De lo perjudicial que es creer en Dios en estos tiempos

De lo perjudicial que es creer en Dios en estos tiempos de «revoluciones árabes» vacilantes y del «bendito» urbi et orbe de Benedicto el Dorado

Curas no«Me gustaría, y este será el último y más ardiente de mis deseos, que el último de los reyes fuera estrangulado con las tripas del último sacerdote». Se otorga a menudo esta cita a Arlette Laguiller, reemplazando «reyes» por «patronos». También a Jean Meslier (1664-1729), en su testamento filosófico titulado Mémoire (1). Meslier, cura de su región, fue a espaldas de todos, a pesar de su sotana y su ministerio, uno de los adversarios más feroces de la fe y las religiones. Hasta su muerte, y al descubrir su obra, no se difundieron sus opiniones. Este texto ha conocido muchas vicisitudes debido a su contenido subversivo. Voltaire preparó una edición abreviada, expurgada de los pasajes más violentos no solo hacia el clero sino también hacia Dios -Meslier es materialista y ateo sin fisuras; Voltaire es deísta (2)- pero también hacia los burgueses y notables, también destinatarios de la ira revolucionaria de Meslier. Hay otras ediciones que proponen la siguiente versión de la secreta esperanza de Meslier, el ateo magistral «emboscado en su campaña ardenesa (3)»: «Sería justo que los grandes de la Tierra y todos los nobles fueran colgados y estrangulados con las tripas de los curas». Como quiera que sea, la idea es la misma… y es agradable. La pena es que solo existe en la cabeza de una pequeña minoría; entre los ateos hay muchos sin duda que se conformarían con un ateísmo burgués que derribara a Dios y su industria de la redención, pero sin interesarse apenas, ni siquiera en sus fundamentos, en la sociedad de clases. Así que el rechazo de Meslier, y el «Ni dios ni amo» de los anarquistas son la expresión constitutiva de una parte consecuente del proyecto de mundo al que aspiro yo.

La constatación es penosa para los ateos: la creencia en una entidad sobrenatural de poderes pretendidamente ilimitados, la bondad inconmensurable y los designios insondables es preponderante entre los humanos, en todo el mundo. Los pueblos se liberan de las dictaduras del Magreb o de Oriente y, sin retrasos, una parte de ellos se apodera del derecho a votar nuevamente adquirido para elegir a los VRP de la multinacional Theos & Co., una rama de Islam for ever, bajo la dirección de Oriente Próximo. Estos elegidos garantizan el orden moral y el orden económico. Harán arrodillarse y prosternarse al pueblo (que, en su mayoría, no se hace de rogar para humillarse así) ante el dictador celeste y serán inflexibles en cuanto al respeto de las sacrosantas «leyes» del mercado: los devotos y el becerro de oro capitalista reunidos en la ranciedad de las pseudo-revoluciones que creímos portadoras de demasiadas esperanzas para que pudieran ser ciertas, y que solo son repetitivas, tristes y vanas.

En cuanto a Benedicto XVI -inalterable héroe de los periodistas cató(l-d)icos, olvidadizos de lo que es el papa, especialmente, cabeza de la primera multinacional pedófila- el año 2011 ha acabado sin tener el placer de verlo palmar y asistir a una misa con cerveza alemana. No hay duda de que su muerte irá acompañada de los mismos ríos de lágrimas que las que se arrojaron a la muerte de Kim Jong-il, los oros de la Santa Sede incluidos. En su mensaje urbi et orbe de estas Navidades de 2011, el cristícola superior -así designa Meslier peyorativamente a los adoradores de Cristo- se dirige a los papícolas (adoradores del papa) reunidos, una tropa de mil millones de sometidos dispuestos a escuchar constantemente su viejo disco rayado: «¡Veni ad salvandum nos! ¡Ven a salvarnos! Es el grito del hombre de todos los tiempos, que se siente incapaz de superar solo las dificultades y peligros. Necesita poner la mano en una mano más grande, y más fuerte, una mano que se tiende hacia él desde arriba. Queridos hermanos y hermanas, esta mano es Cristo (…) Él es el médico, nosotros los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la salvación, hacia la salida del laberinto en el que nos encerramos debido a nuestro orgullo (4) (…) Juntos, invoquemos la ayuda divina para las poblaciones del Cuerno de África que sufren hambre, a menudo agravada por una situación persistente de inseguridad (…) Que el Señor pueda reconfortar a las poblaciones del sudeste asiático, especialmente Tailandia y Filipinas, que siguen todavía en situación grave debido a las recientes inundaciones».

