirlo en las mismas minorías conquistadas ya en parte para nuestro movimiento? ¡No! La nueva conciencia humana, libre de toda sumisión espiritual a la autoridad patronal y gubernativa, no se formará más que con la destrucción de esa autoridad. La revolución será en este sentido la gran educadora de las masas populares. No bastará la destrucción material, ni siquiera ella, del todo; pero el hecho nuevo, la falta de lo que puede alimentar el espíritu de sumisión, creará las condiciones mejores de desarrollo para el espíritu de libertad y de igualdad.

Utopías reformistas

Donde la propaganda doctrinal y pacífica no llegue él alcanzar, la propaganda del hecho revolucionario, logrará resultados hoy inesperables. Esto significará el ingreso de las mayorías en un nuevo ambiente, donde al fin las palabras de justicia social hechas realidad penetrarán en todos los corazones y en todos los cerebros; Antes sería verdaderamente utopía soñar tal resultado.

Se objeta a menudo a quien hace propaganda de anarquismo, la falta de preparación de ‘las masas para la libertad, su ineducación, para las cuales una sociedad sin gobierno parecería imposible. En efecto, antes de la revolución dada la psicología colectiva determinada por el ambiente actual, se puede decir muy bien que ni siquiera los anarquistas declarados serían capaces de vivir en cooperación libre. El fracaso de tantos experimentos de vida comunitaria libre, en las diversas tentativas de colonias libertarias, lo demuestra, como demuestra la imposibilidad en plena burguesía, de aislarse de ella y de sustraerse a los mil tentáculos de su influencia política. Pero no se tiene en cuenta, en la objeción aludida la eficacia educativa de la revolución.

La educación para la revuelta, que antes de la revolución es ejercida por las ideas de libertad en pequeñas minorías, y también sobre éstas con una eficacia relativa, sólo la revolución puede impulsarla más allá de los límites estrechos permitidos por el ambiente autoritario y capitalista actual, hacerle ganar terreno en medio de las más vastas colectividades, entre las masas populares y proletarias más extensas, siempre que, naturalmente, la revolución sepa ser digna de su nombre, es decir, no sólo en el derribamiento de un viejo poder en beneficio de un poder nuevo, sino en la demolición audaz de todo poder, vale decir, la verdadera y propia revolución de la libertad.

No creemos en los milagros y, por tanto, no atribuimos a la revolución efectos mágicos. Los adversarios de los anarquistas, especialmente los socialistas electoralistas, a menudo les hacen la acusación de «milagrismo» revolucionario; pero ellos deben reconocer que, de cualquier modo, la papeleta electoral y la conquista de los poderes públicos tienen una eficacia menos… milagrosa que la atribuida a la revolución.

Los efectos morales, educativos, que los anarquistas esperan de la revolución son mucho más lógicos y razonables, previsibles por quien conozca un poco de historia de las revoluciones pasadas y un poco de la psicología popular.

Hoy, en el sistema del cada uno para sí y… el gobierno para todos, las autoridad de lo alto sustituye y en parte impide la solidaridad en lo bajo. Sin la autoridad, el pueblo sentirá, en cambio, más la solidaridad, como aquél a quien falta un punto de sostén, tiende instintivamente la mano a sus vecinos. La necesidad mayor, en un estado de libertad, del apoyo mutuo, determinará un mayor desarrollo del amor y del respeto recíproco entre los hombres.

Aquellos que en tiempo de revolución temen el desencadenamiento de las pasiones, la expansión de la violencia individual y colectiva, el robo irracional, el saqueo destructor, los estupros, los homicidios, etc…olvidan la historia de las revoluciones.

Otro efecto moral de la revolución es éste: que suscita en el pueblo energías individuales y colectivas ignoradas hasta la víspera; y se forman en ella realmente individuos nuevos, se revelan genios e ingenios hasta entonces dormidos u ocultos. La revolución en general estalla después de un período de crisis y de depresión, o bien después de ciertas bonanzas características que a veces preceden a los huracanes. Y el huracán social pasará, renovador y purificador, haciendo surgir a la superficie fuerzas que no piden más que una impulsión enérgica para sobrenadar; mientras que se hundirán en la nada tantas mediocridades que hoy se mueven por fuerza de inercia sobre el estanque pútrido. Será como respecto de ciertos metales que se pueden obtener sólo a· fuerza de fusiones a temperaturas fabulosas; el fuego febril de la acción revolucionaria valorizará jóvenes energías que de otro modo no podrían manifestarse, energías no sólo de destrucción, sino también de reconstrucción, renovadoras desde todo punto de vista intelectual y material.

No se trata de sueltos retóricos sugeridos por la fantasía y por la fe ciega. Abrid la historia de todos los pueblos y veréis los períodos más revolucionarios caracterizados siempre por un despertar enorme de la intelectualidad humana, por progresos de toda especie, por descubrimientos científicos y atrevimientos filosóficos, por mejoramientos económicos y por la aparición, en apariencia milagrosa, de genios en el arte o en la política, en las ciencias o en la industria.

La revolución obliga a elegir un puesto de lucha

La revolución, precisamente porque disuelve todos los vínculos artificiales y autoritarios que en tiempo normal neutralizan las fuerzas y dejan inactivo el espíritu de iniciativa de los más, pone a todos los individuos en la necesidad de participar en la vida pública; primero les obliga a elegir un puesto en la lucha, pues difícilmente permite que alguno se pueda apartar completamente -y entonces es natural que incluso los más perezosos entre los oprimidos, los que más tienden a adaptarse al ambiente, se adapten a la revolución, que es hecha en su interés-, después les impele a ocuparse, bajo el aguijón de la necesidad, de todo lo que Se refiere a la vida económica y social. Todos son interesados, obligados por el instinto mismo de conservación, a buscar con otros el medio común, entre la tempestad, para asegurarse el pan y la seguridad de vivir.

He ahí por qué no es infundada, e incluso es razonable y segura, la esperanza que los anarquistas ponen en una revolución social contra las actuales dominaciones burguesas: la esperanza no sólo de un mejoramiento material de las condiciones de vida para la gran masa trabajadora, esclava de la servidumbre del salariado y sometida a la prepotencia del Estado, sino también la esperanza de que la revolución complete entre las mayorías oprimidas la obra de educación del sentimiento de justicia, de libertad y de solidaridad que podemos ejercer hoy sólo con una minoría relativamente pequeña; la esperanza de que la revolución vuelva a despertar o cree las energías activas y el espíritu de iniciativa necesarios al establecimiento de un orden social mejor; la esperanza de que en el crisol de la revolución se forme la conciencia nueva de la humanidad.

Luigi Fabbri
Fuente: http://noticiasyanarquia.blogspot.com.es/2012/09/normal-0-21-false-false-false-es-x-none_4.html
Fragmento extraído del Libro “Revolución no es Dictadura, la gestión directa de las bases en el socialismo” http://materialesfopep.files.wordpress.com/2011/12/luigi-fabbri-revolucic3b3n-no-es-dictadura.pdf
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