[Ensayo] Postmodernidad, decadencia y crisis del pensamiento político clerical católico

Desde sus orígenes, la idea de dios es la primera idea que la clase dominante se hizo del Poder, su autoconciencia de clase. A partir de esa autoconciencia las religiones, especialmente las monoteístas, impulsadas por un fundador, fueron desarrolladas por un estamento o casta de esa clase, el clero o simplemente la casta militar, con la función  de racionalizar la dominación y presentar su orden social, económico y político como el mejor de los posibles y, en consecuencia, como inmutable.

En algunas religiones monoteístas, egipcia, judía, mazdeísta y cristiana, en el Islam el poder político es indivisiblemente  religioso y militar, al formarse una casta sacerdotal, como aparato ideológico del Estado, comunidad o pueblo, esta casta no sólo se limitó a legitimar y racionalizar la dominación sino que aspiraba, también, a dominar el propio Estado, sin cuestionar el orden establecido de la clase dominante de la que forma parte indivisible. Era una cuestión de quién tenía más poder si el ejército y la aristocracia civil o la casta religiosa.

Fue Sócrates el primero que, bajo la influencia de los sofistas y de algunos filósofos materialistas y mecanicistas que le precedieron, quién empezó a establecer una distinción entre sociedad política y sociedad espiritual. Según él existe un Orden Cósmico Universal al que se asocia un Orden Moral Universal, que es superior al orden político y social y, por lo tanto, éste debe ser guiado por aquél. O dicho con otras palabras, la casta sacerdotal debe dirigir el Estado y la comunidad política sobre la que domina, porque forma parte de en un orden moral superior. Son los fundamentos teocráticos del poder.

El concepto de determinismo astrológico impregna esta teoría. Y en el cristianismo será el fundamento teórico de su teoría del poder, de los valores, del deber y de la libertad. Se expresará, en términos absolutos y abstractos, algo parecido a lo que será el espíritu hegeliano, en el providencialismo y la gracia, que guían el devenir de las comunidades sociales y los individuos. De esa manera nada debe escapar al poder del clero. Sencillamente, las sociedades y los individuos deber ser aquello que decida el clero.

Sin embargo, con el desarrollo de las fuerzas productivas, del pensamiento político y científico y de los Estados nacionales, factor éste fundamental para afirmar la autoridad civil y política sobre el poder clerical, el Orden antiguo y medieval se fue desintegrando y con él se fue cuestionando el poder clerical. Porque el clero necesita de los otros aparatos del Estado, que ejercen fuerza, violencia física y violencia jurídica, el Ejército y el Derecho, como brazos armados para imponer la doctrina de dominación sobre los súbditos, sean esclavos, siervos o proletarios.

Y durante siglos el cristianismo permaneció en alianza indivisible con el Estado y su dominación, aunque no necesariamente con la persona, monarca o gobernante que gobierne en cada momento. Esta puede ser cuestionada no el Estado ni la forma de dominación. El Orden. De hecho, desde el siglo V hasta el siglo XIX, en los Estados que permanecieron siendo católicos, el clero católico y romano no necesitó más argumentos para mantener su posición de dominación, junto a la clase dominante, que el poder coactivo, legal y represivo del Estado católico. No se preocupó de elaborar estrategias porque la Inquisición y la ley se encargaban de condenar, perseguir y eliminar a todos los enemigos del poder, del Estado y del clero. Los heterodoxos.

Es importante retener la palabra Orden, puesto que de lo que se trata es de proteger el orden socio-político establecido en beneficio de la clase dominante. La argumentación socrática sería posteriormente desarrollada no sólo por Platón en su concepción ideal del Estado sino, fundamentalmente, por los estoicos. Cuya influencia en el cristianismo será determinante. Este Orden se construyó, y sigue construyéndose, sobre la existencia de clases antagónicas, cuya consecuencia es la existencia de lucha de clases. Que o son contenidas, en coexistencia y sumisión, bajo la opresión de ese Orden o éste será destruido por su negación, que el mismo orden ha generado: la clase dominada.

Las religiones monoteístas, asociadas al Poder y defensoras del orden, desorden establecido, harán todo lo imposible porque ese orden no cambie. Y lo harán tratando de dominar el poder, el pensamiento político, las teorías sobre los deberes opuestas a los derechos y libertades y obstruyendo el desarrollo del pensamiento científico. Tratarán de atrofiar el pensamiento para que nadie pueda elaborar ninguna teoría, ni política ni científica, que cuestione su dominación intelectual y política.La Ignorancia es el poder clerical.

El problema lo tuvo la Iglesia católica cuando, a raíz de las revoluciones políticas liberales, el Estado se separó de la Iglesia, abandonándola a su propia suerte e incluso desamortizando o nacionalizando sus bienes agrarios. Tardó un siglo en entender que su viejo Orden medieval y monárquico había sucumbido al empuje de tres revoluciones: la política e intelectual, la industrial y la científica. Hubo un momento en el que la Iglesia estuvo acorralada por todos estos avances: en la teoría del pensamiento político y origen del poder, la soberanía popular, en la nueva teoría sobre derechos y libertades y en las teorías racionalistas, empiristas, positivistas, darwinistas, marxistas, anarquistas, nihilistas… y del pensamiento científico.

Consolidados los nuevos Estados liberales, tuvo que elaborar, algo que nunca antes había hecho: una estrategia de supervivencia como casta sacerdotal que diera sentido a su razón de ser. El desarrollo del socialismo y anarquismo como amenazas a la propia burguesía y el hecho de que los derechos humanos se hicieran universales y no privilegio de los burgueses, creó las amenazas al nuevo orden burgués que favoreció la aproximación de la burguesía a la Iglesia y su inserción en los Estados como aparato ideológico de los mismos. De la conciencia de clase de la nueva clase dominante.

Pero, aún así, la Iglesia sólo podía imponer su ideología, sus valores y deberes, por la violencia, la ley y la coacción del Estado. Lo que resultaba cada vez más difícil porque esos Estados reconocían la existencia de derechos a sus propios explotados. El liberalismo político favorecía el desarrollo del proletariado y de una burguesía, revolucionarios anticlericales, que no estaban dispuestos a permitir que la Iglesia les impusiese su doctrina, sus valores y su orden político. El clero tenía que sobrevivir en los sistemas democráticos.

Lo importante de esta situación fue que, frente a la Declaración de Derechos y libertades individuales la burguesía reaccionaria al quedarse sin valores o al pasar a ser enemiga de los propios valores que sus revoluciones habían creado, tuvo que recurrir a la  Iglesia y su moral como autoconciencia de clase. Necesitaba legitimar su dominación, su voluntad de poder. Ideología que entraba en conflicto con los valores revolucionarios, pero no con los cristianos.

Volvía a establecerse  una alianza ideológica entre la nueva clase y la Iglesia.  El nuevo enemigo de la burguesía y del clero, el proletariado, dirigido por marxistas, socialistas y anarquistas, a veces por la burguesía revolucionaria, republicana y anticlerical, amenazaba el nuevo orden capitalista. Esa amenaza favoreció esa alianza y exigió a la Iglesia, como intelectual orgánico, la elaboración de nuevas estrategias que garantizasen la supervivencia de su clase social y de ella misma, como voluntad de poder.

En respuesta a esta necesidad elaboró una nueva estrategia: el posibilismo o teoría de la tesis e hipótesis. En esencia, consistía en que los católicos, la derecha, se organizasen en partidos políticos, conquistasen el poder vía elecciones y ocupasen el parlamento para, mediante la legislación, imponer la doctrina cristiana contra la ideología revolucionaria, conciencia de clase del proletariado y burguesía revolucionaria: la Declaración de Derechos y libertades

Pero no era suficiente luchar contra las libertades desde la democracia parlamentaria y representativa, era necesario destruir esa democracia como plataforma de las revoluciones liberales, marxistas y anarquistas. Es así que, finalizando el siglo XIX y anticipándose en veinte años a lo que posteriormente serían las ideologías totalitarias, el papa León XIII, como alternativa a los Estados democráticos y liberales, propuso la organización de un Estado corporativo que eliminara los sindicatos socialistas y anarquistas y todos los partidos políticos. El Estado, sin partidos políticos, sin sindicatos de clase y sin derechos y libertades individuales, debería ser dirigido por la burguesía reaccionaria. Bajo la autoridad moral del clero. En Francia y en España el clero ya era el intelectual orgánico y el organizador de la resistencia política de la burguesía reaccionaria. En ambos países se vivieron casos paralelos.

Además, esta propuesta de Estado totalitario la complementó con lo que se llamaría cuestión social cristiana. Por vez primera en la historia milenaria de la Iglesia católica ésta se preocupaba por la situación económica de los explotados. Este Estado debía mejorar las condiciones de vida de los proletarios con el objetivo, no de mejorar las condiciones de vida de los proletarios, algo moralmente irrelevante, en orden a la salvación de las almas, lo único que da sentido a sus vidas, como explicará en su encíclica “Rerum novarum”, sino con la finalidad de impedir que se arrojaran en manos de socialistas y anarquistas. Que fueron condenados en sus encíclicas.

Con sus sucesores, especialmente Pío XI, la Iglesia se asoció a todos los dictadores de los años treinta, en la esperanza de que el programa ideológico de León XIII se cumpliera. Y de hecho se aplicó el pensamiento político clerical de aquél papa, ratificado por éste en su encíclica conmemorativa “Quadragessimo anno”, en todas las dictaduras católicas, incluido el fascismo italiano. En Alemania Hitler no permitió someterse al poder clerical, pero lo tuvo a su lado mediante la firma de un concordato que luego incumplió. Incumplimiento que molestó al papa, no la ideología totalitaria. Sin embargo, esta estrategia de imponer un Estado totalitario fracasó frente al comunismo soviético y las democracias anglosajonas. Los enemigos del poder clerical: democracia liberal, socialismo, comunismo y pensamiento científico triunfaron y se consolidaron. La Iglesia permaneció en territorio liberado por las democracias anglosajonas. Y tuvo que reelaborar su estrategia de conquista del poder. Aceptada la derrota, había que definir los enemigos para combatirlos desde dentro y desde fuera. Un enemigo estaba fuera: el comunismo. El otro enemigo estaba en las democracias, dentro del mecanismo democrático parlamentario y representativo: la Declaración de Derechos y Libertades Individuales.

Hábilmente, la Iglesia empezó a distinguir, en los sistemas democráticos, entre ese mecanismo de funcionamiento electoral y parlamentario y la Declaración de Derechos, la “ideología de la democracia” en expresión de la propia Iglesia, que contiene toda constitución democrática. Entendió perfectamente que su enemigo son los derechos individuales y se propuso atacarlos desde la democracia. Ya no cuestiona el mecanismo democrático, porque le sirve perfectamente a sus objetivos. Lo que cuestiona son los derechos. Este es el matiz teórico en la actualidad.

La estrategia será la misma del posibilismo, tesis e hipótesis, pero el principal objetivo es destruir los derechos y libertades individuales. Según se formulan en las Declaraciones de derechos y no según los formula la Iglesia, que se limita a hablar de derechos sociales con sentido paternalista y populista. Hoy día lo que caracteriza su campaña propagandística de combate contra las libertades es desprestigiarlas. Calificando los derechos y libertades de: “pensamiento débil”, “ocaso de las ideologías”, “agotamiento del modernismo”, “relativismo moral”, “crisis de conciencia”… porque los derechos y libertades están agotados ya que, según la Iglesia, han “fracasado”.

Este ataque ideológico se prepara, organiza y lanza, teniendo como argumento de autoridad y fuente documental, las encíclicas de Juan Pablo II: “Razón y fe”, Centessimus annus” y “Veritatis splendor”. Desde finales de los años ochenta, estamos asistiendo a un ataque clerical-ideológico, preparado en Universidades católicas, especialmente en aquéllas que han estado protegidas por dictaduras militares católicas en Argentina, Chile, Perú… A lo largo de este ensayo, iré desarrollando las ideas anticipadas en este apartado. La documentación que cito me parece necesario reproducirla para que el lector conozca en sus textos el pensamiento político católico.

