Las ideas-fuerza del anarquismo

CUESTIÓN DE VOCABLOS

AnarquismoLa palabra anarquía es vieja como el mundo. Deriva de dos voces del griego antiguo: αυ (an) y αρξη (arjé), y significa, aproximadamente ausencia de autoridad o de gobierno. Pero, por haber reinado durante miles de años el prejuicio de que los hombres son incapaces de vivir sin la una o el otro, la palabra anarquía pasó a ser, en un sentido peyorativo, sinónimo de desorden, de caos, de desorganización.

Gran creador de definiciones ingeniosas (tales como la propiedad es un robo), Pierre-Joseph Proudhon se anexó el vocablo anarquía. Como si quisiera chocar al máximo, hacia 1840 entabló con los filisteos este provocativo diálogo:

–Usted es republicano.

–Republicano, sí; pero esta palabra no define nada. Res publica significa cosa pública… También los reyes son republicanos. 

–Entonces, ¿es usted demócrata?

–No.

–¡Vaya! ¿No será usted monárquico?

–No.

–¿Constitucionalista? 

–¡Dios me libre!

–¿Aristócrata, acaso? 

–De ningún modo.

–¿Desea un gobierno mixto?

–Menos todavía.

–¿Qué es, pues, usted?

–Soy anarquista.

Para Proudhon, más constructivo que destructivo, pese a las apariencias, la palabra anarquía –que, en ocasiones, se allanaba a escribir an-arquía para ponerse un poco a resguardo de los ataques de la jauría de adversarios– significaba todo lo contrario de desorden, según veremos luego. A su entender, es el gobierno el verdadero fautor de desorden. Únicamente una sociedad sin gobierno podría restablecer el orden natural y restaurar la armonía social. Arguyendo que la lengua no poseía ningún vocablo adecuado, optó por devolver al antiguo término anarquía su estricto sentido etimológico para designar esta panacea. Pero, paradójicamente, durante sus acaloradas polémicas se obstinaba en usar la voz anarquía también en el sentido peyorativo de desorden, obcecación que heredaría su discípulo Mijaíl Bakunin, y que sólo contribuyó a aumentar el caos.

Para colmo, Proudhon y Bakunin se complacían malignamente en jugar con la confusión creada por las dos acepciones antinómicas del vocablo: para ellos, la anarquía era, simultáneamente, el más colosal desorden, la absoluta desorganización de la sociedad y, más allá de esta gigantesca mutación revolucionaria, la construcción de un nuevo orden estable y racional, fundado sobre la libertad y la solidaridad.

No obstante, los discípulos inmediatos de ambos padres del anarquismo vacilaron en emplear esta denominación lamentablemente elástica que, para el no iniciado, sólo expresaba una idea negativa y que, en el mejor de los casos, se prestaba a equívocos enojosos. Al final de su carrera, ya enmendado, el propio Proudhon no tenía reparos en autotitularse federalista. Su posteridad pequeño-burguesa preferiría, en lugar de la palabra anarquismo, el vocablo mutualismo, y su progenie socialista elegiría el término colectivismo, pronto reemplazado por el de comunismo.

Más tarde, a fines del siglo XIX, en Francia, Sébastien Faure tomó una palabra creada hacia 1858 por un tal Joseph Déjacque y bautizó con ella a un periódico: Le Libertaire [El Libertario]. Actualmente, anarquista y libertario pueden usarse indistintamente.

Pero la mayor parte de estos términos presentan un serio inconveniente: no expresan el aspecto fundamental de las doctrinas que pretenden calificar. En efecto, anarquía es, ante todo, sinónimo de socialismo. El anarquista es, primordialmente, un socialista que busca abolir la explotación del hombre por el hombre, y el anarquismo, una de las ramas del pensamiento socialista. Rama en la que predominan las ansias de libertad, el apremio por abolir el Estado. En concepto de Adolph Fischer, uno de los mártires de Chicago, “todo anarquista es socialista, pero todo socialista no es necesariamente anarquista”.

Ciertos anarquistas estiman que ellos son los socialistas más auténticos y consecuentes. Pero el rótulo que se han puesto, o se han dejado endilgaç y que, por añadidura, comparten con los terroristas, sólo les ha servido para que se los mire casi siempre, erróneamente, como una suerte de “cuerpo extraño” dentro de la familia socialista. Tanta indefinición dio origen a una larga serie de equívocos y discusiones filológicas, las más de las veces sin sentido. Algunos anarquistas contemporáneos han contribuido a aclarar el panorama al adaptar una terminología más explícita: se declaran socialistas o comunistas libertarios.

UNA REBELDÍA VISCERAL

El anarquismo constituye, fundamentalmente, lo que podríamos llamar una rebeldía visceral. Tras realizaç a fines del siglo pasado, un estudio de opinión en medios libertarios, Augustin Hamon llegó a la conclusión de que el anarquista es, en primer lugaç un individuo que se ha rebelado. Rechaza en bloque a la sociedad y sus cómitres. Es un hombre que se ha emancipado de todo cuanto se considera sagrado, proclama Max Stirner. Ha logrado derribar todos los ídolos. Estos “vagabundos de la inteligencia”, estos “perdidos”, “en lugar de aceptar como verdades intangibles aquello que da consuelo y sosiego a millares de seres humanos saltan por encima de las barreras del tradicionalismo y se entregan sin freno a las fantasías de su crítica imprudente”.

Proudhon repudia en su conj unto al “mundo oficial” –los filósofos, los sacerdotes, los magistrados, los académicos, los periodistas, los parlamentarios, etc.– para quienes “el pueblo es siempre el monstruo al que se combate, se amordaza o se encadena; al que se maneja por medio de la astucia, como al rinoceronte o al elefante; al que se doma por hambre; al que se desangra por la colonización y la guerra”. Elisée Reclus explica por qué estos aprovechados consideran conveniente la sociedad: “Puesto que hay ricos y pobres, poderosos y sometidos, amos y servidores, césares que mandan combatir y gladiadores que van a la muerte, las personas listas no tienen más que ponerse del lado de los ricos y de los amos, convertirse en cortesanos de los césares”.

Su permanente estado de insurrección impulsa al anarquista a sentir simpatía por los que viven fuera de las normas, fuera de la ley, y lo lleva a abrazar la causa del galeote y de todos los réprobos. En opinión de Bakunin, Marx y Engels son muy injustos cuando se refieren con profundo desprecio al Lumpenproletariat, el “proletariado en harapos”, “pues en él, únicamente en él, y no en la capa aburguesada de la masa obrera, reside el espíritu y la fuerza de la futura revolución social”.

En boca de su Vautrin, poderosa encarnación de la protesta social, personaje entre rebelde y criminal, Balzac pone explosivos conceptos que un anarquista no desaprobaría.

LA AVERSIÓN POR EL ESTADO

Para el anarquista, de todos los prejuicios que ciegan al hombre desde el origen de los tiempos, el del Estado es el más funesto. Stirner despotrica contra los que “están poseídos por el Estado” “por toda la eternidad”. Tampoco Proudhon deja de vituperar a esa “fantasmagoría de nuestro espíritu que toda razón libre tiene como primer deber relegar a museos y bibliotecas”. Así diseca el fenómeno: “Lo que ha conservado esta predisposición mental y ha mantenido intacto el hechizo durante tanto tiempo es el haber presentado siempre al gobierno como órgano natural de justicia, como protector de los débiles”. Tras mofarse de los “autoritarios” inveterados, que “se inclinan ante el poder como los beatos frente al Santísimo”, tras zamarrear a “todos los partidos sin excepción”, que vuelven “incesantemente sus ojos hacia la autoridad como su único norte”, hace votos por que llegue el día en que “el renunciamiento a la autoridad reemplace en el catecismo político a la fe en la autoridad”.

