Las bases morales de la anarquía – Pietro Gori

I

AnarquismoEn el hombre hay dos instintos fundamentales: el instinto de conservación y el instinto de procreación.

El primero tiene su asiento en las necesidades fisiológicas que miran a preservar el individuo: alimentación, respiración, movimientos, etc., el segundo en las necesidades sexuales, que tienden a través de los estímulos de lo inconsciente, a la conservación de la especie.

A la acción benéfica del primero se debe si el individuo vive, se desarrolla y progresa en la parábola de su particular existencia; de los resultados orgánicos del segundo, deriva para el género humano la conservación y la expansión de su vida colectiva.

Estos dos instintos encarnan dos necesidades primordiales e imprescindibles, so pena de muerte para el individuo y para la especie: la necesidad de alimentarse y la necesidad de procrear. La no satisfacción del primer instinto significa la muerte para la mónada individual; la renuncia o el impedimento absoluto del segundo significaría la desaparición de la especie como comunidad viviente.

Estas dos sanciones fundamentales de las leyes biológicas son las que ligan de modo indisoluble la existencia del individuo a la de la especie entera, ya que si por la una el hombre vive, por la otra el hombre renace y se perpetúa. Sobre estas bases naturales se asienta una moral positiva, que, fundada sobre las mismas necesidades del individuo, da al hombre consciente la noción exacta de su posición en las relaciones con el consorcio de sus semejantes, y forma ya en las mentes precursoras en este último estado de barbarie dorada, la concepción de nuevas y más sanas normas de conducta y de vida.

De esta premisa derivan los dos primitivos derechos humanos: el derecho a vivir y el derecho a amar.

Mientras el derecho queda como abstracción jurídica, no tiene ningún significado concreto y real. Todo individuo, por el solo hecho de haber nacido, tiene el derecho a la vida, derecho a ejercitar primero que cualquier otro; y todo aquel que de uno u otro modo se opone al ejercicio práctico de este derecho natural, viola en sus semejantes las razones y los fundamentos de su propia existencia.

La vida social no puede fundarse sólidamente sino sobre este recíproco reconocimiento: cada individuo tiene derecho a satisfacer sus propias necesidades con la reserva de riquezas que la naturaleza y la laboriosidad colectiva de las generaciones precedentes crearon a beneficio de la familia humana.

Sin equidad, no hay justicia.

No hay declaración de derechos humanos que pueda tener valor para el individuo sino en la expresa sanción social que reconozca en cada hombre la facultad de disponer de todo cuanto existe para su utilidad, en razón de sus necesidades, sin otro limite que la posibilidad colectiva. La solución del problema, de las relaciones entre el individuo y el agregado de individuos que se llama sociedad, debe producirse al mismo tiempo en el campo económico y en el político.

Siendo la base moral y jurídica de la economía individualista, hoy dominante, un príncipio díametralmente opuesto al que impera en las leyes biológicas de los agregados animales superíores, como la especie humana, la revolución que hoy se presenta fatal en la historia no puede ser otra que una resurrección profunda de estos fundamentos morales de la sociedad moderna, que después de un siglo de desenfrenada competencia del individuo en la lucha vítal, ha agotado ya toda la parábola ascendente y descendente de sus fuerzas, para dar vida a nuevas formas de convivencia en las cuales el hombre en lugar de conquistar el bienestar luchando contra sus propios semejantes, procura asegurarse la felicidad con su concurso y en la estable garantía del bíenestar reinvindicado para todos.

Si se observan las fases del desarrollo de la sociedad humana, desde las épocas primitivas hasta nuestros días, forzoso es convenir en que la evolución procede de las formas más brutales de lucha a las tendencias más elevadas de solidaridad. El instinto de conservación se manifestaba primitivamente por las formas de guerra más bestiales entre el individuo y sus semejantes.

Puede decirse, sin temor a incurrir en exageración, que el primer estímulo al homicidio, que es la génesis y el protoplasma de la guerra, entre los caníbales antropomorfos, se originaba en el apetito de poder devorar al propio semejante vencido y muerto.

Entonces el hombre era verdaderamente un lobo para el hombre, porque en el semejante, tanto como en cualquier otro animal, no veia más utilidad que la de una substancia alimenticia con la que podía nutrirse.

El otro instinto fundamental de la procreación se manifestaba entonces de modo igualmente bestial.

De igual modo que en la conquista de los alimentos, en la conquista de la hembra dominaba la lucha entre los hombres que aún se hallaban en el dintel del mundo animal y aseguraban todos sus afectos de modo muy violento.