El problema de todas las religiones monoteístas, por supuesto de la Iglesia católica, no es que ésta tenga la fantasía neurótica de afirmar que un dios, que por cierto es el de los judíos, los haya elegido a ellos para revelarles el secreto de su verdad y encomendarles la misión inevitable de salvar las almas de todos los seres humanos. El problema es que es revelación divina la entienden como una misión que les obliga a imponérsela a toda la humanidad. En términos socráticos y platónicos, ellos tienen la verdad y nos la tienen que imponer. En definitiva no es otra cosa que voluntad de poder, el objetivo patológico que estimula al clero. Porque dios es dominación y en él están los orígenes de la teoría del Poder.

Propiedad, familia, orden y religión representan el modelo ideal de organización social con el que debe construirse todo sistema político religioso, de derechas y autoritario. Se defiende un  orden social inmutable, a pesar de estar fundamentado en la existencia de clases sociales antagónicas, explotadores y explotados. Y se defiende la propiedad privada de los medios de producción, sencillamente porque la Iglesia es propietaria de grandes riquezas: latifundios, empresas, centros educativos, universidades, hospitales… es hoy día una organización multinacional de servicios educativos y sanitarios.

Donde hay propiedad hay dominación. Si se elimina esa propiedad se elimina la dominación. La Iglesia, defendiendo esta propiedad, defiende la autoridad, la dominación, el poder. En la familia autoritaria de tipo católico, aún la familia más humilde, reconoce al hombre la propiedad de los bienes familiares y sobre la mujer y los hijos. Al hacer propietario al padre de familia le reconoce una autoridad que es reconocida por los miembros de la familia. Una familia no autoritaria desintegra el concepto católico de dominación. Sobre la propiedad se sostiene la dominación, la autoridad, el poder.

Y, en defensa de sus propiedades y de su poder, condena ideológica, política y religiosamente el socialismo, el comunismo y el anarquismo porque proponen la socialización de la propiedad, la familia plural y diversa, feminista, no homófoba, democrática no autoritaria y niegan, sencillamente, el poder de dios o el clero. Defendiendo la propiedad, está defendiendo el origen social y político de la dominación. De su propia voluntad de poder.

¿Cómo llegó el clero a elaborar la conciencia de clase de la clase dominante? Del poder. ¿Qué teoría del poder, de valores,  de la libertad, de la soberanía, de la democracia? La Iglesia se consolidó gracias al interés de los emperadores romanos y posteriormente de los francos y de los Habsburgo. Fue el interés del imperio romano lo que decidió que Constantino legalizara la Iglesia, impusiera una profesión de fe común, el Credo, que unificara religiosa y políticamente a todo el imperio y a todos los cristianos, y acordara la redacción final de los evangelios. Y acto seguido, conseguida la unificación política y religiosa,  el emperador Teodosio impuso el cristianismo como única religión estatal.

En el siglo V, el emperador Valentiniano ratificó la decisión de nombrar al obispo de Roma como máxima autoridad religiosa, poniendo las bases del papado. Poco después, el papa Gelasio I, retomando una concepción providencialista y determinista de la Historia, expuesta por San Agustín de Hipona en su libro: “La ciudad de dios”, elaboró la teoría católica del poder. Muchos siglos antes, Moisés ya había elaborado su propia teoría del poder de origen divino en el Pentateuco. Lo fundamental de esta teoría es: que todo poder viene de dios, único soberano de origen; que ese poder es autoritario, machista, antifeminista y homófobo; que existen dos poderes: el civil y el clerical o religioso.

Como ya había dicho Sócrates, referente a la existencia de un orden moral superior, ese orden lo representa dios y la Iglesia católica. Por lo tanto todo orden social y político debe subordinarse al orden moral. Esta es, hasta el día de hoy, la teoría clerical del poder. Su sistema de valores y su concepción de la libertad contribuyen a garantizar esta teoría. Para imponer su voluntad de poder, el clero desarrollará, en función de la lucha de clases y la correlación de fuerzas en cada momento histórico y político, varias estrategias.

Y sin embargo, abandonada a su propia suerte tras la caída del Imperio romano, la Iglesia acabó quedando reducida a la ciudad de Roma. Europa estaba bajo dominio de francos, germanos, visigodos y musulmanes, caso de Hispania, ostrogodos y lombardos, caso de Italia. La Iglesia occidental estaba a punto de desaparecer. La salvaron los francos y la reorganizó el emperador Carlomagno. Su auténtico refundador, más importante que San Pablo, porque fue él quien la organizó y creo los feudos clericales sobre los que se construirán los Estados feudales de la Iglesia y el propio Estado clerical italiano.

La Iglesia como propietaria de grandes feudos se constituyó en una institución clerical corporativa con capacidad de desafiar a los demás señores feudales y a los reyes. Acabó siendo una Estado dentro del Estado y terminará siendo un aparato ideológico del Estado en toda sociedad clasista. Esta autonomía económica y organizativa garantiza la existencia de la Iglesia paralelamente al Estado, con el que se identifica pero no se confunde.

Durante mil años, la Iglesia dominó la Edad Media imponiendo su dictadura moral al servicio de los imperios, reinos y gobiernos feudales. La fe, la teología y la escolástica se impusieron sobre la libertad y la ciencia. El resultado fueron mil años de atrofia intelectual, política y científica. El orden social permaneció estático. Cualquier pensamiento que entrara en conflicto con la fe era una amenaza para el Poder. Declarado hereje, era condenado y purificado en la hoguera. Con estos métodos, ni la literatura, ni la ciencia, ni la filosofía pudieron desarrollarse. El mundo medieval había sido sacralizado. Lo laico, lo humano, el mundo, el demonio y la carne fueron sus enemigos encarnizados.

Durante estos mil años de sacralización de todo lo existente, de dominio absoluto del clero, el poder clerical entró en conflicto con los poderes laicos. Los papas Gregorio VII, en su bula “Dictatus papae”; Bonifavio VIII, en la suyo “Unam Sanctam”, Pío II, en su “Execrabilis” y finalmente el Concilio de Trento, siglo XVI, no dejaron de reivindicar el derecho a un poder teocrático sobre todos los gobernantes más allá de la autoridad religiosa. Si el origen del poder y la dominación no es otro que dios, de quien los gobernantes reciben su autoridad, siendo la Iglesia el intermediario entre dios y el gobierno civil, debe ser ésta la que gobierne sobre los propios gobernantes.

Los gobernantes, sin dejar de sentirse cristianos, ni renunciar al mismo sistema de valores, rechazaron esta voluntad teocrática del clero.

Fue  un conflicto entre los poderes laico y clerical, que ya venía manifestándose desde el siglo XI, y acabaron enfrentándose frontalmente a partir del Renacimiento. Con Lutero, Calvino y los anglicanos, protegidos  aquéllos por los príncipes y organizados éstos en torno a la monarquía Estuardo, una serie de pensadores empezaron a elaborar  una nueva teoría del poder.

La idea más radical fue un ataque al poder clerical teocrático desacralizando la sociedad y  secularizándola o humanizándola. Frente al clero las nuevas teorías humanistas situaron al ciudadano y a la sociedad como sujetos de soberanía. La recibieran o no de dios, eso pasó a ser contemplado en un segundo lugar. En esta época se crean las teorías pactistas o contractuales, que no reconocían al clero ningún poder, porque son la comunidad política y el monarca quienes consensuan quién debe ser el gobernante, sin dejar, nunca, la comunidad política de ser la fuente del gobierno y ante la cual ese gobierno es responsable de sus actos; las teoría de la soberanía nacional, que acentuaban que la comunidad y no dios es el origen del poder.

Se elaboraron nuevos lenguajes, palabras y conceptos de origen, también, calvinista. El “derecho de resistencia” al poder cuando éste no gobierna para los gobernados y de la “razón de Estado” para legitimizar el derecho de resistencia del poder contra sus enemigos. La libertad religiosa fue, finalmente, ratificada en la paz de Wesfalia, 1648, después de un siglo y medio de guerras político religiosas entre católicos y los nuevos Estados. La Iglesia católica y el Imperio fueron derrotados. Europa quedó fragmentada religiosamente hasta el día de hoy.

Lo cierto es que estas teorías de origen anticlerical fueron utilizadas, a conveniencia, tanto por unos como por otros para justificar tanto la lucha contra la opresión como el derecho de resistencia contra la revolución. Las mismas órdenes religiosas, dominicos, franciscanos, agustinos, ya habían cuestionado el poder teocrático y defendido, sobre todo los franciscanos, el poder del concilio. El papa tenía pocos defensores, más allá de sus propios ejércitos, aliados circunstanciales y del emperador. Y existía una tendencia nacionalista dentro de los obispos de los diferentes Estados católicos, que hubieran acabado desintegrando la autoridad papal y la propia existencia de la Iglesia católica.

La idea general que dominaba era la luterana, según la cual la religión debía limitarse solamente a los asuntos espirituales y no intervenir en los políticos, sometiéndose el clero y la Iglesia a la autoridad civil y a su servicio, como única autoridad. Todo lo contrario de lo que defendía la teocracia imperial católica y romana. Estuvo a punto de reproducirse la misma situación que ya existió en los siglos VI y VII cuando la cristiandad quedó reducida a la existencia de papa en Roma.

 La orden de los jesuitas, creada en el siglo XVI, militarmente estructurada y concebida para defender la teocracia papal, a cualquier precio, salvó la existencia del poder pontificio y de la misma Iglesia durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Con el resultado final de identificar la Iglesia con la persona del papa. Una autoridad absolutamente totalitaria. Divinizada como los emperadores romanos. Las ambiciones de las órdenes y de la jerarquía de organizar más democráticamente la Iglesia, delegando su autoridad en el concilio, fueron enterradas. Los jesuitas protegieron al papa defendiendo la teocracia con todo tipo de rocambolescos argumentos.

El jesuita Mariana en su escrito “De rege ac regis institutione”, se limitó a defender la tesis teocrática tal cual fue expuesta por los papas en las bulas, ya citadas, durante la Edad Media. El jesuita Suárez también defendió la teocracia pero más sutil y rocambolescamente utilizando los argumentos calvinistas del doble pacto o contrato social. En su libro “De legibus ac deo legislatore” y por exigencia papal, en el que escribió para atacar la tesis del nuevo monarca inglés Jacobo I, expuesta en su libro “La verdadera libertad de los monarcas cristianos” en el que el monarca afirmaba que él recibía la soberanía directamente de dios y que el clero debía someterse a su voluntad y no viceversa, atacó esta tesis en su ensayo “Defensor fidei”.

Tomaba, como punto de arranque, la teoría calvinista del doble pacto para afirmar que el rey recibía sus poderes del pueblo, pero el pueblo era solamente un intermediario de dios, que era el origen del poder. De manera que como la sociedad estaba sometida al orden moral superior, cuyo máximo representante es el papa, éste tenía el derecho, aunque fuera indirectamente, de intervenir en los asuntos políticos. El poder clerical no sólo estaba por encima del poder civil sino que podía exigir a los gobernantes que cumplieran y aplicaran a los súbditos la doctrina cristiana siguiendo los dictados de la Iglesia o del papa. esta tesis teocrática sigue vigente en la actualidad.

En la lucha político religiosa desencadenada en el siglo XVI, al cuestionar la teocracia se cuestionó, también, el concepto de libertad. Nunca antes la Iglesia estuvo interesada en hablar de libertad porque sus valores se limitaban a proponer la humildad y obediencia ante el poder. A no cuestionar en ningún caso su dominación. Pero los luteranos pusieron en manos del libre examen, del racionalismo en la libre interpretación de la palabra de dios en los textos bíblicos, en las obras, la fe y la voluntad divina o gracia la salvación.

