Repensando la Demo-Acracia

Hablar del gobierno y del consentimiento de los gobernados no solo plantea un interesante debate entre representantes y representados. Con sus límites y complicidades. En teoría el sistema se basa en la soberanía del pueblo. Lo que es tanto como decir que el problema de la organización social sobre bases justas (aquella mención clásica de “entre libres e iguales”) está directamente relacionado con eso que conocemos genéricamente como democracia. El menos malo de las formas de gobierno conocidas. El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. De ahí que cuando nos encontramos ante un formato de democracia que utiliza el veredicto de la mayorías para legitimarse nos veamos obligados a preguntarnos hasta qué punto las masas tienen razón, cómo se construyen las decisiones de los que son los más y de qué manera pueden regularse los colectivos que ceban esas mayorías para cumplir la función de gobernar.

En resumidas cuentas, y desde la perspectiva de las sociedades complejas del capitalismo global, la cuestión reside en saber si el modelo parlamentario, en cuanto diana de la actividad política, cumple con los requisitos mínimos para satisfacer las necesidades de los seres humanos en comunidad. Para indagar en esa caja negra del sistema, que es la clave de bóveda de las reflexiones que integran este libro, hay que asumir una cierta distancia escénica. El rigor en el análisis del fenómeno del parlamentarismo y de su percepción ciudadana exige perspectiva: huir tanto del presentismo, vicio que lleva a interpretar el pasado con las dioptrías del interpelante, como del no menos dañino quietismo, manía persecutoria propia de quienes deifican el statu quo como el fin de la historia.

El propio término parlamentarismo, desviado hoy de su raíz para vestir otro paradigma sobrevenido, nos da alguna pista de lo que pretendemos. El Parlamento, claro está, no es ya el cónclave abierto donde el pueblo reunido en asamblea discute libremente, al margen de cuál sea la condición de los asistentes. El Parlamento es la institución (ojo al concepto prevalente) más representativa de la democracia. Es el troquel donde reside el poder legislativo, alfaguara normativo que semaforiza la realidad social para hacer posible el armónico ejercicio de la convivencia. Tal es al menos la doctrina oficial. La profecía autocumplida por todos los agentes del sistema. Se pretende que esas cuatro paredes contienen las esencias de la sedicente democracia.

Lo que sucede es que ésta es una visión de parte que se compadece mal con los hechos que dicta la experiencia. Y mucho menos con la lógica democrática inserta en la sentencia sofista de Protágoras “hacer del hombre la medida de todas las cosas”. Lo que nos lleva a distinguir dos grandes fases en la historicidad de la democracia. Una, la original cronológica, que podríamos denominar democracia analítica. Y otra, la de nuestro tiempo, la democracia digital.  

En un principio fue el verbo. Por eso en el periodo de la democracia analítica, la que reposaba casi exclusivamente sobre las innatas facultades del hombre, la democracia era eminentemente oral. Una democracia humanamente imperfecta (la Premio Nobel de Medicina Rita Levi-Montalcini lo emponderó en su famoso libro Elogio de la imperfección). Pero estaba al alcance de todos y de todas que pudieran y supieran expresarse (isegoría). Autoconvocados en asamblea (isonomía), la ecclesia griega de la época de Pericles o Clístenes, parlamentaba sobre lo divino y lo humano. Participación, deliberación y decisión veraz (parrhesia) eran los peldaños sobre los que se edificaba la hasta ahora más genuina, por directa, democracia conocida. En ella no había númerus clausus. Toda la ciudadanía (una condición restringida, ciertamente) podía intervenir en la vida pública. No era la cantidad lo que la definía, sino la calidad. Los valores, la ética, la dignidad, la búsqueda de la justicia, el ansia de libertad y el culto y disfrute de los dones de la naturaleza. La virtù, en suma, era lo que la identificaba.