Los estímulos sexuales, como los del estómago, obraban con prepotencia, y el individuo, para satisfacerlos, se hallaba en continuo y abierto contraste con todos los demás individuos. No había entonces cambio de servicios, ni comunidad de trabajos y de intereses, ni mútua dependencia de relaciones económicas y morales que hicieran hablar todavía los sentimientos de benevolencia y de simpatía para con los demás individuos en aquel pobre estado inicial de degradación salvaje. Fue solamente después de las primeras experiencias que el instinto de conservación, en la lucha con los demás, hizo comprender al individuo aislado la necesidad de asociar las propias fuerzas a las de los demás para defenderse él y los suyos de las agresiones externas, o para vencer más fácilmente, con fuerzas asociadas, contra fuerzas asociadas, las primeras luchas por la existencia social.

Así fue como la necesidad de ofensa y de defensa para conservar la vida o conquistar los medios adecuados para mantenerla, nació por primera vez en el fondo de las primitivas toscas almas el sentimiento de solidaridad. Desde entonces cada progreso, cada etapa decisiva en el camino de la civilización señalóse con un desarrollo, cada vez mayor, de este sentimiento que enlaza las fuerzas y los espíritus humanos en la lucha sobre un terreno siempre más vasto, de la tribu a la ciudad, de la ciudad a la región, de la región a la nación y de ésta, en un mañana irrevocable, a la humanidad entera.

Parecidamente en el mismo seno de cada agregado de individuos: tribu, ciudad, región y nación, el doble instinto de conservación del individuo y de la especie fue determinando tendencias y necesidades que se fueron desarrollando cada vez más, capaces de considerar los propios semejantes como un complemento necesario e integrante de la existencia individual, y no imaginándose el yo concreto, sino como un átomo inseparable de la vida y del alma de la sociedad entera.

Primeramente por sentimiento de una comprobada utiidad y luego por simpatía razonada, el indivIduo dejó de comerse a su enemigo vencido cuando se dió cuenta de que podía sacar un beneficio mayor haciéndole trabajar y explotándole este trabajo.

En este segundo estado de la lucha inter-social nació la esclavitud, que era una forma suavizada de la antropofagía. El hombre no se comía ya a su semejante; se servía de él cual pudiera de una bestia útil con su trabajo para mantener en la ociosidad a su vencedor.

La segunda fase de antropofagía económica, también mitigada, hallámosla en la servidumbre de la gleba, en la Edad Media; cuando los vencedores reconocieron que era más útil renunciar a adueñarse directamente de los vencidos pudiendo lo mismo despojarles de sus productos, en virtud de un privilegio de nacimiento o de jerarquía, sin obligación de mantenerles, como es necesario hacer con el ganado.

Con la revolución política que abolió los privilegios feudales, dejando únicamente dueño del mundo al dinero, la clase victoriosa en la lucha que había acaparado todos ros recursos de vida desde el capital hasta las riquezas naturales, halló que bastaba la simple dependencia económica de los trabajadores para hacer de éstos instrumentos dóciles y máquinas de producción tan fecundas en riqueza como productoras de miseria para sí mismas. A pesar de nuestras justas y acerbas críticas de la presente organización social, gigantesca ha sido la marcha desde la antropofagía primitiva a las actuales formas de explotación económica y de dominio político. Los vencidos de hoy en la guerra económica no pueden dar la batalla campal a los últimos dominadores sino en nombre de una moral opuesta a la de las épocas primitivas y de la moral actual más conforme a los instintos de conservación del individuo y de la especie tal como científica y modernamente se entienden. A los últimos vestigios de la antropofagía en el campo económico y político, el proletariado militante no puede lógicamente oponer más que el principio de solidaridad.

Desde la revolución de 1789 el principio individualista, desde el campo económico al moral, triunfa grandemente en todas las manlfestaciones de la actividad humana. Y mientras que con el desarrollo de la grande industria, con el acrecentamiento siempre mayor de los medios de comunicación, con el entrelazamiento cada vez más compllcado de las relaciones materiales e intelectuales entre individuos, fueron gradualmente aumentando las relaciones de mutua dependencia entre ellos y, consiguientemente, los lazos de afectividad y de interés común, por un lado la economía política y por otro la filosofía metafísica de la llbertad chocando con los descubrimíentos de las ciencias naturales han llevado al ente individual a la exageración de su personalldad, como si ésta estuviese separada de derecho y de hecho de la de sus semejantes cooperadores en el común ambiente de lucha, y como si el ihdivlduo no representase, en último anállsis, el átomo viviente en y por la asociación con ros demás átomos humanos que forman el organismo social.