Por su parte, los calvinistas, defendieron la tesis de la predestinación dejando en manos de dios el destino de cada uno, previamente determinado. La Iglesia, retomando la tesis de Erasmo conocida como “libero arbitrio”, trataba de diferenciarse de sus oponentes reformistas con un argumento arteramente rocambolesco. Y elaboró la teoría de que el hombre es libre para elegir entre el bien y el mal. Por lo que la libertad consiste en el acto de elección del Bien, la Verdad. Eso es lo que te hace libre. Si eliges el mal ya no eres libre. Evidentemente si eliges la Verdad significa que te sometes a la autoridad católica y a su doctrina. Por lo que para ser libre debes obedecer ciegamente, la fe, la teología y la doctrina. La libertad queda, así, rocambolescamente identificada con la obediencia y sumisión al poder clerical. Ser libre es obedecer a dios. O lo que es lo mismo, al clero.

Quedaba por resolver otra contradicción. Aún en el supuesto de que la libertad dependiera de la voluntad del hombre para elegir, ese instante de autonomía suprimía el papel de la gracia divina que, sin embargo, es necesaria para salvarse. Ya que el hombre no puede salvarse por sí solo si no cuenta con la atracción voluntaria de dios hacia él. La contradicción la resuelven dándoles, siniestramente, la razón a calvinistas y luteranos puesto que se ven obligados a reconocer que la gracia es imprescindible para salvarse. Aunque la voluntad humana se someta a la doctrina, sin gracia divina no habría salvación. Y es que la libertad está orientada a la salvación del alma. Nunca al ejercicio de derechos individuales. Tu alma sólo la puedes salvar si obedeces humildemente la Verdad divina. En eso consiste la libertad cristiana.

Una teoría del poder teocrático no pude elaborar un concepto de la libertad basado en el ejercicio de derechos individuales porque este concepto cuestiona la sumisión al poder. Es una amenaza para el poder. Esta tesis la van a desarrollar los católicos a lo largo de los siglos XIX y XX que fue cuando los derechos se impusieron sobre la concepción teocrática de la libertad. Además de los papas, Donoso Cortés dedicó su “Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo”, a tratar sobre este tema.

El concepto católico de libertad quedaba resumido en este texto:… “esta libertad no es otra cosa que la facultad de elegir entre los medios que son aptos para alcanzar un fin determinado, en el sentido de que el que tiene facultad de elegir una cosa entre muchas es dueño de sus propias acciones. Ahora bien: como todo lo que uno elige como medio para obtener otra cosa pertenece al género del denominado bien útil, y el bien por su propia naturaleza tiene la facultad de mover la voluntad, por esto se concluye que la libertad es propia de la voluntad, o más exactamente, es la voluntad misma, en cuanto que ésta, al obrar, posee la facultad de elegir. Pero el movimiento de la voluntad es imposible si el conocimiento intelectual no la precede iluminándola como una antorcha, o sea, que el bien deseado por la voluntad es necesariamente bien en cuanto conocido previamente por la razón…

o sea, que el hombre, precisamente por ser libre, ha de vivir sometido a la ley. De este modo es la ley la que guía al hombre en su acción y es la ley la que mueve al hombre, con el aliciente del premio y con el temor del castigo, a obrar el bien y a evitar el mal. Tal es la principal de todas las leyes, la ley natural, escrita y grabada en el corazón de cada hombre, por ser la misma razón humana que manda al hombre obrar el bien y prohíbe al hombre hacer el mal.

Pero este precepto de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuera órgano e intérprete de otra razón más alta, a la que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad. Porque siendo la función de la ley imponer obligaciones y atribuir derechos, la ley se apoya por entero en la autoridad, esto es, en un poder capaz de establecer obligaciones, atribuir derechos y sancionar además, por medio de premios y castigos, las órdenes dadas; cosas todas que evidentemente resultan imposibles si fuese el hombre quien como supremo legislador se diera a sí mismo la regla normativa de sus propias acciones. Síguese, pues, de lo dicho que la ley natural es la misma ley eterna, que, grabada en los seres racionales, inclina a éstos a las obras y al fin que les son propios; ley eterna que es, a su vez, la razón eterna de Dios, Creador y Gobernador de todo el universo.” No entendían que la libertad consiste en el ejercicio de derechos y no en la sumisión a ningún poder superior al individuo.

A lo largo del siglo XVII y XVIII en los Estados católicos, en los que se había impuesto la teocracia frente al racionalismo y nacionalismo de los reformistas, también se produjo una reacción contra el pensamiento político teocrático. Este movimiento tuvo sentido en los Estados católicos porque en ellos no habían triunfado los reformistas anticlericales. Los monarcas, sin dejar de ser religiosamente católicos, fueron los primeros en impulsar la lucha contra la teocracia. En Francia tuvieron lugar dos corrientes de pensamiento político. Una elaborada por la propia monarquía que será el galicanismo y la otra elaborada por un sector de católicos nacionalistas opuestos a la teocracia romana, llamados jansenistas. En ambos casos, el planteamiento era muy próximo al luterano. Se afirmaba el poder real frente al papa y el poder del clero nacional frente al papa.

Esta afirmación de la autoridad civil frente a la pretensión teocrática clerical fue seguida por los emperadores austriacos con los nombres de josefinismo y febronianismo y en la misma España era conocido como regalismo hasta que en el siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, se introdujo la influencia francesa del jansenismo en sectores del clero y de la aristocracia. Los jesuitas como defensores de la teocracia y una permanente amenaza para los poderes civiles, fueron expulsados de todos los Estados católicos.

Mientras tanto, en Inglaterra, durante los siglos XVII y en América y Francia, durante el siglo XVIII se fueron consolidando las nuevas teorías democráticas del poder en el contexto de las revoluciones inglesa, la independencia norteamericana y los ilustrados hasta su síntesis que se produjo con la revolución francesa. Inglaterra venía siendo, desde el siglo XIII, la vanguardia del desarrollo de un pensamiento político anticlerical y teocrático. Y fue en el siglo XVII cuando se consolidaron las nuevas teorías del poder desarrolladas, tanto por los niveladores, Lilburne, como por los cavadores, Winstanley. Sistematizadas por Locke. Los conceptos de soberanía, contrato social, sufragio, separación de poderes y soberanía parlamentaria ya estaban maduros. A ellos se añadió una novedad típicamente inglesa: la Declaración de de derechos. Desde ese momento el ciudadano tenía derechos. Por primera vez en la Historia de la Humanidad y a pesar de las religiones que sólo aceptaban la existencia de deberes.

Esta revolución política está magistralmente sintetizada por Paul Hazard, en “La crisis de la conciencia europea”, A.U. Madrid, 1988, pp. 10 y 11: “Se trataba de saber, escribe,  si se creería o si no se creería ya; si se obedecería a la tradición, o si se rebelaría uno contra ella; si la humanidad continuaría su camino fiándose de los mismos guías o si sus nuevos jefes le harían dar la vuelta para conducirla hacia otras tierras prometidas…

Reconquistando así el mundo, el hombre se organizaría para su bienestar, para su gloria y para la felicidad del porvenir…

A una civilización fundada sobre la idea de deber, los deberes para con Dios, los deberes para con el príncipe, los “nuevos filósofos” han intentado sustituirla con una civilización fundada en la idea de derecho: los derechos de la conciencia individual, los derechos de la crítica, los derechos de la razón, los derechos del hombre y del ciudadano”.

La “Revolución francesa” marcará el principio del fin de la decadencia del pensamiento político católico. Si en términos políticos los movimientos reformistas destruyeron la teocracia católica, en términos de pensamiento político y de principios morales, fue el principio del agotamiento de la dictadura moral católica. La revolución francesa con su nueva teoría del poder fue una síntesis de los movimientos políticos e intelectuales que se estuvieron fraguando desde el Renacimiento, durante la revolución inglesa, la Ilustración y la independencia norteamericana. La nueva teoría del poder negaba cualquier concepción teocrática y católica del mismo.

Fue el triunfo de la soberanía nacional y popular como único origen del poder; del sufragio como instrumento de elección de los gobernantes, que ya no eran puestos por mandato divino; de la libertad entendida como ejercicio de derechos individuales, proclamados en las Declaraciones de Derechos y no como elección entre la Verdad divina  y el Error. La libertad como rechazo del poder, del dogma, de la autoridad divina.

Por primera vez el individuo tenía derechos. Por vez primera, aunque no lo fuera económicamente, sí era políticamente libre, porque podía pensar, razonar, criticar, imprimir, hablar, difundir…sus pensamientos sin estar bajo el yugo de la Verdad absoluta. Porque tenía libertad para creer o no creer en dioses y para impedir que ninguna religión se impusiera sobre su voluntad ni sobre su soberanía. El es el soberano, no dios. Porque era soberano y no reconocía otra soberanía que la del pueblo o la nación y elegía a sus mandatarios, magistrados o gobernantes, según Locke o Rousseau habían escrito. Porque los gobiernos eran responsables de sus actos, directa o indirectamente, ante el pueblo o el parlamento, sede de sus representantes.

La democracia se construyó con dos elementos: el funcionamiento democrático participativo y parlamentario: la soberanía nacional, el sufragio y la separación de poderes, de una parte, y la declaración de derechos y libertades individuales, como fundamento de legitimidad de la democracia parlamentaria y garantía contra cualquier poder que atacara estas libertades. Es muy importante tener en cuenta la existencia de estos dos elementos complementarios  porque no siempre existen en un sistema democrático. Es a partir de esta distinción que la derecha primero y la Iglesia después, tratarán de privar el funcionamiento del sistema democrático de derechos individuales.

Durante todo el siglo XIX, siglo de revoluciones científicas, políticas, filosóficas; siglo del liberalismo político, racionalismo, empirismo, positivismo, marxismo, darwinismo, anarquismo, nihilismo, del pensamiento científico; siglo durante el cual la escolástica y la teocracia fueran rechazadas e intelectualmente desplazadas por todas esas nuevas teorías del pensamiento, la Iglesia combatió frontal y contundentemente todas estas corrientes de pensamiento. Calificadas todas ellas de herejías, desviaciones heterodoxas, errores y desvaríos sociales.

El primer ataque contra las nuevas teorías del poder y de la libertad lo lanzó el papa Pío VI, contemporáneo de la “Revolución francesa”. Su ataque se concentraba en la condena de la Declaración Universal de Derechos Humanos. a partir de esa toma de posición y hasta el día de hoy, la Iglesia y todas las encíclicas papales han mantenido la misma posición política e ideológica de condenada de esos derechos individuales. En la carta que este papa escribió al Cardenal Rochefoucauld y a los obispos de la Asamblea Nacional, el 10 de marzo de 1791, titulada “Quod aliquantum”, Sobre la libertad, sentaba la posición ideológica de la Iglesia contra las libertades individuales en los siguientes términos:

“A pesar de los principios generalmente reconocidos por la Iglesia, la Asamblea Nacional se ha atribuido el poder espiritual, habiendo hecho tantos nuevos reglamentos contrarios al dogma y a la disciplina. Pero esta conducta no asombrará a quienes observen que el efecto obligado de la constitución decretada por la Asamblea es el de destruir la religión católica y con ella, la obediencia debida a los reyes. Es desde este punto de vista que se establece, como un derecho del hombre en la sociedad, esa libertad absoluta que asegura no solamente el derecho de no ser molestado por sus opiniones religiosas, sino también la licencia de pensar, decir, escribir, y aun hacer imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir la imaginación más inmoral; derecho monstruoso que parece a pesar de todo agradar a la asamblea de la igualdad y la libertad natural para todos los hombres. Pero, ¿es que podría haber algo más insensato que establecer entre los hombres esa igualdad y esa libertad desenfrenadas que parecen ahogar la razón, que es el don más precioso que la naturaleza haya dado al hombre, y el único que lo distingue de los animales?

¿No amenazó Dios de muerte al hombre si comía del árbol de la ciencia del bien y del mal después de haberlo creado en un lugar de delicias? y con esta primera prohibición, ¿no puso fronteras a su libertad? Cuando su desobediencia lo convirtió en culpable, ¿no le impuso nuevas obligaciones con las tablas de la ley dadas a Moisés? y aunque haya dejado a su libre arbitrio el poder de decidirse por el bien o el mal, ¿no lo rodeó de preceptos y leyes que podrían salvarlo si los cumplía?