De abajo arriba. Sin privilegios de entrada ni sinecuras de salida. Derechos y deberes sin solución de continuidad, como reseñaría siglos después El manifiesto comunista en su búsqueda incesante de respuestas a la cuestión social (“no más derechos sin deberes ni deberes sin derechos”). Público y privado en un mismo plano. Con capacidad para gobernar y ser gobernado, sin división del trabajo político, uno para todos y todos para uno. Aquella era una democracia de proximidad que tenía en la polis su epicentro. Un espacio vital en el que sus pobladores se reconocían en un proceso continuo de autogobierno. La autonomía frente a la delegativa heteronomía que rige en los sistemas actuales. La acción directa del individuo en sociedad, sin mediadores, intermediarios o interpretes, el zoon politikon. La autoinstitución de la sociedad por la sociedad misma. O en palabras de Hannah Arendt: “la democracia como el régimen que permite al hombre revelar su ser a través de la acción y la palabra”.

Aquella democracia analítica, esculpida como educación para la ciudadanía, una Paideia, no necesitaba mitos para justificarse. Sencilla en cuanto a recursos materiales y tecnológicos, próspera en cuanto a desarrollo humano, estructuras como el Parlamento, los Partidos o el Estado en su perímetro vital eran totalmente impensables, prótesis superfluas. El compromiso político de los habitantes de la polis era de este mundo. No estaban colonizados mentalmente por el más allá. Hecho que contrasta con el halo místico y las supercherías con que nuestras muy pragmáticas sociedades capitalistas necesitan cubrirse para legitimarse. La clave de esa singular superioridad ha sido radiografiada con maestría por Cornelius Castoriadis: “no habiendo nada que esperar de una vida después de la muerte, ni de un Dios benévolo y atento, el hombre se encuentra en libertad de obrar y pensar en este mundo”.

Luego vino la democracia digital. Un mundo de datos, registros, mercancías, grandes espacios para los mercados, masas en ebullición constante y el sentimiento de la propiedad privada frente a la más sencilla posesión imperando sobre todas las cosas. La gran transformación que el capitalismo introdujo fue el babélico reino de la cantidad (pesos, medidas, monedas e individuos aislados). Y con él la estratificación social, el principio de autoridad, el desbordamiento de la persona por el solipsismo, la usurpación de lo público-común por lo estatal, la división de poderes, el especialismo productivo, las jerarquías coactivas, los privilegios y el solapamiento de la sociedad civil por la trabazón política. La vida sojuzgada por las sombras de la caverna platónica. A un lado estaba el artefacto Estado con su pandémica burocracia, los Partidos clientelares, la Nación como depositaria de la soberanía, el Parlamento ventrílocuo y las Elecciones como rutinario mecanismo de expresión de la voluntad popular. Un tinglado de barreras elevadas a la categoría de instituciones para diseñar un modelo demoscópico placebo titulado como democracia representativa con el que hacer realidad la dominación y explotación de los más por los menos, de arriba abajo. La golosina del sufragio, como sucedáneo de la auténtica participación, y la entronización de los líderes políticos posibilitaron una longeva etapa de servidumbre voluntaria, inaugurada con la prédica de que la magnitud de las sociedades a escala del capitalismo avanzado hacían inviable la vieja democracia. En realidad, tras un problema de densidad de tráfico, tanta verbalización ocultaba una mutación de la calidad por la cantidad, con toda la involución ética que eso conlleva.

Ahí está precisamente el mérito irrefutable y la gran aportación a la democracia sin adjetivos (directa por supuesto) del Movimiento 15M, surgido en España al rescoldo de la indignación ciudadana contra la crisis humanitaria desatada por el golpe de los mercados financieros. Su no resignación ha desmentido en la práctica ese axioma paranormal de la imposibilidad de acción política eficaz al margen de los canales establecidos. Al pronunciarse frente al sistema y los poderes fácticos, los indignados demostraban la falacia sobre la que el Poder había cimentado el consentimiento político y el consentimiento de la producción utilizando el recurrente señuelo del Estado. A través de su lucha se ha recuperado en su integridad “el derecho a decidir”, propio de los modelos autogestionarios (que es tanto como decir simplemente democráticos), contra la fantasmagórica “libertad de elegir”, característica de la sociedad de consumo (político y económico). Aquel silogismo mecánico que presumía un consenso idílico entre capitalismo y democracia, teorizado por los mentores del neoliberalismo, y hoy hecho añicos por la bárbara realidad, insinuaba en su esquematismo el tipo de democracia baldía que agrada al capitalismo de última generación.