La declaración de los derechos del hombre, que en abstracto proclamó el derecho del individuo a la vida, a la ciencia, a la Iibertad, se olvidó de situar la garantía de éstas reivindicaciones civiles sobre los graníticos fundamentos de una solidaridad de intereses de la cual surgiese, por la misma fuerza de las cosas, la seguridad positiva de que las razones de cada uno hallarían su natural defensa en el apoyo de todos los demás consocios. Pero si la transformación de la propiedad, de feudal a industrial-capitansta, no pasaba del dominio privado al dominio público, como plataforma de un nuevo orden económico a base de igualdad de hecho, continuando siendo patrimonio individual las riquezas naturales o las producidas por ajeno trabajo, no cambió grandemente de sitio la serie de las relaciones entre sociedad e individuo, antes al contrario, con la desenfrenada competencia en el campo industrial y comercial y con la egocracia triunfante, la lucha de hombre a hombre y el antagonismo más áspero entre las clases, en lugar de tener una tregua se acentuó agudisima, y tar vez no se dió nunca en la historia el ejemplo de riquezas tan colosales al lado de miserias tan espantosas como las que actualmente forman el contraste más visible con la pacificación teórica de los derechos civiles y políticos.

II

El concepto de la libertad, en la esfera de las actividades sociales más complicadas y refinadas, se ha ido transformando siempre más rápidamente. Así, como en el mundo morar no existe el libre albedrío sino como una ilusión hereditaria de nuestros sentidos, tampoco existe, en sentido absoluto, autonomía completa del individuo en la sociedad. El instinto de sociabilidad, desarrolrado poco a poco en el hombre a medida que se civiliza, se ha convertido en una necesidad fundamental de la especie en su ulterior desarrollo, y reconoce ya en el principio de asociación la palanca más poderosa y eficaz que con los esfuerzos de cada uno y de todos, puede empujar la humanidad por el camino ascendente de sus mejores destinos.

De ahí la concepción moderna y sociológica de la libertad, que si halla en la mutua dependencia de las relaciones entre individuo e individuo una pequeña limitación de la independencia absoluta de cada uno, al mismo tiempo halla en la reforzada y cada vez más compleja solidaridad social su defensa y su garantía, de modo que, en lugar de ser aminorada, se siente aumentada. Si el hombre salvaje en el estado antisocial parece a primera vista más libre, es incomparablemente más esclavo de las fuerzas brutas del ambiente que le rodea que el hombre asociado, que en el apoyo del semejante halla la salvaguardia de sus deberes. Pero la asociación, en el sentido de agrupación orgánica de las diversas moléculas sociales, no existe todavía, puesto que en la sociedad actual no hay fusión espontánea de elementos homogéneos. sino una amalgama descompuesta de principios y de intereses contradictorios.

Al principio de la egocracia, en el campo económico y politico (ya que la explotación y el dominio de clase no son más que su consecuencia, por solidaridad instintiva de las dos fuerzas dominadoras: el dinero y el poder), está substituyéndole, en la elaboración lenta y subterránea de la nueva forma y de la nueva ánima social, el principio del apoyo mutuo, más conforme al desarrollo de la evolución adelantada que quedó aparentemente interrumpida por aquel paréntesis, obscuro y espléndido a la vez, llamado siglo diecinueve. Espléndido, porque la misma desenfrenada competencia entre individuos y entre las clases que en el terreno económico representó un verdadero retroceso al salvaje individualismo primitivo, creó los milagros de la mecánica, de la industria y de la ingeniería moderna. Obscuro, porque las gigantescas obras de esta lucha a fuerza de miles de millones contra la naturaleza que se resistía, costó millones de vidas humanas, de nobles existencias obscuras, extinguidas después de dolores sin cuento, con los músculos exprimidos de toda fuerza y de toda vitalidad bajo la prensa del salario. De modo que puede decirse que el colosal edificio de la civilización burguesa, el cual ocupará un sitio visible en la historia del progreso material y científico de la humanidad, ha sido construído con este cemento de vidas obreras, y la grandiosa alma colectiva de las clases laboriosas palpita en el organismo infinito de toda la moderna producción, como si la fuerza que animaba a aquellas vidas extinguidas sobre el trabajo y por el trabajo, se hubiese transfundido en las cosas por el trabajo creadas.

De esta nueva condición de laboriosidad y de esfuerzos asociados, debida a nuevos medios de producción en los que dominan como soberanas la gran máquina y la gran fábrica, surge triunfal el nuevo principio jurídico de un derecho social sobre el producto debido al trabajo colectivo.

No son ya los lamentos sentimentales de los santos padres de la Iglesia contra la iniquidad, que pisoteando a los más divide unos de otros a los hijos de Dios, como decía Juan Crisóstomo. Y tampoco son las declaraciones naturistas de los prerafaeliticos del socialismo simplicista reclamando su parte de tierra, de pan y de sal para todos los hombres, a la madre naturaleza. No son las invectivas ascéticas de los viejos comunistas ante el miedo del año mil. Tampoco las declaraciones filosóficas y abstractas de los enciclopedistas sobre los derechos del hombre ante la rojiza alba del año 1789. Es algo más y mejor: es la madurez de ciertos hechos, es la realizada evolución de ciertas formas. Nunca como ahora, por necesidad de la división del trabajo en la grande industria y en el taller mecánico, se halló el obrero tan estrechamente ligado al obrero, los oficios a los oficios, las artes a las artes, debido a la mutua dependencia y al estudio combinado de los esfuerzos del cual surge una resultante bastante mayor que de la simple suma de las fuerzas singulares. La asociación de estos esfuerzos para aumentar la producción ha ido creando poquito a poco, además de los lazos materiales que ya enlazan de modo indisoluble a los trabajadores, aquellos lazos morales que al principio pasaban inadvertidos y que se han ido robusteciendo cuanto más conscientes.

