Estampas de miseria, por Ruymán Rodríguez

He comentado alguna vez que el activismo social, la militancia o como se le quiera llamar, ha tratado de cuestionar (con mayor o menor eficacia) muchos de los privilegios del hombre blanco occidental. Sin embargo, y por paradójico que parezca, no ha sabido cuestionar el privilegio de clase. Se usan categorías decimonónicas para hablar de la clase obrera y posicionarse de su lado, pero no se ha querido profundizar más allá de llamar burgués a todo lo que suena “anti-obrero”. El fenómeno del supuesto “aliado feminista”, que habla de lo que desconoce y eclipsa a las responsables de su propia emancipación, se da también cuando hablamos de pobreza.

Sé que puede sonar precisamente “burgués”, posmoderno, cínico, afirmar que mucha literatura sobre las clases está hoy obsoleta, pero no me baso en sesudos análisis académicos ni lecturas de filósofos decadentes, me fundamento en mis vivencias diarias y en lo que veo cuando milito y doy una vuelta por el barrio.

A mí me es fácil hablar de opresores y oprimidos, por muy simplista que parezca. Sin embargo, no siempre puedes ubicar a la gente real en los compartimentos estanco en los que hemos convertido las categorías sociales. El vecino que trapichea por la tarde, trabaja por la mañana de reponedor en un “24 horas” y tiene heredado un trozo de tierra donde pone a trabajar a migrantes por una miseria los fines de semana, no encaja en las definiciones de los libros de texto. Puedo entender que en algunos ámbitos de su vida es oprimido y en otros oprime; que a veces es “lumpen”, otras obrero y otras explotador; pero ni el lenguaje del interclasismo laxo que se vende desde la mentalidad del “emprendedor” ni el rígido dogma académico sobre las clases sociales arquetípicas me parecen definirlo. Al final, visto el mundo desde el laboratorio, nos alejamos de los sujetos reales, de su verdad, con sus mezquindades y virtudes. Pasa con el pobre, con la mujer y con el extranjero. Cosificados para ser cómodamente entendidos por los que nos han hecho creer que hay un estándar humano.

Personalmente, como autodidacta sin títulos, como pobre que escribe desde la pobreza, me siento muy maltratado por el análisis social que los ideologizados lanzan sobre la miseria. No me ofende porque he renunciado a cualquier patriotismo, también al de mi extracción social, pero eso no evita que detecte lo sesgado de los planteamientos lanzados por la izquierda en general sobre quienes no tenemos estabilidad económica.

La cuestión se aborda desde dos polos: la idealización o la demonización. Dos ópticas de un mismo clasismo, de un mismo burguesismo ideológico.

La idealización tiende a aplicar el “mito del buen salvaje” al fenotipo del “buen pobre”, con todos los tintes del infantilismo rousseauniano. Esta visión, cargada de prejuicios, lanzada desde la distancia y el desconocimiento, reduce a las personas que carecemos de recursos a ser unos eternos menores de edad, ingenuos e inmaduros. Somos “negritos”, “gitanitos” y “pobrecitos”. La etapa adulta es cosa de blancos con buenos sueldos. Como en esas ficciones de Hollywood donde, para supuestamente huir del racismo o la homofobia, se convierte a homosexuales, afroamericanos o nativos en seres artificiales, en recursos cómicos sin individualidad, incapaces de tener cambios de humor, tomar la iniciativa, ser introvertidos, intelectualmente perversos, etc. La normalidad, que entraña la capacidad de acceder a las mejores y peores cualidades humanas, no es para nosotros. Esto no es una discriminación positiva; es una discriminación sin más. En el caso de las personas pobres, quedamos limitadas a un estereotipo, sin margen para la autonomía, para decidir por nosotros mismos, para equivocarnos, para poder desarrollar nuestras vidas sin la guía de nadie y sin ser el sujeto de estudio de ninguna ideología. De ahí nace la frivolización, la que hace que los embarazos no deseados de adolescentes en los barrios no sean un problema que abordar desde el feminismo y la natalidad consciente, sino un recurso de red social o un chiste televisivo. Se cogen los formalismos, los fetiches estéticos, y se convierten en productos que los pijos pueden comprar para tener su porción de “autenticidad”. Lejos de analizar y condenar la invasividad capitalista, se explota y se convierte en espectáculo. Los uniformes que nos imponen desde arriba, desde sus centros comerciales, sus músicas y sus televisiones, pasan a ser parte de una identidad artificial a reproducir y no de la alienación a la que también los ricos están sometidos pero sin miedo a ser cosificados. El leopardo, el aro, el chándal, el tatuaje o el corte de pelo, son carne de selfie para niñatos burgueses aburridos, productos que poder adquirir cuando se quiere jugar a ser pobre. Vistas así las personas, minimizadas como una plástica, no sufren, ni padecen, ni mueren de hambre, ni de frío, ni son morosas, ni desahuciadas, ni viven en chabolas, ni son violadas, ni encarceladas, ni aguantan sin agua y sin luz. Se limitan a hacer de extras en videoclips.

