El Estado y el parlamentarismo

Los orígenes del parlamentarismo se remontan a la Edad Media europea, época en la que aparecieron los primeros órganos representativos bajo los auspicios de la Iglesia católica a través de los llamados concilios eclesiásticos. En dichos concilios se encuentra el germen de los cuerpos representativos estamentales y parlamentarios en Europa.[1] Estos órganos medievales se encargaban de representar a las grandes clases sociales, tanto al clero como a la aristocracia y a los elementos más destacados del denominado Tercer Estado. En la Europa continental encontramos el caso de Francia con los Estados Generales, mientras que en el reino de Castilla eran las Cortes. Por su parte en Inglaterra, desde la época de los reyes normandos, existía un parlamento que integraba a las grandes clases sociales.[2] En general esta institución operaba como contrapeso del poder regio, de modo que la corona en ocasiones se veía obligada a negociar con los representantes de los estamentos agrupados en estas cámaras para obtener concesiones en la forma de impuestos y tropas para sus guerras, lo que a cambio exigía la confirmación por parte del monarca de determinados privilegios que disfrutaban los integrantes de dichos estamentos.

Desde los mismos orígenes del Estado la comunidad política ya estaba compuesta por una minoría que detentaba la soberanía con la que disfrutaba de la capacidad para tomar decisiones vinculantes para toda la población, lo que se amparaba en el recurso a la coerción para su correspondiente aplicación. Durante la Edad Media la comunidad política la integraba la corona y los poderhabientes: aristócratas, clero y ciertos elementos del Tercer Estado a través de corporaciones y otras instituciones semejantes. Si bien es cierto que el reparto de poder entre la corona y los poderhabientes fue desigual al ser favorable para estos últimos durante el periodo medieval, paulatinamente fueron produciéndose sucesivos reajustes en las relaciones mutuas que a la postre cristalizaron en la formación de los primeros regímenes parlamentarios en Europa. Para entonces las grandes clases sociales fueron definitivamente integradas en las tareas de gobierno con la promulgación de constituciones que hacían del parlamento el depositario de la soberanía. Esto estuvo unido a la concesión y reconocimiento de la ciudadanía política a estas mismas clases sociales, lo que fue realizado a partir de un criterio de riqueza. De este modo sólo quienes ostentaban la ciudadanía política en virtud de su riqueza podían participar en la política, y por tanto elegir y ser elegidos para cargos institucionales. Sobre esta premisa se forjó el concepto moderno de la comunidad política en lo que vino a llamarse pueblo o nación. Por esta razón cuando en documentos históricos y oficiales se mencionaba al pueblo únicamente se hacía referencia a aquellas clases sociales que disfrutaban de la ciudadanía política, y que por tanto componían la comunidad política de la que la mayor parte de la población estaba excluida.

El parlamento fue integrado en las estructuras estatales y de este modo se convirtió en una institución más del Estado que durante largo tiempo fue un órgano determinante en la toma de decisiones políticas al constituir el poder legislativo del ente estatal. Pero el peso del poder legislativo declinó progresivamente como consecuencia del desarrollo de la rama ejecutiva del Estado, lo que fue sobre todo consecuencia de la dinámica de competición entre las diferentes potencias en la esfera internacional y de modo particular por el efecto producido por las revoluciones militares. En este sentido la búsqueda de los medios para preparar y hacer la guerra conllevó un desarrollo de la estructura organizativa central del Estado, sobre todo de su burocracia ante la necesidad de reunir los recursos financieros, económicos, humanos y materiales con los que preparar ejércitos cada vez mayores para guerras más costosas y devastadoras. Después de cada guerra la economía quedaba exhausta y el Estado endeudado, lo que requería una creciente intervención gubernamental sobre la sociedad y la economía para recomponer las capacidades nacionales con las que hacer frente a sucesivas carreras armamentísticas.[3]