¿Dónde está entonces esa libertad de pensar y hacer que la Asamblea Nacional otorga al hombre social como un derecho imprescindible de la naturaleza? Ese derecho quimérico, ¿no es contrario a los derechos de la Creación suprema a la que debemos nuestra existencia y todo lo que poseemos? ¿Se puede además ignorar, que el hombre no ha sido creado únicamente para sí mismo sino para ser útil a sus semejantes? Pues tal es la debilidad de la naturaleza humana, que para conservarse, los hombres necesitan socorrerse mutuamente; y por eso es que han recibido de Dios la razón y el uso de la palabra, para poder pedir ayuda al prójimo y socorrer a su vez a quienes implorasen su apoyo. Es entonces la naturaleza misma quien ha aproximado a los hombres y los ha reunido en sociedad: además, como el uso que el hombre debe hacer de su razón consiste esencialmente en reconocer a su soberano autor, honrarlo, admirarlo, entregarle su persona y su ser; como desde su infancia debe ser sumiso a sus mayores, dejarse gobernar e instruir por sus lecciones y aprender de ellos a regir su vida por las leyes de la razón, la sociedad y la religión, esa igualdad, esa libertad tan vanagloriadas, no son para él desde que nace más que palabras vacías de sentido.

«Sed sumisos por necesidad», dice el apóstol San Pablo (Rom. 13, 5). Así, los hombres no han podido reunirse y formar una asociación civil sin sujetarla a las leyes y la autoridad de sus jefes. «La sociedad humana», dice San Agustín (S. Agustín, Confesiones), «no es otra cosa que un acuerdo general de obedecer a los reyes»; y no es tanto del contrato social como de Dios mismo, autor de la naturaleza, de todo bien y justicia, que el poder de los reyes saca su fuerza. «Que cada individuo sea sumiso a los poderes», dice San Pablo, todo poder viene de Dios; los que existen han sido reglamentados por Dios mismo: resistirlos es alterar el orden que Dios ha establecido y quienes sean culpables de esa resistencia se condenan a sí mismos al castigo eterno”. Texto vigente hoy día.

El papa entendió contundentemente que las libertades son una negación del poder, del dogma, de dios. Una amenaza para la existencia del clero. Con los jesuitas  expulsados de los Estados católicos y desperdigados por el mundo, desconcertados y desorientados, una serie de laicos retomaron los argumentos papales para atacar las libertades. Esta primera ofensiva contra las libertades la protagonizaron, repitiendo el pensamiento de los papas, Chateubriand en “El genio del cristianismo”, Hardenberg- Novalis- en “Cristiandad o Europa”, Müller en “Elementos del arte del Estado”, von Haller en “Restauración de las ciencias del Estado”,  De Bonal y de Maistre, en “Del Papa”, Lamennais en “Ensayo sobre la independencia en materia de religión”, “Palabras de un creyente” y el periódico “L ´Avenir”,  Jaime Balmes en “El protestantismo comparado con el catolicismo” y “Filosofía fundamental”, Donoso Cortés en su libro ya citado…

Todos ellos, algunos bajo la influencia romántica, reivindicaban la restauración de la sociedad feudal, de la teocracia papal, de la servidumbre y del totalitarismo. Cien años después, en el contexto de la Iª Guerra Mundial, nuevos pensadores con viejos argumentos, lanzaron la segunda ofensiva contra las libertades. Ofensiva que triunfó en formas de totalitarismo y dictaduras militares. Lamennais, cuyas ideas fueron excomulgadas por el papa Gregorio XVI en la encíclica “Mirari vos”, donde se repetía la condena hecha por Pío VI, anticipó, sin embargo, lo que sería, con León XIII, finalizando el siglo, la estrategia de instrumentalizar la libertad para acabar con las libertades. Un nuevo concepto de lucha política de los católicos contra las libertades nacía: “catolicismo político”

Las revoluciones liberales, científicas, políticas y filosóficas se difundieron por todos los Estados europeos y la Iglesia seguía perdiendo terreno. La “Mirari vos” fue emulada por la encíclcia “Quanta cura” de Pío IX. Autor, también, del “Syllabus errorum”, una especie de catálogo en el que volvían a condenar las libertades ya condenadas por los papas anteriores y se invocaba la teoría teocrática y el deber de los políticos católicos de someterse humilde y obedientemente al dictado del clero.

Condenaba el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el indiferentismo, el socialismo, el comunismo, la masonería y el liberalismo político. No condenaba ni el imperio austrohúngaro, ni las monarquías absolutas, ni el zarismo, ni el colonialismo, ni el imperialismo, ni la opresión de las libertades y la democracia, ni el malthusianismo, ni el liberalismo económico, ni la explotación de los niños, mujeres y hombres durante la revolución industrial, ni las guerras, ni las brutales represiones del pueblo francés, ni la miseria en la que vivían las masas…. Sobre la miseria de las masas, la cuestión social y la opresión de las democracias la Iglesia mantenía un silencio absoluto. El mismo silencio cómplice que venía manteniendo durante 1.800 años. León XIII, ante la amenaza de revolución social será el primero en tratar sobre la miseria como una “cuestión social”

Contra el avance del pensamiento científico que ya había desbordado la escolástica tomista, este mismo papa escribió, en defensa de la escolástica, la encíclica “Qui pluribus”. Fue un desesperado intento por mantener la ciencia bajo el control de la fe y la revelación. Y, en consecuencia, bajo la autoridad del papa. La autoridad política, moral y científica de la Iglesia estaba siendo derrotada en todos los frentes. Y como estos argumentos de autoridad clerical no eran capaces de contener el progreso de todas las ciencias contra el dogma escolástico, liberada la ciencia de la fe y la razón clerical,  el dogma, e impotentes porque las revoluciones burguesas también progresaban, aunque con grandes dificultades, no se le ocurrió otra solución que convocar un concilio, el Vaticano I, 1869, para condenar todos estos progresos y afirmar la infalibilidad papal y de la Iglesia.

Dos hechos, incomprendidos por este papa, van a cambiar la percepción de la realidad que, hasta ese momento, había tenido la Iglesia. Estos dos hechos fueron, en primer lugar, la pérdida del poder temporal de los papas, de su propio Estado; el segundo, la separación de la Iglesia y el Estado. Separación que aterrorizaba a la Iglesia porque necesitaba del Estado para tener protegidos sus derechos y para imponer su dictadura moral.

Un nuevo papa, León XIII, sintiéndose prisionero del Estado italiano en Roma, entendió que la nueva realidad política, social y científica se había consolidado. La iglesia tenía que nadar y guardar la ropa en esta nueva realidad. Debía garantizar su existencia, objetivo único y fundamental. Atacada hacía siglos por Wiclif, Hus, Lutero,  los reformistas, los ilustrados y los liberales y ahora por ateos, socialistas, anarquistas y nihilistas, la Iglesia se veía acorralada por todos  sus enemigos: el mundo, el demonio y la carne.

Garantizar su supervivencia en un mundo de liberales, anarquistas, socialistas, racionalistas, positivistas, masones, judíos…con los que estaba inevitablemente obligada a coexistir en el mismo espacio y sobrevivir. Aceptar esta realidad era la primera condición para reelaborar sus estrategias. El primer objetivo era sobrevivir. Si se conseguía, el siguiente sería pasar a la ofensiva. Como ya ocurrió con la Contrarreforma.

Este papa publicó un gran número de encíclicas, en las más, decía, como todos los demás, más de lo mismo con nuevos argumentos a cual más rocambolesco, pero en otras abordaba esta nueva realidad sociopolítica en Italia, en España, en Francia, especialmente. ¿Cuáles eran los problemas que se le presentaron a este papa? En Francia la IV república era anticlerical. En España, derrotada la República anticlerical, se instauró el sistema canovista, que protegía a la religión, pero con ciertas licencias liberales, en lo referente a los derechos individuales, aprobados en su Constitución de 1876, que molestaban, especialmente a los partidarios de la restauración monárquica absoluta, católica y antiliberal.

En Francia, la extrema derecha, monárquica, católica y de “Acción francesa”, siguió siendo una amenaza a la estabilidad republicana. En España existía el problema del carlismo.  Uno de sus dirigentes escribió el  “El liberalismo es pecado”. El título ya puede darnos una idea de la talla intelectual y moral de los católicos y de sus enemigos. Hasta que descubrieron que el socialismo y el anarquismo eran tan peligrosos como el liberalismo político.

Al margen de las diferencias políticas entre carlistas e isabelinos que afectaban no solamente a las cuestiones dinásticas, sino a cierto liberalismo en las formas democráticas de gobierno, en el concepto de origen de la soberanía, en la cuestión del sufragio y en la aceptación de algunas libertades de conciencia, pensamiento e imprenta siempre que no se metieran con el dogma católico, ambas derechas eran católicas. Más intransigentemente católicos y antiliberales los carlistas que acusaban a la monarquía isabelina de liberal y proponían la restauración del absolutismo monárquico y católico.

En la “Historia de los heterodoxos españoles”, una historia eclesiástica contemplada al revés, Marcelino Menéndez Pelayo, afirmó que “El genio español es eminentemente católico”. Regocijémonos, añadía, con el consuelo de que aún queda en España ciencia católica y, sea cual fuere, la suerte que Dios en sus altos designios nos tiene aparejada, siempre recordará la historia venidera de nuestra raza que católicos han sido nuestros únicos filósofos del siglo XIX”…católicos nuestros arqueólogos…católicos novelistas, poetas, dramaturgos…

“España debe a la Iglesia su unidad nacional y su grandeza histórica. España, evangelizadora de la mistad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de san Ignacio…; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra”. Ignoraba o condenaba por heterodoxos, Menéndez Pelayo, las convulsiones europeas: la revolución industrial, la lucha de clases, el positivismo, el marxismo, el darwinismo, el pensamiento científico, el nihilismo, Nietzsche…y a Freud.

Sobre esta atronadora ignorancia, junto con Balmes, Donoso Cortés, Nocedal, montaron su mito del catolicismo español. La “generación del 98” fue  tildada de falsos intelectuales por el susodicho Menéndez Pelayo. En el conflicto entre católicos carlistas y posibilistas,  algunos empezaron a comprender que el enemigo no era tanto el funcionamiento democrático del Estado como la proclamación de derechos y libertades que se incluían en todas las constituciones liberales y que eran, y siguen siendo, radicalmente inaceptables para el catolicismo.

Napoleón ya demostró que la democracia parlamentaria y representativa podía funcionar sin estar asociada a ninguna declaración de derechos, anulando éstos en su constitución tras el golpe de Estado del 18 brumario de 1799. Aprendida esta lección, Lamennais ya había elaborado la estrategia de atacar las libertades asaltando la democracia desde dentro. Hitler lo podrá  en práctica un siglo después. Durante  la Restauración canovista y su constitución de 1876, los católicos posibilistas elaboraron la estrategia conocida como “tesis e hipótesis”, en virtud de la cual el catolicismo podía coexistir con el liberalismo hasta que hubiera alcanzado suficiente fuerza para destruirlo.

Los jesuitas en su “Historia de la Iglesia católica. Tomo IV. Edad Moderna (1648-1951). La Iglesia en su lucha y relación con el laicismo y en su expansión misional” Editorial BAC, 1951, pg. 620, describen el proceso de esta estrategia en los siguientes términos:

“Había en el campo liberal-conservador, formando su derecha, sinceros católicos. El programa político de esta agrupación era el reconocimiento de la dinastía Alfonsina, el acatamiento total de las decisiones pontificias, sobre todo a las del Syllabus, pero reconociendo que, dentro del constitucionalismo, había que atemperarse a las circunstancias de los tiempos, haciendo ciertas concesiones, no en el terreno teórico, dogmático, de los principios, sino en el práctico del gobierno de los hombres, por no hallarse España en estado de aplicar tales principios según los procedimientos de tiempos pasados, que, a su juicio, serían más perjudiciales que beneficiosos a la Iglesia. En una palabra, según los términos que se hicieron muy corrientes en la contienda que se entablaba, España no estaba en estado de “tesis” sino de “hipótesis”.”.