Esta frivolización es la que convierte al obrero en un buenazo corpulento y tontorrón; al indigente en un espíritu silvestre, loco e inocente; a los chicos del polígono en bandas cool de malotes romantizados. Yo, que provengo de ahí, del curro, del banco del parque y del barrio, lo tomo como un insulto lanzado como un cubo de agua sucia con lejía desde una ventana.

La idealización es desnaturalización. Es simpatía hacia una elaboración imaginaria y desprecio hacia la realidad.

Por el otro lado está la demonización. Es lo que pasa cuando el clasismo no teme reconocer abiertamente que lo es. Aquí es cuando la militancia orgullosa de ser de clase media analiza a los más pobres como el médico hace con las enfermedades: somos un mal a erradicar.

Inútiles, destructivos por sistema, más capitalistas que el mayor de los empresarios, imposibilitados para desarrollar una conciencia propia o “de clase”, inconscientes, cómplices, necesitados de un adoctrinamiento ideológico y una dirección fuerte que nos encamine hacia la “libertad”. Así nos ven. Necesitamos que nos “despierten” porque, al parecer, estamos dormidos y sólo los que provienen de profesiones liberales y tienen una nómina regular saben lo que nos conviene.

No somos solidarios, ni nos preocupa el mundo, ni nuestros semejantes. Tribales, aldeanos, cerriles, vivimos sin más horizonte que nuestros barrios, que deberían ser gestionados desde las universidades por gente que nunca los ha pisado. Hedonistas y superficiales, no lloramos ni sentimos. En nuestra delincuencia no hay conflicto social, sólo egoísmo. Parásitos de la administración y del papá Estado. Sabandijas a domesticar.

Pues bien, toda esta sarta de prejuicios, adornados por el desprecio (hablo de desprecio y no de odio porque ya decía Mella que este último se da entre iguales)1, nos la escupen a la cara personas vestidas con todos los colores de la izquierda, cargadas de banderas y llenas de mierda. Desde el marxismo hasta cierto espectro del anarquismo que renuncia a sus presupuestos básicos, sea con un libro de Adorno bajo el brazo o con un fanzine sobre compostaje en la mano, muchos creen que somos seres inferiores que necesitan ser iluminados. Es una forma de jerarquía cargada de ideología, pero tan fuertemente social y económica como la capitalista.

En mis viajes por la península, de una parte a otra del Estado, no son pocos los ambientes (por suerte, y es obligatorio aclararlo, no todos) donde he encontrado esos prejuicios más o menos velados. Si pregunto por los barrios pobres y por qué no hay un trabajo de base en ellos, me dicen: “¿qué quieres, que nos metamos en los barrios de los gitanos?”; “esa zona está llena de putas y yonkis, ahí no se puede trabajar”; “¿para qué quieren los mendigos y los chorizos un sindicato?, ¿para tener donde vaguear?”. Esto es lenguaje textual desde las tripas de la “vanguardia revolucionaria”.

Ese clasismo, que nos encierra en la jaula de lo fabricado por cerebros bien nutridos e hidratados que no saben lo que es el hambre ni la insolvencia, abunda en los movimientos sociales, propagándose en cuanto dicen, escriben o hacen, como una enfermedad venérea.

Yo, aun sabiendo lo que es la miseria, también creía en las categorías mentales cerradas. Cuando eres niño aprendes a que la insolvencia te dé vergüenza. Te educan con una televisión donde el estándar en dibujos, series y películas es la clase media pudiente, donde las mesas del desayuno parecen el expositor de un supermercado y todos van impecablemente vestidos. Eso es lo “normal”, lo que tú crees ser, con lo que te identificas aunque no tengas nada. Pero si un profesor entra en clase y delante del resto de alumnos te dice que pases por secretaría a recoger unos libros que han donado para los niños pobres como tú, no tardas mucho en aprender, a base de insultos y peleas, el humillante significado que encierra eso de ser pobre. Cuando tienes que hacer los deberes antes de que se haga de noche, porque tienes por delante un mes con la luz cortada y sin velas, la lección sobre desigualdad sigue redundando. Después creces unos años y te vas formando, y entonces puede ser tentador creer que los pobres son “la clase elegida que heredará la tierra” y cantar orgulloso el ridículo “Vals del obrero”. Caes en la idealización. Pero aún no has crecido lo suficiente. Toca confrontar con otras realidades. Y advierto que el aterrizaje nunca es sencillo.

