De constituciones, transiciones y procesos constituyentes

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Un año más el Estado español nos invita a celebrar el día de la Constitución. En general es una fecha aceptada en que debido a la miseria asalariada y existencial en la que vivimos inmersos, cualquier excusa es buena para tomarse unas vacaciones. Parece ser, por lo menos en Cataluña, que oficialmente sólo los miembros de los partidos soberanistas optan por no hacer fiesta en esta fecha, señalando su rechazo al españolismo y la españolización que destila la «Carta Magna» aprobada en 1978 por referéndum en el marco de la transición española, que no reconoce el derecho de autodeterminación de los pueblos sino sólo una autonomía descafeinada en el marco de una «democracia» liberal -que algunos califican de dictadura parlamentaria-. También, claro está, no cerrarán las puertas la mayoría de centros comerciales y tiendas, debido a la proximidad de la Navidad y el consumo que esta exacerba, esto quiere decir que muchas personas se verán obligadas a trabajar en esa fecha, no por convicción política sino por necesidad económica, y muchas otras utilizarán su tiempo libre para ir en masa a los centros de ocio y consumo.

Pero también podemos aprovechar esta jornada para otras cosas. Podemos dedicarnos, por ejemplo, a conocer nuestra historia de manera crítica y desde abajo, revisando los paradigmas de fondo que hemos asumido y sustentan la sociedad actual. También podemos hacer revisión de vida y autocrítica de por qué no tenemos nada que celebrar de la constitución que surgió de la transición de los años 70. Podemos plantearnos cómo salir de la quimera socialdemócrata respecto nuestras opciones de futuro, esta que nos quiere vender ahora una nueva constitución participativa y mejorada. Así como comprometernos a crear las condiciones para la utopía deconstituyente, desarrollando un nuevo imaginario político e integral y unas prácticas asociadas a él, para forjar una nueva civilización.

Este artículo pretende ser un granito de arena para facilitarnos este proceso.

La fecha de hoy, por activa o por pasiva, lo primero que nos debería llevar a la memoria es que somos pueblos e individuos esclavos, a nivel político, económico y social-existencial, tanto hoy como ayer. Esto no es algo nuevo inaugurado a finales de los años 70 con la Constitución que ahora nos quieren hacer celebrar, sino que la estela de las constituciones viene de más lejos y no sólo es rechazable por la «transacción» que esta última evoca en la memoria de muchos de nosotros, y ni siquiera meramente por ser española, sino por qué las constituciones siempre han sido símbolos de institucionalización y opresión de la vida del pueblo libre. Vamos a hacer un poco de memoria.

La Constitución de 1812 aprobada por las Cortes de Cádiz, fue un punto álgido de un proceso de expropiación de tierras comunales y abolición de costumbres populares de la cual las revoluciones liberales son amalgamas. Las propias Cortes fueron constituidas de forma elitista, ni las clases populares ni las mujeres estaban representadas y el mandato imperativo fue abolido en 1812 lo que instauró un sistema «representativo» de facto. Tanto en la Constitución como en los decretos aprobados en torno a ella, se instaura la idea abstracta de «Nación» como ente a gobernar superando los señoríos anteriores -lo que en Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca ya se había comenzado a hacer con los Decretos de Nueva Planta- y se impone el «sagrado derecho de propiedad», es decir la propiedad privada absoluta, que hasta entonces no había existido históricamente en estos términos. La religión católica pasa a ser una religión de estado y la instrucción pública obligatoria serviría para adoctrinar al pueblo en las ideas y prácticas del nuevo paradigma liberal. Se establecen las milicias nacionales, que suplantan a los somatenes populares y se imponen una serie de tributos estatales en metálico que obligan a las clases populares a vender su fuerza de trabajo y las tierras del común para poder hacerles frente, lo que provocó numerosas revueltas y insumisiones a lo largo de todo el siglo XIX. El pueblo se encuentra en una disyuntiva, como en tantos otros momentos históricos, donde no parece haber tercera vía posible: entre tradición y revolución, entre estado español o francés … los años siguientes serán años de revueltas constantes y las tres guerras civiles que tuvieron lugar no se pueden explicar de manera simplista como revueltas de campesinos y artesanos tradicionales y reaccionarios, sino como revueltas de las clases populares que veían como se derrumbaba su modo de vida basado en la subsistencia y como se terminaba a sangre y fuego con su cosmovisión, quedando en la incertidumbre si el nuevo modelo liberal satisfaría sus necesidades vitales, si la causa liberal sería una liberación o una esclavitud con nuevas formas.