Kropotkin se ríe de los burgueses, que “consideran al pueblo como una horda de salvajes que se desbocarían en cuanto el gobierno dejara de funcionar”. Adelantándose al psicoanálisis, Malatesta pone al descubierto el miedo a la libertad que se esconde en el subconsciente de los “autoritarios”.

¿Cuáles son, a los ojos de los anarquistas, los delitos del Estado?

Escuchemos a Stirner: “El Estado y yo somos enemigos”. “Todo Estado es una tiranía, la ejerza uno solo o varios”. El Estado, cualquiera que sea su forma, es forzosamente totalitario, como se dice hoy en día: “El Estado persigue siempre un solo objetivo: limitar, atar, subordinar al individuo, someterlo a la cosa general […]. Con su censura, su vigilancia y su policía, el Estado trata de entorpecer cualquier actividad libre y considera que es su obligación ejercer tal represión porque ella le es impuesta […] por su instinto de conservación personal”. “El Estado no me permite desarrollar al máximo mis pensamientos y comunicárselos a los hombres […] salvo si son los suyos propios […]. De lo contrario, me cierra la boca”.

Proudhon se hace eco de las palabras de Stirner: “El gobierno del hombre por el hombre es la esclavitud”. “Quien me ponga la mano encima para gobernarme es un usurpador y un tirano. Lo declaro mi enemigo”. Y luego pronuncia una tirada digna de Molière o de Beaumarchais: “Ser gobernado significa ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado, sermoneado, fiscalizado, estimado, apreciado, censurado, mandado, por seres que carecen de títulos, ciencia y virtud para ello […]. Ser gobernado significa ser anotado, registrado, empadronado, arancelado, sellado, medido, evaluado, cotizado, patentado, licenciado, autorizado, apostillado, amonestado, contenido, reformado, enmendado, corregido, al realizar cualquier operación, cualquier transacción, cualquier movimiento. Significa, so pretexto de utilidad pública y en nombre del interés general, verse obligado a pagar contribuciones, ser inspeccionado, saqueado, explotado, monopolizado, depredado, presionado, embaucado, robado; luego, a la menor resistencia, a la primera palabra de queja, reprimido, multado, vilipendiado, vejado, acosado, maltratado, aporreado, desarmado, agarrotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado, deshonrado. ¡Eso es el gobierno, ésa es su justicia, esa es su moral! […] ¡Oh, personalidad humana! ¿Cómo es posible que durante sesenta siglos hayas permanecido hundida en semejante abyección?”.

Para Bakunin, el Estado es una “abstracción que devora a la vida popular”, un “inmenso cementerio donde, bajo la sombra y el pretexto de esa abstracción, se dejan inmolar y sepultar generosa, mansamente, todas las aspiraciones verdaderas, todas las fuerzas vivas de un país”.

Al decir de Malatesta, “el gobierno, con sus métodos de acción, lejos de crear energía, dilapida, paraliza y destruye enormes fuerzas”.

A medida que se amplían las atribuciones del Estado y de su burocracia, el peligro se agrava. Con visión profética, Proudhon anuncia el peor flagelo del siglo XX: “El funcionarismo […] conduce al comunismo estatal, a la absorción de toda la vida local e individual dentro de la maquinaria administrativa, a la destrucción de todo pensamiento libre. Todos desean abrigarse bajo el ala del poder, vivir por encima del común de las gentes”. Es hora de acabar con esto: “Como la centralización se hace cada vez más fuerte […], las cosas han llegado […] a un punto en el que la sociedad y el gobierno ya no pueden vivir juntos”. “Des- de la jerarquía más alta hasta la más baja, en el Estado no hay nada, absolutamente nada, que no sea un abuso que debe reformarse, un parasitismo que debe suprimirse, un instrumento de la tiranía que debe destruirse. ¡Y habláis de conservar el Estado, de aumentar las atribuciones del Estado, de fortalecer cada vez más el poder del Estado! ¡Vamos, no sois revolucionario!”

Bakunin no se muestra menos lúcido cuando vislumbra, angustiado, que el Estado irá acentuando su carácter totalitario. A su criterio, las fuerzas de la contrarrevolución mundial, “apoyadas por enormes presupuestos, por ejércitos permanentes, por una formidable burocracia”, dotadas “de todos los terribles medios que les proporciona la centralización moderna” son “un hecho monumental, amenazador, aplastante”.

CONTRA LA DEMOCRACIA BURGUESA

El anarquista denuncia más vigorosamente que el socialista “autoritario” el engaño de la democracia burguesa.

El Estado burgués democrático, bautizado “nación”, es para Stirner tan temible como el antiguo Estado absolutista: “El rey […] era muy poca cosa si lo comparamos con el monarca que reina ahora, la ‘nación soberana’. El liberalismo sólo es continuación del viejo desprecio por el Yo”. “Es cierto que, con el tiempo, han ido extirpándose muchos privilegios, pero ello exclusivamente en provecho del Estado […] y de ningún modo para fortificar mi Yo”.

En opinión de Proudhon, “la democracia no es sino una arbitrariedad constitucional”. El proclamar soberano al pueblo fue una “artimaña” de nuestros padres. En realidad, el pueblo es un rey sin dominios, el mono que remeda a los monarcas y que de la majestad y la munificencia reales sólo conserva el título. Reina sin gobernar. Al delegar su soberanía por el ejercicio periódico del sufragio universal, cada tres o cinco años renueva su abdicación. El príncipe fue expulsado del trono, pero se ha mantenido la realeza, perfectamente organizada En las manos del pueblo, cuya educación se descuida adrede, la papeleta del voto es una hábil superchería que sirve únicamente a los intereses de la coalición de barones de la propiedad, el comercio y la industria.

Pero la teoría de la soberanía del pueblo lleva en sí su propia negación. Si el pueblo entero fuese verdaderamente soberano, no habría más gobierno ni gobernados. El soberano quedaría reducido a cero. El Estado no tendría ya ninguna razón de ser, se identificaría con la sociedad y desaparecería dentro de la organización industrial.

Para Bakunin, “en lugar de ser garantía para el pueblo, el sistema representativo crea y garantiza la existencia permanente de una aristocracia gubernamental opuesta al pueblo”. El sufragio universal es una trampa, un señuelo, una válvula de seguridad, una máscara tras la cual “se esconde el poder realmente despótico del Estado, cimentado en la banca, la policía y el ejército”, “un medio excelente para oprimir y arruinar a un pueblo en nombre y so pretexto de una supuesta voluntad popular”.

El anarquista no tiene mucha fe en la emancipación por gracia del voto. Proudhon es abstencionista, al menos en teoría. Estima que “la revolución social corre serio riesgo si se produce a través de la revolución política”. Votar sería un contrasentido, un acto de cobardía, una complicidad con la corrupción del régimen: “Si queremos hacer la guerra a todos los viejos partidos juntos, es fuera del Parlamento y no dentro de él donde debemos buscar lícitamente nuestro campo de batalla”. “El sufragio universal es la contrarrevolución”. Para constituirse en clase, el proletariado debe primero “escindirse” de la democracia burguesa.

Pero el Proudhon militante no siempre se ciñe a los principios por él enunciados.

En junio de 1848 se deja elegir diputado y atrapar, por un momento, en el fango parlamentario. Dos veces consecutivas, en las elecciones parciales de septiembre de 1848 y en los comicios presidenciales del 10 de diciembre del mismo año, apoya la candidatura de Raspail, uno de los voceros de la extrema izquierda, entonces en prisión. Hasta llega a dejarse deslumbrar por la táctica del “mal menor”, y prefiere por ello al general Cavaignac, verdugo del proletariado parisiense, en lugar del aprendiz de dictador Luis Napoleón. Mucho más tarde, en las elecciones de 1863 y 1864, preconiza, sí, el voto en blanco, pero a modo de protesta contra la dictadura imperial y no por oposición al sufragio universal, que ahora califica de “principio democrático por excelencia”.