En nota a pie de página añadía el siguiente comentario: “Tesis”, como decía el P. Conrado Muiños, es el ideal o los principios y doctrinas cristianas que por ley divina deben regular la vida pública de todos los Estados; “hipótesis” es la parte del ideal realizable, según las circunstancias. O más explícito, según Sardá y Salvany: “Tesis” es el deber sencillo y absoluto en que está toda sociedad o estado de vivir conforma a la ley de Dios, según la revelación de su Hijo Jesucristo, confiada al ministerio de su Iglesia. ¿Qué es la “hipótesis”? es el caso hipotético de una nación o estado donde por razones de imposibilidad moral o material no puede plantearse francamente la “tesis” o el reinado exclusivo de Dios siendo preciso que entonces se contenten los católicos con lo que aquella situación hipotética pueda dar de sí” en “El liberalismo es pecado”, c.44, publicado en “Propaganda católica”, Tomo 6, Barcelona, 1887, pg. 150). Alejandro Pidal y Mon resumía esta estrategia en la divisa “Querer lo que se debe y hacer lo que se puede”. El intransigente, intolerante, vengativo y revanchista pensamiento político católico, totalitario, autoritario e integrista está contenido todo él en esta teoría estratégica. En cualquier país democrático.

A fin de imponer la autoridad clerical sobre todos los católicos en las estrategias para conquistar el poder político, León XIII reelaboró estas teorías, con su propio lenguaje. Publicó dos encíclicas dirigidas a los católicos españoles “Cum multa” e “Inter Catholicos Hispaniae”. En la primera deja contundentemente claro el principio de autoridad de la jerarquía clerical sobre los católicos, recordándoles que: “la obediencia a la potestad legítima (la jerarquía eclesiástica) que, ora mandando, ora prohibiendo, ora rigiendo, hace unánimes y concordes los ánimos diferentes de los hombres”  Creo una palabra nueva para explicar las necesidades de retroceso y coexistencia con gobiernos liberales, en función de la correlación de fuerzas, que eran desfavorables a la Iglesia. Retengamos esta palabra, maquiavélicamente  ambigua: “accidentalidad” de las formas de gobierno.

Contiene la tesis y la hipótesis y no significa otra cosa que coexistir con el liberalismo hasta que pueda ser derrotado por una dictadura de derechas, preferiblemente monárquica, porque cualquier forma de gobierno es “accidental”. La Iglesia no se comprometía ni con las libertades ni con la democracia, que consideraba accidentales y, en consecuencia, temporales y pasajeras. La Iglesia saca aquí a relucir su oportunismo político, su servilismo ante el poder y su desprecio de la democracia y de las libertades.

La distinción entre democracia parlamentaria y declaración de derechos aún no la habían entendido porque su objetivo era, en esos tiempos, acabar no solo con las libertades sino también con la organización democrática y representativa del Poder. A esta comprensión llegarán mucho después de terminada la Segunda guerra mundial. En Francia los problemas del catolicismo contra la República eran aún más graves que en el caso español, porque su gobierno era laico y anticlerical. La República suprimió la presencia del clero y la doctrina cristiana de las escuelas y garantizaba todos los derechos que la Iglesia negaba: las libertades contenidas en la constitución republicana.

Los católicos monárquicos, autoritarios y antiliberales tenían menos paciencia que el papa para conquistar el poder por la violencia. Y León XIII en la encíclica “Nobilissima gallorum”, 1884, les recomendó la táctica del ralliement o aceptación de la República como régimen gubernamental, en los términos de la “accidentalidad de las formas de gobierno”. Y aclaraba en la encíclica Inmortale Dei” que la autoridad no está ligada a forma alguna determinada de gobierno. La autoridad está por encima del gobierno. Sobre todo la autoridad clerical.

Y remataba este pensamiento político en relación con las formas democráticas de gobierno en otra encíclica escrita en francés pero aplicable a todos los políticos católicos. En “Au milieu des solicitudes”, distinguía entre gobierno constituido, que hay que aceptar, y sus leyes laicas y no ajustadas a la doctrina cristiana que hay que rechazar y combatir, fuera y dentro del parlamento. La distinción entre la forma democrática de organizar el poder y la declaración de derechos y libertades, la ideología de las democracias, empezaba a establecerse. Pero aún es pronto para precipitar conclusiones, mientras no se pierda la esperanza de que los gobiernos no sometidos a la autoridad clerical puedan ser derrocados. Porque son accidentales.

En la encíclica “Rerum novarum”, dejaba sentada la autoridad clerical y su desprecio a la democracia, con la que había que coexistir mientras existiera en la esperanza de que dejara de existir. Escribió:

(…)43.” De estas enseñanzas pontificias se deduce haber de retener, sobre todo, que el origen de la autoridad pública hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la razón misma; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o mirar con igualdad unos y otros cultos, aunque contrarios; que no debe reputarse como uno de los derechos de los ciudadanos, ni como cosa merecedora de favor y amparo, la libertad desenfrenada de pensamiento y de prensa(…)

…Sin duda ninguna si se compara esta clase de Estado moderno de que hablamos    (el democrático) con otro Estado, ya real, ya imaginario, donde se persiga tiránica y desvergonzadamente el nombre cristiano, aquél podrá parecer más tolerable. Pero los principios en que se fundan son, como antes dijimos, tales, que nadie los puede aprobar”. (…) Su desprecio del origen popular del poder porque no reconocía otro origen del poder que dios, su dios, lo deja claro en estas palabras: “el origen de la autoridad pública hay que ponerlo en Dios, no en la multitud”. El papa dixit.

Y como la Iglesia es dogmática e infalible no puede rectificar porque no puede equivocarse. De manera que hoy día sigue vigente esa teoría clerical del pensamiento político. Los “principios en que se fundan” las democracias son la declaración de derechos y libertades. Hoy día a estos principios e ideología, basados en los derechos individuales, es a lo que llaman “pensamiento débil”.

Pero este papa no se conformó con  elaborar unas estrategias para combatir las libertades y la propia democracia, también propuso una forma de organización medieval de la sociedad capitalista. En su encíclica “Quod apostolici muneris” anticipaba lo que será la “Rerum novarum”, 1891, una reflexión crítica de la organización democrática del Estado capitalista que estaba siendo invadido, amenazado y recortado por las nuevas fuerzas sociales organizadas en partidos socialistas y anarquistas. Esta es la novedad que presenta esta encíclica en respuesta a la nueva realidad social bajo influencia de marxistas, anarquistas y ateos.

Con su teoría política y social trató de matar dos pájaros de un tiro: la forma democrática de organizar el poder y a las nuevas fuerzas sociales, socialistas y anarquistas. El papa proponía: organizar el Estado sin partidos políticos, sin sindicatos de clase y sin declaración de derechos. En su lugar debería gobernar la clase capitalista, corporativamente organizada,  y los obreros debían ser corporativamente organizados bajo la dirección política, económica y social de la burguesía y espiritual de la Iglesia.  ¿No suena esta organización de la sociedad y del Estado a totalitarismo?

Esta concepción corporativa del Estado fue enriquecida con el concepto  de lo que pasó a llamarse “la cuestión social”. Cuestión que durante siglos de miseria, aumentada durante los comienzos de la “revolución industrial”, nunca jamás había sido una tema que preocupara  a la Iglesia. La miseria era una consecuencia de las leyes de la naturaleza, inevitables, e imposible de luchar contra ella por mucho que afirmaran socialistas y anarquistas, engañando a los “pobres trabajadores” con la promesa de un paraíso terrenal. Proclama este papa. Así argumenta León XIII en su encíclica “Rerum novarum”:

(…)14. Como primer principio, pues, debe establecerse que hay que respetar la condición propia de la humanidad, es decir, que es imposible el quitar, en la sociedad civil, toda desigualdad. Lo andan intentando, es verdad, los socialistas; pero toda tentativa contra la misma naturaleza de las cosas resultará inútil. En la naturaleza de los hombres existe la mayor variedad: no todos poseen el mismo ingenio, ni la misma actividad, salud o fuerza: y de diferencias tan inevitables síguese necesariamente las diferencias de las condiciones sociales, sobre todo en la fortuna. – Y ello es en beneficio así de los particulares como de la misma sociedad; pues la vida común necesita aptitudes varias y oficios diversos; y es la misma diferencia de fortuna, en cada uno, la que sobre todo impulsa a los hombres a ejercitar tales oficios. Y por lo que toca al trabajo corporal, el hombre en el estado mismo de inocencia no hubiese permanecido inactivo por completo: la realidad es que entonces su voluntad hubiese deseado como un natural deleite de su alma aquello que después la necesidad le obligó a cumplir no sin molestia, para expiación de su culpa: Maldita sea la tierra en tu trabajo, tú comerás de ella fatigosamente todos los días de tu vida.  Por igual razón en la tierra no habrá fin para los demás dolores, porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles para sufrirse; y necesariamente acompañarán al hombre hasta el último momento de su vida. Y, por lo tanto, el sufrir y el padecer es herencia humana; pues de ningún modo podrán los hombres lograr, cualesquiera que sean sus experiencias e intentos, el que desaparezcan del mundo, tales sufrimientos. Quienes dicen que lo pueden hacer, quienes a las clases pobres prometen una vida libre de todo sufrimiento y molestias, y llena de descanso y perpetuas alegrías, engañan miserablemente al pueblo arrastrándolo a males mayores aún que los presentes. Lo mejor es enfrentarse con las cosas humanas tal como son; y al mismo tiempo buscar en otra parte, según dijimos, el remedio de los males”.

Hecha esta afirmación sobre la inevitabilidad de la miseria, se ratifica en la defensa de la propiedad privada en los siguientes términos:

(…)3. Para remedio de este mal los Socialistas, después de excitar en los pobres el odio a los ricos, pretenden que es preciso acabar con la propiedad privada y sustituirla por la colectiva, en la que los bienes de cada uno sean comunes a todos, atendiendo a su conservación y distribución los que rigen el municipio o tienen el gobierno general del Estado. Pasados así los bienes de manos de los particulares a las de la comunidad y repartidos, por igual, los bienes y sus productos, entre todos los ciudadanos, creen ellos que pueden curar radicalmente el mal hoy día existente.

Pero este su método para resolver la cuestión es tan poco a propósito para ello, que más bien no hace sino dañar a los mismos obreros; es, además, injusto por muchos títulos, pues conculca los derechos de los propietarios legítimos, altera la competencia y misión del Estado y trastorna por completo el orden social(…)

(…)5. Pero lo más grave es que el remedio por ellos propuesto es una clara injusticia, porque la propiedad privada es un derecho natural del hombre(…)

(…)De todo esto se deduce, una vez más, que la propiedad privada es indudablemente conforme a la naturaleza. Porque las cosas necesarias para la vida y para su perfección son ciertamente producidas por la tierra, con gran abundancia, pero a condición de que el hombre la cultive y la cuide con todo empeño. Ahora bien: cuando en preparar estos bienes materiales emplea el hombre la actividad de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por ello mismo se aplica a sí mismo aquella parte de la naturaleza material que cultivó y en la que dejó impresa como una figura de su propia persona: y así justamente el hombre puede reclamarla como suya, sin que en modo alguno pueda nadie violentar su derecho(…)

 (…)Todas estas razones hacen ver cómo aquel principio del socialismo, sobre la comunidad de bienes, repugna plenamente porque daña aun a aquellos mismos a quienes se quería socorrer; repugna a los derechos por naturaleza privativos de cada hombre y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto, cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de reputarse inviolable. Y supuesto ya esto, vamos a exponer dónde ha de encontrarse el remedio que se intenta buscar” (…).

