La muerte de la autoridad. Sylvain Maréchal y la legión de tiranicidas

MarechalSylvain Maréchal (1750-1803) podría ser el único anarquista verdadero de la Revolución francesa. Conocido por su participación en 1796 en la Conjura de los Iguales de Babeuf, cuyo manifiesto redactó, es uno de los raros pensadores de la época cuya obra sienta las bases -de manera a veces vacilante- de las teorías libertarias. No es casualidad que fuera valorado en ese sentido por diversas figuras de nuestro movimiento. Kropotkin ve en él «una vaga aspiración hacia lo que hoy denominamos comunismo anarquista» (1), mientras que Nettlau considera que «formula un anarquismo muy claramente razonado, aunque bajo la ficción de la vida feliz de un estado pastoral arcaico» (2). Además, en el plano político, su influencia se deja sentir desde el verano de 1841: inspira el grupo comunista libertario organizado en torno al efímero periódico L’Humanitaire. Para el historiador marxista Maurice Dommanget, las ideas de Maréchal sirven también de modelo bajo la monarquía de julio para difundir el pensamiento anarquista en los medios de extrema izquierda (3).

¿Cuáles son, exactamente, sus ideas? Su ateísmo intransigente ha llamado la atención de Guérin. Éste ve en Maréchal a uno de los responsables, con su amigo Chaumette -jefe de filas de los ultrarrevolucionarios denominados los «Exagerados»- de la campaña de descristianización que culmina en 1793 y simboliza la dinámica revolucionaria. Cuestionando la existencia de Dios, al que considera una creación humana, Maréchal está del lado de los pensadores materialistas más radicales. Del mismo modo que Robespierre y los deístas afirman con cinismo que la religión es fundamental para mantener el orden social -pues sin ella, según ellos, el pueblo no tiene motivos para someterse al poder- él es partidario encarnizado de una moral laica que huya de la superstición. Es, por otra parte y precisamente, el fracaso de esta tendencia ateísta, violentamente combatida por los jacobinos en el máximo momento del Terror, lo que ha marcado, según Guérin, el verdadero estancamiento de la Revolución (4).

Pero si Maréchal puede ser declarado anarquista, es sobre todo por otros dos temas fundamentales en su obra, que son el rechazo del Estado, expresado en nombre de la igualdad entre los hombres, y la voluntad de luchar sin concesiones contra el autoritarismo. Entre los revolucionarios de su tiempo, se desmarca sistematizando el rechazo de los gobernantes tal como vemos de vez en cuando en Marat. Un poco a la manera de Rousseau, evoca con nostalgia una perdida edad de oro igualitaria, anterior a la sociedad, bajo cual las relaciones de dominio y la propiedad no existirían. Según una fórmula recurrente en sus textos, sueña, en 1788, en sus Apologues modernes à l’usage du Dauphin, con un tiempo «en el que no haya sobre la tierra ni amos, ni lacayos, ni soberanos, ni súbditos» (5). El nacimiento del Estado, la aparición de las leyes y el mundo político en general son otras etapas del proceso de decadencia que lleva a las distinciones sociales, la desigualdad y la confiscación del poder por una minoría.

Esta utopía, percibida a la vez como un pasado lejano y como un ideal a reconstruir, permite a Maréchal hacer una crítica virulenta de los gobiernos. Reclama la desaparición del Estado, y apela a su autodisolución: en los Apologues modernes, imagina una rey que, constatando con lucidez el carácter nefasto y superfluo de su función, decide reunir a sus súbditos para anunciarles su partida y la restitución del poder en ellos. Es la misma lógica que lo lleva en 1791, en Dame Nature, en la Asamblea Nacional a exhortar con aplomo a los diputados para que no se limiten a proclamar la libertad, sino que actúen por la igualdad real, absoluta, a que, por tanto, no descansen hasta que se haya abolido el Estado. Cree que la revolución se desinfla y que sus dirigentes olvidan demasiado rápido que el fin de la aristocracia no significa en ningún caso la desaparición de las injusticias sociales.