Y desde el momento que las ideas y los sentimientos no son sino imágenes reflejas de los hechos del mundo externo y de las sensaciones recibidas al contacto con éstos, esta consciencia del proletariado -que surge de la diaria experiencia y de la cotidiana comprobación y le dice que es el único productor de toda riqueza y que la suerte de cada obrero resulta estrechamente ligada a las suertes de todos los demás compañeros suyos- funde cada vez más las fuerzas y las almas obreras en un fin bien claro y determinado: libertar el trabajo del parasitismo personal, emancipándolo de esta última forma de esclavitud económica que tiene por nombre salario.

Y desde el instante que la revolución aportada por la mecánica en todas las artes y en todos los oficios socializando con la fatiga los brazos obreros, que antes trabajaban aislados, ha elaborado ya el esqueleto de un mundo nuevo en el cual la socialización de la fatiga sin el disfrute del producto por parte de quien lo fatigó esté complementado con la socialización de los disfrutes del mismo producto, declarado de derecho y de hecho patrimonio común de la sociedad entera, una correspondiente revolución de las conciencias y de las fuerzas proletarias efectuará el lento trabajo de esta transformación de las relaciones económicas y morales entre los hombres, integrando la estructura social típica, que represente el oasis de reposo donde la humanidad pueda, al cabo de miles de años de trabajo y de dolor, tomar aliento en el fatigoso camino, y donde los dos instintos fundamentales del hombre: conservación del indivíduo y conservación de la especie, hallen al fin modo de conciliarse tras larga contienda; donde el hombre para conquistar su bienestar no tenga que pasar, como los prepotentes de hoy y de ayer, por encima del cuerpo de sus semejantes, ya que esto no sería la libertad, sino la perpetuación de la tiranía bajo otra forma, puesto que a la violencia de los gobiernos se sustituiria la violencia del individuo, con expresiones brutales, una y otra, de la autoridad del hombre sobre el hombre. La libertad de cada uno no es posible si no en la libertad de todos, como la salud de cada célula está y no puede estar sino en la salud del entero organismo. ¿Y no es un organismo la sociedad? Si una sola parte de éste enferma, todo el cuerpo social se resiente y sufre.

Unicamente un salvaje, que recuerda ante los triunfos de la ciencia la animalidad primitiva del hombre, puede negar conscientemente esta verdad.

Se ha dicho y repetido hasta la sacíedad por los denígradores de buena o mala fe de las doctrinas anárquícas, que la Anarquia no puede tener una moral.

Y hasta algunos secuaces del nombre, que no de la esencia ético-social que la palabra anarquía contiene, remacharon el estulto prejuicio.

Cierto que la moral de la libertad no tiene nada de común con la morar de la tiranía bajo cualquier manto que ésta se cobije.

Por mucho que se diga lo contrario, la moral oficial del individualismo burgués es un poco todavia la de los Papú de que habla Ferrero. ¿Qué es el mal y qué es el bien?, preguntaba un viajero europeo a uno de estos salvajes. Y el salvaje respondía con convicción: el bien es cuando yo robo la mujer de otro; el mal es cuando otro me roba la mía.

Una mísma cosa no es para la moral ortodoxa e hipócrita, que hoy impera, buena o mala, intrínsecamente y objetivamente, por el bien o por el mal que acarrea a uno o más individuos o a toda la sociedad, sino que es considerada virtuosa o malvada según la utilidad o el daño que resiente el individuo o la clase que subjetivamente la juzga.