Ratifica la necesidad de la existencia de clases sociales, condenando la lucha de clases, en los siguientes términos:

“15. En la presente cuestión, la mayor equivocación es suponer que una clase social necesariamente sea enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiese hecho a los ricos y a los proletarios para luchar entre sí con una guerra siempre incesante. Esto es tan contrario a la verdad y a la razón que más bien es verdad el hecho de que, así como en el cuerpo humano los diversos miembros se ajustan entre sí dando como resultado cierta moderada disposición que podríamos llamar simetría, del mismo modo la naturaleza ha cuidado de que en la sociedad dichas dos clases hayan de armonizarse concordes entre sí, correspondiéndose oportunamente para lograr el equilibrio. Una clase tiene absoluta necesidad de la otra: ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. La concordia engendra la hermosura y el orden de las cosas; por lo contrario, de una lucha perpetua necesariamente ha de surgir la confusión y la barbarie. Ahora bien: para acabar con la lucha, cortando hasta sus raíces mismas, el cristianismo tiene una fuerza exuberante y maravillosa.

Y, en primer lugar, toda la enseñanza cristiana, cuyo intérprete y depositaria es la Iglesia, puede en alto grado conciliar y poner acordes mutuamente a ricos y proletarios, recordando a unos y a otros sus mutuos deberes, y ante todo los que la justicia les impone.

  1. Obligaciones de justicia, para el proletario y el obrero, son éstas: cumplir íntegra y fielmente todo lo pactado en libertad y según justicia; no causar daño alguno al capital, ni dañar a la persona de los amos; en la defensa misma de sus derechos abstenerse de la violencia, y no transformarla en rebelión; no mezclarse con hombres malvados, que con todas mañas van ofreciendo cosas exageradas y grandes promesas, no logrando a la postre sino desengaños inútiles y destrucción de fortunas(…)”

Dicho lo cual propone dos tipos de reformas, las dos orientadas para impedir que la clase trabajadora se una al socialismo. En la primera propone que el patrón mejore las condiciones de trabajo de los proletarios, no acabar con su explotación, y en la segunda propone la organización del Estado, la empresa  y los sindicatos en los términos que ya he citado. Dice:

(…) “Pero la Iglesia, guiada por las enseñanzas y por el ejemplo de Cristo, aspira a cosas mayores: esto es, señalando algo más perfecto, busca el aproximar, cuanto posible le sea, a las dos clases, y aun hacerlas amigas.

 (…)21. Mas, si las dos clases obedecen a los mandatos de Cristo, no les bastará una simple amistad, querrán darse el abrazo del amor fraterno. Porque habrán conocido y entenderán cómo todos los hombres tienen el mismo origen común en Dios padre: que todos se dirigen a Dios, su fin último, el único que puede hacer felices a los hombres y a los ángeles; que todos han sido igualmente redimidos por Cristo, y por él llamados a la dignidad de hijos de Dios, de tal suerte, que se hallan unidos, no sólo entre sí, sino también con Cristo Señor – el primogénito entre los muchos hermanos- por el vínculo de una santa fraternidad. Conocerán y comprenderán que los bienes de naturaleza y de gracia son patrimonio común del linaje humano; y que nadie, a no hacerse indigno, será desheredado de los bienes celestiales: Si, pues, hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Jesucristo

 (…)26. Ante todo, los gobernantes vienen obligados a cooperar en forma general con todo el conjunto de sus leyes e instituciones políticas, ordenando y administrando el Estado de modo que se promueva tanto la prosperidad privada como la pública. Tal es de hecho el deber de la prudencia civil, y esta es la misión de los regidores de los pueblos. Ahora bien; la prosperidad de las naciones se deriva especialmente de las buenas costumbres, de la recta y ordenada constitución de las familias, de la guarda de la religión y de la justicia, de la equitativa distribución de las cargas públicas, del progreso de las industrias y del comercio, del florecer de la agricultura y de tantas otras cosas que, cuanto mejor fueren promovidas, más contribuirán a la felicidad de los pueblos. Ya por todo esto puede el Estado concurrir en forma extraordinaria al bienestar de las demás clases, y también a la de los proletarios: y ello, con pleno derecho suyo y sin hacerse sospechoso de indebidas injerencias, porque proveer al bien común es oficio y competencia del Estado. Por lo tanto, cuanto mayor sea la suma de las ventajas logradas por esta tan general previsión, tanto menor será la necesidad de tener que acudir por otros procedimientos al bienestar de los obreros.

  1. Pero ha de considerarse, además, algo que toca aun más al fondo de esta cuestión: esto es, que el Estado es una armoniosa unidad que abraza por igual a las clases inferiores y a las altas. Los proletarios son ciudadanos por el mismo derecho natural que los ricos: son ciudadanos, miembros verdaderos y vivientes de los que, a través de las familias, se compone el Estado, y aun puede decirse que son su mayor número. Y, si sería absurdo el proveer a una clase de ciudadanos a costa de otra, es riguroso deber del Estado el preocuparse, en la debida forma, del bienestar de los obreros…

 (…)30. Preciso es descender concretamente a algunos casos particulares de la mayor importancia. – Lo más fundamental es que el gobierno debe asegurar, mediante prudentes leyes, la propiedad particular. De modo especial, dado el actual incendio tan grande de codicias desmedidas, preciso es que las muchedumbres sean contenidas en su deber, porque si la justicia les permite por los debidos medios mejorar su suerte, ni la justicia ni el bien público permiten que nadie dañe a su prójimo en aquello que es suyo y que, bajo el color de una pretendida igualdad de todos, se ataque a la fortuna ajena. Verdad es que la mayor parte de los obreros querría mejorar su condición mediante honrado trabajo y sin hacer daño a nadie; pero también hay no pocos, imbuidos en doctrinas falsas y afanosos de novedades, que por todos medios tratan de excitar tumultos y empujar a los demás hacia la violencia. Intervenga, pues, la autoridad pública: y, puesto freno a los agitadores, defienda a los obreros buenos de todo peligro de seducción; y a los dueños legítimos, del de ser robados.(…)

(…)32. Asimismo, el Estado viene obligado a proteger en el obrero muchas otras cosas; y, ante todo, los bienes del alma. Pues la vida mortal, aunque tan buena y deseable, no es de por sí el fin último para el que hemos nacido, sino tan sólo el camino e instrumento para perfeccionar la vida espiritual mediante el conocimiento de la verdad y la práctica del bien(…)

(…)38. Finalmente, son los mismos capitalistas y los obreros quienes pueden hacer no poco – contribuyendo a la solución de la cuestión obrera -, mediante instituciones encaminadas a prestar los necesarios auxilios a los indigentes, y que traten de unir a las dos clases entre sí. Tales son las sociedades de socorros mutuos, los múltiples sistemas privados para hacer efectivo el seguro – en beneficio del mismo obrero, o de la orfandad de su mujer e hijos- cuando suceda lo inesperado, cuando la debilidad fuere extrema, o cuando ocurriere algún accidente; finalmente, los patronatos fundados para niños, niñas, jóvenes y aun ancianos que necesitan defensa. Mas ocupan el primer lugar las asociaciones de obreros, que abarcan casi todas aquellas cosas ya dichas. De máximo provecho fueron, entre nuestros antepasados, los gremios de artesanos; los cuales, no sólo lograban ventajas excelentes para los artesanos, sino aun para las mismas artes, según lo demuestran numerosos documentos. Los progresos de la civilización, las nuevas costumbres y las siempre crecientes exigencias de la vida reclaman que estas corporaciones se adapten a las condiciones presentes. Por ello vemos con sumo placer cómo doquier se fundan dichas asociaciones, ya sólo de obreros, ya mixtas de obreros y patronos; y es de desear que crezcan tanto en número como en actividad. Varias veces hemos hablado ya de ellas; pero Nos complace en esta ocasión mostrar su oportunidad, su legitimidad, su organización y su actividad (…)

(…)42. Cierto que hoy son mucho más numerosas y diversas las asociaciones, principalmente de obreros, que en otro tiempo. No corresponde aquí tratar del origen, finalidad y métodos de muchas de ellas. Pero opinión común, confirmada por muchos indicios, es que las más de las veces dichas sociedades están dirigidas por ocultos jefes que les dan una organización contraria totalmente al espíritu cristiano y al bienestar de los pueblos; y que, adueñándose del monopolio de las industrias, obligan a pagar con el hambre la pena a los que no quieren asociarse a ellas. – En tal estado de cosas, los obreros cristianos no tienen sino dos recursos: O inscribirse en sociedades peligrosas para la religión, o formar otras propias, uniéndose a ellas, a fin de liberarse valientemente de opresión tan injusta como intolerable. ¿Quién dudará en escoger la segunda solución, a no ser que quiera poner en sumo peligro el último fin del hombre?(…)

(…)44. Esta sabia organización y disciplina es absolutamente necesaria para que haya unidad de acción y de voluntades. Por lo tanto, si los ciudadanos tienen – como lo han hecho- perfecto derecho a unirse en sociedad, también han de tener un derecho igualmente libre a escoger para sus socios la reglamentación que consideren más a propósito para sus fines”(…).

Estamos a finales del siglo XIX cuando León XIII, el mismo que ha propuesto la coexistencia con las democracias y repúblicas liberales, porque, al ser  “accidentales”, justificaba el derecho de resistencia contra las mismas, hasta destruirlas, estaba proponiendo a la derecha una alternativa organizativa corporativa y totalitaria. Lanzó la idea en espera de que los católicos la aplicaran. Lo que no será hasta después de la Iª Guerra mundial.

En 1914, Maura, había entendido perfectamente la estrategia católica para luchar contra las libertades. Apoyándose en varios periódicos, entre ellos “El Correo Catalán”, escribió que a fin de implantar en la vida política de España el “programa mínimo” del tradicionalismo, la hipótesis, sin derrocar la dinastía,  se podía conseguir que el régimen liberal se fuese transformando, paulatinamente, en un régimen perfectamente católico. En una monarquía católica o, en su defecto, en una dictadura.

En el contexto de esta guerra, los pensadores católicos retomaron las enseñanzas papales y se dedicaron a crear y difundir dos conceptos con los que pretendían desprestigiar las libertades y la misma democracia parlamentaria y representativa: el de crisis y decadencia de los valores de las democracias occidentales, es decir crisis de los derechos individuales y humanos, y el de reorganización corporativa y totalitaria de la sociedad y el Estado. Volvían a repetirse los mismos argumentos utilizados para desprestigiar la “revolución francesa”. Un nuevo asalto de una nueva versión de la contrarreforma católica contra las mismas libertades del humanismo renacentista, los ilustrados y las revoluciones.

El primero, un español neoconverso, Ramiro de Maeztu. En su ensayo “La crisis del humanismo”, escrito en inglés original con el título “Authority, Liberty and Funtion”, 1916, afirmaba que “hay que eliminar del Estado el individuo como sujeto de derechos”. Su espacio lo tienen que ocupar las corporaciones. En la Edad Media, dice, el hombre no tenía otros derechos que los que emanaban de la corporación a la que pertenecía. Esos  derechos emanaban de una realidad concreta: la familia, la escuela, la universidad, la iglesia, el gremio. El hombre no podía tener derechos individuales porque afirmaban su diferencia frente al poder e impedían el cumplimiento de sus deberes hacia el Estado.

“Hay que fundar, decía, la sociedad sobre principios objetivos. Para ello hay que inducir a los hombres a no considerarse como centros del mundo, sino como criaturas creadas para realizar en la tierra los valores eternos”…El sacrificio de la persona a los valores objetivos no se hace por razones. Se hace por sentimientos, por emociones, es decir por un elemento irracional que nos impulsa al heroísmo.

El mundo ha sido víctima de dos principios antagónicos e incompatibles: autoridad y libertad. La autoridad es el más eficaz porque unifica las fuerzas sociales en la dirección prescritas por las autoridades e implica un principio de orden. La doctrina de la muerte y la resurrección abre el camino a la sumisión del hombre a los valores eternos. En definitiva, está descalificando las ideas progresistas y revolucionaras que han ido triunfando desde el siglo de las Luces. La democracia y su ideología, los derechos individuales, están en crisis y deben ser sustituidos por el Estado corporativo.

Estas mismas ideas fueron desarrolladas por otros pensadores. En 1919, el católico Berdiaeff escribe “Una Nueva Edad Media”. La Edad Moderna, las libertades y la democracia, habían llegado a su fin: “comenzaba una nueva era”. Es imposible que volvamos a la existencia apacible y burguesa de comienzos del siglo XX. El ritmo de la Historia ha cambiado. Hemos entrado en un ritmo catastrófico. La tierra vacila bajo nuestros pies, afirmaba.