Bakunin y sus partidarios dentro de la Primera Internacional protestan por el epíteto de “abstencionistas” que les endilgan maliciosamente los marxistas. Para ellos, el no concurrir a las urnas no es artículo de fe, sino simple cuestión de táctica. Si bien sostienen que la lucha de clases debe librarse ante todo en el plano económico, rechazan la acusación de que hacen abstracción de la “política”. No reprueban la “política” en general sino, solamente, la política burguesa. Sólo encontrarían condenable la revolución política si ella precediera a la revolución social. Se mantienen apartados únicamente de los movimientos políticos cuyo fin inmediato y directo no es la emancipación de los trabajadores. Lo que temen y condenan son las equívocas alianzas electorales con los partidos del radicalismo burgués, del tipo “1818” o “frente popular”, como se diría en la actualidad. También se percatan de que, cuando son elegidos diputados y trasladados a las condiciones de vida burguesas, cuando dejan de ser trabaj adores para convertirse en gobernantes, los obreros se tornan burgueses, quizá más que los propios burgueses.

Con todo, la actitud de los anarquistas respecto del sufragio universal no es, ni con mucho, coherente y consecuente. Unos consideran el voto como recurso que ha de aceptarse a falta de algo mejor. Otros adoptan una posición inconmovible: aseveran que el uso del voto es condenable, en cualesquiera circunstancias, y hacen de la abstención una cuestión de pureza doctrinaria. Así, en ocasión de las elecciones francesas de mayo de 1924, en las cuales participa la coalición de partidos de izquierda, Malatesta se niega rotundamente a hacer concesiones. Admite que, según la situación, el resultado de las elecciones podría tener consecuencias “buenas” o “malas” y depender, a veces, del voto de los anarquistas, sobre todo cuando las fuerzas de las organizaciones políticas opuestas fueran casi iguales. “¡Pero qué importa! Aun cuando se obtuvieran pequeños progresos como consecuencia directa de una victoria electoral, los anarquistas no deberían concurrir a las urnas”. En conclusión: “Los anarquistas se han mantenido siempre puros y siguen siendo el partido revolucionario por excelencia, el partido del porvenir, porque han sido capaces de resistirse al canto de la sirena electoral”.

España, en especial, proporciona ejemplos ilustrativos de la incoherencia de la doctrina anarquista en este terreno. En 1930, los anarquistas harán frente común con los partidos de la democracia burguesa a fin de derrocar al dictador Primo de Rivera. Al año siguiente, pese a ser oficialmente abstencionistas, muchos libertarios concurrirán a las urnas con motivo de las elecciones municipales que precipitarán el derrumbe de la monarquía. En las elecciones generales del 19 de noviembre de 1933, sostendrán enérgicamente la abstención electoral, lo cual llevará al poder durante más de dos años a una derecha violentamente antiobrera. Tendrán la precaución de anunciar de antemano que, si su consigna abstencionista traj era como consecuencia la victoria de la reacción, ellos responderían desencadenando la revolución social. Poco después lo intentarán, aunque en vano y a costa de innumerables pérdidas (muertos, heridos, prisioneros). Cuando, a principios de 1936, los partidos izquierdistas se asocien en el Frente Popular, la central anarcosindicalista se verá en figurillas para decidir cuál actitud tomar. Finalmente se pronunciará por la abstención, pero sólo de labios afuera; su campaña será lo suficientemente tibia como para no llegar a las masas, cuya participación en el escrutinio está, de todos modos, ya asegurada. Al acudir a las urnas, el cuerpo electoral logrará el triunfo del Frente Popular (263 diputados izquierdistas contra 181).

Cabe observar que, a despecho de sus furiosos ataques contra la democracia burguesa, los anarquistas reconocen el carácter relativamente progresista de ésta. Hasta Stirner, el más intransigente de todos, deja escapar de tanto en tanto la palabra “progreso». “Sin duda”, concede Proudhon, “cuando un pueblo pasa del Estado monárquico al democrático, ello significa un progreso”; y Bakunin afirma: “No se crea que deseamos […] criticar al gobierno democrático en beneficio de la monarquía […]. La república más imperfecta es mil veces mejor que la monarquía más esclarecida […]. Poco a poco, el régimen democrático eleva a las masas a la vida pública”. De tal modo, se desmiente la opinión de Lenin, según la cual “ciertos anarquistas” creen “que al proletariado le es indiferente la forma de opresión”. Simultáneamente, se disipa el temor de que el antidemocratismo anarquista pueda confundirse con el antidemocratismo contrarrevolucionario, sospecha expresada por Henri Arvon en su obrita sobre el anarquismo.

CRÍTICA DEL SOCIALISMO “AUTORITARIO”

No hay anarquista que no critique con severidad al socialismo “autoritario». En la época en que los libertarios lanzaron su furibunda requisitoria no tenían toda la razón, pues aquellos a quienes censuraban eran comunistas primitivos o “groseros”, todavía no fecundados por el humanismo marxista, o bien, como en el caso de Marx y Engels, no eran hombres tan unilateralmente prendados de la “autoridad” y del estatismo como afirmaban los anarquistas. Pero en nuestros días han proliferado las tendencias “autoritarias” que, en el siglo XIX, sólo se manifestaban en el pensamiento socialista de modo embrionario. Frente a estas excrecencias, las críticas anarquistas nos parecen hoy menos tendenciosas, menos injustas; en muchos casos revisten carácter profético.

Stirner acepta varias premisas del comunismo, pero con el siguiente corolario: aunque para los vencidos de la sociedad actual su profesión de fe comunista es el primer paso adelante en el camino conducente a su total emancipación, no podrán llegar a la “desalienación” completa ni a la cabal valoración de su individualidad a menos que vayan más allá del comunismo.

En efecto, a los ojos de Stirner, en un régimen comunista el trabajador queda sometido a la supremacía de una sociedad de trabaj adores. El trabajo que esta sociedad le impone es un castigo para el obrero. ¿No escribió el comunista Weitling que “las facultades personales sólo pueden desarrollarse mientras no perturben la armonía de la sociedad?”. A lo cual responde Stirner: “Que yo sea leal bajo un tirano o en la ‘sociedad’ de Weitling significa, en un caso como en el otro, la misma falta de derechos”.

Segimn Stirneç para el comunista sólo existe el trabajador como tal; es incapaz de ver más allá, de pensar en el hombre, en el ocio del hombre. Descuida lo esencial: permitirle gozar de sí mismo como individuo después de cumplida su tarea como productor. Stirner entrevé, sobre todo, el peligro que implica una sociedad comunista, en la que la apropiación colectiva de los medios de producción conferiría al Estado poderes mucho más exorbitantes que los que posee en la sociedad actual: “Al abolir toda propiedad individual, el comunismo acrecienta aimn más mi dependencia respecto del prójimo, de la generalidad o de la totalidad, y aunque ataque violentamente al Estado, su intención es establecer el suyo propio, […] un orden de cosas que paralice mi actividad libre, una autoridad soberana que impere sobre mí. El comunismo se subleva con razón contra la opresión que ejercen sobre mí los propietarios individuales, pero el poder que pone en manos de la totalidad es todavía más terrible”.

También Proudhon ataca con violencia el “sistema comunista, gubernamental, dictatorial, autoritario, doctrinario” que “parte del principio de que el individuo está esencialmente subordinado a la colectividad”. Los comunistas tienen del poder del Estado exactamente el mismo concepto que sustentaban sus antiguos amos. Hasta podría decirse que es mucho menos liberal. “Cual ejército que ha tomado los cañones al enemigo, el comunismo no ha hecho más que volver contra el ejército de los propietarios la artillería de éstos. El esclavo siempre ha remedado al amo”. Proudhon describe en estos términos el sistema político que atribuye a los comunistas:

“Una democracia compacta, aparentemente fundada sobre la dictadura de las masas, que sólo deja a éstas el poder necesario para asegurar la servidumbre universal de acuerdo con las siguientes fórmulas tomadas del absolutismo tradicional:

Poder indiviso.