De modo que para esta moral caótica una misma acción puede ser juzgada por unos de heroísmo y por otros locura, gloría o infamia. La matanza de todo un pueblo, una hecatombe de viejos, de mujeres y de niños inermes, asesinados fríamente en nombre de un príncipio abstracto y el mentirosamente llamado orden público, pueden procurar galones y honores al que ordenó la matanza. La Historia está llena de nombres de estos bandidos ilustres, siempre dispuestos, como los capitanes de la Edad Media, a pasar de una a otra dominación con tal que se les mantenga en la ociosidad lujosa e improductiva. Unicamente los pisoteados, los oprimidos, los supervivientes de la hecatombe maldIcen en el fondo de su corazón a los asesinos, pero cuando un exasperado por la lucha espantosa por la vida en una sociedad imprevisora, que a muy pocos asegura, y no ciertamente a los más laboriosos y dignos, un cómodo puesto en el banquete de la existencia, cuando un derrotado en estas crueles batallas de todos los días, por el pan, se rebela y mata, en el delirío de un odio que no perdona, a un potentado, al cual supone feliz, aunque en su poderío se debata el dolor (este pálido compañero del hombre) , entonces el juicio será para este acto muy diferentemente despiadado. Los amenazados o perjudicados por este acto serán tanto más inexorables cuanto más manchadas de sangre tengan sus manos. Y no solamente contra este mísero se pedirá a gritos la cruxificción, síno que también contra todos los que profesen las ideas que aquél diga profesar, aunque no las conozca o aunque éstos no hayan aprobado su acción. Serán perseguidos, encarcelados, torturados en masa, realizándose contra todo un partido, o mejor dicho, contra una corriente vastísima e irresistible de principios y de ideas, una verdadera y propia venganza general por el acto de uno solo, resucitando las formas más crueles y malvadas de inquisición contra el pensamiento.

Y ya que por unos se insinúa y afirman otros que la moral anárquica proclama la violencia del hombre contra el hombre, esperen los adversarios de mala fe, o crasamente ignorantes, y los anarquistas inconscientes, que yo demuestre matemáticamente que la moral anárquica es la negación completa de la violencia.

III

Hay otro prejuicio muy difundido y que es necesario destruir, prejuicio que engaña a los denigradores y hasta a algunos secuaces de la idea anárquica, porque algún rebelde que se declaró anarquista, lanzó una bomba o dió de puñaladas, no ciertamente en nombre de teorías abstractas, sino cegado por la ira fermentada en el fondo de larga miseria, en la persecución policiaca y en las provocaciones de toda clase, se pretende sacar en conclusión que la doctrina anárquica es una escuela de complots y de violencias, una especie de conspiración permanente, con el único propósito de fabricar bombas y afilar puñales. Asi esa gentecilla que son los agentes de la policía politica y ciertos gacetilleros recargan las tintas para ayudar a la reacción a sofocar la propaganda de ideas.

Aunque los anarquistas, por exasperación y por temperamento, fuesen todos violentos -y no es cierto-, de ningún modo quedaría demostrado que la anarquía tiene una moral de violencia.

Pero para cada uno de estos perseguidos que deja estallar el largo dolor comprimido con un atentado clamoroso, hay millares y millares de individuos que soportan años y años con heroica serenidad asperezas sin nombre, miserias sin tregua, amarguras sin consuelo.

En mis destierros ya periódicos a través del mundo he conocido a multitud de ellos, de todos los países y de todos temperamentos, y la mayor parte de estos enamorados de la libertad se mostraron siempre, en la común relación, con una moral superior: un arrojo instintivo de altruísmo y de bondad detrás de la rudeza popular, un sentimiento de nobleza simple y leal.

Que si en las filas del anarquismo hubiese todos los detritus de las cloacas sociales (y no es verdad), sería caso de recordar, con Renán y con Strauss, que la mayor parte de los que seguían a Cristo en sus predicaciones estaba compuesta de hombres y mujeres ya heridos por la ley; como delincuentes comunes, lo cual no impidió que de esta gente, en la cual se infiltraban los principios de una moral superior a la entonces dominante, saliese la fuerza revolucionaria que derribó el mundo pagano. Porque el sentimiento revolucionario, como decía Víctor Hugo, es un sentimiento moral.

Y ya que todos los paladines de todas las violencias, con tal de que sean gubernativas y lleven el sello del Estado, insisten sobre la esencia violenta de la doctrina anárquica, que procuren hacer un balance de las prepotencias, de las opresiones, de las crueldades, de los delitos fríamente meditados y queridos por los gobiernos, y coloquen también en la otra balanza los actos de violencia individual cometidos por anarquistas o por rebeldes que se declararon tales, y se verá cuál es la escuela que está permanentemente organizada para emplear la violencia del hombre contra el hombre, hasta llegar a la expoliación, a la rapiña y al homicidio. Pero esto, según los defensores de la violencia legal, no es el mal. Esto no es un delito, según la moral de la civilización Papú, porque a ellos no les perjudica.

Porque, como respondía el salvaje: El bien es cuando yo robo a otro su mujer; el mal es cuando otro me roba la mía.

No siendo, pues, la violencia hasta hoy sino una de las manifestaciones de la lucha por la vida -y ciertamente no fueron los anarquistas quienes inventaron esta ley cruel de la historia-, convirtiéndose en instrumento de opresión, y por aquel instinto de imitación y aquel contagio del ejemplo, que dominan las acciones humanas, trocóse también en arma de la rebeldía del oprimido.

Con la farsa y con la fuerza los vencedores, en esta espasmódica lucha milenaria, pusieron el pie sobre los vencidos, y éstos, por derecho de represalias, emplearon de vez en cuando, individual o corectivamente, la fuerza contra los dominadores.