La vida de la gente de a pie, sus necesidades básicas y esenciales, no cambian. Cambian las formas exteriores, la política, los gobiernos. Pero las personas, sea cual sea la forma que tomen las estrategias por las que satisfacemos ciertas necesidades, esto no cambia. Tampoco cambia sustancialmente la naturaleza de aquellos que pretenden erigirse en representantes y garantes de nuestras necesidades, y de la gestión de nuestra vida política. Después de la Constitución de Cádiz han habido muchas otras constituciones, como la Republicana de los años 30, que no han sido sino formas de querer mejorar y perfeccionar un sistema con el que se tiene que romper de raíz. La constitución republicana mantiene el sistema de partidos, el parlamento, un orden policial que garantiza el interés de Estado por encima de todo, por eso no puede ser tampoco considerada, por muy progresista que sea, como una norma liberadora, ya que la única libertad política posible que merezca tal nombre es aquella en la que el pueblo se autogobierna a sí mismo, en asambleas omnisoberanas confederadas. Tenemos que acabar con el mito de que las revoluciones y constituciones liberales nos liberaron del infierno de subyugación del Antiguo Régimen. Esta gran transformación que sucedió en muchos países europeos no fue más que «una revolución de los ricos contra los pobres» tal como indica Karl Polanyi. No fue ninguna «evolución natural» de la sociedad agrícola a la industrial y del antiguo régimen al capitalismo. Fue una guerra, una imposición en toda regla. Como decía Orwell «Quien no conoce el pasado, no entiende el presente, y por tanto no puede transformar el futuro». Para cualquier proyecto revolucionario es fundamental hoy en día revisar la historia y hacer una lectura el máximo de objetiva possible de esta, más allá de dogmas y mitos que han impregnado la cosmovisión actual capitalista y mercantil, y que son sus bases1. De verdad pensamos que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y que toda época pasada ha sido peor? La ideología del progreso así lo indica pero si nos atuviéramos a los hechos objetivos y fuéramos capaces de pensar al margen de la propaganda política seguramente lo veríamos de otra manera. El orden actual sólo se sostiene porque nos tiene simbólicamente colonizados, materialmente desposeídos y éticamente degradados.

Transición

Volviendo a la transición española con su carta magna de 1978, esto es, una nueva mutación del orden establecido, ésta nos permitió pasar de la cara cruda del sistema estatal-capitalista-desarrollista en forma de dictadura que sufríamos desde hacía 40 años, a un sistema de democracia representativa liberal igualmente estatalista-mercantilista-desarrollista que pudimos escoger mediante referéndum. La legitimidad que da este hecho debería hacernos ver que, cuando actuamos pensando en el «mal menor», cuando se nos da la posibilidad de participación ciudadana en la elección de nuestras propias cadenas, a menudo no hacemos más que lavarle la cara al sistema y reforzar estas. La transición fue un cambio formal, mucho más que esencial. Las élites dominantes aplicaron el principio de la célebre novela de Lampedusa «Hay que cambiar algunas cosas para que, esencialmente, todo siga igual». Es por eso que algunas personas ponen de manifiesto que se trató más de una transacción que de una transición.

¿En qué consistió esta transacción? La disidencia contracultural se «atontó» con el consumo de drogas y modas estéticas cada vez más alejadas de la transgresión política; las clases medias se contentaron con la autonomía a través del mercado y el consumo, con las prebendas del Estado del Bienestar y con tener una posición dentro del orden social; la clase obrera, ya del todo despojada, se dejó comprar por mejoras salariales y económicas y por el espejismo del «capitalismo popular». La legalización de partidos y sindicatos sirvió para frenar las movilizaciones radicales, para calmar los ánimos, pasando de una represión directa a una represión indirecta mediante la cooptación. Los pretendidos partidos de izquierda fueron colaboracionistas en todo momento, al igual que los partidos de derechas, con su fin de mantener esencialmente la estabilidad de un régimen en mutación, ya fuera por convicción o por falta de imaginación.