Dos años más tarde, en 1793, su decepción atañe esta vez a la República. Se da cuenta de que el cambio de gobernantes solo ha producido reformas superficiales. En Correctifs à la révolution, compara la sucesión de los regímenes con los ataques incesantes de bandidos que hay que rechazar una y otra vez: cualquiera que sea la forma de Estado, siempre es fuente de dominio y genera las mismas desigualdades (6). Frente a ese estancamiento, pues la revolución se contenta con sustituir un despotismo por otro, los individuos deben resistir al sentimiento patriótico -que es una quimera- y abandonar la sociedad: todo hombre debería tener el derecho a separarse de ella para vivir según sus gustos y sus propias leyes. Anticipando el rechazo anarquista de todos los tipos de gobierno (da igual que sean republicanos en vez de monárquicos), Maréchal defiende por tanto el derecho de secesión, la libertad de separarse de aquellos de quienes se reprueban los valores o la forma de organización.

Queda el modelo ideal, que se construye a modo de utopía para dejarnos perplejos. Maréchal, en efecto, preconiza la desaparición del cuerpo social en beneficio de un comunismo agrario (las tierras son colectivas) basado en la familia y bajo la égida patriarcal. En sí, podemos comprender el aspecto pastoral del proyecto. Se trata del mismo aliento idealista del retorno a la naturaleza y a la autenticidad rural que el de los narodniki rusos del siglo posterior. Y la voluntad de disolver la sociedad -cuya amplitud demográfica hace inevitable la aparición de un gobierno- prefigura la idea anarquista de una organización cuya unidad de base (la comuna) sea lo más restringida posible. Más dudoso, no obstante, es el puesto central otorgado al padre de familia, cuya tutela supuestamente «vigilante» se extiende sobre una comunidad de individuos ligados por la sangre (7). Sin olvidar el aspecto terriblemente misógino de este sistema: para que las mujeres se limiten a su función de guardianas del hogar familiar, Maréchal les niega toda actividad política llegando a pedir que se les prohíba aprender a leer. El interés de su obra, por otra parte innegable, conoce aquí una seria limitación (8).

Pero hay un segundo tema que merece una atención especial: el rechazo del Estado lo incita a desarrollar un antiautoritarismo inflexible que, a pesar de su violencia, no puede evitar atraer a los anarquistas. A finales de 1790 escribe en Révolutions de Paris -periódico a la cabeza de las exigencias revolucionarias- dos artículos de gran repercusión dedicados a la práctica antigua del tiranicidio (9). Fascinado (como Robespierre y Saint-Just) por la sacralización grecorromana del asesinato político y por figuras como Escévola o Bruto, defiende la legitimidad del asesinato de los déspotas. Anima a crear una «legión de tiranicidas» lanzada contra los reyes. Formada por una centena de voluntarios armados con pistolas y puñales, sería enviada por toda Europa para aterrorizar a los monarcas, poner fin brutalmente a su reino y abatir a los generales enemigos. Maréchal, a la manera de un Marat, considera que la muerte de un puñado de individuos permitiría salvar a miles.

¿Es este el delirio de un soñador confundido en política y cercano al fanatismo? En el clima de la Revolución francesa, fueron muchos los que se vieron herederos de los ciudadanos atenienses y romanos, para los que matar al tirano era un acto glorioso. Más aún, durante la fiebre republicana y antimonárquica que se adueña de París tras la insurrección popular del 10 de agosto de 1792, la idea fue seriamente retomada por el diputado Jean Debry: exige a la Asamblea Legislativa la formación de un cuerpo de mil doscientos tiranicidas dedicados a enfrentarse cuerpo a cuerpo con los soberanos en guerra contra Francia. Suscitando la exaltación de una parte del auditorio, apoyada después por una petición procedente de las secciones revolucionarias parisinas, la proposición llegó a ser votada antes de ser enterrada bajo la presión hostil de los girondinos.