En el s. XIX se generalizaron los regímenes parlamentarios en Europa occidental y llegó a establecerse un gobierno directo desde la cúspide del poder estatal hasta la base de la pirámide social compuesta por el pueblo llano. Este proceso de reorganización política y social estuvo acompañado, como acabamos de señalar, de un crecimiento de la rama ejecutiva del ente estatal. Si por un lado creció el tamaño de los ejércitos también lo hizo la burocracia con la aparición de diferentes departamentos ministeriales, órganos reguladores, cuerpos policiales, etc. Este crecimiento fue especialmente intenso y rápido al final del s. XIX, de forma que la estructura organizativa central del Estado dio un salto cuantitativo y cualitativo en lo que a su tamaño y capacidad de intervención se refiere, a lo que hay que unir un considerable aumento del gasto estatal. Durante esta fase final del s. XIX se dio un crecimiento de las funciones civiles del Estado como ocurrió con las comunicaciones, sobre todo ferrocarriles, pero también con la implantación de un sistema educativo obligatorio, a lo que hay que sumar un aumento de la intervención estatal en la economía, juntamente con la creación de programas asistenciales que fueron los precursores del Estado de bienestar, tal y como ocurrió en la Alemania de Bismarck.[4] A pesar de esta expansión de la burocracia estatal hay que apuntar que el Estado continuó siendo fundamentalmente una institución militar en la que el ejército acaparaba la mayor parte del presupuesto, sin olvidar que el poder militar disfrutaba de un elevado grado de autonomía dentro del Estado.[5]

La hipertrofia del poder ejecutivo unido a su progresiva normativización en su funcionamiento interno ha contribuido a una mayor institucionalización del ente estatal. Esto es lo que ha permitido que la burocracia, en tanto que parte integrante de la estructura organizativa central del Estado que detenta la titularidad formal del poder, se haya constituido en un actor político con sus propios intereses y que con ello haya dotado al Estado y a sus elites de una mayor autonomía al disponer de su propio ámbito. No cabe duda de que la expansión del Estado por medio de su burocracia civil y militar ha servido para una mayor politización de la sociedad, y que ello ha redundado en una socialización del parlamentarismo al suprimir las restricciones de fortuna que imponía el sufragio censitario mediante la instauración del sufragio universal. La nueva situación creada permitió la integración de diferentes sectores de la sociedad en las instituciones oficiales del orden constituido.

La expansión y crecimiento del Estado conlleva nuevas cargas sobre la sociedad que requieren ser compensadas de alguna manera, pues a medida que el Estado extrae nuevos y crecientes recursos económicos y humanos de la sociedad es preciso efectuar ciertas concesiones que legitimen esa situación. Por este motivo el parlamentarismo, que en su origen fue un sistema político altamente elitista en el que la política como tal era un asunto de notables, necesitó aumentar su legitimidad a través de la generalización del sufragio universal y la integración de otros sectores de la población que hasta entonces habían permanecido excluidos de los ámbitos de decisión política. De este modo surgió en la teoría del Estado moderno la corriente pluralista que concibe la modernización como una transferencia del poder político al conjunto de la sociedad, o como sugirió Bendix del rey al pueblo.[6] Así es como desde esta perspectiva teórica dicha transferencia se llevó a cabo en dos procesos, por un lado con la aparición de una contestación institucionalizada entre los partidos y grupos de presión que representaban una pluralidad de intereses en el seno de la sociedad, y en un segundo momento con la reivindicación de la participación del pueblo en esa contestación. Según este punto de vista la combinación de la contestación y la participación es lo que dio origen a lo que desde el actual establishment se llama democracia representativa, o democracia de partidos, y que Robert Dahl llamó poliarquía.[7]

A través de la llamada democracia de partidos, y siempre según la perspectiva pluralista, el Estado representa en última instancia los intereses de los ciudadanos en tanto que individuos, mientras que las clases sociales pueden considerarse los grupos de interés más importantes después de los partidos, o bien uno más entre los muchos que se contrarrestan entre sí en la lucha partidista.[8] Las corrientes pluralistas, que ideológicamente se ubican en el terreno del liberalismo, sostienen que las denominadas democracias liberales de Occidente posibilitan la existencia de un considerable grado de competición y participación suficiente entre grupos de interés y partidos políticos para producir gobiernos formados por elites competentes y responsables. De este modo las sociedades están gobernadas por una pluralidad de actores y no por una sola elite o clase dominante ya que las desigualdades de poder no son acumulativas sino dispersas.[9]

Las teorías pluralistas desempeñan una función legitimadora del parlamentarismo en el terreno ideológico, de manera que el Estado simplemente es un lugar que representa a la sociedad. La política de los partidos y de los grupos de presión irradia hacia dentro del Estado con el fin de controlarlo, lo que en el fondo no deja de ignorar que la soberanía como tal no se ubica en los parlamentos pues, como veremos más adelante, se encuentra radicada en la burocracia estatal así como en aquellas instituciones, como el ejército, las policías, los servicios secretos, etc., encargadas de mantener el monopolio de la violencia en manos del Estado para asegurar el cumplimiento de las leyes que dan forma al orden constituido. Además de esto las corrientes pluralistas caen en el error de considerar la sociedad como un todo que el gobierno se encarga de representar.