Porque lo que llamamos sistema es una realidad hondamente antidemocrática por infrahumana. De doble hélice, con concentración económica y política. Capaz de compatibilizar el capitalismo de Estado (modelo del Oeste) con el socialismo de Estado (modelo del Este), como demuestra el feroz sincretismo de la China actual, un Estado ballena que parasita lo peor de cada experiencia. Esa “patología de la racionalidad humana”, como denunciaron en su día los filósofos de la Escuela de Frankfurt con su teoría crítica, exige como condición sine qua non que la opinión pública sea la opinión publicada y que el pueblo devenga en masa enfeudada al troquel que demande el statu quo, vulgar razón de Estado. La monstruosidad ideológica del Estado capitalista-comunista (orweliano) más grande del planeta habla a las claras del error conceptual que anidaba en la prédica marxista de la superación de los contrarios como un duelo entre tesis y antítesis que concluiría en una síntesis integradora. Lejos de ello, parece más cierto que como sostienen Theodor V. Adorno y Max Horkheimer lo que rige en la interacción social es la “dialéctica negativa”, un vaivén que marca la huella de la democracia como un sustrato indefinido, una revolución permanente.

Pero volvamos a la democracia digital realmente existente. Esa que gusta de combinar en las fachadas de sus Parlamentos o Asambleas la efigie de los antiguos templos helénicos, como imagen de marca, con el uso y el abuso de la “ley del número” tan sagazmente escrutada por Albert Libertad, Sébastien Faure y Ricardo Mella en sus escritos. Más que una demo-cracia es una demos-copia. Porque se afirma sobre una suerte de convencionalismos que tomando como base el sufragio (censitario, masculino o universal, tanto da) somete todo el proceso de decisión política a una metódica jibarización del sujeto político legítimo, con el objetivo fundamental de que el titular de la soberanía, el votante que haya superado la criba de la ley electoral, sea finalmente suplantado por su representante. El original convertido en rehén de la copia. El representado subsumido en un álter ego sobre el que apenas tiene control. Un elenco de políticos profesionales, encumbrados de su entorno original, con fueros, privilegios y espíritu de cuerpo propio, sometidos al mandato del partido al que pertenecen, que solo podrán ser evaluados por el elector cuando el representante concluya su contrato, y vuelta a empezar. Un viaje de ida y vuelta a ninguna parte, obra maestra de la prestidigitación política, por la cual la mayoría se transforma en minoría y el inicial flujo abajo-arriba se invierte con la excusa de realizar la política que desea la mayoría y que precisamente por ser mayoría no puede acometer directamente.

El transbordo sin equipaje desde esa primera democracia directa hasta la actual democracia simuladamente representativa, es lo que Benjamin Constant bautizó como “la libertad de los antiguos” y “la libertad de los modernos”, después de que Thomas Hobbes ofreciera en Leviatán el argumentario idóneo para hacer del concepto representación (mera construcción intelectual) el arco de bóveda del nuevo sistema. Un especie de incunable ideológico que revela con toda su crudeza la estirpe escatológica del modelo de democracia representativa, cuando el filósofo inglés utilizó la imagen del Papa, vicario de Cristo en la tierra, para fundamentar su idea de Estado contractual como superación civilizatoria del estado de naturaleza. A esa antigualla, defendida con toda clase de argucias y presunciones por los cruzados de la democracia representativa sólo basta añadir la lanzadera de los medios de comunicación de masas como “extensiones del hombre” (Marshall McLuhan) y el agobio por la falta de tiempo que dotan los tiempos modernos, para tener un fiel retrato de eso que “llaman democracia y no lo es”.

Justamente la penuria de tiempo tiene mucho que ver con la consolidación de la democracia de ficción y la podredumbre parlamentaria. La política bien entendida es una ocupación que exige vigilia permanente, como sucedía en los larguísimos debates que tenían lugar en la ecclesia durante el periodo de vigencia de la democracia de los antiguos. Un pretexto que, junto el de la pretendida necesidad de saberes políticos ad hoc, se ha confabulado para consagrar la vía parlamentaria de representantes cooptados por las cúpulas de los partidos como la menos mala de las formas de gestión social posibles. Cuando los sociólogos Moisei Ostrogorsky y Robert Michels evidenciaron el inevitable carácter oligárquico de las organizaciones de masas, no estaban sino señalando de dónde procedía esa fatal tendencia de los partidos políticos a configurarse como formaciones dolosamente antidemocráticas.