A pesar de su aspecto irreal, el proyecto de Maréchal encontró un eco favorable en un sector de la opinión. Pero lo más interesante es la respuesta que da desde 1790 a quienes le replican que nada impediría a los reyes europeos enviar a su vez a sus propios asesinos para eliminar a los jefes revolucionarios. Según él, «de este grave inconveniente surgiría al menos la ventaja (…) de que los altos cargos, los elevados rangos, se convertirían en los puestos menos solicitados» (10). El resultado no sería tan nefasto si se tratara de hacer pesar una amenaza constante sobre quienes, tanto en Francia como en otros sitios, aspiran a las funciones del Estado y ceden «a la tendencia de la dominación» que Maréchal deplora en los hombres. A modo de filigrana, se dibuja un mundo en el que la autoridad es continuamente perturbada; en la que hormiguean los asesinos dedicados a acorralar sin descanso a los aprendices de déspotas para eliminarlos; donde acaparar el poder es un riego mortal. Y en ese mundo, los apuñaladores de tiranicidas serían «paseados por todas las plazas de las principales ciudades de Francia» (11) para recordar a todos el precio que se paga cuando se destruye la igualdad para someter a los demás.

Que quede claro, el interés no reside en esto, en la generalización de los asesinatos, sino en lo que simboliza: la búsqueda de un método para inmunizar por fin a la sociedad contra el deseo de superioridad social. Esta idea toma varias formas en el pensamiento de Maréchal. En 1799, en sus Voyages de Pythagore, cuenta la historia del pueblo de los ausonios, que vivían cerca del Vesubio y estaban tan preocupados por mantener la igualdad que deciden arrojar al volcán a todos los ambiciosos, a todos «los mortales lo suficientemente audaces como para considerarse gigantes ante sus iguales» (12). La desconfianza hacia el poder y sus desigualdades llevó a la instauración de un rito destinado a purgar regularmente a la sociedad y sus jefes. Como en el caso de los tiranicidas, la violencia del proceso puede chocar. Pertenece sin duda a otra época. Pero, a pesar de su aspecto excesivo, Maréchal lanza un claro mensaje a los anarquistas: el hombre no perderá jamás su gusto por la dominación; por ello, una sociedad igualitaria, sin amos, sin jerarquía, no podrá sobrevivir si no se inventan los adecuados modos de disuasión de las derivas autoritarias. Día tras día, a su manera, para seguir existiendo, habrá que ser tiranicida.

Notas:

1.- Piotr Kropotkin, La Gran Revolución, Editora Nacional, México 1967, tomo II, p.272.

2.- Max Nettlau, La anarquía a través de los tiempos, Júcar, Madrid 1977, p.20.

3.- Maurice Dommanget, Sylvain Maréchal, l’égalitaire, Spartacus, París 1950, p.423. L’Humanitaire fue publicado por Gabriel Charavay, un comunista antiautoritario. Solo salieron dos números hasta su prohibición.

4.- Daniel Guérin, La lutte de classes sous la première république, tomo I, Gallimard, París 1946, p.410-421.

5.- Apologues modernes à l’usage du Dauphin, Bruselas 1788, lección XLIII, p.47-48. El Manifeste des Égaux, que escribió ocho años más tarde, incluye esta fórmula: «Desapareced, por fin, indignantes diferencias entre ricos y pobres, entre grandes y pequeños, entre amos y lacayos, entre gobernantes y gobernados».

6.- Correctifs à la révolution, Cercle social, París 1973, p.96.

7.- En absoluto estrambótico, Maréchal se inspira en modelos que existían en la época (especialmente los de la «familia comunitaria» de los Quittard-Pinon) considerados como un proto-socialismo del siglo XVIII. Véase Maurice Dommanget, op. cit., p.243-245.

8.- Eso no le impide ser favorable al divorcio, rechazando que la mujer esté en posición de inferioridad en la pareja. Véase Françoise Aubert, Sylvain Maréchal: passion et faillite d’un égalitaire, Goliardica, Pisa 1975, p.70-71.

9.- Révolutions de Paris n.74, 1790, p.445-455 y n.77, 1790-91, p.615-627.

10.- Ibídem, p.622.

11.- Ibídem, p.619.

12.- Voyages de Pythagore, t.5, Deterville, París 1799, p.38-39.

Erwan
(Le Monde libertaire)
http://www.nodo50.org/tierraylibertad/307articulo6.html
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