Implicado a tiempo completo en la militancia social, las idealizaciones y los prejuicios, positivos o negativos, se rompen.

Puedes fantasear con los roles, encumbrarlos o sentir rechazo hacia ellos, pero el contacto real no soporta nuestros ejercicios de odio irracional o de ingenuidad patológica. Lo que yo he visto de la pobreza y la miseria, toda esa mezcla de subalternidades, renuncias y humillaciones entrelazadas, ya no me permite abordar el tema en términos generales. Ha de vivirse tocando lo concreto, la experiencia individual, pero profundamente interrelacionada con el medio, que se da en cada caso. Podemos tomar lo que voy a contar como “escenas lumpen”, pero la realidad es que son estampas de miseria, episodios sociales que afectan a quienes nacieron pobres y también a los que una cotización temprana hizo creer que nunca entrarían en las fronteras de la insolvencia.

Por las redes sociales, las compañeras de la FAGC han contado los casos de botulismo de algunas personas a las que hemos realojado, provocado por comer latas caducadas recogidas de la basura. También el caso de una mujer a la que se le caían los dientes por culpa de una enfermedad que creíamos decimonónica como el escorbuto, pues con cerca de 30 años no comía verduras ni frutas frescas desde 2005 y su organismo carecía de vitamina C. Yo mismo he hablado de vecinas y vecinos que llevaban décadas sin acceder al agua corriente y la luz eléctrica hasta que contactaron con la FAGC. Sin embargo, hemos visto cosas aún más duras, en las que de poco sirvió nuestra ayuda, y que son difíciles de verbalizar. Un corolario de miserias que del hambre y la deshidratación derivan en la adicción y la locura, y de ahí a la miseria cultural, sabiamente impuesta desde arriba para generar dependencia y autodepredación, para resignarnos al abuso y la brutalidad.

He conocido personas sin hogar que querían matarse bebiendo, suicidarse lentamente ingiriendo alcohol de noventa grados y cualquier cosa que las inhibiera de la realidad y las dañara. Ojos amarillos en caras amarillas con hígados secos que no sobrevivirán a los 40 años. He visto a obreros hábiles y resolutivos ir apagándose por el consumo de “boliche” (crack), cada día más delgados y desesperados, perdiendo lo poco que tenían hasta quedarse literalmente descalzos, con los nervios marcados en la piel. He visto personas lúcidas, intelectualmente brillantes, cuyo consejo yo solicitaba, ir apagándose poco a poco, a golpe de pastillas y mierdas varias, que hacían más llevadera su situación de desempleo o abandono y que, poco a poco, iban oscureciendo su mente hasta convertirlas en autómatas cacofónicos. Los he visto un día llevando la iniciativa en una asamblea y, a los pocos meses, haciendo flexiones en la calle entre un coro de risas a cambio de cincuenta céntimos. No caben aquí las fábulas románticas sobre los “paraísos artificiales” de los poetas malditos, porque aquí no hay un cómodo camino de vuelta que desandar cuando el viaje se tuerce.

He visto niños alimentados exclusivamente, desde bebés hasta que pueden acceder a la beca del comedor del colegio, con harina guisada en agua. Niños raquíticos, con hidropesía, que caminaban con dificultad y a los que no terminaban de salirles los dientes. He visto otros malnutridos, con obesidad y anemia, por una dieta basada exclusivamente en los arroces y las pastas que reciben sus familias de los bancos de alimentos. He visto esto donde vivo, en Canarias, la que para muchos estúpidos es la frontera Sur de Europa, ignorando una miseria infantil que trasciende las estadísticas.