El Viejo Mundo europeo se deja ganar por el Nuevo Mundo: América y por el Extremo Oriente: Japón y China. Asistimos al fin de la Edad Moderna que comenzó con el Renacimiento. Asistimos, por tanto, al fin del Renacimiento y del Humanismo que le servía de base y que era no sólo un renacer del mundo clásico sino, y esto es lo más importante, la instauración de una nueva moral, de un nuevo estilo de vida. Era, en suma, una nueva interpretación del mundo.

Toda la Edad Moderna había sido una dialéctica de auto-revelación y auto-negación. Negación del hombre. Pretendía el humanismo afirmar los valores sustantivos del hombre y acababa negándolos. Entró el hombre en la Edad Moderna lleno de confianza en sí mismo y en sus potencias creadoras y sale de ellas abatido, roto por dentro.

Comenzó por perder la fe en una autoridad superior y acabó por no tenerla en sí mismo. Hizo el Renacimiento la experiencia de la libertad humana y fracasó. La historia moderna es una empresa que no ha tenido éxito. Acudimos hoy al término de ese período, que ha durado cuatro siglos.

Un año antes, 1918, Spengler publicaba su primer tomo sobre “La Decadencia de Occidente”. Otra vez se repite, con otros argumentos, el tema de la crisis de civilización. De la democrática y liberal. Otros autores, ideólogos de lo que será el nazismo, se propusieron, también, desprestigiar los ideales democráticos y el propio funcionamiento representativo y parlamentario de la democracia. Chamberlain, en su libro “Los fundamentos del siglo XIX” y Rosenberg en el suyo “El mito del siglo XX”.

En 1933, coincidiendo con el nombramiento de Hitler como Canciller, otro católico de la extrema derecha,  Jacques Maritain, publicaba su teoría del “Humanismo integral”. El ataque a las libertades individuales fue tan brutal e irracional que, con el objetivo de anular desprestigiando y confundiendo el humanismo renacentista, inventó el concepto de humanismo católico, cuyos orígenes situaba, nada menos, que en el siglo XIII,  en Tomás de Aquino. Contra la concepción antropocéntrica del humanismo él trató de sustituirla por la reafirmación teocéntrica de la sociedad.

 En 1920, el católico Belloc publica “Europa y la fe” y en 1939 “La crisis de nuestra civilización”, repitiendo los ataques a la democracia y las libertades individuales, que consideraba agotadas. Para Belloc toda la Edad Moderna fue un periodo de crisis. La crisis comenzó, como para la Iglesia, en el Renacimiento, la potenció el racionalismo luterano y se consolidó con el racionalismo cartesiano, el empirismo inglés, el liberalismo político  y el positivismo de Comte. La Edad Moderna, decía, nos ha conducido a un mundo opuesto al que había sido el mundo cristiano. A la lucha de clases. Socialismo y comunismo no pueden ser soluciones para este mal. La solución estaba en la corporación como principio social.

“La función de la corporación, decía, no consiste en sostener a los miembros de ella en guerra contra el resto de la sociedad; consiste en fortalecer a esos miembros como individuos y como jefes de esa ciudad orgánica dentro de la sociedad: la familia, y hacer que pueda conservar y poseer lo que le corresponda sin la amenaza de una competencia aniquiladora”. El humanismo está en crisis. Debe ser sustituido por el totalitarismo, era el mensaje clerical.

Durante la Iª Guerra Mundial, Thomas Mann empezó a escribir su brillante novela “La montaña mágica”. La importancia de esta novela, en mi opinión, es que reconstruía esa conciencia de crisis y estado de ansiedad en los ámbitos intelectuales de la derecha cristiana y europea. Los debates mantenidos entre Naphta y Settembrini reconstruyen este conflicto entre modernidad y progreso, de una parte, y anti-modernismo o restauración de valores católicos, de otra.

Ortega y Gasset resumió este ambiente en su libro “España invertebrada”, publicado en 1921, poco antes de la instauración de la Dictadura de Primo de Rivera y de que Mussolini fuera invitado por el monarca italiano y la Iglesia católica a formar gobierno. Careciendo de originalidad pero reproduciendo el ambiente de las derechas católicas de su tiempo Ortega escribió:

“Todo anuncia que la llamada “Edad moderna” toca a su fin. Pronto un nuevo clima histórico comenzará a nutrir los destinos humanos. Por doquiera aparecen ya las avanzadas del tiempo nuevo. Otros principios intelectuales, otro régimen sentimental inician su imperio sobre la vida humana, por lo menos, sobre la vida europea. Dicho de otra manera: el juego de la existencia, individual y colectiva, va a regirse por reglas distintas, y para ganar en él la partida serán necesarias dotes, destrezas muy diferentes de las que en el último pasado proporcionaban el triunfo…

En efecto, racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte, de Alemania. No lo han sido, en cambio, de España. Mas hoy parece que aquellos principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez porque se ha sacado de ellos todo cuanto podían dar”.

1922, Mussolini es encargado por el monarca de formar gobierno. El fascismo conquista el Poder sin necesidad de ganar las elecciones, con un insignificante apoyo popular. El monarca, apoyado por el papa Pío XI, la alta burguesía y el Ejército da un golpe de Estado desde la legalidad democrática. La dictadura totalitaria y moral pone fin a la lucha de clases y a la ocupación de las fábricas por los proletarios italianos. Los partidos políticos son prohibidos. Los sindicatos son prohibidos. Las libertades de expresión, conciencia y prensa son prohibidas. Su lugar lo ocupan el partido fascista, las corporaciones y la Iglesia. La “Rerum novarum” parece que se hubiera aplicado al pie de la letra.

Pio XI calificó a Mussolini de hombre providencial. Lo que significa que había sido elegido por dios para salvar a la Iglesia de la democracia y de las libertades individuales. En compensación y porque el fascismo no tenía otros valores que los católicos,  la Iglesia es encargada por Mussolini de la educación y vigilancia de la moral. A pesar de lo cual las diferencias por ambición de poder y de protagonismo entre el papa y los dirigentes políticos son inevitables, no por diferencias ideológicas, sino por cuestiones de protagonismo protocolario.

A comienzos de 1929, el 11 de febrero, Benito Mussolini entraba en el Palacio de Letrán, en cuyo interior el Papa Pío XI y su estricta comitiva lo esperaban desde hacía unos minutos.  Embutido en un raro uniforme, Mussolini ascendió hasta el segundo piso, donde lo esperaba cardenal Gasparri, una de las figuras clave en las negociaciones que culminaban esa mañana. La lectura de las actas no comenzó hasta las doce en punto, luego de la presentación e intercambio de las respectivas credenciales: entonces, el Duce sugirió a Gasparri —convaleciente todavía de una enfermedad— que permaneciera sentado, aunque los restantes testigos de la lectura se ponían de pie. Luego de las firmas —mientras las campanas se echaban a vuelo y los estudiantes de Teología, reunidos en el patio interior entonaban el Te Deum—, el Cardenal obsequió a Mussolini la pluma de ave con mango de oro que había servido para rubricar el acuerdo.

El líder fascista la aceptó complacido: «Será para mí —murmuró— uno de los mejores recuerdos que haya merecido». Al día siguiente, en una conferencia de prensa, Pío XI sintetizó mejor que nadie los alcances del triunfo de la Iglesia: «Mi pequeño reino —afirmó— es el más grande del mundo». La prensa de Italia y del exterior le daban la razón: con la firma del Tratado de Letrán, que reconocía la soberanía del Estado del Vaticano —un pequeño y lujoso feudo de 144 hectáreas—, la Iglesia Católica clausuraba un pleito iniciado casi un siglo atrás, cuando las consecuencias políticas del poder temporal del Papado la habían puesto en una de las situaciones más difíciles de su historia.

En el artículo 1°.- Italia reconoce y ratifica el principio consagrado en el artículo 1° de la Constitución del Reino, de 4 de marzo de 1848, según el cual la religión católica,  apostólica y romana es la única religión del Estado (fascista). En virtud de este tratado la Iglesia asumía la función de aparato ideológico del fascismo en cuya estructura quedó integrada con la función política y social de encargarse de la educación y de la moral. El sistema de valores cristianos era la ideología del fascismo.

1933, en Portugal, el dictador Salazar, tomando como referencia la encíclica “Rerum novarum” y la experiencia italiana impuso una  Constitución, con la instituyó y consolidó el Estado Novo, un régimen nacionalista corporativo con amplios poderes conferidos al ejecutivo en el control del Estado. La cuestión del tipo de régimen, (monarquía o república)  por su “accidentalidad” fue sutilmente dejada de lado. El régimen adopta una forma de fascismo basado en el de Benito Mussolini y afirma los valores nacionales y su defensa, sacrificando la libertad individual en beneficio de lo que se consideraba el interés superior de la Nación. Como en Italia, la educación y la moral, la ideología de la Dictadura, quedaban en manos de la Iglesia.

Ese mismo año, en Austria Dollfus trató de imponer una dictadura siguiendo el mismo modelo de organización social corporativo y antidemocrático italiano y portugués. Se creó el partido nazi austriaco rival del alemán por su defensa nacionalista pero no por su ideología. En España, en 1934 Pablo Iglesia y la UGT convocaron una huelga general en toda España, parcialmente victoriosa en Asturias. Esta huelga estuvo convocada para presionar al presidente de la República y a Lerroux con el objetivo de impedir que Gil Robles participara en un gobierno o formara gobierno porque su ideario era exactamente el mismo que el de Dollfuss.

Como consecuencia de las revoluciones burguesas, la derecha, el capitalismo, la burguesía, la clase alta  y las clases medias, ya habían conquistado el poder, político y económico, contra la aristocracia laica y clerical, pero la revolución industrial si por una parte potenció el desarrollo de la burguesía empresarial, comercial y financiera por otra parte, engendró su negación: el proletariado y las ideologías y teorías alternativas del poder del marxismo, socialismo y anarquismo.

En el último tercio del siglo XIX, la burguesía empezó a sentirse amenazada por el movimiento obrero a cuyas organizaciones políticas y sindicales tenía que hacer concesiones políticas y económicas. Las mismas reglas del funcionamiento de la democracia parlamentaria, la soberanía nacional y el sufragio universal y la misma declaración de derechos, al dejar de ser patrimonio de la burguesía y transformarse en una ideología progresista, universal y democrática fueron instrumentalizadas por el proletariado para fortalecer sus posiciones en los mismos parlamentos y combatir a la burguesía con sus propias leyes. Ya universalizadas.

La crisis social se fue radicalizando desde los comienzos del siglo XX. La revolución rusa fue un ejemplo que impulsó a todos los movimientos obreros de todos los países europeos a la lucha por la conquista del Poder. En este contexto revolucionario, las clases medias y las oligarquías optaron por formas de gobierno totalitarias. Ya fuesen dictaduras militares o típicamente fascistas, nazis o de influencia teocrática. La Iglesia católica, en relación con las burguesías de los países católicos, hizo la función necesaria de intelectual orgánico de la burguesía contra la revolución.  Dotándole a la derecha de la ideología necesaria para justificar y legitimar esas dictaduras totalitarias.

En 1933, el papa Pío XI, que gobernaba ideológicamente en Italia aliado a Mussolini, firmaba con Hitler un concordato. Hitler, en ese momento internacionalmente aislado, escogió el momento adecuado para romper su aislamiento apoyándose en el papa. Se reconocían a la Iglesia el derecho a la educación y vigilancia moral en los territorios católicos de los Estados alemanes. Ese  mismo año, la pastoral colectiva de los obispos españoles condenaba la política del gobierno republicano español contra los intereses de la Iglesia, especialmente, la “Ley de Congregaciones religiosas”, además de otras leyes, recogidas en la constitución, sobre el divorcio, el matrimonio civil, la enseñanza, laica, el derecho a voto de las mujeres, los cementerios civiles…

En 1937 el papa Pío XI publicó la carta “Dilectissima nobis”, exigiendo a la derecha española que se organizara para conquistar el poder republicano y deshacer la política republicana, que debía ser sustituida por el sistema de valores cristiano. Ese mismo año este papa, protegido por Mussolini,  publicó carta “Mit brennender Sorge”, en la que no cuestionaba el totalitarismo nazi, que como el nazismo austríaco, el fascismo en Italia o lo será el franquismo en España, estaban apoyados por la Iglesia, simplemente se quejaba de que el nazismo no cumplía los acuerdos firmados con el Estado Vaticano.