Centralización absorbente.

Destrucción sistemática del pensamiento individual, corporativo y local, por considerárselo causa de división.

Policía inquisitorial”.

Los socialistas “autoritarios” piden la “Revolución desde arriba”. “Sostienen que, después de la Revolución, es preciso conservar el Estado. Mantienen, fortaleciéndolos aún más, el Estado, el poder, la autoridad, el gobierno. Lo único que hacen es adoptar otras denominaciones […]. ¡Como si bastara con cambiar las palabras para transformar las cosas!” Proudhon agrega irónicamente: “El gobierno es contrarrevolucionario por naturaleza […]. Poned a un San Vicente de Paúl en el poder, y se convertirá en un Guizot y un Talleyrand”.

Bakunin critica al comunismo “autoritario” de esta suerte: “Detesto el comunismo porque es la negación de la libertad y me es imposible concebir lo humano sin libertad. No soy comunista porque el comunismo concentra y absorbe en el Estado toda la potencia de la sociedad, porque desemboca necesariamente en la centralización de la propiedad, poniéndola por entero en manos del Estado, en tanto que yo deseo la abolición de esta institución, la extirpación radical de este principio de autoridad y de la tutela del Estado, que, so pretexto de moralizar y civilizar a los hombres, hasta hoy sólo los ha sojuzgado, oprimido, explotado y depravado. Deseo la organización de la sociedad y de la propiedad colectiva o social desde abajo hacia arriba, por vía de la libre asociación, y no desde arriba hacia abajo, por medio de alguna forma de autoridad, cualquiera que ella sea […]. He aquí en qué sentido soy colectivista y rechazo terminantemente el comunismo”.

Poco después de este discurso (1848), Bakunin adhiere a la Primera Internacional, en la cual choca, al igual que sus partidarios, no sólo con Marx y Engels, sino también con otros que merecen sus diatribas mucho más que los dos fundadores del socialismo científico. Son los socialdemócratas alemanes, que se aferran al fetichismo del Estado y se proponen instaurar un equívoco “Estado popular” (Volkstaat) mediante el voto y las alianzas electorales, y los blanquistas, que propician una dictadura revolucionaria minoritaria de carácter transitorio. Bakunin combate a sangre y fuego estas dos concepciones divergentes, aunque igualmente “autoritarias”, entre las cuales oscilan Marx y Engels por razones tácticas hasta que, hostigados por las críticas anarquistas, se decidirán a desaprobarlas relativamente.

El violento enfrentamiento de Bakunin y Marx se debe principalmente a la modalidad sectaria y personal con que Marx pretende regentar la Internacional, sobre todo después de 1870. En esta querella, donde se juega el dominio de la organización –vale decir, del movimiento obrero internacional–, ninguno de los dos protagonistas está libre de culpa. La actuación de Bakunin es censurable, y los cargos que formula contra Marx carecen frecuentemente de equidad y hasta de buena fe. No obstante, y esto es lo que debe contar sobre todo para el lector moderno, tiene el mérito de haber dado, ya en 1870, la voz de alarma contra ciertos conceptos sobre la organización del movimiento obrero y del poder “proletario” que, mucho más tar- de, desnaturalizarán la Revolución Rusa. A veces injustamente, a veces con razón, cree ver en el marxismo el embrión de lo que será el leninismo y luego su cáncer, el estalinismo.

Malignamente, Bakunin atribuye a Marx y Engels intenciones que ellos jamás expresaron directamente, en caso de haberlas abrigado en realidad, y exclama: “Pero, dirán, todos los obreros […] no pueden llegar a ser sabios; ¿no basta que en el seno de esta asociación (la Internacional) se encuentre un grupo de hombres que poseen, en la medida en que ello sea posible en nuestros días, la ciencia, la filosofía y la política del socialismo, para que la mayoría […], que ha de seguirlos con fe ciega, pueda tener la certeza de que no se desviará del sendero que la conducirá a la emancipación definitiva del proletariado? […] Es éste un razonamiento que hemos oído emitir, no abiertamente –ni siquiera tienen la sinceridad o el valor necesario para hacerlo–, sino, solapadamente, con toda clase de reticencias más o menos hábiles”. Luego carga las tintas: “Al adaptar como base el principio […] de que el pensamiento tiene prioridad sobre la vida, la teoría abstracta sobre la práctica social, y que, por ende, la ciencia sociológica debe constituir el punto de partida de las sublevaciones y de la reconstrucción sociales, llegaron necesariamente a la conclusión de que, por ser el pensamiento, la teoría y la ciencia propiedad exclusiva de un pequeñísimo grupo de personas, momentáneamente al menos, dicha minoría debería dirigir la vida social”. El supuesto Estado popular no sería otra cosa que el gobierno despótico de las masas por una nueva y muy restringida aristocracia de verdaderos o pretendidos sabios.

Bakunin admira vivamente la capacidad intelectual de Marx, cuya principal obra, El capital, tradujo al ruso. Adhiere plenamente al concepto materialista de la historia y aprecia mej or que nadie la contribución teórica de Marx a la emancipación del proletariado. Pero lo que no admite es que la superioridad intelectual confiera el derecho de dirigir el movimiento obrero: “Pretender que un grupo de individuos, aunque sean los más inteligentes y mejor intencionados, está capacitado para ser el pensamiento, el alma, la voluntad rectora y unificadora del movimiento revolucionario y de la organización económica del proletariado de todos los países, implica una herejía tal contra el sentido común y la experiencia histórica que uno se pregunta, asombrado, de qué modo un hombre de tantas luces como Marx pudo concebir semejante idea […]. La instauración de una dictadura universal […], de una dictadura que, en cierta forma, cumpliría la tarea de un ingeniero en jefe de la revolución mundial, encargado de regir y dirigir la insurrección de las masas de todos los países cual se conduce una máquina […], bastaría por sí misma para matar la revolución, para paralizar y falsear todos los movimientos populares […]. ¿Y qué pensar de un congreso internacional que, invocando los supuestos intereses de esta revolución, impone a los proletarios del mundo civilizado un gobierno investido de poderes dictatoriales?”.

La experiencia de la Tercera Internacional demostró luego que, si bien Bakunin forzó un poco el pensamiento de Marx al atribuirle conceptos tan universalmente “autoritarios”, el peligro sobre el cual llamó la atención no era de ningún modo imaginario y se concretó mucho después.

En lo que concierne al peligro de la centralización estatista dentro de un régimen comunista, el exiliado ruso no se mostró menos clarividente. A su parecer, los socialistas “doctrinarios” aspiran a “ponerle nuevos arneses al pueblo”. Sin duda admiten, como los libertarios, que todo Estado es un yugo, pero “sostienen que únicamente la dictadura –la suya, se comprende– es capaz de crear la libertad para el pueblo; a esto respondemos que ninguna dictadura tiene otro objetivo que el de mantenerse el mayor tiempo que pueda”. En lugar de dejar que el proletariado destruya al Estado, desean “transferirlo (..) a ma- nos de sus benefactores, guardianes y profesores, vale decir, los jefes del partido comunista”. Pero, por percatarse de que tal gobierno constituirá, “cualesquiera que sean sus formas democráticas, una verdadera dictadura”, “se consuelan con la idea de que esta dictadura ha de ser temporaria y de corta duración”. ¡Pues no!, rebate Bakunin. Dicho régimen, supuestamente transitorio, conducirá de modo inevitable “a la resurrección del Estado, de los privilegios, de la desigualdad, de todas las formas de opresión estatal”, a la creación de una aristocracia gubernamental “que volverá a explotarlo y avasallarlo so pretexto de resguardar el bien común o de salvar el Estado”. Y éste será “tanto más absoluto cuanto que su despotismo se disimula con todo cuidado tras la apariencia de un obsequioso respeto […] por la voluntad del pueblo”.

