[Viñeta] China, fábricas y pobreza

China, fábricas y pobreza

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En su artículo del pasado viernes, Roger Senserrich calificaba como moralistas a las múltiples críticas vertidas contra las inhumanas condiciones laborales que sufre la clase obrera bangladesí en fábricas como la que se derrumbó en Dacca. Asimismo afirmaba que las citadas fábricas, que trabajan para las empresas transnacionales del textil, son “probablemente lo mejor que le ha pasado a los pobres de Bangladesh en décadas”. Y argumentaba que gracias a la estrategia, habitualmente conocida como de crecimiento impulsado por la exportación, su economía estaba siguiendo los exitosos pasos de otras, como la china, que habían reducido la pobreza merced a ese tipo de crecimiento.

Desconozco si el señor Senserrich tiene un conocimiento suficientemente profundo de la economía bangladesí como para sostener todo lo que afirma. Pero su interpretación de las supuestas enseñanzas que Bangladesh puede sacar del proceso chino de desarrollo es incorrecta. Primero, la relación entre la citada estrategia y la reducción de la pobreza que se ha producido en China es cuestionable. Segundo, los mecanismos que explican el éxito del gigante asiático son de una complejidad mucho mayor que la que Senserrich plantea. Además, el autor no toma en consideración las negativas consecuencias que la estrategia exportadora ha generado (y genera) a nivel global al ser puesta en marcha por muchos países al mismo tiempo.

Para empezar, la importancia que la inversión extranjera ha tenido para la economía china ha sido menor de lo que habitualmente se afirma. En concreto, según las estadísticas de la UNCTAD, la inversión extranjera recibida ha supuesto porcentajes inferiores al 7% (en Bangladesh al 5%) respecto al total de inversión productiva, menos de la mitad que la media para los países en desarrollo. En China el crecimiento económico se ha alimentado, sobre todo, por la continua reinversión de beneficios por parte de las propias empresas del país, entre ellas las de los sectores estratégicos controlados aún por el Estado. Es decir, que, como mínimo cuantitativamente, las fábricas de bajos costes laborales han sido más importantes para el negocio de las transnacionales, que la llegada de éstas para el crecimiento de los países asiáticos.

Lo que es más importante, las mayores mejoras del nivel de vida de la población china no se han producido gracias a su apertura externa, sino a dos reformas agrarias. Los cálculos de las cifras de pobreza de China que son tomados como referencia muestran que su mayor reducción ocurrió durante las décadas previas a que, después de entrar en 2001 en la Organización Mundial del Comercio, China se integrase definitivamente en el mercado mundial. La consecución de la propiedad colectiva de la tierra en 1949, y su cesión en usufructo a las familias campesinas desde 1981, fueron suficientes para aminorar de manera sustancial la pobreza en un país que, aunque tiene una densidad de población menor que la de Bangladesh, padece uno de los porcentajes de tierra arable más bajos del mundo. Es decir, que existen alternativas a la industrialización por exportaciones para luchar contra la pobreza.

Por otro lado, Senserrich tampoco explica correctamente ni las causas ni las consecuencias de la explotación que se da en esas fábricas. La generación de lo que el autor denomina “oferta de campesinos” no responde a una decisión libre de aquéllos, sino que se encuentra relacionado con la evolución de los precios de los productos agrícolas. En China el gobierno los controla a través de la fijación de precios mínimos de compra. Debido a que desde mediados de los noventa los contuvo, se desencadenó un flujo de migración campo-ciudad de entre 200 y 300 millones de personas, en buena medida mujeres, que han sostenido la expansión de la economía china sobre la base de unas miserables condiciones laborales y unos salarios muy inferiores a su productividad.

A la inversa, el reciente incremento de los salarios industriales en China no es fruto de una reducción automática de la fuerza de trabajo migrante y una posterior inversión en bienes de equipo como las que Senserrich vislumbra en Bangladesh. Primero, en China dicha inversión solo ha provocado que el empleo crezca más lentamente, reduciendo, no aumentando, el poder de negociación de los trabajadores. Segundo, la contención de la migración y el incremento de los salarios sólo se han dado cuando, junto con otras medidas, el gobierno chino ha presionado de nuevo al alza los precios agrícolas. Es decir, que: i) las pésimas condiciones económicas que obligan a los campesinos a emigrar son creadas; y, ii) la mejora de los salarios industriales no se dará hasta que no se pongan en marcha las políticas adecuadas para ello.