La vía revolucionaria no estaba a la altura de las circunstancias. No supo mantener una postura desestabilizadora y una estrategia a largo plazo preparándose para cuando llegaran mejores condiciones para actuar. No supo ni renovar ni reemplazar organizaciones como la CNT, a la que muchas personas con inquietudes -las que quedaban vivas- se dirigieron buscando de nuevo, después de un largo letargo, un horizonte por el que luchar. La expectativa popular y el contexto histórico demandaba mucho más que un sindicato revolucionario de trabajadores como forma organizativa. El pueblo no organizado en el mejor de los casos siguió efervescente con pequeños proyectos, pero ya sin las perspectivas de transformación total que da el advenimiento de un momento álgido; otros cayeron en la depresión y el nihilismo y la gran mayoría aceptó la situación con más o menos entusiasmo.

Así, hoy no tenemos nada que celebrar, y si mucho por lamentar: tenemos un deber de autocrítica muy elevado por lo que nos dejamos hacer. Superando el papel tanto de víctimas como de héroes para asumir las propias responsabilidades. También, ya va siendo hora de hacer un ejercicio de empatía colectiva y salir de un silencio impuesto por el miedo. Somos herederos de un silencio que corrompe la sociedad por dentro, como explica Clara Valverde poniendo sobre la mesa la transmisión generacional del trauma y la violencia en España en el siglo XX2. Sin romper con ese silencio, sellado con la Constitución de 1978, no puede emerger de nuevo una libertad de conciencia y actuación que permitiría desarrollar un orden social liberador.

Procesos Constituyentes

Llegados a este punto parece que actualmente lo mejor que podemos hacer para cambiar las cosas es seguir hablando de constituciones. Pero de una manera más moderna y participativa, de «procesos» constituyentes. Estos supuestamente nos deben independizar y llevarnos a una participación plena en nuestra vida política, a un autogobierno. Los partidos socialdemócratas herederos de la transición burguesa, aquellos que como hemos dicho aceptaron «que nos robaran el futuro y a cambio nos vendieran un porsche» como dice el cantante de rap Nach en una de sus canciones, pretenden ahora renovar el sistema y hacer una nueva transición.

Se entiende que para deconstituirnos de la constitución española es necesario constituirnos en una constitución catalana y republicana. El proceso constituyente para una república catalana sigue cayendo en la trampa de vincular independencia, autogobierno, participación etc. con la creación de un nuevo Estado catalán o con la reforma constitucional de un Estado español. El proceso constituyente no sale de la trampa porque desde sus bases socialdemócratas nos vende que lo que necesitamos es un estado fuerte para tener una democracia. Mientras los compañeros del Kurdistán están desarrollando un paradigma político -el confederalismo democrático3– en el que distingen claramente entre democracia y Estado, los impulsores del proceso constituyente siguen viendo sólo la cara bonita del Estado, la cara que ha servido para comprar la paz social durante tantos años y manteniendo la ficción de Estado “bueno” frente a capital “malo”.

A pesar de todo, al menos explicitan que de redactarse una carta, intentarían asegurarse de que esto fuera hecho de forma participativa y popular, lo que se ha de agradecer aunque teniendo presente que el hecho de que las formas cambien no afecta al fondo . Así, podemos caer en el peligro, como decía Malcolm X, que «si en el pasado se han llevado a cabo procesos verticales para alcanzar fines supuestamente democráticos, tal vez el futuro pasará por llevar a cabo procesos horizontales que nos lleven a fines verticales» . Este peligro deriva de querer cambiar las formas sin cuestionar la esencia, el paradigma de nuestra sociedad. Y mientras no entendamos los males de la socialdemocracia, mientras no entendamos que no podemos ni queremos volver a un estado de cosas profundamente degradador para nosotros y para las comunidades, injusto socialmente con el resto de la humanidad y destructor del planeta, no cambiaremos en esencia nada. Otra cosa que proponen para mejorar las formas es que si se tiene que hacer una declaración unilateral de independencia sea mediante un referéndum para saber qué mayoría social hay realmente en Cataluña que está a favor de la independencia. Mejorando esta forma, olvidan de nuevo que no se dan las condiciones subjetivas para que las personas podamos decidir con libertad de conciencia sobre cómo queremos gestionar nuestra vida política. Imbuidos por proclamas y programas desde fuera, alienados de nuestra historia popular, despojados de nuestras capacidades materiales, reflexivas y espirituales, cualquier referéndum no puede ir más allá de la farsa de las formas.