Siempre extraordinariamente lúcido, Bakunin vislumbra la Revolución Rusa: “Si los obreros de Occidente tardan demasiado, serán los campesinos rusos quienes les den el ejemplo”. En Rusia, la Revolución será esencialmente “anárquica”. ¡Pero cuidado con su curso posterior! Podría suceder que los revolucionarios continuaran simplemente el Estado de Pedro el Grande, “basado en […] la represión de toda manifestación de la vida popular”, pues “podemos cambiarle el rótulo al Estado, modificar su forma […], pero en el fondo será siempre el mismo”. Debemos destruir este Estado o bien “aceptar la mentira más vil y temible que haya engendrado nuestro siglo […]: la burocracia roja”. Y Bakunin añade mordazmente: “Tomad al revolucionario más radical y sentadlo en el trono de todas las Rusias e investidlo de poder dictatorial […] y, antes de un año, ¡será peor que el propio zar!”[1][2].

Ya producida la Revolución en Rusia, Volin, que será simultáneamente actor, testigo e historiador de aquélla, podrá comprobar que la lección de los hechos confirma la lección de los maestros. Sí, indiscutiblemente, poder socialista y revolución social “son elementos contradictorios”.

Imposible conciliarlos: “Una revolución que se inspira en el socialismo estatista y le confía su destino, aunque más no sea de modo ‘provisorio’ y ‘transitorio’, está perdida: toma un camino falso, entra en una pendiente cada vez más empinada […]. Todo poder político crea inevitablemente una situación de privilegio para los hombres que lo ejercen […]. Al apoderarse de la Revolución, al enseñorearse de ella y embridarla, el poder está obligado a crear su aparato burocrático y coercitivo, indispensable para toda autoridad que quiera mantenerse, mandar, ordenar, en una palabra: ‘gobernar’ […]. De tal manera, da lugar a […] una especie de nueva nobleza […]: dirigentes, funcionarios, militares, policías, miembros del partido gobernante […]. Todo poder busca adueñarse de las riendas de la vida social. Predispone a las masas a la pasividad por cuanto su sola existencia ahoga el espíritu de iniciativa […]. El poder ‘comunista’ es […] un verdadero instrumento de opresión. Ensoberbecido por su ‘autoridad’ […] teme cualquier acto independiente. Toda iniciativa autónoma le resulta sospechosa, amenazante, […] porque quiere tener el timón en sus manos, tenerlo él solo. La iniciativa de otros le parece una injerencia en sus dominios y en sus prerrogativas, cosa insoportable”.

Además, ¿por qué este “provisorio” y este “transitorio”? El anarquismo impugna categóricamence su supuesta necesidad. Poco antes de la Revolución Española de 1936, Diego Abad de Santillán hizo el siguiente planteamiento respecto del socialismo “autoritario”: “La revolución brinda la riqueza social a los productores o no se la brinda. Si lo hace, si los productores se organizan para producir y distribuir la producción colectivamente, el Estado ya no tiene nada que hacer. Si no se la brinda, entonces la revolución sólo es un engaño, y el Estado subsiste”. Algunos considerarán un poco simplista este dilema, pero veremos que no lo es tanto si lo juzgamos a la luz de las intenciones que guían a anarquistas y a “autoritarios”: los primeros no son tan ingenuos como para soñar que el Estado puede desaparecer de la noche a la mañana sin dejar rastros; pero los mueve la voluntad de hacerlo decaer con la mayor rapidez. Los segundos, en cambio, se complacen ante la perspectiva de eternizar un Estado transitorio, arbitrariamente denominado “obrero”.

LAS FUENTES DE ENERGÍA: EL INDIVIDUO

En lugar de las jerarquías y la coacción del socialismo “autoritario”, el anarquista prefiere recurrir a dos fuentes de energía revolucionaria: el individuo y la espontaneidad de las masas. El libertario es, según el caso, más individualista que societario o más societario que individualista. Pero como observó Augustin Hamon durante el estudio de opinión ya mencionado, es imposible concebir a un libertario que no sea individualista.

Stirner rehabilitó al individuo en una época en que, dentro del mundo filosófico, predominaba el antiindividualismo hegeliano, y en que, dentro de la esfera de la crítica social, la mayor parte de los reformadores se volcaban hacia lo opuesto al egoísmo burgués, que tanto mal causaba: ¿no nació acaso la palabra socialismo como antónimo de individualismo?

Stirner exalta el valor intrínseco del individuo “único”, vale deciç del ser que no se parece a ningún otro, que es creación singular de la naturaleza (concepto confirmado por recientes investigaciones biológicas). Durante mucho tiempo, la voz de este filósofo no encontró eco en los círculos del pensamiento anarquista, donde se lo consideraba un excéntrico, seguido apenas por una pequeña secta de individualistas impenitentes. Sólo ahora apreciamos toda la grandeza y toda la audacia de sus ideas. En efecto, el mundo contemporáneo parece haberse impuesto la tarea de salvar al individuo del cúmulo de alienaciones que lo aplastan, tanto las de la esclavitud industrial como las del conformismo totalitario. En un célebre artículo publicado en 1933, Simone Weil se lamenta de no poder encontrar en la literatura marxista la respuesta a los interrogantes planteados por las necesidades de la defensa del individuo contra las nuevas formas de opresión que han sucedido a la capitalista clásica. Desde antes de mediados del siglo XIX Stirner se aplicó a llenar tan grave laguna.

Escritor de estilo vivo, restallante, se expresa en un crepitar de aforismos: “No busquéis en el renunciamiento de vosotros mismos una libertad que os priva precisamente de vosotros mismos; buscaos a vosotros mismos […]. Que cada uno sea un yo todopoderoso”. No hay más libertad que la que el individuo conquista por sí mismo. La libertad dada por otros, concedida, no es tal, sino un “bien robado”. “Yo soy el único juez que puede decidir si tengo o no razón”. “Las únicas cosas que no tengo derecho a hacer son las que no hago con espíritu libre”. “Tienes derecho a ser lo que tus fuerzas te permitan ser”. Todo lo que logramos, lo logramos como individuos únicos. “El Estado, la sociedad, la humanidad, no pueden domar a este diablo”.

Para emanciparse, el individuo debe primero pasar por tamiz el bagaje con que lo cargaron sus progenitores y educadores. Tiene que emprender una gigantesca tarea de “desacrosantificación”. Ha de comenzar por la llamada moral burguesa: “Al igual que la burguesía, su terreno natural, está todavía demasiado cerca del cielo religioso, es muy poco libre aún; sin espíritu critico, le toma prestadas sus leyes, que trasplanta a su propio campo, en lugar de crearse doctrinas propias e independientes”.

Stirner se refiere particularmente a la moral sexual. Los apóstoles del laicismo se apropian de todo lo que el cristianismo “maquinó contra la pasión”. Hacen oídos sordos al llamado de la carne; despliegan gran celo contra ella. Golpean a la “inmoralidad en plena cara”. Los prej uicios morales inculcados por el cristianismo causan estragos especialmente entre las masas populares: “El pueblo arroja furiosamente a la policía contra todo lo que le parece inmoral o, simplemente, inconveniente, y esta furia popular en defensa de la moral protege a la institución policial mejor de lo que podría hacerlo jamás el gobierno”.