Pero, además, de todo lo anterior, el señor Senserrich obvia algunas cuestiones fundamentales para poder evaluar adecuadamente la estrategia de crecimiento guiado por la exportación, en especial todo lo que tiene que ver con su efecto sobre la desigualdad de la renta. El empeoramiento de esta permite cuestionar por sí mismo los logros del crecimiento económico, pero resulta, también, importante porque es lo que explica la persistencia de la pobreza que se da en muchas economías a pesar de su crecimiento. En la china el incremento de la desigualdad desde un índice de Gini de 29 puntos en 1985 hasta uno de entre 47 y 61 en los últimos años ha provocado la aparición de fenómenos de pobreza urbana que apenas existían antes de la apertura externa.

En Bangladesh las estadísticas del Banco Mundial dicen que el índice de Gini habría disminuido ligeramente desde los 33 a los 32 puntos entre 2000 y 2010. Sin embargo, diversos estudios plantean que la desigualdad sería mayor (46 puntos) y se habría incrementado, aunque también levemente (desde los 45). Esta evolución explicaría el, en realidad, lento ritmo de reducción de la pobreza del que alertan. Algo que ha llevado a UNICEF a abogar por concentrase en la lucha contra las desigualdades, en vez de en el fomento del crecimiento, como método para disminuirla, especialmente en las nuevas barriadas urbanas, donde las condiciones de vida son incluso peores que en el campo.

Por otro lado, Senserrich tampoco tiene en consideración que la evolución de la desigualdad en estos países ha sido un factor clave en el empeoramiento de la distribución de la renta y la pobreza en el resto del mundo. El crecimiento de los salarios por debajo de las mejoras de la productividad de los trabajadores ha provocado una muy importante pérdida de participación de aquellos en la renta nacional, tanto en China, como en buena parte de Asia. Estas pérdidas se han traslado directamente, vía presión competitiva externa y amenazas cumplidas de deslocalización productiva por parte de las transnacionales, a una sustancial caída de esa misma participación de las rentas salariales en muchos otros países del mundo (Gráfico 1).

Gráfico 1: Participación de los salarios en la renta nacional (%)

China, fábricas y pobreza - 1

Fuente:  AMECO y cálculos propios para China

Dicha caída ha provocado un mayor enriquecimiento de las familias más ricas de esos países, al igual que en China (Gráfico 2), y también un incremento de la pobreza debido, entre otras cuestiones, a la aparición de los denominados working poors (personas que, a pesar de tener uno o más empleos, tienen un nivel de ingresos inferior a la línea de la pobreza). Todo ello muestra que la estrategia de crecimiento a través de la exportación es un juego de suma cero: si un país pone en marcha políticas de contención de salarios para mejorar su competitividad, lo que ganan en empleo sus trabajadores lo pierden otros en empleo, derechos e ingresos, siendo las empresas y los inversores los realmente beneficiados por el proceso, ya que mantienen sus márgenes e ingresos a pesar de la competencia externa.

Gráfico 2: Participación del 10% de familias más ricas en la renta nacional disponible (%)

China, fábricas y pobreza - 2

Fuente: World Top Incomes Database y calculos propios para China

Además, dado que los supuestos efectos positivos de la contención salarial sobre la competitividad se anulan recíprocamente, la estrategia exportadora impulsa el crecimiento de unos países a costa de otros. Es imposible que todos se beneficien de él, algo que no se dice cuando se llama a hacer como China: abrirse al mercado mundial y ganar competitividad a toda costa para exportar, crecer y salir de la crisis. De hecho, es una cuestión que Senserrich sólo menciona de pasada al referirse a Vietnam o Filipinas.

Pero más aún, la evidencia empírica demuestra que, en conjunto, las políticas de apertura externa y desregulación laboral emprendidas durante las últimas décadas ralentizaron las tasas de crecimiento a nivel global. No sólo eso, sino que el autor tampoco se preocupa de que si, en contra de la evidencia, la estrategia de crecimiento orientado a la exportación permitiese mejorar el desempeño de todas las economías, los límites ecológicos del planeta frenarían una hipotética reducción de la pobreza antes de que pudiese hacerse realidad.

Existen muchas razones más (como las expuestas en los múltiples comentarios que el artículo suscitó) para cuestionar los decimonónicos argumentos que esgrime el señor Senserrich. Haber utilizado estos antes del estallido de la crisis podría haber sido calificado de ingenuo. Hacerlo ahora, cuando la conculcación de nuestros derechos más básicos, además de amenazar con desencadenar una profunda dislocación social, está provocando sufrimientos como los que presenciamos cada día, aquí y en el resto del mundo, debería ser tildado, como mínimo, de irresponsable. Y revela las perversas consecuencias que provoca intentar reducir los debates económicos, políticos y sociales a una cuestión de argumentos técnicos supuestamente neutrales.

Viñeta: Kiko Makarro
Texto: Ricardo Molero Simarro
http://www.cnt.es/periodico
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