La teoría pluralista acierta al afirmar que las elites son plurales y diversas, lo que contrasta con la teoría elitista según la cual dichas elites están compuestas por una minoría más o menos homogénea y cohesionada que, de un modo organizado y centralizado controla y derrota a las masas desorganizadas.[10] Lo cierto es que en la elite del poder nos encontramos con diversos elementos de diferente procedencia, desde políticos a altos funcionarios, pasando por altos mandos militares, jefes de los servicios secretos, mandos policiales, periodistas, banqueros, empresarios, sindicalistas, abogados, jueces, fiscales, sacerdotes, consejeros políticos, intelectuales, etc. Pero las teorías pluralistas hierran al considerar el Estado sólo como un espacio en el que se desenvuelven las luchas políticas, y en última instancia como un instrumento al servicio de las facciones que lo controlan. Sin embargo, el crecimiento y desarrollo del Estado a través del poder ejecutivo de su administración le ha dotado no sólo de una creciente autonomía sino que sobre todo ha avasallado a los restantes poderes que lo integran, tanto el legislativo como el judicial. En la práctica el Estado es ante todo un actor que además tiende a maximizar sus propios intereses, lo que le hace llevar una labor distributiva en la sociedad al extraer de esta los recursos que necesita para su sostenimiento.[11] El Estado es en última instancia un invasor al preocuparse sobre todo por sus propios intereses,[12] lo que hace que el poder distributivo irradie desde el Estado y no hacia él como plantean las teorías pluralistas.

De lo que aquí se trata no es tanto desarrollar una definición del Estado sino de poner de manifiesto que la hipertrofia de su rama ejecutiva ha ido en detrimento de la influencia y capacidad decisoria que en el pasado tuvo la rama legislativa. El elevado poder que ha adquirido la rama ejecutiva del Estado, que constituye hoy por hoy el núcleo central del ente estatal como tal, le ha dotado de un grado inusitado de autonomía que le ha permitido llevar la iniciativa política en el contexto de los regímenes parlamentarios. Esto queda bien patente en el hecho de que más del 90% de las iniciativas legislativas proceden del poder ejecutivo, lo que ha hecho que en la práctica las cámaras parlamentarias se limiten a una labor de ratificación de dichas iniciativas. Los parlamentarios no elaboran las leyes, labor de la que se ocupan los altos funcionarios de los diferentes departamentos ministeriales. Los parlamentos se encargan de ratificar las propuestas legislativas que reciben del poder ejecutivo, con lo que en la práctica la soberanía es ejercida por la rama ejecutiva aunque formalmente el parlamento sea su depositario.

Es cierto que en los sistemas presidencialistas existe una más estricta separación de poderes que dificulta el entero sometimiento del parlamento al poder ejecutivo, como ocurre en los EEUU. Sin embargo, nada de esto impide que se produzcan acuerdos entre los representantes políticos de las cámaras parlamentarias y el poder ejecutivo para sacar adelante las diferentes propuestas legislativas. Pero al margen de esta particularidad que presentan los sistemas presidencialistas la regla general es que en los sistemas típicamente parlamentarios el color político del gobierno coincida con el color político de la mayoría parlamentaria, lo que facilita la aprobación de leyes y reduce la cámara parlamentaria a una máquina que se limita a votar y ratificar las iniciativas legislativas que el ejecutivo le presenta.

Lo anterior cuestiona el papel que tradicionalmente se le ha atribuido a la clase política y a los partidos en los regímenes parlamentarios. Si en la práctica los parlamentos no tienen tanto poder como siempre se ha pensado, entonces la clase política no es ni de lejos tan poderosa como en principio pudiera pensarse. El hecho de que un determinado partido llegue al gobierno no significa que detente el poder político como tal, pues más bien nos encontramos ante la situación de que el gobierno depende en lo esencial del Estado, y más específicamente de la administración en tanto que conjunto del aparato organizativo del Estado que ostenta la titularidad formal del poder. La administración como tal está inserta en el poder ejecutivo de manera que no es posible establecer una diferencia funcional entre esta y el gobierno. Así pues, no existe una separación entre administración y política sino que más bien se da una participación de la burocracia en el poder político y en las decisiones que este toma. En lo esencial el gobierno depende en todo del aparato organizativo de la administración, y más concretamente de los altos funcionarios que ocupan los cargos directivos en el seno de la estructura del Estado.