He colaborado con familias que sentían un odio feroz a los hippies y a todo lo que tuviera apariencia “alternativa”, y no era un odio atávico basado en prejuicios ni nada por el estilo. Los odiaban porque éstos “reciclaban” la comida de los contenedores de basura que aquéllas necesitaban para no morir de inanición. Conocí a una compañera que vivía en la calle y sabía abrir cerraduras perfectamente, sin romperlas, porque se había acostumbrado a abrir los candados que algunos supermercados ponen a sus contenedores de basura. Nos ayudó mucho a realojar familias en su misma situación. También he visto familias perder trágicamente a algunos de sus miembros por cortar un trenzado eléctrico de aluminio sin separar los cables, empujados a la muerte por el hambre y el desconocimiento. He visto compañeros que paraban su destartalado coche en cualquier arcén o contenedor para llevarse cualquier pequeña ferralla, desde retales de alambre a las bisagras de una puerta, para ganar ocho céntimos por kilo si es hierro y un poco más si es otro metal (lo más ansiado, el cobre, no suele pasar de los tres o cuatro euros por kilo). Uno de estos chatarreros, amigo mío, acabó dependiendo de la chatarra que podía robar para dar de comer a sus hijos y, aun en esas circunstancias, siempre se negó a desenhebrar el cobre de las viviendas particulares de los barrios obreros, pues según decía, con una fuerza que impactaba: “antes muerto que robar a un pobre”. He visto esa defensa a ultranza de los principios como último salvavidas moral con la misma frecuencia con la que he visto desprenderse de todo escrúpulo por conseguir cinco euros más. Y repito que he visto todo esto en Canarias, no es literatura naturalista soviética ni francesa, ni cine social británico comprometido, ni ningún artefacto cultural que esté de moda entre la bohemia neoyorquina. Es lo que he visto a dos pasos de mi casa, sin más esfuerzo que abrocharme la chaqueta y bajar a la calle para que me salpique la miseria que nos rodea.

Y eso no ha sido lo peor. Recuerdo con especial dolor un proyecto comunitario que se fue al carajo. Lo recuerdo porque ahí vi entrelazadas muchas de las opresiones que acaban asumiéndose como cotidianas sin importar su monstruosidad. Opresiones que consideramos propias del ambiente aunque atenten contra nuestra seguridad, vida o dignidad. Opresión de género, contra la infancia, que se retroalimenta de la capacidad comunitaria para habituarse al dolor y la miseria. Realojamos en ese proyecto a una niña de 13 años embarazada, junto a su padre y sus cuatro hermanos menores. Tardamos un tiempo en descubrir horrorizados que estaba embarazada de su propio padre. Cuando hablamos con ella para echarlo, la niña amenazó con llamar a la policía y denunciarnos. “Nadie toca a mi marido”, nos dijo. Podríamos analizarlo como un caso de síndrome de Estocolmo, donde la víctima queda emocionalmente vinculada a su agresor; también como una situación donde es más fácil sobrevivir asumiendo el rol de “pareja” que el de víctima de violación; pero cuando hablamos de una situación como ésta, tratándose especialmente de una persona en formación, sólo una niña, los psicoanálisis que se lanzan desde la distancia, siempre segura y cómoda, no se dirigen al dolor de la afectada y sí a las pretensiones del observador. Después de este episodio, conmocionados aún, no había transcurrido ni un día cuando una vecina de 11 años nos dijo que el mismo hombre había intentado tocarla. Lo echamos por la fuerza, mientras su hija nos denunciaba y gritaba “mi marido es un hombre, no es de piedra”, y que la culpa era de la otra niña, que era “una puta”. Es terrible recordarlo, y más ir seleccionando las palabras para tener que escribirlo. En ese mismo proyecto, que apenas duró un mes (lo abandonamos, rotos y heridos de por vida, y al poco tiempo fue desalojado), se dio otro caso de intento de agresión sexual con la complicidad de la pareja del agresor. Al ser expulsado, no fueron pocos los vecinos que se pusieron de su parte, pues para ellos era “un buen hombre”, “un padre de familia”, y el resto “unos entrometidos”, “unos buscarruinas”. Visto en la distancia, podemos hablar de los tentáculos del patriarcado, el machismo y la misoginia cultural, de cómo la estructura familiar actúa como argamasa y parapeta el abuso, de la complicidad de la comunidad, de la alienación de las víctimas, de cómo estas son introducidas en el engranaje de la opresión, de cómo todo esto pasa también en ambientes adinerados sólo que con otros códigos, pero eso no cambia el impacto psicológico que nos ocasionó y que, en ese momento, sólo sintiéramos rabia y abominación por la especie humana. Nuestra capacidad de razonar a veces es insuficiente. Sin embargo eso, y no perder también la capacidad de sentir, es lo único que arroja un poco de luz.