B16 no ha pensado en evocar el fin de la guerra de los estadounidenses en Iraq, que ha costado cuatrocientos mil millones de dólares (5), en los que se lee «In God We Trust»; los soldados americanos lanzan unas bombas sin duda bendecidas por los limosneros, mientras que los iraquíes les lanzan las suyas propias en nombre de Alá. Es la cantinela grotesca de un mundo en manos de los iluminados… Y B16, con una ingenuidad tan creíble como la de un agente de Wall Street, «invoca la ayuda divina» para salvar del hambre a millones de africanos. ¿No resulta tentador, ante esta crápula moral e intelectual, investigar sobre la solución de Meslier y sacar las primeras tripas para contener ese diluvio de palabras insanas?

¡Ateízate!

Desde siempre, los humanos consolidan sin cuestionamientos fatales su creencia en un Dios omnisciente, creador de todo, decididor del destino del cosmos y de nuestras ínfimas existencias. Nos enfrentamos a un enigma antropológico fundamental: el de la vinculación inexpugnable de los humanos a la idea de Dios y, correlativamente, la situación asténica de la irreligión. En un artículo como este, no es posible tratar verdaderamente esta cuestión. A cambio, haremos unas observaciones mínimas, sin las que la crítica de la idea de Dios y la constatación del peligro de tal creencia por nuestra quietud vital y nuestra desalienación serían implanteables.

La crítica de las religiones -en cuanto a su base metafísica y ética, y no por sus manifestaciones folclóricas fácilmente sujetas a burla- es desgraciadamente apenas inaudible en nuestro país [Francia] (6), en el que la mayoría de los habitantes piensa que se trata de un asunto íntimo (entre ellos y «Dios»), en el que la ley de 1905 protege de las intrusiones religiosas en nuestras vidas y las concepciones metafísicas inherentes a la creencia en Dios son ideas legítimas. Pensar así es tener una visión limitada de la nocividad de la religión, y concebirla únicamente desde el punto de vista de Francia, país (todavía) relativamente protegido. Pero en el mundo, la relación creyentes/ateos está masivamente contra los segundos. Es por tanto «normal» desde el punto de vista de los manipuladores de ideas que poseen el poder mediático que el ateísmo sea colocado bajo la línea de visibilidad de las grandes concepciones del mundo y de las «otras espiritualidades» que están en boga en Occidente. (Excepto a través de Michel Onfray, el ateísmo está totalmente ausente de los medios de gran audiencia). Esta suspicacia o esta indiferencia condescendiente respecto al ateísmo son indignantes porque expulsan a propósito lo que hace al sistema de por sí el más adaptado para comprender el mundo y tratar de hacerlo lo más vivible posible, aquí y ahora y no en el otro mundo mágico y sin ninguna credibilidad. En una palabra, aunque pueda existir un ateísmo de derechas (en el mundo de las ideas, todas las quimeras son posibles), el ateísmo es un pensamiento revolucionario, en su proyecto de erradicación asumida de la tutela de un Dios que ordena, en el sentido militar del término y en el del orden que no está autorizado a derogar. En la recensión citada en la nota 3, el autor resume admirablemente la trama argumentativa de su amplio tratado sobre el ateísmo de Jean Meslier: «Toda la obra de crítica política y social de Meslier está subordinada a la crítica necesaria de la religión, que es inseparable de la crítica de la metafísica de la que se alimenta la religión». Convengamos al menos que se trata de una fuente de reflexión que debe resucitarse plenamente. En efecto, este razonamiento derriba, por anticipación, el esquema clásico que el siglo XIX pondrá en marcha en lo relativo a la religión: la crítica de la religión es subordinada a la crítica del poder económico, que va primero y determina el devenir de las afiliaciones religiosas y las devociones, permitiendo así las derivas que conocemos cuando nos vemos obligados por un izquierdismo adulterado a admitir que a veces, dialécticamente, la religión, aunque sea excesiva, es un mal necesario a partir del momento en que, en primer lugar, tiene como único origen la intención de un poder oculto (el capitalismo, aquí totalmente hipostático) encargado de manipular a las masas -lo que exonera a las religiones de sus responsabilidades finales-; y en segundo lugar, es susceptible de levantar una muralla contra la avalancha del liberalismo económico asegurándole una función de protección social donde los Estados abandonan a los pueblos paupérrimos. Lo que necesitamos es un Meslier de nuestro tiempo, no una fábula sustituyendo a otra fábula…