Es cierto que los políticos tienen la posibilidad de nombrar a los más altos funcionarios de los diferentes departamentos ministeriales, sin embargo esta capacidad está bastante limitada tal y como ocurre, por ejemplo, en el caso español. Así, el margen de maniobra de los políticos para nombrar altos cargos en la administración está regulado por la ley 6/1997, comúnmente conocida como LOFAGE (Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado), al estar reservados a funcionarios de carrera que reúnen los requisitos establecidos por dicha ley. Aunque cada vez que se forma un gobierno de diferente color político se nombran en torno a 6.000 altos cargos, quienes ocupan dichos puestos forman parte integrante de la burocracia estatal de la que proceden al cumplir con las exigencias que marca la ley para este tipo de nombramientos.

Incluso en los EEUU, donde históricamente ha dominado el spoil system caracterizado por el clientelismo con el cual los partidos purgan a los altos funcionarios para nombrar en su lugar a personal de confianza, terminó imponiéndose el principio de eficacia.[13] Para esta labor se recurrió a la corporación, invento americano por excelencia, debido a que ofrecía modelos de eficacia burocrática que no tardaron en aplicarse a la administración gubernamental.[14] Así es como para 1882, con la Pendleton Act, fueron clasificados diferentes trabajos de la administración federal para protegerlos de las purgas políticas para lo cual fueron establecidas medidas de selección a través de exámenes eliminatorios. Los puestos de la administración federal así clasificados pasaron del 10% en 1884 al 29% de 1895, el 45% en 1896 y el 64% en 1909. Después de la Primera Guerra Mundial se produjo una reorganización importante de la burocracia federal como consecuencia del esfuerzo de guerra en EEUU, de tal manera que este tipo de puestos alcanzaron el 80%, nivel en el que permanecen hoy día.[15] En cualquier caso el patronazgo aún persiste con los nombramientos en la cúspide del nivel federal de la burocracia, pero estos se han realizado siempre combinando la cualificación técnica con la lealtad al partido.

El poder del gobierno es muy limitado y está condicionado por la burocracia de la cual depende y que al mismo tiempo participa de manera activa en los procesos de decisión política, tanto mediante la redacción y propuesta de leyes como a través del consejo y asesoramiento a los líderes políticos del gobierno. Todo esto deja bien claro que el gobierno en última instancia es un apéndice del enorme poder ejecutivo que constituye la administración estatal. Por tanto, el peso de la clase política y de los partidos en el sistema de dominación parlamentario resulta ser bastante relativo.

A la luz de los hechos es natural preguntarse la razón de ser del parlamentarismo en un contexto en el que la soberanía reside de facto en el poder ejecutivo, mientras las cámaras parlamentarias en la mayor parte de los casos se limitan a ratificar las propuestas legislativas que reciben. Como ya se ha indicado anteriormente el parlamentarismo ha servido para legitimar el sistema de poder que representa el Estado, todo ello mediante la institucionalización de los conflictos sociales y políticos existentes. Esto es lo que ha dotado al Estado, y más concretamente al parlamentarismo, de un elevado grado de flexibilidad que le ha permitido reponerse de las crisis sociales, económicas y políticas a través de la canalización de las diferentes fuerzas sociales y políticas hacia las instituciones oficiales, creando de esta manera nuevas y sucesivas legitimidades a través de los diferentes procesos electorales. El parlamentarismo facilita la integración de los actores sociales y políticos en el entramado institucional del Estado, lo que hace que pasen a estar sometidos a la lógica de poder del ente estatal.

Los partidos políticos dependen en lo esencial del Estado, tanto en su aspecto formal al estar organizativamente regulados por las leyes establecidas, como en la dimensión puramente funcional en su relación con las instituciones en las que participan y de las que en ocasiones, tal y como ocurre en el caso español, reciben sustanciosas subvenciones directas e indirectas en la forma de dinero, pero también de ventajas fiscales, de apoyo infraestructural y logístico, y de otros muchos privilegios que les son exclusivos. Esto explica que a pesar de los eventuales cambios del color político del gobierno de turno la política llevada a cabo desde estas instancias sea esencialmente la misma que la de gobiernos precedentes, pues los partidos, una vez en el gobierno, se limitan a realizar y desarrollar la política del Estado.

A la luz de todo lo hasta ahora expuesto podemos concluir que el papel que desempeñan los políticos y sus respectivos partidos es el de meras comparsas del aparato estatal, sobre todo si tenemos en cuenta que no pocos líderes políticos son altos funcionarios en excedencia. El parlamentarismo convierte la política en una cuestión exclusiva de las instituciones, y por tanto de la elite dominante. La sociedad permanece totalmente excluida de los ámbitos decisorios mientras sus intermediarios, representados por los políticos, se limitan a mercadear con sus intereses y a conseguir toda clase de prebendas y beneficios. De este modo la lucha política y partidista que los políticos escenifican en los parlamentos forma parte del circo mediático con el que mantener distraída a la sociedad, además de dividida con el propósito de captar votos por medio de la demagogia y de la manipulación propagandista para, así, aumentar las subvenciones obtenidas y las correspondientes sinecuras institucionales. Mientras tanto la población permanece pasiva y muda ante el espectáculo político de parlamentos y campañas electorales.