Hemos ocupado inmuebles de los que nos han desalojado no por la denuncia de buenos burgueses, sino por culpa de trapicheadores de cocaína y hachís que eran confidentes de la policía. Gente con la que a veces nos hemos enfrentado a golpes. Si, en un barrio, el chivato era un apestado, contra él se nos advertía; pero en otros, si tenía dinero y contactos, era al que había que hacer una ofrenda si queríamos ocupar. Al no hacerle su regalo, las denuncias y las navajas no tardaban en asomar. Por otra parte, en otras ocupaciones han sido los propios vecinos, menudeadores incluidos, los que han acabado con el tráfico en la calle, apaleando si era preciso a los camellos para conseguir tener un barrio limpio que no pusiera en peligro la ocupación de sus casas y también para mantener la droga lejos de sus hijos.

Conocemos a un chico de apenas 17 años que dejó de afanar y trapichear después de que una deuda le costara un navajazo en la barriga. Tuvo que largarse del barrio pero se recuperó. Consiguió colocarse en un taller mecánico y dice que ahora sí roba a la gente, legalmente, cobrando 60 euros por hacer un cambio de aceite y filtros. Sin embargo, ahora se le tiene por “un hombre de provecho”, “un buen chico”. Es la misma persona pero con un trabajo estable, una ocupación seria, y la gente le trata distinto. Ya decía Stirner que la burguesía no soporta que no se tenga “un medio seguro de existencia”2. En breve el compa tendrá su segundo hijo y reconoce que no tiene otra aspiración en la vida que responder al rol de lo que para él es ser “un buen marido”. La manía de referirse al compañero sentimental como “mi marido” y “mi mujer” la hemos visto en infinidad de parejas que, con 15 años, ya piensan en tener hijos aunque estén viviendo en un coche abandonado en un descampado. Visto desde fuera parece una irresponsabilidad, y evidentemente lo es, pero hay que analizar cuántas de esas niñas quieren ser madres para huir de una infancia que les asquea, cuántos niños quieren ser adultos para asumir una identidad social diferente, cuántos tienen como ejemplo a unos padres que “los sacaron adelante” teniendo aún menos que ellos.

No hablo de falta de responsabilidad individual, hablo de falta de elecciones verdaderamente libres, hablo de inercia, hablo de adaptarse para sobrevivir a pesar de que esto pase por adaptarse también a recibir los golpes constante del imperio, sin eufemismos democráticos, de la fuerza bruta.

He visto lo más oscuro ante la carencia de todo y, en ese mismo ambiente, donde lo lógico deberían ser los mordiscos y los tajos, he visto también ejemplos que rompen con los condicionantes del medio. Ya he puesto algunos ejemplos, pero podría dar más. He visto a un indigente dar los únicos seis euros que tenía a una madre para que llevara a su hija al hospital. He visto a un compañero toxicómano rodearse de niños y fabricarles una casita de juguete aguantando las punzadas del dolor. He visto a mujeres, con problemas mentales, víctimas de abusos sexuales en su infancia, implicándose en sacar adelante un huerto comunitario o un mercadillo solidario con la misma determinación con la que detenían una pelea a cuchillo entre dos machangos de una sola bofetada. He visto a los despreciados y maldecidos sumarse a unos movimientos sociales que no les miran ni a la cara y parar un desahucio de alguien a quien ni conocían. Les he visto enfrentarse a la policía para evitar que detuvieran y aporrearan a un menor en la calle, mientras los manifestantes se limitaban a gritar consignas con las manos en alto. En otras ocupaciones los he visto actuando como una sola persona, unidos y compactos, expulsando del barrio a quien había intentado agredir sexualmente a alguna de sus hijas. En mi última detención, fueron ellos quienes me apoyaban y quienes protestaban en los juzgados. Nadie los organizó, no tenían ninguna experiencia en concentraciones solidarias y, sin embargo, eran sus gritos los que yo oía desde el calabozo. Les he visto hacer de la solidaridad un principio de supervivencia y no una consigna de artículos políticos y pancartas.

Visto lo visto y vivido lo vivido, tengo que concluir que lo más sabio es prescindir de ideas preconcebidas, conocer a la gente, entender cómo el entorno trata de condicionar sus actos, no excusarlos ni idealizarlos pero tampoco prejuzgarlos, y reconocer sus victorias cuando rompen con las cadenas del ambiente.