Pero en Francia, el ateísmo es silenciado, mantenido al margen, confinado a algunas asociaciones que se agotan por hacerse entender. En vano. Y es porque el ateísmo es percibido como un «hasta el final», una desmesura, cuando habría que comprenderlo como la respuesta proporcionada a la sinrazón suprema de los monoteísmos. Nos encontramos en 2012 igual que en 1770: «El ateísmo (…) parece alarmar a las personas, incluso a las más liberadas de prejuicios. Encuentran demasiado grande el intervalo entre la superstición vulgar y la irreligión absoluta: creen situarse en el término medio formando parte del error; rechazan las consecuencias admitiendo el principio; conservan el fantasma, sin prever que tarde o temprano producirá los mismos efectos y hará nacer las mismas locuras en las mentes humanas (…). Mientras el sacerdocio tenga derecho a infectar a la juventud, a acostumbrarla a temblar ante las palabras, a alarmar a las naciones en nombre de un dios terrible, el fanatismo será el amo de las mentes». Así se expresa a finales del siglo XVIII el filósofo de las Luces Paul-Henri Thiry d’Holbach, en su Sistema de la naturaleza. El hombre es uno de los más feroces -y qué bella y juiciosa ferocidad es esa- denigradores de la religión, de todas las religiones. Su obra está llena de instrumentos del pensamiento y de medios de defensa para nuestro tiempo. Desgraciadamente, tal como me informan amigos profesores de filosofía de secundaria y especialistas del materialismo de esta época, sigue siendo descrito como un hombre peligrosamente temerario, cuyas obras hay que coger con pinzas. Y Holbach de las Luces sigue en la sombra…

Ateízame

El ateísmo rechaza claramente la idea, inherente a la de Dios, según la cual los humanos poseen un alma inmortal. La ciencia se ha desembarazado de la noción de alma, que no corresponde a nada que pueda conocerse, experimentar o demostrar. Entonces, decir de cualquier cosa que no se puede objetivar y que, por añadidura, es inmortal, excede con mucho el sacrificio de la razón que desea conseguir un humano desembarazado de las cadenas mentales con las que la religión pretende sujetarlo. Además es inherente a la creencia en Dios el hecho de que existe para nosotros, sus criaturas, un paraíso y un infierno. Además de la simpleza de esta creencia, hay una idea extremadamente peligrosa al instaurar la tortura infinita como medio de castigo. El Dios de los creyentes de todas las capillas -al que no hay que escandalizar con nuestros planteamientos blasfemos- es en última instancia un psicópata, un Gilles de Rais a escala universal. Los adeptos del anti-sanatorio de los cielos nos amonestan y reclaman respeto y discreción: ¡sois ateos, pero callaos!

Como consecuencia de un debate que siguió a una conferencia que di en septiembre de 2011 en Lons-le-Saunier, invitado por la Asociación de Librepensadores de Francia (sección del Jura), un pastor protestante, muy simpático por otra parte, vino a hablarme del Evangelio, de la grandeza de ese texto sublime que no hay que confundir con los tormentos de la religión como institución humana, necesariamente fallida, incluso cruel, casi humana (7). Me aseguró -hay que ser cauteloso- que estaba de acuerdo con toda mi exposición. Pero yo había sido, desde luego, de una severidad extrema en lo relativo a las religiones, a sus servidores y creyentes, y en contra de la idea abyecta de la justificación teológica de la presencia del mal en un mundo forzosamente gobernado por un Dios infinitamente bueno y poderoso. Ofreciendo la mejilla izquierda, evocó el argumento clásico de los teólogos para «explicar» la presencia del mal, a saber, el libre albedrío otorgado a los Hombres por Dios (8). En sí, el argumento resulta claramente criticable, además es vano y escandaloso cuando se precisa que la libertad humana no tiene nada que ver con las catástrofes naturales que diezman las poblaciones sin que se trate, desde luego, de una decisión suya (véase más abajo el escándalo de la declaración de B16, en la que conmina a los humanos a regular las consecuencias de los desastres en gran parte naturales, mientras que la verdadera y única cuestión es la de la causa de las catástrofes naturales en términos de designio divino…). Incluso el asesinato de un bebé, por naturaleza inocente e incapaz de una libre decisión, es inexplicable por los teólogos, porque eso quiere decir que Dios no emplea jamás el poder sobre la libertad del asesino para detener su gesto fatal. En esto, el pastor, con la sonrisa helada, no quiso hablar. Y yo lo comprendo porque era imposible para él: todo religioso que rechace el libre albedrío (en el sentido teológico) se verá obligado, excepto en el fanatismo más absoluto, a convertir su fe en un escepticismo diluido por los dogmas de su Iglesia (9). Entonces, mientras los religiosos no se callen y pretendan ser los detentadores de los instrumentos de la moral y de la vida en comunidad, así como los intérpretes de la finalidad divina, como indica su ideología, por ejemplo -pero vaya ejemplo- en el genocidio de los judíos como indicio de un Dios incompetente, incapaz de oponerse al furor nazi, o la marca de un Dios vengador (ultrajado por sus criaturas, deberá exterminarlas), será necesario que los ateos se levanten y reclamen que los tribunales de la razón los obliguen a cesar en su proselitismo odioso, y quizás, por qué no, que brazos armados los inciten a ese silencio saludable.