El parlamentarismo es un sistema de dictadura política del Estado y de sus elites dirigentes. Se trata de un régimen en el que una minoría impone su voluntad al resto de la sociedad gracias a los medios coactivos que tiene a su disposición, sin olvidar la labor de manipulación ideológica realizada a través de la propaganda para crear el debido consentimiento social a tal estado de cosas. Frente a dicho modelo autoritario de organización de la sociedad sólo cabe contraponer aquel otro en el que la sociedad participe directamente en la política a través de asambleas populares soberanas, y pueda tomar de esta manera sus propias decisiones sin la existencia de instituciones coercitivas, económicas y adoctrinadoras que coarten su libertad política, civil y de conciencia. Sólo un orden social y político sin Estado y capitalismo, en el que la sociedad se autoorganice de un modo asambleario, pueden darse unas condiciones de libertad razonable que impidan las imposiciones de una minoría, tal y como acontece hoy en día.

Esteban Vidal

[1] Hintze, Otto, Feudalismo – Capitalismo, Barcelona, Editorial Alfa, 1987, pp. 90-91

[2] El poder regio en Inglaterra fue limitado por el parlamento y especialmente a través de la promulgación de la denominada Carta Magna en 1215, lo que constituyó el principal antecedente del parlamentarismo inglés que se desarrolló en los siglos siguientes. En cualquier caso merece la pena resaltar que ya en el año 1100 había sido promulgada la Carta de Libertades, lo que en cierto modo hizo que fuera precursora de la Carta Magna. Crossman, Richard H. S., Biografía del Estado Moderno, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1977, pp. 55-57

[3] Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, Madrid, Alianza, 2002. Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Clifford J. Rogers (ed.), The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Colorado, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Duffy, Michael (ed.), The Military Revolution and the State 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1980. Parker, Geoffrey, “Military Revolutions, Past And Present” en Historically Speaking Vol. 4, Nº 4, Abril 2003, pp. 2-7. Hintze, Otto, “La organización militar y la organización del Estado” en Beriain Razquin, Josetxo (coord.), Modernidad y violencia colectiva, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2004, pp. 225-250

[4] Mann, Michael, Las fuentes del poder social, Madrid, Alianza, 1997, Vol. 2, pp. 473-524, 624-662

[5] En la actualidad el caso más claro de autonomía del ejército dentro del Estado es el de los EEUU, donde el Pentágono acapara la mayor parte de los recursos del presupuesto federal mientras los generales desempeñan un papel decisivo en la política interior y exterior de esta gran potencia. Carroll, James, La casa de la guerra. El Pentágono es quien manda, Barcelona, Memoria Crítica, 2006. Wright Mills, Charles, La elite del poder, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, pp. 166-189

[6] Bendix, Reinhard, Kings or People: Power and the Mandate to Rule, Berkeley, University of California Press, 1978

[7] Dahl, Robert, Polyarchy, New Haven, Yale University Press, 1977

[8] Lipset, Seymour M., Political Man, Londres, Mercury Books, 1959

[9] Dahl, Robert, A Preface to Democratic Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1956, p. 333. Ídem, Who Governs? Democracy and Power in an American City, New Haven, Yale University Press, 1961, pp. 85-86

[10] Mosca, Gaetano, La clase política, México, Fondo de Cultura Económica, 2002

[11] Krasner, Stephen D., “Approaches to the state: alternative conceptions and historical dynamics” en Comparative Politics Vol. 16, Nº 2, enero 1984, pp. 223-246. Levi, Margaret, Of Rule and Revenue, Berkeley, University of California Press, 1988, pp. 2-9

[12] Poggi, Gianfranco, The State. Its Nature, Development and Prospectus, Stanford, Stanford University Press, 1990

[13] Skowronek, Stephen, Building the New American State: The Expansion of National Administrative Capacities, 1877–1920, Cambridge, Cambridge University Press, 1982

[14] Yeager, Mary A., “Bureaucracy” en Porter, Glenn (ed.), Encyclopedia of American Economic History, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, Vol. 3, 1988, pp. 895-926

[15] Mann, Michael, Op. Cit., N. 4, p. 614. Van Riper, Paul P., History of the United States Civil Service, Nueva York, Row, Peterson, 1958, pp. 191-223

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