Adelantándose al psicoanálisis contemporáneo, Stirner señala y denuncia la internalización. Desde la infancia, nos hacen engullir los prejuicios morales. La moral se ha convertido en “una potencia interior a la cual no puedo sustraerme”. “Su despotismo es diez veces peor que antes, porque gruñe en mi conciencia”. “Los niños son llevados como rebaño a la escuela, para que allí aprendan las viejas cantilenas y, cuando saben de memoria la palabra de los viejos, se los declara mayores”. Stirner se muestra iconoclasta: “Dios, la conciencia, los deberes, las leyes son otros tantos embustes con que nos han atiborrado el cerebro y el corazón”. Los verdaderos seductores y corruptores de la juventud son los sacerdotes, los padres, que “entorpecen y paralizan el corazón y la mente de los jóvenes”. Si hay una obra “diabólica”, ella es sin duda esta supuesta voz divina que se ha hecho entrar en las conciencias.

En su rehabilitación del individuo, Stirner descubre también el subconsciente freudiano. El Yo no se deja atrapar por el intelecto. “El imperio del pensamiento, de la reflexión, del espíritu, se hace pedazos” contra ese Yo. Él es lo inexpresable, lo inconcebible, lo inasible. A través de sus brillantes aforismos, se oye el primer eco de la filosofía existencialista: “Parto de una hipótesis tomándome a Mí como hipótesis […]. La utilizo únicamente para gozar, para recrearme en ella […]. Sólo existo en tanto me nutro de ella […]. El hecho de que Yo me absorba significa que Yo existo”.

Naturalmente, la inspiración que mueve la pluma de Stirner lo lleva, de tanto en tanto, a caer en paradojas. A veces formula aforismos asociales y hasta llega a la conclusión de que la vida en sociedad es imposible: “No aspiramos a la vida en común sino a la vida por separado”. «¡El pueblo ha muerto! ¡Viva Yo!” “La felicidad del pueblo es mi infelicidad.” “Es justo lo que es justo para mí. Puede […] que no sea justo para los demás; allá ellos: que se defiendan”.

Pero quizás estos ocasionales arrebatos no traduzcan el verdadero fondo de su pensamiento. Pese a sus baladronadas de ermitaño, Stirner aspira a la vida comunitaria. Lo mismo que la mayor parte de los individuos aislados, amurallados, introvertidos, siente una punzante nostalgia por esa forma de vida. A la pregunta de cómo puede vivirse en sociedad con un espíritu tan exclusivista, responde que solamente el hombre que ha comprendido su propia “unicidad” está capacitado para entrar en relación con sus semejantes. El individuo tiene necesidad de amigos, de ayuda; si, por ejemplo, escribe libros, necesita lectores. Se une a su prójimo para aumentar su poder y lograr, por obra de la faena común, lo que nadie podría hacer aisladamente. “Si detrás de ti hay varios millones de personas que te protegen, entre todos constituís una fuerza poderosa y obtendréis fácilmente la victoria”. Pero debe llenarse una condición: esta relación con los demás tiene que ser voluntaria y libre, siempre anulable. Stirner establece una distinción entre la sociedad preestablecida, donde hay coerción, y la asociación, que es un acto libre: “La sociedad se sirve de ti, pero de la asociación eres tú quien se sirve”. Sin duda, la asociación implica un sacrificio, una limitación de la libertad. Mas este sacrificio no se realiza en aras de la cosa pública: “Sólo mi interés personal me llevó a hacerlo”.

Al tratar sobre los partidos políticos –el comunista, expresamente– el autor de El único y su propiedad toca uno de los problemas que más preocupan al mundo contemporáneo. Critica severamente el conformismo de partido. “Hay que seguir al partido en todo y por todo: hay que aprobar y sostener de modo absoluto sus principios esenciales”. “Los miembros […] se someten a los menores deseos del partido”. El programa partidario debe “ser para ellos lo cierto, lo indudable […]. Es preciso pertenecer en cuerpo y alma al partido […]. Cuando alguien pasa de un partido a otro, inmediatamente se le califica de renegado”. En opinión de Stirner, un partido monolítico deja de ser una asociación, no es más que un cadáver. Rechaza ese tipo de partido, pero conserva la esperanza de entrar en una asociación política: “Siempre encontraré bastante gente que quiera asociarse conmigo sin tener que jurar fidelidad a mi bandera”. Sólo se uniría a un partido si éste no tuviera “nada de obligatorio”. La única condición para su eventual adhesión sería la posibilidad de que “el partido no se apoderara de él”. Para él, el partido es simplemente una partida, y él es de la partida, toma parte en ella. “Se asocia libremente y puede recuperar sin obstáculos su libertad”.

En el razonamiento de Stirner sólo falta una aclaración, aunque ella se insinúa en sus escritos. Nos referimos a su concepto del individuo como unidad. Esta posición no es simplemente “egoísta”, útil para su “Yo”; también es provechosa para la colectividad. Una asociación humana sólo es fecunda cuando no destruye al individuo, sino que, por el contrario, fomenta su iniciativa, su energía creadora. ¿Acaso la fuerza de un partido no es la suma de todas las fuerzas individuales que lo componen?

La laguna en cuestión proviene del hecho de que la síntesis stirneriana del individuo y de la sociedad ha quedado incompleta, imperfecta. Lo asocial y lo social se enfrentan en el pensamiento de este rebelde sin llegar siempre a fundirse. No sin razón, los anarquistas societarios le reprocharán esta deficiencia.

Y sus reproches serán tanto más acres cuanto que Stirner, sin duda mal informado, cometió el error de ubicar a Proudhon entre los comunistas “autoritarios” que, en nombre del “deber social”, reprueban las aspiraciones individualistas.

Si bien es cierto que Proudhon se mofó de la “adoración” stirneriana por el individuo[3], no es menos cierto que toda su obra constituye una búsqueda de la síntesis, o, mejor dicho, del “equilibrio” entre la preocupación por el individuo y los intereses de la sociedad, entre la fuerza individual y la colectiva. “Así como el individualismo es el hecho primordial, la asociación es su término complementario”. “Algunos, por considerar que el hombre sólo tiene valor en cuanto miembro de la sociedad […], tienden a absorber al individuo dentro de la colectividad. Tal es […] el sistema comunista: la anulación de la personalidad en nombre de la sociedad […]. Se trata de una tiranía, una tiranía mística y anónima, y no de una asociación […]. Al privar a la persona humana de sus prerrogativas, la sociedad se encontró despojada de su principio vital”.

Pero, por otro lado, Proudhon censura la utopía individualista porque ésta aglomera individualidades yuxtapuestas, carentes de todo vínculo orgánico y de fuerza de colectividad, y porque se muestra incapaz de solucionar el problema de la conciliación de intereses. En conclusión: ni comunismo ni libertad ilimitada. “Tenemos demasiados intereses solidarios, demasiadas cosas en común”.

Por su parte, Bakunin es al mismo tiempo individualista y societario. No se cansa de repetir que únicamente partiendo del individuo libre podremos erigir una sociedad libre. Cada vez que enuncia los derechos que han de garantizarse a las colectividades –tales como los de autodeterminación y de separación– tiene el cuidado de colocar al individuo a la cabeza de los beneficiarios de dichos derechos. El individuo sólo tiene derechos para con la sociedad en la medida en que acepta libremente formar parte de ella. Todos podemos elegir entre asociarnos o no; todos tenemos la libertad de irnos a “vivir en el desierto o en la selva, entre los animales salvajes”, si así nos place. “La libertad es el derecho absoluto de cada ser humano de no admitir para sus actos otra sanción que la de su propia conciencia, de decidirlos únicamente por voluntad propia y, por consiguiente, de ser responsable de ellos, ante todo frente a sí mismo”. La sociedad en la cual el individuo ha entrado por libre elección sólo figura en segundo lugar en la mencionada enumeración de responsabilidades. Además, la sociedad tiene más deberes que derechos respecto del individuo: a condición de que éste sea mayor, no ejerce sobre él “ni vigilancia ni autoridad” y, en cambio, está obligada a “proteger su libertad”.