Asumir nuestra salida de la utopía socialdemócrata y reconstituirnos como seres con capacidad política-pública, comprometiéndonos no con una independencia formal sino con una real, junto a nuestros vecinos y vecinas, también es un proceso al que podemos dedicar la jornada de hoy.

Proceso destituyente y autogobierno comunitario

 Como pueblo tenemos el deber de pensar al margen, de constituirnos en comunidades conscientes frente a los intentos constitucionalistas antiguos y renovados. No podemos cambiar el sistema con las mismas categorías y las mismas formas de pensar que lo han creado y que permiten que siga existiendo.

El partidismo alternativo y el nacionalismo estatista siguen intentando sacar réditos de las cenizas del 15M hasta matar totalmente cualquier alternativa popular y comunitaria de independencia desde abajo. Se habla de proceso constituyente, ruptura democrática … però como dicen algunos compañeros de Galicia: «Aunque se pretendan remarcar ciertas pretendidas líneas de oposición entre izquierda y derecha, sindicatos y patronal, centralismo y independentismo nominal, la confrontación real se da entre el estatolatria jacobina, defensora de la dictadura oligárquica parlamentaria (que quizás pasará de «democrática y de derecho» a «radicalmente democrática») y el asamblearismo popular, heredero de la tradición de los consejos abiertos, entendido no en el sentido del autonomismo del municipio estatal sino como el autogobierno comunitario4. »

La Constitución actual nos ahoga como personas y como pueblos. «Cualquier proceso de independencia tiene que venir desde abajo y no debe tener ningún requisito previo, ninguna declaración institucional, consentimiento superior o evento catalizador, a pesar de que se necesita la voluntad de individuos y colectividades para iniciarlo (..). La independencia formal sólo se conquistará, si es que esto tiene alguna relevancia, cuando la mayoría de las comunidades del país practiquen de hecho su autogobierno integral. Sin embargo, como sancionó el propio Gandhi en su Testamento (1948), la «independencia política» transformó el movimiento en una estéril máquina parlamentaria que había renunciado a «conquistar la independencia social, moral y económica de la India entendida como sus 700.000 villas5«.

No podemos tropezar otra vez con la misma piedra. Si la izquierda sigue apostando en su mayoría por partidos y procesos constituyentes, debemos plantear una llamada a formar una red de personas y colectivos que promuevan una alternativa autónoma y destituyente, autogestionaria, y al amalgama de proyectos en esta línea que ya están en funcionamiento a unirse y proyectarse de forma común6.

Hay que negar la cosmovisión, los desvalores, la política y los fines últimos del sistema de dominación e ir desarrollando una cosmovisión, valores, línea política y fines estratégicos e históricos propios.

Aunque algunos nos digan que esto suena antiguo, quizás es el momento de gritar bien alto «sociedad vuelve a ser pueblo!»

Laia Vidal

NOTAS

1 A tal fin recomendamos los libros «El comú català», de David Algarra, u otros como «La democracia y el triunfo del Estado» o «Investigación sobre la II República española» de Félix Rodrigo Mora. Aunque no compartimos todas las opiniones y análisis de los autores mencionados pensamos que en ciertas cuestiones pueden ser esclarecedores.

2 En el libro «Desenterrar las palabras» publicado por Icaria editorial.

3 Para saber más podéis leer el libro «La revolución ignorada», editorial Descontrol.

4 https://www.15-15-15.org/webzine/2015/12/03/proceso-desconstituyente-y-autogobierno-comunitario/

5 Op.cit.

6 Revista “Una posición”, Nodos por la revolución integral, Cooperativas integrales, Auzolan, Autonomía Comunal, Zonas Autónomas y otros proyectos menos visibles y organizados que poblan el territorio: cooperativas y grupos de consumo, espacios okupados o autogestionados, comunidades convivenciales, sindicatos de barrio, oficinas de expropiación popular.

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