¡Acaso la literatura clásica de que están saturadas las clases cultas no está llena de esta franca apología de la violencia, siempre que le sirva de instrumento para los que ellos creen que es el bien!

Los homicidios politicos, glorificados hasta en los mismos libros para educar a la infancia, y el acto de Judith, que con fraude y violencia mató a Olofernes -que combatía contra Betulia en guerra abierta-, ha hecho verter lágrimas de conmoción a más de una monja y de una educanda histérica.

El mito de Roma comienza por un fratricidio … ¡y por qué causa cometido! Y sin embargo, este Rómulo, que por una burla inocente mata al hermano Remo, es en la prehistoria de la Ciudad Eterna el divino Quirino, el venerado de los siglos. Y sin embargo, las aventuras de este loco moral, sean reales o legendarias, se enseñan como el a, b, c de la educación del corazón en las escuelas públicas de Italia y de muchos otros países.

El clasicismo de Roma y de Grecia rebosa de estas reminiscencias feroces, Y Bruto, que por la cínica razón de Estado ordena y presencia trágicamente la matanza de los juveniles hijos, es la expresión más clásica y atroz de la violencia gubernamental.

Más aún; toda la tradición y la educación militar, que fueron y son todavía er alma y coraza de las organizaciones políticas pasadas y presentes, ¿qué representan, sino la escuela de la prepotencia de la mano y del homicidio colectivo?

Y, sin embargo, una carnicería de criaturas humanas cometida en una guerra, o acaso en una represión de motines populares, se juzga por los más un hecho glorioso, siempre que robustezca (aunque sea con torrentes de sangre y con cemento de dorores y de vidas humanas) aquel aplastante edificio que tiene por nombre Estado.

Además, el Estado en sus uniformes representaciones se arroga el derecho de patentar aquellas violencias y de glorificar a aquellos violentos que encarnan el principio que le da vida. De modo que en Italia, por ejemplo, donde no existe todavía un monumento a Galileo, plazas y calles están llenas de estatuas y de columnas, dedicadas a gente cuya mejor habilidad de su vida consistió en saber dar gusto a la mano y haber enviado al otro barrio a mucha gente en guerra leal.

Esta monumentomanía que reproduce en mármoles y bronces el frenesí colectivo, que anida en el alma de las clases directoras, por la fuerza armada, se reproduce en las páginas de la infinita historia ad usum delfini que el Estado sella con el dogma de su infalibllidad.

De hecho, en la epopeya patriótica de Italia, todas las violencias, individuales y colectivas, contra los poderes entonces dominantes (desde el atentado de Agesilao Milano hasta la dirigida contra el duque de Parma) , no tan sólo están justificadas, sino hasta glorificadas oficialmente, porque sin aquella revolución no habría surgido el Estado italiano, dando por resultado que lo que ayer fue delito hoy se convirtió en gloria. Y en el mismo país donde los tribunales militares condenaron a siglos de reclusión muchachos acusados de haber arrojado píedras para protestar contra un gobierno que lleva el hambre al seno del pueblo, un glorioso rapazuelo de Génova, Balilla, tiene también su monumento porque supo, antes que nadie, lanzar la primera piedra contra los opresores extranjeros. La única diferencia, menos la estatua y los siglos de reclusión, entre unos y otro, está en que éste se rebeló contra una tiranía extranjera y aquéllos contra una prepotencia del país. El móvil fue el mismo: el odio a la injusticia.

Pero para los muchachos de Italia, como para los combatientes de todos los países, nada hay tan verdadero como la frase de Brenno: ¡Ay de los vencidos!

¡Ah! Si en lugar de derrotados y muertos hubiesen sido vencedores, tal vez los mismos gacetilleros que hoy les arrojan a la cara puñados de barro, se devanarían la sesera para ver quién mejor ensalzaría a estos Gavroche del proletariado, pidiendo para ellos un monumento de la victoria.

La violencia no puede formar el substrato doctrinario de ningún partido. En la Historia no fue más que un medio de superchería y de tiranía, entre las clases y su dominio entre ellas y sobre los dominados. Fue empleada asimismo como instrumento de recobro, como ya dijimos, por parte de los oprimidos, sin que por esto se convirtiera en príncipio teóríco de sus rebeldías, ya que cuando los antiguos esclavos se rebelaban contra los patrícíos romanos, la violencía que empleaban por necesidad de lucha y de liberacíón, no era un fin, sino un medio: el fin era y continuó siendo siempre la palpitación invisible del alma humana: la libertad.

IV

Asimismo también, cuando contra el viejo régimen, bamboleante sobre sus descarnados cimientos, se desencadenaron los huracanes revolucionarios que cerraron convulsivamente el pasado siglo, los partidos de acción, desde los políticos de los Cordeleros y de los Jacobinos al económico de Babeuf, organizado en liga de los iguales, predicaban la necesidad de oponer la violencia a la violencia, lanzando contra la fuerza coaligada de los tiranos del’ país y extranjeros la fuerza armada del pueblo, sin que considerasen, ciertamente, estas violencias permanentes sino como un medio despiadado, pero necesario, para aplastar para siempre al despotismo.