Bakunin llega muy lejos en la práctica de la “libertad absoluta y completa”. Tengo el derecho de disponer de mi persona a mi gusto, de ser holgazán o activo, de vivir honestamente, de mi propio trabajo, o explotando vergonzosamente la caridad o la confianza privada. Hay una sola condición: esta caridad y esta confianza deben ser voluntarias y sólo prodigadas por individuos mayores de edad. Hasta tengo el derecho de ingresar en asociaciones que, por sus objetivos, serían o parecerían “in- morales”. En su preocupación por la libertad, Bakunin llega a admitir que el individuo adhiera a grupos cuyos fines sean corromper y destruir la libertad individual o pública: “La libertad no puede ni debe defenderse más que con la libertad; y es un peligroso contrasentido querer menoscabarla con el pretexto de protegerla”.

En cuanto al problema ético, Bakunin está convencido de que la “inmoralidad” es consecuencia de una organización viciosa de la sociedad, con la cual, por ende, debe terminarse definitivamente. Sólo se puede moralizar con la libertad absoluta. Siempre que se impusieron restricciones con la excusa de proteger la moral, ellas fueron en detrimento de esa misma moral. Lejos de detener el desbordamiento de la inmoralidad, la represión sirvió invariablemente para aumentarla y fomentarla, por eso es ocioso oponerle los rigores de una legislación que usurparía la libertad individual. Como sanción contra las personas parásitas, holgazanas y dañinas, Bakunin acepta únicamente la privación de los derechos políticos, vale decir, de las garantías acordadas al individuo por la sociedad. Igualmente, todo individuo tiene el derecho de enajenar su libertad, en cuyo caso pierde el goce de sus derechos políticos mientras dure esta esclavitud voluntaria.

En cuanto a los delitos, deben considerarse como una enfermedad, y su castigo ha de ser una cura antes que una venganza de la sociedad. Además, el condenado tendrá la prerrogativa de no acatar la pena si se declara dispuesto a dejar de formar parte de la sociedad que lo condenó. Ésta, a su vez, tiene el derecho de expulsarlo de su seno y de retirarle su garantía y protección.

Pero Bakunin no es en modo alguno nihilista. El que proclame la absoluta libertad individual no significa que reniegue de toda obligación social. Mi libertad es consecuencia directa de la de los demás. “El hombre sólo realiza su individualidad libre si la completa con todos los individuos que lo rodean, y únicamente merced al trabajo y a la fuerza colectiva de la sociedad”. La asociación es voluntaria, pero Bakunin no duda de que, dadas sus enormes ventajas, “todo el mundo preferirá la asociación”. El hombre es, a la vez, “el animal más individualista y más social”.

Nuestro escritor no se muestra muy blando con el egoísmo, en el sentido vulgar de la palabra, con el individualismo burgués, “que impulsa al individuo a conquistar y afianzar su propio bienestar […] contra todos, en perjuicio y a costa de los demás”. “El individuo humano solitario y abstracto es una ficción semej ante a la de Dios”. “El aislamiento absoluto lleva a la muerte intelectual, moral y hasta material”.

Espíritu amplio y sintético, Bakunin propone echar un puente entre los individuos y el movimiento de masas: “La vida social no es otra cosa que esa incesante dependencia mutua de individuo y masa. Todos los individuos, aun los más inteligentes, los más fuertes […], son, en cada instante de su vida, promotores al mismo tiempo que producto de la voluntad y la acción de las masas”. A juicio de los anarquistas, el movimiento revolucionario es obra de tal acción recíproca; por ello, desde el punto de vista de la productividad militante, atribuyen igual importancia a la acción individual y a la colectiva, autónoma, de las masas.

En vísperas de la Revolución de julio de 1936, pese a su profundo deseo de socialización, los anarquistas españoles, herederos espirituales de Bakunin, no dejaron de garantizar solemnemente la sagrada autonomía del individuo. Así, Diego Abad de Santillán escribió: “La eterna aspiración a la unicidad se expresará de mil maneras: el individuo no será ahogado por ninguna nivelación […]. El individualismo, el gusto particular, la singularidad, encontrarán suficiente campo para manifestarse”.

LAS FUENTES DE ENERGÍA: LAS MASAS

La Revolución de 1848 le reveló a Proudhon que las masas son la fuerza motriz de las revoluciones. A fines de 1849, apuntó: “Las revoluciones no reconocen iniciadores; se producen cuando el destino las llama; se detienen cuando se agota la fuerza misteriosa que las hizo florecer”. “Todas las revoluciones se realizaron por la acción espontánea del pueblo; si alguna vez los gobiernos siguieron la iniciativa popular, lo hicieron forzados, obligados. Por lo general; los gobiernos desbarataron, oprimieron, aplastaron”. “Librado a su puro instinto, el pueblo siempre ve mejor que cuando es conducido por la política de sus caudillos”. “Una revolución social […] no se produce por orden de un maestro poseedor de una teoría perfectamente elaborada o por dictado de un profeta. Una revolución verdaderamente orgánica, producto de la vida universal, no es en realidad obra de nadie, aunque tenga sus mensajeros y ejecutores”. La revolución tiene que hacerse desde abajo, no desde arriba. Y una vez superada la crisis revolucionaria, la subsiguiente reconstrucción social debe ser obra de las propias masas populares. Proudhon afirma “la personalidad y la autonomía de las masas”.

Bakunin, a su vez, no se cansa de repetir que una revolución social no puede ser decretada ni organizada desde arriba, y que sólo la acción espontánea y continua de las masas puede hacerla y cumplirla plenamente, hasta el fin. Las revoluciones “vienen como el ladrón en la noche”. Son “producidas por la fuerza de las cosas”. “Se preparan durante largo tiempo en la profundidad de la conciencia instintiva de las masas populares, para luego estallar, muchas veces provocadas en apariencia por causas fútiles”. “Se puede preverlas, presentir su proximidad […], pero jamás acelerar su estallido”. “La revolución social anarquista […] surge por sí misma en el seno del pueblo para destruir todo cuanto se opone al generoso desbordamiento de la vida popular y crear, desde las profundidades mismas del alma popular, las nuevas formas de la vida social libre”. La experiencia de la Comuna de 1871 es para Bakunin una gloriosa confirmación de sus puntos de vista. En efecto, los comuneros se mostraron convencidos de que, en la revolución social, “la acción individual era casi nula y la acción espontánea de las masas debía serlo todo”.

Al igual que sus precedesores, Kropotkin celebra “este admirable espíritu de organización espontánea que el pueblo […] posee en tal alto grado y que tan raramente se le permite ejercitar”. Y añade con sorna: “Hay que haber pasado toda la vida con la cabeza hundida entre papeles para dudar de su existencia”.

Pese a estas afirmaciones generosamente optimistas, el anarquista, lo mismo que su hermano enemigo, el marxista, se ve frente a una terrible contradicción: la espontaneidad de las masas es esencial, primordial, pero no basta. Para que llegue a ser conciencia, resulta indispensable la ayuda de una minoría de revolucionarios capaces de dar forma a la revolución. ¿Cómo evitar que esta minoría de elegidos aproveche su superioridad intelectual para sustituir a las masas, paralizar su iniciativa y hasta imponerles una nueva dominación?

Proudhon exaltó idílicamente la espontaneidad popular, pero luego la experiencia lo llevó a reconocer hasta qué punto son inertes las masas; a deplorar los prejuicios que las atan a un gobierno, el instinto de respeto hacia la autoridad y el complejo de inferioridad que traban su impulso. Llegó entonces a la conclusión de que el pueblo necesita que se lo instigue a la acción colectiva. Si las clases inferiores no fuesen esclarecidas por alguien de fuera, su servidumbre podría prolongarse indefinidamente.

