¿Fue modélica la Transición?

Esta reflexión viene provocada por un libro recientemente aparecido en el que se hace un relato que difiere de la historia oficial. Me refiero al libro de Ferrán Gallego, El mito de la transición, espléndida obra de más de 800 páginas. La tesis básica del mismo es sencilla: en realidad no hubo nunca un proceso de diálogo genuino, sino una situación de clara asimetría en la que lo que podemos llamar el bloque hegemónico del franquismo fue tomando decisiones de manera unilateral, marcando igualmente el ritmo del proceso. Ese bloque era el que estaba en el poder en la última etapa del franquismo con un objetivo claro: mantener las riendas de ese poder procurando limitar las modificaciones a cambios secundarios en los que se fue deshaciendo de los vestigios más anquilosados del régimen anterior.

La tergiversación comienza ya con una edulcoración de esos años finales de la dictadura, a los que algunos llaman el tardofranquismo intentando difuminar los oscuros contornos de un régimen que empezó utilizando una violencia extrema y que terminó con cuatro fusilamientos mientras el dictador daba sus últimos estertores. Cierto es que la situación desde finales de los años 60 era muy diferente a la que había existido en los años 40, pero seguía siendo una dictadura en el estricto sentido de la palabra.

Dos detalles pueden ser significativos. El Jefe del Estado, esto es, el dictador, murió en la cama de un hospital con plena tranquilidad, dejando al margen la instrumentalización del agonizante realizada por sus familiares y allegados. Fue enterrado con todos los honores en el mausoleo megalómano que mandó construir, utilizando para ello a la mano de obra gratuita formada por los presos políticos del régimen. Ningún grupo político, ninguna fuerza revolucionaria logró arrojarle del poder y hacerle pagar por sus numerosos desmanes. Cuando falleció Franco era presidente del consejo de ministros Carlos Arias Navarro, uno de los más conspicuos y eficaces elementos que ayudaron a consolidar y sostener la dictadura. Era también conocido como el carnicerito de Málaga por el celo destructor con el que, ejerciendo de fiscal, se empleó a fondo para eliminar físicamente a los rivales políticos, a los enemigos de la España genuina y eterna que ellos representaban. Y había ocupado muchos y significativos cargos durante toda la dictadura. Tras la transición, pasó pronto a segundo plano, perdió protagonismo pero claro está nunca tuvo que rendir cuentas de lo que había hecho.

A dictador muerto sucedió Rey impuesto. España se confirmaba como monarquía instaurada por el dictador, cuya rebelión militar había roto el modelo republicano instaurado por las urnas. Para ocupar el cargo de Rey se había saltado la línea sucesoria y nombrado una persona a su medida. Buscó para ello a alguien que podía de algún modo mantener una cierta legitimidad dinástica, pero que al mismo tiempo era una persona formada y controlada por el dictador, contando con el forzado consentimiento del legítimo sucesor dinástico. No se puede hablar en sentido estricto de una restauración de la monarquía borbónica, como en el caso de Alfonso XII; aquí también impuso Franco su voluntad.

Para hacerse cargo de las modificaciones controladas que hacían falta, el nuevo Rey nombró a un hombre joven, Adolfo Suárez. No tenía desde luego las manos manchadas de sangre, como sí las tenía Arias Navarro o incluso Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo (es decir, de propaganda y manipulación) justo en las fechas en que se firmó y ejecutó la pena de muerte de Delgado y Granados. Pero era sin duda un hombre del régimen, apadrinado por personas del régimen (Torcuato Fernández Miranda) y ejerciendo en eso momentos, en el gabinete presidido por Arias Navarro el cargo de Ministro Secretarío General del Movimiento.

Ni Juan Carlos I ni Adolfo Suárez tuvieron que hacer ninguna reunión con nadie de la oposición, ni de la Junta Democrática, ni de la Plataforma Democrática, ni de la Platajunta. Cuando lo estimaron oportuno, disolvieron las Cortes e iniciaron un proceso semi-constituyente en el que no había ningún asomo de ruptura con lo anterior. Cuando ellos pensaron que era el momento, legalizaron los partidos, incluido el Partido Comunista, que era la bicha del franquismo. Y también legalizaron los sindicatos de clase. Y admitieron la libertad de prensa, pero no de la televisión, claro está. Y, como presumía Fraga Iribarne que había vuelto a ser ministro en aquellos años, la calle era suya, por más que proliferaran las huelgas. Y su policía del interior se mostraba tan contundente como lo había sido siempre. Y el único Pacto negociado fue el Pacto de la Moncloa en 1977, en el que realmente se garantizó la estabilidad del entramado social y económico heredado a cambio de bien poco.

Tampoco hubo cambios significativos en las otras instituciones del poder político. Ninguna modificación de la judicatura, e incluso el Tribunal de Orden Público encontró un hueco como Audiencia Nacional. La cúpula militar no fue depurada; bajo la dirección de Gómez Mellado, la cúpula militar apoyó los cambios moderados y fueron relevados pura y simplemente por la imparable ley biológica. Los pocos militares democráticos, la Unión Militar Democrática, no fueron restituidos ni ocuparon ningún puesto relevante. Todavía en el 2002 el Partido Popular, legítimo heredero del franquismo sociológico, se opuso a una reparación simbólica y sólo en el 2010 han conseguido un cierto reconocimiento oficial. Y desde luego no se depuró a nadie de la cúpula del poder policial, que siguieron trabando en sus puestos, procurando amoldarse a los nuevos aires.

Cuando llegó el momento de elaborar la nueva constitución de la monarquía instaurada, empezó a haber algo más de diálogo, pero en todo caso sumamente diluido. Ni se atendió la reivindicación nacionalista ni se avanzó hacia un estado federal, sino que se optó por algo intermedio, las comunidades, como forma de controlar una evolución negativa de algunos de los temores ancestrales de la derechona que había apoyado la dictadura. Se buscó un sistema electoral apoyado en la ley D’Hont que estaba lejos de garantizar una representación genuina. Y las listas cerradas favorecieron una partitocracia, esto es el dominio de unas cúpulas políticas que no contaban, ni querían contar, con una auténtica base de afiliados y mucho menos de militantes.

No sigo porque podría ser tedioso. Hay algo que me queda claro, muy claro, tan claro como el azul del cielo de una mañana de verano. Franco había dejado todo atado y bien atado. No hubo ningún diálogo entre las diferentes partes del conflicto; las relaciones fueron completamente asimétricas y el pobre reconocimiento de la otra parte fue sobre todo un reconocimiento otorgado, nunca conquistado, impuesto o exigido. La oposición, brutalmente aniquilada en los orígenes de la dictadura, nunca tuvo fuerza para luchar por el reconocimiento y no le quedó otra que aceptar las migajas que el poder fáctico le otorgaba.

Lo dicho, si aceptamos que esto es un ejemplo modélico de transición democrática, se nos podrá aplicar aquello que decía Bocaccio: cornudos y apaleados. Sólo me queda la satisfacción de saber que, aunque hayamos sido una minoría, hubo un pequeño sector de la población española que siempre denunció la historia oficial

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