No cabe duda que un 14 de julio y un 10 de agosto fueron el corolario histórico tnevitable de la proclamación de los Derechos del Hombre; pero ante la filosofía de la Historia, aquellas dos memorables jornadas quedan siendo como una suprema conflagración entre dos épocas diferentes.

Hacía años que el alma de la revolución aleteaba subversivamente en las mentes, rugiendo como tromba avisadora en las mismas vísceras de las decrépitas instituciones, con la mutua elocuencia de las cosas que anuncian el derrumbamiento de un mundo, resplandeciendo en las clarividentes páginas de los enciclopedistas, en las ardientes visiones de Condorcet y en las serenas profecías de Diderot.

Necesario era proclamar los derechos con la fuerza cuando la fuerza les cerraba el paso en nombre de los privilegios. Pero el fin era, o debía ser muy diferente: la libertad, el amor, ya que ningún otro contenido moral puede hallarse en esta palabra. Y cuando en nombre de la revolución Robespierre quiso organizar la violencia permanente, gubernamental, haciendo del verdugo el primer funcionario del Estado, aun contra los eneniigos del pueblo y contra los sospechosos de realismo, trocando así los medios con los fines de una revolución libertadora -como si arrojados los tiranos pudiese con la fuerza imponerse la libertad a los ciudadanos- el nuevo estado de cosas, después de haber pasado gallardamente por encima de tantas víctimas humanas, cayó en el mismo error y en la misma odiosidad que obligó a tomar las armas contra el antiguo régimen y preparó el terreno a la dictadura militar del primer Bonaparte. Ahora bien, la filosofía de la anarquía aleccionada con todas estas experiencías del pasado y sin establecer cánones absolutos, ya que nada absoluto existe; parte de este principio fundamental que forma toda su base moral: la libertad es incompatibre con la violencia; y como que el Estado, órgano central de coacción y de expoliación a beneficio de algunas clases y en detrimento de otras, constituye una forma organizada y permanente de víolencia no necesaria, la libertad es incompatible con el Estado.

De esta premisa arrancan una serie de principios y de argumentos irrefutables. No es necesario gastar mucha saliva para demostrar a los enemigos de la Anarquía, tanto a los de la derecha como a los de la izquierda, a los que no quieren y a los que no pueden comprenderla, que la violencia es el enemigo natural de la libertad y que únicamente la violencia necesaria es legítima.

En efecto, ¿no es igualmente enemigo de la libertad el que encarcela un hombre para castigarle porque piensa así o asá, como el que hiere o le mata para obligarle a pensar como él? No puede haber libertad, socialmente entendida, si ésta no se detiene allí donde comienza la del otro. Que uno me ponga el pie sobre el cuello en nombre del Estado o de su capricho individual, es siempre una misma cosa; ambos violan de igual modo mi derecho y a los dos debo considerarlos tiranos, porque no es el vestido el que hace la tiranía; tiranía es todo acto que pisotea la libertad ajena. La violencia, tanto si sobre mí la comete un agente del gobierno como cualquier otro prepotente, hará nacer en mí el derecho de legítima defensa. Y he aquí que surge el concepto moral de la violencia necesaria.

Yo rechazo legítimamente una agresión injusta, como rechazo cualquier provocación grave, como siento igualmente el derecho de rebelarme contra la opresión, que es una libertad más lesiva que cualquier otra forma de violencia brutal. El derecho de legítima defensa que hace necesaria la violencia en el individuo y en la sociedad, es el fundamento moral de las revoluciones contra cualquier forma de tiranía.

La libertad es, por consiguiente, la base moral de la anarquía, y la revolución, en el sentido amplio y científico de la palabra, no es más que el medio para hacerla triunfar contra las resistencias que la comprimen. La violencia no podrá ser nunca el contenido filosófico de la anarquía, entendída esta palabra no en el significado odioso que le dan los agentes del gobierno y los periodistas a sueldo, precisamente porque la violencia es el substrato moral de cualquier poder político, el cual, bajo cualquier forma que sea, es siempre tiranía del hombre sobre el hombre: en las monarquías, violencia permanente de uno sobre todos; en las oligarquías, de unos pocos sobre muchos; en las democracias, de las mayorías sobre las minorías.

En todos estos y en cualquiera otra centralización autoritaria que se arrogue el derecho de gobernar la sociedad, la coacción es el único argumento persuasivo que emplea la autoridad con sus gobernados. Coacción en el pedir todo el concurso de los ciudadanos para que contribuyan en los actos públicos, coacción cuando impone a éstos el tributo de sangre, coacción cuando el Estado impone una ciencia y una enseñanza oficial, coacción, en fin, cuando declara que son ortodoxas o herejes las opiniones de los diversos partidos políticos.