Cuando los nuevos movimientos antisistema usan eslóganes como “vamos despacio porque vamos lejos”, están certificando una de las principales constantes existenciales de cualquier intento de transformación social con garantía de sostenibilidad. La revolución es un proceso evolutivo que desmaya si las personas que la pilotan no lo metabolizan culturalmente con una nueva conciencia. De ahí que en un sector del pensamiento político neocons exista cierta tendencia a capitalizar las modernas técnicas de información y comunicación (los TIC) como imputs de un nuevo horizonte para la servidumbre voluntaria. Es que los expertos M. C. Taylor y E. Saarinen denominan “mediatriz”, y Heriberto Cairo, en su estudio sobre Democracia digital, cataloga como “un lugar-evento cibernético en el que el anonimato, el aislamiento y la asincronía se convierten en las marcas características de la actividad política pública”. Lo que es tanto como propiciar otro gran salto cuantitativo desde el formato de democracia representativa a un principio activo asentado en la capacidad asimilativa de las redes, de carácter plebiscitario, donde el espacio público deja paso a un espacio ensimismado (un no lugar: ni público ni privado), irreflexivo, instantáneo, irresponsable, amnésico, encriptado y bajo la tutela patrimonial de las corporaciones privadas y el panóptico del Estado.

Por todo ello, leer a la altura del primer tercio del siglo XXI lo que tres descreídos de la democracia convencional, anarquistas notorios, escribieron a comienzos del siglo XX, y comprobar su esencial vigencia y rigor, no puede más que llenarnos de asombro político y gozo intelectual. Albert Libertad, Sébastien Faure y Ricardo Mella, pertinaces insumisos frente a la legalidad, el Estado, la Iglesia y cuantas instituciones sirven y han servido para mantener el guiñol democrático que legitima el infortunio del pueblo soberano, resaltando con sus críticas las lacras del sistema (y por tanto instando malgre lui a su radical reforma) es algo que no casa con el rol tradicional que define a los anarquistas como seres antisociales, siempre prestos a encabezar el piquete de demolición sin paliativos. No, lo cierto es que la única dinamita que reivindican los trabajos que se incluyen a continuación es la dinamita cerebral. 

Es más, en sus premonitorias reflexiones se analizan trazas de esa mentalidad impostada que hunde sus raíces en la antropología para estudiar lo que Jean Baudrillard llamó “la génesis ideológica de las necesidades”, y que el capitalismo coronó “con un sistema de equivalencia entre cosas de órdenes diferentes”, como sostiene este mismo autor. Un éxito que, como aquella legendaria pax romana, lleva plomo en sus alas. Puesto que al establecer que “aquellos bienes para los cuales no hay demanda, no tienen utilidad, es decir, no son riqueza” (K. William Kapp) se subvierten códigos esenciales de la condición humana. Razón por la cual ese sistema se vale de instituciones como el Estado y el Mercado, a las que reviste de un carácter científico que, sin embargo, su misma función desmiente. La crítica libertaria ha hecho notar la suprema incongruencia que supone la imposición de un modelo que restringe la autonomía de los individuos reales para depositarla en un ente artificial como el Estado, mientras simultáneamente confiere toda la capacidad de autorregulación a otro producto inanimado como el Mercado. Personas físicas y jurídicas con sus atributos cruzados. De ahí el doble y pertinaz activismo anticapitalista y antiestatal del anarquismo, lo que supone su hecho diferencial.

La refutación integral del Estado es una exclusividad del anarquismo. Todas las demás concepciones políticas e ideológicas, casi sin excepción, se configuran como alternativa apoyándose en el poder del Estado. Hasta tal punto, que en ocasiones éste funciona como una especie de tejido conjunto entre opciones enfrentadas, y quizás por eso nunca radicalmente opuestas. Por ello, ante la crisis financiera que ha llevado al desmantelamiento del Estado de Bienestar en Occidente vía desregulación (derogación normativa), la izquierda ha basado su contraofensiva en reclamar más y nuevas regulaciones. Todos, por tanto, tienen al Estado como referente. Tanto los que se definen contrarios al proteccionismo estatal y la cosa pública, que echan mano del Estado para repercutir la crisis sobre los gobernados, como aquellos que, por su parte, ambicionan más Estado como herramienta para batir al contrario (en teoría). Históricamente capitalismo, comunismo, fascismo y nazismo (nacionalsocialismo) han basado su estrategia en el dominio del Estado.