Ateos de todos los países…

Creer en Dios es un cheque en blanco al pie de una página virgen confiada a los azares del destino. Es un poco como creer que se puede saltar desde lo alto de una montaña y que un milagro impedirá la caída funesta. Nadie hace eso y, sin embargo, la casi total humanidad ofrece al cielo una página en blanco ya firmada por la mano de Dios. Se me replicará que al ser inescrutables los designios de Dios, sería peligroso, para quienes quieran experimentar la caída, pensar que la misericordia divina acudiría justo en el momento de caer. Pero resulta que el argumento del ateo es imparable: ¿cómo un Dios tan bueno y poderoso ha creado un mundo en el que todo o casi todo es una fuente de peligro? ¿Cómo hacer compatibles esas constataciones con la descripción de un Dios legislador supremo del cosmos? ¿Cómo creer en tal despliegue de medios (la creación del universo, con sus miles de millones de estrellas, e incluso, si seguimos las teorías cosmológicas más especulativas, con una infinidad de universos) para llegar a un planeta irrisorio, víctima de seísmos, de marejadas, de caídas de asteroides y epidemias horribles, fenómenos en nada sujetos al famoso libre albedrío del que estaría dotado el Hombre por la sublime voluntad de su creador? ¿Quién es ese Dios despiadado o irrisorio al que habría que venerar? En 1935, el filósofo Bertrand Russell (1872-1970), en su fulgurante libro Ciencia y religión, resume así esta idea: «No hay nada más absurdo en el espectáculo de los seres humanos que tienen delante de ellos un espejo y piensan que debe haber una Intención Cósmica que, desde siempre, se dirige a ese objetivo… Si yo fuera todopoderoso y dispusiera de millones de años para entregarme a esas experiencias, cuyo resultado final habría sido el Hombre, no encontraría demasiadas razones para vanagloriarme».

Al margen de la crítica de esas aberraciones, lo que rebate en primer lugar el ateísmo es la estructura del poder intrínseco de la creencia en un Dios creador: es el dueño del mundo y de sus criaturas, y éstas le deben obediencia. El ateísmo es ante todo un rechazo de ese golpe de Estado permanente de Dios y sus tropas -el clero- cuando hacen de los humanos sujetos, devotos, servidores, títeres entregados a la adulación, esperando milagros y misericordia. La libertad -independientemente de mi adhesión a la tesis spinozista a ese respecto (ver nota 9)- no es un don del cielo, es una convención, un contrato y la construcción perpetua de nuestras relaciones unos con otros. En virtud de esta idea de una libertad a concebir y consolidar en el seno de la comunidad de los Hombres, y no en una relación de sumisión a un amo de humor caótico, es como debe reivindicarse esta divisa en todas partes y sin reposo hasta su llegada: «Ni dios ni amo».