Proudhon admite que “las ideas que en todas las épocas provocaron la agitación de las masas nacieron primero en el cerebro de los pensadores […]. Las multitudes jamás tuvieron la prioridad […]. La prioridad, en todo acto de la inteligencia, corresponde a la individualidad”. Lo ideal sería que estas minorías conscientes comunicaran al pueblo su ciencia, la ciencia revolucionaria. Pero Proudhon parece escéptico en cuanto a la posibilidad de llevar a la práctica tal síntesis: a su juicio, ello sería desconocer que, por su naturaleza, la autoridad lo invade todo. A lo sumo, podrían “equilibrarse” los dos elementos.

Antes de convertirse al anarquismo (hacia 1864), Bakunin dirigió conspiraciones y sociedades secretas; así se familiarizó con la idea, típicamente blanquista, de que la acción minoritaria ha de ser precursora del despertar de las grandes masas y luego, una vez arrancadas éstas de su letargo, debe ganarse a sus elementos más avanzados. En la Internacional obrera, primer gran movimiento proletario, el problema se plantea de distinta manera. Pero Bakunin, ya anarquista, sigue convencido de la necesidad de una vanguardia consciente: “Para que la revolución triunfe sobre la reacción es preciso que en medio de la anarquía popular que constituirá toda la vida y la energía de la revolución, el pensamiento y la acción revolucionarios tengan un cuerpo unificador”. Un grupo de varios individuos unidos por un mismo ideal y una misma meta debe ejercer una “acción natural sobre las masas”. “Diez, veinte o treinta hombres bien concertados y organizados, que saben hacia dónde van y qué buscan, fácilmente arrastran en pos de sí a cien, doscientas, trescientas y hasta más personas”. “Tenemos que agrupar a los jefes del movimiento popular en estados mayores bien organizados e inspirados por altos ideales”.

Los medios propuestos por Bakunin se asemejan grandemente a lo que la jerga política moderna designa con el nombre de “infiltración”. Se trata de soliviantar “bajo cuerda” a los individuos más inteligentes e influyentes de cada localidad “para que esta organización siga, dentro de lo posible, los principios que sustentamos. En esto reside el secreto de nuestra influencia”. Los anarquistas han de ser cual “pilotos invisibles” en medio de la tempestad popular. Es su tarea dirigirla, no con un “poder ostensible”, sino mediante una “dictadura sin insignias, sin títulos, sin derechos oficiales, tanto más poderosa cuanto que no tendrá ninguno de los atributos exteriores del poder”.

Pero Bakunin no ignora cuán poco difiere su terminología (“j efes”, “dictadura”, etc.) de la empleada por los adversarios del anarquismo y, por ello, replica de antemano con un ¡no! “a quien sostenga que una acción así organizada atenta contra la libertad de las masas, y es una tentativa de crear una nueva potencia autoritaria”. La vanguardia consciente no debe ser el grupo benefactor o la cabeza dictatorial del pueblo, sino que debe, solamente, hacer las veces de comadrona que lo ayude a lograr su autoliberación. Su única misión es la de difundir entre las masas las ideas que correspondan a sus instintos; nada más. El resto sólo debe y puede ser realizado por el propio pueblo. Las “autoridades revolucionarias” (Bakunin no retrocede ante esta palabra y se excusa expresando el deseo de “que las haya lo menos posible”) tienen que provocar la revolución en el seno de las masas y no imponérsela, tienen que llevarlas a su organización autónoma desde abajo hacia arriba y no someterlas a alguna organización.

Bakunin vislumbra ya el fenómeno que, mucho después, Rosa Luxemburgo definirá en forma cabal y explícita: la contradicción entre la espontaneidad libertaria y la necesidad de que intervengan vanguardias conscientes no quedará verdaderamente resuelta hasta el día en que se produzca la fusión de la ciencia con la clase obrera, en que la masa sea plenamente consciente y no tenga ya necesidad de “jefes”, sino, sencillamente, de “cuerpos ejecutivos” de su “acción consciente”. Tras subrayar que el proletariado aún carece de organización y conocimientos, el anarquista ruso llega a la conclusión de que la Internacional no podrá convertirse en instrumento de emancipación “hasta tan- to no haya hecho penetrar en la conciencia de cada uno de sus miembros la ciencia, la filosofía y la política del socialismo”.

Mas esta síntesis, satisfactoria desde el punto de vista teórico, es una letra de cambio girada para un porvenir lejano. Y mientras esperan que la evolución histórica permita el cumplimiento de dicha síntesis, los anarquistas, al igual que los marxistas, permanecerán prisioneros de una contradicción. Ésta destrozará a la Revolución Rusa, desgarrada entre el poder espontáneo de los soviets y la ambición del partido bolchevique de cumplir el “papel de dirigente”; se manifestará en la Revolución Española, en la cual los libertarios fluctuarán entre dos polos: el representado por el movimiento de masas y el constituido por la minoría consciente anarquista,

Nos limitaremos a ilustrar esta contradicción con dos citas: la experiencia de la Revolución Rusa llevará a los anarquistas a una conclusión categórica: la condenación del “papel dirigente” del partido. Volin se expresará al respecto de esta suerte: “La idea fundamental del anarquismo es simple: ningún partido, ningún grupo político o ideológico que se coloque por encima o fuera de las masas laboriosas para ‘gobernarlas’ o ‘guiarlas’, logrará jamás emanciparlas, aun cuando lo desee sinceramente. La emancipación efectiva sólo se concretará mediante la actividad directa […] de los interesados, de los propios trabajadores, unidos, no ya bajo la bandera de un partido político o de una agrupación ideológica, sino en sus propias organizaciones (sindicatos de producción, comités de fábrica, cooperativas, etc.), sobre la base de una acción concreta y la ‘autoadministración’, ayudados, pero no gobernados, por los revolucionarios que obran desde dentro de la masa, no por encima de ella […]. La idea anarquista y la verdadera revolución emancipadora no podrían ser realizadas por los anarquistas como tales, sino únicamente por las grandes masas […], pues los anarquistas o, mejor dicho, los revolucionarios en general, sólo están llamados a esclarecer y ayudar al pueblo en ciertos casos. Si los anarquistas se creyeran capaces de cumplir la revolución social ‘guiando’ a las masas, tal pretensión sería ilusoria, como lo fue la de los bolcheviques por las mismas razones”.

Sin embargo, los anarquistas españoles sentirán, a su turno, la necesidad de organizar, dentro de su gran central obrera, la Confederación Nacional del Trabajo, una minoría ideológica consciente: la Federación Anarquista Ibérica. Ello obedeció al deseo de combatir las tendencias reformistas de ciertos sindicalistas “puros”, así como las maniobras de los agentes de la “dictadura del proletariado”. Inspirada en las recomendaciones de Bakunin, la FAI se esforzó por esclarecer antes que por dirigir; además, la conciencia libertaria relativamente desarrollada de los muchos elementos de base de la CNT contribuyó a evitar que la FAI cayera en los excesos de los partidos revolucionarios “autoritarios”. No obstante, cumplió harto mediocremente el papel de guía, pues, más rica en activistas y en demagogos que en revolucionarios consecuentes –así en el plano teórico como en el práctico–, sus intentos de orientar a los sindicatos resultaron torpes y fallidos, y siguió una estrategia vacilante.

La relación entre la masa y la minoría consciente constituye un problema que aún no ha sido plenamente solucionado, ni siquiera por los anarquistas; al parecer, todavía no se ha dicho la última palabra al respecto.

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1 La ciencia y la tarea revolucionaria del momento”, Kólokol, Ginebra, 1870.

2 Los títulos de los artículos citados por el autor en distintos idiomas figuran traducidos al castellano y entre comilas en esta edición. Los nombres de las publicaciones en que tales artículos aparecieron, en cambio, se mantienen en su lengua original y tipográficamente destacados en bastardila [N. del T.].

3 Sin nombrar a Stirner, cuya obra es dudoso que haya leído.

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