Pero al margen de este maremágnum que cosifica a derecha e izquierda en la realidad de sus actos, el hecho diferencial de ese antiestatismo beligerante actúa como un bumerán contra el anarquismo, proyectando un interesado negacionismo existencial. Como ocurre con las mujeres, el anarquismo tiene pasado pero no historia. Aunque en el caso de las mujeres se trate de una apabullante mayoría social y las credenciales del anarquismo demuestren un activismo inmemorial. En un universo político genéricamente estatista, como ocurre con las mujeres en un contexto esencialmente machista, el anarquismo “no tiene quien le escriba”. Una invisibilidad forzada a la que contribuye la equiparación convencional de anarquía con caos, en lo que parece una especie de revancha ideológica del hegemonismo estatal. Sin embargo, esto nunca ha alimentado el victimismo entre sus seguidores, sino potenciado su indignación.

Por cierto, el mismo intento de sacar de la historia al anarquismo se refleja en la escasa atención que la comunidad académica ha dedicado a la democracia directa (la acción directa anarquista) con el tópico de que en la sociedad de masas no son posibles políticas vis a vis, de democracia de proximidad. Quizá la entronización de la democracia representativa como la única eficiente tenga también algo que ver con el hecho de que aquella primera democracia original fuera esencialmente oral, no dejó rastros escritos, y al igual que ocurre con el anarquismo y su antiestatismo, se pretende que tiene pasado pero no historia. Este apunte sobre la dimensión antiestatal del anarquismo caería en el conformismo si no reconociera un gran handicap en su discurso igualitario en todo lo referido al consentimiento del patriarcado, uno de los signos de sojuzgamiento del Estado.   

En La ficción democrática, con El rebaño electoral, El criminal, El sindicato o la muerte, A los resignados, A la conquista de la felicidad, de Albert Libertad, La podredumbre parlamentaria, de Sébastien Faure, y La ley del número, de Ricardo Mella, escasa e injustamente difundido el primero y más conocidos aunque igualmente poco estudiados el segundo y el tercero, están buena parte de las claves para entender la banalidad del mal de un sistema fundado sobre mitos, ritos, sucedáneos, rutinas, tabúes, supersticiones, atavismos y cuentos para esclavizar al hombre. Aspectos como omnisciencia de ley frente a la regulación que dicta la costumbre experimentada; el trágala de los hombres providenciales; la constitución de mayorías electorales artificiales; el peligro del uniformismo nacional; la indigencia del llamado interés general; el conformismo castrante como doma social; la deslocalización del sujeto soberano; el enmascaramiento como Estado Providencia de lo que sólo es una voraz sociedad de asalariados y consumidores; la tolerancia de la política de puertas giratorias que hace del Parlamento la cámara de resonancia del mundo de los negocios; la irracionalidad del principio de autoridad elevado a rango político; el problema de las minorías y sus derechos inalienables; la razón ética como guía de convivencia mediante la libre asociación y otros de parecida envergadura tienen en esas páginas cumplida y libertaria respuesta

Y por si persiste algún incrédulo, afín al canon que pretende endosar al anarquismo en el limbo del nihilismo o bajo la estúpida careta de la utopía ensoñadora, ahí van las palabras con que Mella cierra su texto: “Tal es el sentido en que nosotros somos realmente anarquistas”. Una expresión de Bakunin que recuerda a la que Proudhon insertó en su obra póstuma La capacidad política de la clase obrera, escrita en 1864, para resumir la que había perseguido al escribirla: “No juzguen el libro por su extensión; hubiera podido reducirlo a 40 páginas. No encontrarán en él más que una idea: la Idea de la nueva democracia”.

Acaso todo el empeño que moviliza el pensamiento anarquista y la historia del movimiento libertario se resume en esta otra Idea: repensar la Demo-Acracia.

(Nota. Este texto figuró como prólogo al libro “La ficción democrática” publicado por la editorial La Linterna Sorda).

 

 Rafael Cid

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