El Estado paternal, el Estado protector de los débiles, tutelar de los derechos, defensor celoso de todas las libertades, no pasa de ser una fábula de niños, fábula desmentida por la experiencia de todos los tiempos en todos los lugares y bajo todas las formas.

Es, pues, muy natural que contra este concepto, sazonado con la prueba de miles de años, sobre la índole del Estado, que Bovio llamaba por naturaleza expoliador y violento, haya surgido por encima y a despecho de la significación vulgar, el concepto de anarquía, como antítesis política del Estado, significando que si éste centraliza, pisotea, violenta, encadena, sablea, y mata, so pretexto del orden y del bien públíco, aquélla, en cambio, quiere que el orden y el bien público sean resultado espontáneo de todas las fuerzas productivas asociadas, de todas las libertades cooperantes, de todas las soberanías inteligentemente ejercidas en interés común, de todas las iniciativas armonizadas por el triunfo de esta magnífica certeza: que el bien de cada uno no puede hallarse sino en el bien de todos.

El Estado se mantiene con la violencia -y la violencia lo vencerá- qui gladio ferit, gladio perit. Al desorden de las clases sociales, entre sí chocando por intereses contrarios, al caos de los privilegios hollando los derechos, a la imposición de penosos deberes a los cuales no quiere reconocerse ningún correspondiente derecho, se substituirá el orden, el orden verdad, resultante armónica de la libre federación de las inteligencias y de las fuerzas humanas, como el orden cósmico es el producto espontáneo de las fueras naturales, venciendo los obstáculos que se interponen en la eterna evolución de los fenómenos y de las formas.

La evolución social está corroyendo los últimos cimientos del Estado, hosco, fuerte, alzado a través de los siglos, con tanto cemento de vidas y de libertades humanas.

Cuando la corrosión subterránea sea completa, como sucede con los islotes volcánicos y madrepóricos de la Polinesia que la asídua marea roe durante millares de años, y que de repente se hunden, como engullidos por las inmensas fauces del Océano, el Estado desaparecerá con la agonía de la economía capitalista, una vez cese la principal de sus funciones, que es la de perro guardián del parasitismo de clase.

A la moral estadista, que corresponde a la violencia de cada espíritu y de cada organismo autoritario, se sustituirá irresistiblemente, como el soplo reanimador de las nuevas estaciones, la moral anarquista (que en estas épocas obscuras fue creída moral de sangre y de venganza por sus eniemigos y por sus ciegos amigos), y se sustituirá venciendo las últimas asperosidades de los ánimos, suavizando las hereditarias ferocidades de los instintos, conciliando las aversiones y los impulsos en el abrazo pacificador de los intereses armonizados, de las miserias redimidas, del bienestar defendido, de las mentes ilustradas, de los corazones dirigidos hacia el amor, la serenidad y la paz.

Entonces se verá, cuando el sol del mediodía ilumine los errores del pasado, que la escuela política de la autoridad, desde Aristóteles a Bismark, era la verdadera escuela de la violencia, tanto si fue cometida en nombre de la potestad divina, como del derecho militar, como del orden público o de la ley, y en cambio, verdadera escuela de libertad aparecerá aquella que fue juzgada secta de sanguinarias utopías porque alguno de los suyos respondió desde abajo con la violencia a la violencia triunfante arriba pisoteando los derechos humanos.

El principio de la solidaridad, pasando a través de la época de asidua y mutua prepotencia económica y politica, habrá vencido por completo los primitivos instintos de lucha antisocial entre individuos y clases; las naciones y las razas, después de las rudas maceraciones de la antigua refriega humana, tragedia de siglos que ensangrentó el mundo, harán reverdecer en la realidad la juventud de la utopia, la eterna calumniada, la perennemente mofada.

Se comprenderá, al fin, después de un combate intelectual maravilloso de derrotas y de audacias desde Platón a Kropotkine, que únicamente el desorden social y el principio de la lucha tienen necesidad de un instrumento de defensa, por su naturaleza violenta, y que lo halIan en el Estado gobierno; y que cuando a la lucha de cada uno contra todos, la cual fue el alma de todas las sociedades hasta entonces sucedídose en la Historia se sustituya la sólidaridad de todos en la lucha contra la Naturaleza para arrancarle los secretos y los beneficios en interés de la universalidad, la causa del orden triunfará sin coacción de ninguna clase, puesto que los intereses y los sentimientos de cada uno, conciliados en la armonía del bienestar y de la libertad de todos, gravitarán en torno del bienestar colectivo, como en los sistemas estelares los planetas gravitan alrededor del astro central que difunde sobre éstos la luz, el calor y la vida.

Pietro Gori
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/derecho/gori/2.html
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