Puede ser tentador coincidir con Marx y decir que los habitantes del planeta miseria, el “lumpenproletariado”, somos “capaces tanto de las hazañas más heroicas y de los sacrificios más exaltados como del bandidaje más vil”3, pero para aceptar eso habría que olvidar el desprecio clasista al lumpen que subyace en el contexto de esa afirmación (desprecio que se extiende por el grueso de su obra) y omitir que ese juicio es igualmente aplicable a los obreros convencionales, los burgueses o los nobles. Todos somos capaces de heroicidades y ruindades. Quizá la conclusión simple sea hablar de fallos y virtudes humanas, propias y comunes a todos, pero que se imponen, se siembran y crecen, con mayor o menor fertilidad, al calor y la humedad del medio. Y admitamos que, aun en el medio más desértico, la vida se abre camino contra todo pronóstico. Es la conclusión simple pero, para mí, también la más certera.

En definitiva, cuando contactas con la gente real te das cuenta de que no todo lo tangible es definible en términos de generalidad. Nuestra mente se ha acostumbrado a etiquetar, a catalogar previamente, antes incluso de tener ningún conocimiento adquirido a través de la experiencia. Nuestros procesos mentales necesitan esa sistematicidad, pero hemos de admitir que no es real. Es cómodo y fácil, pero no es real ni justo. Para analizar a quienes nos rodean necesitamos algo de conocimiento antisistemático, de conocimiento vivencial, empírico. Es jodidamente duro admitir que no puedes acercarte a una problemática social a través de ideas preconcebidas, que tienes que formar tu juicio a través del contacto personal, que no hay certidumbres. Es duro porque, cuando no puedes aplicar tus certezas previas a una cuestión, te sientes completamente perdido, desorientado, sin ninguna tabla a la que aferrarte ante la marea de sensaciones e ideas. Es incómodo no tener ninguna seguridad previa, pero completamente necesario para conocer y comprender.

Hemos de huir del juicio moral y asumir, como Wilde, que la gente no es buena ni mala, es lo que sus actos hacen de ella4. Hemos de acercarnos a las personas vivas y diseñar nuestros juicios al socaire de la proximidad. Quizás estas estampas de miseria sirvan para romper tanto las fantasías literarias dickensianas como los anatemas de los manifiestos comunistas políticos y ver, tras la sangre, la raña y la cicatriz, la realidad de una individualidad que se construye o deconstruye en tensión con su mundo.

Así, tal vez, se llegue a entender que no es posible analizar la miseria y sus consecuencias de forma realista mientras ustedes se nieguen a escuchar lo que nosotros, los miserables, tenemos que decir al respecto.

Notas:

1 “Entre el odio y el desprecio preferimos el odio; lo preferirá toda persona de mediano sentido. El odio es un sentimiento de igual a igual; el desprecio, un sentimiento de superior e inferior. El odio enciende el odio, la represalia; el desprecio humilla, confunde, anonada” (Ricardo Mella, “La hipérbole intelectualista. Obreros intelectuales y obreros manuales”, en Natura, octubre de 1903).

2  “La burguesía se reconoce en su moral, estrechamente ligada a su esencia. Lo que exige, ante todo, es que se tenga una ocupación seria, una profesión honrosa, una conducta moral. El estafador, la ramera, el ladrón, el bandido y el asesino, el jugador, el bohemio, son individuos inmorales y el burgués experimenta por esas gentes sin costumbres la más viva repulsión. Lo que les falta a todos es esa especie de derecho de domicilio en la vida que da un negocio sólido: medios de existencia seguros, rentas estables, etc.; como su vida no reposa sobre una base segura, pertenecen al clan de los individuos peligrosos, al peligroso proletariado: son particulares que no ofrecen ninguna garantía y no tienen nada que perder, ni nada que arriesgar” (Max Stirner, El Único y su propiedad, 1844).

3 “Esta capa social es un centro de reclutamiento para rateros y delincuentes de todas clases, que viven de los despojos de la sociedad, gentes sin profesión fija, vagabundos, gens sans feu et sans aveu [gente sin hogar y sin credo], que difieren según el grado de cultura de la nación a que pertenecen, pero que nunca reniegan de su carácter de lazzaroni [indigentes napolitanos]; en la edad juvenil, en que el Gobierno provisional los reclutaba, eran perfectamente moldeables, capaces tanto de las hazañas más heroicas y los sacrificios más exaltados como del bandidaje más vil y la más sucia venalidad” (Karl Marx, La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850, 1850).

4  “La moral no me ayuda. Soy antinómico por naturaleza. Soy uno de esos que están hechos para las excepciones, no para las reglas. No veo el mal en lo que hacemos sino en aquello que nuestros actos hacen de nosotros” (Oscar Wilde, De profundis, 1905).

Ruymán Rodríguez

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