Todo esto me hace pensar que la concepción de la religión como opio del pueblo puede quizás arraigar en un primer sentido. Para que tal sufrimiento -no haber escuchado a los que la imploran- y tal adicción sean aceptadas y concebidas como los valores más estimables, es preciso que procuren una ventaja física mayor, aunque sea irracional. Nuestra capacidad de aceptar las ideas irracionales ignorando el peso de la prueba empírica de su ineficacia, incluso de su peligrosidad, es un rasgo de la naturaleza humana. Por eso el combate de los ateos y los librepensadores es tan difícil… y debe ser llevado hasta el final sin descanso.

Notas:

1. Título abreviado. El título completo, y elocuente, es: Mémoire des pensées et sentiments de Jean Meslier, prêtre-curé d’Étrepigny et de Balaives, sur une partie des erreurs et des abus de la conduite et du gouvernement des hommes, où l’on voit des démonstrations claires et évidentes de la vanité et de la fausseté de toutes les religions du monde, peut être adressé à ses paroissiens après sa mort et pour leur servir de témoignage de vérité à eux et à tous leurs semblables (La Memoria es conocida con el título de Testament).

2. Doctrina que resume notablemente: El universo me embaraza, no puedo ni imaginar / que este reloj existe y no haya relojero.

3. Como dice Jean-Pierre Deschepper en una recensión de las obras completas de Meslier (Revue philosophique de Louvain, 69 (2), 1971), para hacer comprender la situación de Meslier, «sin relación con ninguno de los núcleos de pensamiento de la época, contando solo con su razonamiento, sus recuerdos de estudio y algunos libros», y ante la imposibilidad de hacer públicas sus opiniones impías.

4. Amor divino: «Es la vinculación sincera que todo buen cristiano, bajo pena de ser dañado, debe sentir por un ser desconocido, que los teólogos han hecho lo más malvado que han podido, para ejercer su fe. El amor de Dios es una deuda, le debemos mucho sobre todo por habernos dado la teología» (D’Holbach, Théologie portative, ou Dictionnaire abrégé de la religion chrétienne, 1768).

5. En 2008, la estimación era de tres millones de millones. Por entonces, en un libro titulado The Three Trillion Dollar War: The True Cost of the Iraq Conflict, los economistas Joseph Stiglitz y Linda Bilmes estimaron que esa suma podría haber financiado la construcción de ocho millones de alojamientos, la contratación de quince millones de profesores, los cuidados de quinientos treinta millones de niños, becas de estudios para cuarenta y tres millones de estudiantes, y cobertura social para todos los estadounidenses durante cincuenta años.

6. No estoy hablando aquí, evidentemente, de los ataques de carácter político e ideológico que sufrió el Islam por parte de la UMP y el FN; eso son partidos de esencia cristiana, preocupados por defender una religión contra otra.

7. Evangelio: «Significa buena nueva. La buena nueva que el evangelio de los cristianos ha venido a anunciarles es que su dios es muy colérico, que destina a la mayor parte de ellos a las llamas eternas, que su felicidad depende de su santa tontería, de su santa credulidad, de su santa sinrazón, del mal que se hicieron unos a otros, de su odio hacia sí mismos, de sus opiniones ininteligibles, de su celo, de su antipatía hacia todos los que no pensaron o actuaron como ellos. Esas son las nuevas interesantes que la divinidad, por una amabilidad especial, ha venido a anunciar a la Tierra; esas nuevas han alegrado tanto al género humano que desde que llegó el correo que las trajo desde allá arriba, no han hecho más que temblar, llorar, querellarse y pelearse» (D’Holbach, Théologie portative).

8. Libre albedrío: «El hombre es libre, sin eso los sacerdotes no podrían hacerle daño. El libre albedrío es un pequeño regalo con el que, por un favor distinguido, Dios gratifica a la especie humana; con la ayuda de ese libre albedrío, disfrutamos más que los animales y las plantas de la facultad de podernos perder para siempre, cuando nuestro libre albedrío no está de acuerdo con la voluntad del todopoderoso; éste tiene el placer de castigar a los que ha dejado libres de hacerle enfadar» (D’Holbach, Théologie portative).

9. La recusación del libre albedrío no regula por tanto la cuestión de la existencia de esta noción vaga, indispensable no obstante, que llamamos libertad. Sin duda se trata de un debate que habría que desarrollar más, pero nada nos impide pensar como Spinoza que «los hombres se equivocan cuando se creen libres; esta opinión consiste solo en que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que éstas están determinadas» (Ética, 1661-1675).

Marc Silberstein
(Le Monde libertaire)
http://www.nodo50.org/tierraylibertad/5articulo.html
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