En la carta “Dilectissima nobis”, el papa condenaba toda la política republicana referente a la secularización de la sociedad y a la separación de la Iglesia y el Estado, pero lo más significativo es que en ella exigía a la burguesía, oligarquía terrateniente y clases medias, fundamentalmente agrarias, que se organizaran políticamente formando un solo cuerpo orgánico para conquistar el poder, por la vía parlamentaria,  acabar con todas las leyes consideradas anticlericales y fortalecer la propiedad de los terratenientes y clases medias.

El papa exigía la unidad orgánica de toda la derecha española contra la República, como ya hizo León XIII contra la ideología liberal y el socialismo. El resultado de esta carta fue la organización de la mayor parte de las derechas españolas en la CEDA- Confederación Española de Derechas Autónomas- dirigidas por Gil Robles. Esta organización fue impulsada por el episcopado español y el Estado Vaticano contra la República.

Gil Robles, como Dolffus, como Salazar, como Mussolini…, apoyados y bendecidos por el clero católico y el Estado Vaticano, trató de organizar la sociedad y el Estado aplicando al pie de la letra la encíclica “Rerum novarum”. Absolutamente dócil al dictado de la jerarquía eclesiástica, suyas son estas palabras:

“El corporativismo es una forma de democracia distinta a la predominante en nuestros días, que es la democracia liberal o inorgánica. Los sistemas demoliberales parten de la idea de que el individuo es un ser aislado, con tendencia a convivir, que libremente pacta con otros hombres y crea una sociedad concreta. El sujeto de la política es, pues, el individuo que ha sustituido a su comunidad. En consecuencia, no hay más técnica de representación popular que el sufragio universal inorgánico en el que cada individuo tiene un solo voto igual.

Por el contrario, la democracia orgánica o corporativismo defiende que el individuo no es un ser aislado sino que está integrado en los órganos de la sociedad. Este tipo de democracia admite una pluralidad de cuerpos sociales intermedios tanto territoriales (municipio, comarca, región, nación, etc.) como institucionales (iglesias, administración, ejército, etc.) o profesionales (agricultura, industria, servicios, etc.). La diferencia entre estos dos tipos de democracia es obvia. En la democracia inorgánica o liberal, los individuos ejercen sus derechos a través de los partidos políticos, que no reconocen capacidad política representativa a los demás cuerpos sociales. Es más, es fácil que degeneren en partitocracia y que no defiendan los derechos de los ciudadanos sino los intereses de los partidos.

Representan, en primer lugar, a la oligarquía del partido, y en segundo lugar, los intereses de su ideología, imagen, programa, etc. En cambio, un diputado orgánico, de un municipio o de un sindicato, representa unos intereses localizados y concretos. Además, no están sometidos a la férrea disciplina de un partido político y no corren el riesgo de que unas elecciones inorgánicas provoquen una revancha revisionista de los partidos opuestos, aún a pesar del interés general de la nación”[1].

En cuanto a la democracia, en perfecta sintonía con la encíclica de Pío XI  “Dilectissima Nobis”, Gil Robles, durante la campaña electoral de octubre de 1933, en un mitin en el teatro Monumental de Madrid, recordaba cómo sin necesidad de salir de la legalidad había sido vencida la coalición gobernante y propugnaba el mismo camino para reconquistar las posiciones perdidas. “Queremos una patria totalitaria y me sorprende que se nos invite a que vayamos fuera en busca de novedades, cuando la política unitaria y totalitaria la tenemos en nuestra gloriosa tradición”. Proclamaba la realidad de la unión de las derechas. ¿Para qué? “Para formar el gran frente antimarxista, porque la necesidad del momento es la derrota del socialismo”, finalidad a conseguir a toda costa. “Si hay que ceder se cede”. Y añadía: “No queremos el poder conseguido por contubernios y colaboraciones. El poder ha de ser íntegro para nosotros. Para la realización de nuestro ideal no nos detendremos en formas arcaicas. Cuando llegue el momento, el Parlamento se somete o desaparece. La democracia será un medio, pero no un fin. Vamos a liquidar la revolución[2].

En julio de 1936, tras el triunfo del Frente Popular, un grupo de altos mandos militares del Ejército español se sublevaba contra la República. El 30 de septiembre, el obispo de Salamanca, Pla i Deneil, publica una pastoral en la que calificaba la sublevación militar nacionalista de “alzamiento de la nación en armas” y califica a “los comunistas y anarquistas”… de “hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto a la virtud y por ello les asesinan y les martirizan”… de que “una España laica ya no es España”. Pero lo más importante estriba en que se ponían unas bases doctrinales a la rebelión y se legitimaba en el dicho católico de “Qué santas son las armas cuando sirven para fortalecer a la iglesia católica”, con estas palabras: “Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero, en realidad, es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden”[3].

El 23 de noviembre, nada menos que el cardenal primado, Gomá, publica una pastoral en la que, bajo el título “El caso de España” proclamaba: “Es guerra de sistemas o de civilizaciones; jamás podrá ser llamada guerra de clases. Lo demuestra el sentido de religión y de patria que han levantado a España contra la Anti-España”. El 14 de marzo de 1937 Pío XI publicaba su encíclica “Mit brennender Sorge”, sobre los incumplimientos contractuales de Hitler, el 1 de julio del mismo año el episcopado español publica una carta colectiva apoyando a Franco. En los mismos tonos de sus predecesores.

“La guerra de España, decían los cardenales y obispos, es producto de la pugna de ideologías irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico. No sería difícil el desarrollo de puntos fundamentales de doctrina aplicada a nuestro momento actual. Se ha hecho ya copiosamente, hasta por algunos de los Hermanos que suscriben esta Carta. Pero estamos en tiempos de positivismo calculador y frío, y, especialmente, cuando se trata de hechos de tal relieve histórico como se han producido en esta guerra, lo que se quiere -se nos ha requerido cien veces desde el extranjero en este sentido- son hechos vivos y palpitantes que, por afirmación o contraposición, den la verdad simple y justa”.

En 1938, Franco aprobaba el Fuero del Trabajo de los españoles al dictado de la “Rerum novarum”. Su encabezamiento empezaba en los siguientes términos: “Renovando la Tradición católica, de justicia social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado Nacional, en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y sindicalista, representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar- con aire militar, constructivo y gravemente religioso – la Revolución que España tiene pendiente y que ha de devolver a los españoles, de una vez para siempre, la Patria, el Pan y la Justicia”.

España no había sido una excepción. Ni Italia, ni Alemania, ni Portugal. En general en toda la Europa continental la burguesía, oligárquica y clases medias, se pusieron de parte de las Dictaduras y Totalitarismos, invocando, siempre, la doctrina cristiana. Algunos ejemplos son los siguientes: en Francia los católicos se organizaron en “Acción francesa”, en “Jeunesses Patriotes”, en Ligas como la de Valois “Faisceau, o las “Croix de Feu” y la Unión Nacional de combatientes”, en el “Francismo” de Bucard, en cuya revista “Le Franciste”, febrero 1934, escribía:

“Nuestra filosofía se opone esencialmente a la filosofía de nuestros antepasados. Nuestros padres quisieron la libertad; nosotros exigimos el orden…Ellos predicaron la fraternidad, nosotros pedimos la disciplina. Por su parte, hicieron de la igualdad el norte de sus creencias y nosotros afirmamos la jerarquía de valores. Para ellos era el individuo una entidad santificada, el fundamento natural del Estado. Para nosotros existe solamente el individuo en función de su familia y de su patria.”

 En Bélgica los católicos se organizaron en “Acción Nacional”, en “Christus Rex”, en “Rex vaincra”, en “Rex ou Moscou; en España ya nos hemos referido a la CEDA, de Gil Robles y a la Falange; en Rumanía en  “La Guardia de Hierro y en  “Defensa de la civilización cristiana”, que proclamaba que “El comunismo es el rojo monstruo del Apocalipsis que se alza para expulsar a Cristo del mundo”.

En Austria en la “Heimwehren”, Defensas de la Patria. En su ideario figuraban los siguientes objetivos, iguales que los de Gil Robles, “Rechazamos el parlamento occidental, publicaba el Internationaler Faschismus,y el Estado multipartidista. Queremos la potenciación de todas las clases y un Gobierno fuerte del Estado, que no esté en manos de los representantes de los partidos, sino en las de los dirigentes de los más amplios sectores y los hombres más capaces y preparados de nuestro movimiento popular.

Luchamos contra la destrucción de nuestro pueblo por la lucha de clases marxista así como el despilfarro económico liberal capitalista. Aspiramos a la superación de la lucha de clases mediante la armónica ordenación de la economía según los cuadros de producción y el establecimiento de la justicia y la dignidad social.

Mediante el establecimiento de una economía sana levantaremos el bienestar de nuestro pueblo. El Estado es la encarnación de la totalidad del pueblo; su poder y su jefatura velarán por la satisfacción de las necesidades de toda la comunidad popular. Cada camarada tiene que sentirse y reconocerse portador de este nuevo credo estatal germano y estar dispuesto, asimismo, a verter su sangre y efectuar el máximo sacrificio; reconocerá asimismo, los tres poderes: la fe en Dios, su propia y poderosa voluntad (el clero católico) y la palabra de su Jefe”.

En un texto de Codreanu, dirigente de la “Guardia de Hierro”, se decía, “Nuestro entero sistema se apoya en la organización de “nidos”. Un “nido” abarca de 3 a 13 personas. No hay entre nosotros miembros, es decir “individualidades”. La individualidad se funde en la comunidad del “nido”. En 1935 estaba claro que los movimientos católicos se estaban organizando en estos movimientos totalitarios que, posteriormente, participarán en la guerra como divisiones extranjeras, junto a los ejércitos nazis que invadieron la URSS.

La derrota de los totalitarismos fue la derrota de la tercera ofensiva contrarreformista católica. La democracia triunfó allí donde los anglosajones y las fuerzas del progreso, comunistas, anarquistas y socialistas de las naciones liberadas, liberaron y  defendieron, con las armas, las libertades en Europa occidental. El corporativismo católico había fracasado. Aún así, bajo la esfera de influencia de los anglosajones, éstos prefirieron conservar dos dictaduras católicas en España y Portugal.

La derrota de la forma de organización social y política corporativa y totalitaria había sido derrotada pero no fueron destruidas ni la derecha y ni la Iglesia que habían sido sus bases sociales e ideológicas necesarias. Y en esas dos dictaduras siguieron siéndolo. Políticamente, la iglesia se vio obligada a desarrollar teorías estratégicas que, aceptando el marco de la forma democrática, parlamentaria y representativa de gobierno, no la obligaban a renunciar a su pensamiento político e ideológico totalitario y teocrático. La lucha la plantearían en términos ideológicos. Esa estrategia se desarrollará a partir  del papa Juan Pablo II.

La Iglesia, soporte orgánico e ideológico de todos estos movimientos totalitarios, como su burguesía, se vio obligada a replegarse renunciando, temporalmente, a reivindicar el totalitarismo. La reconstrucción de la democracia imponía la participación de partidos políticos, de izquierdas y derechas y de sindicatos de clase, comunistas, anarquistas y socialistas. La derrota de los totalitarismos y dictaduras militares fue una grave derrota ideológica de la Iglesia católica. Que se sobrevivió, sin embargo, en los partidos demócratas cristianos y en las Dictaduras de Franco Y Salazar. Esperando mejores tiempos. En Sud América, África y Asia también apoyó las dictaduras católicas militares. En estos casos asociada al imperialismo norteamericano, al que esas dictaduras y la Iglesia prestaron un impagable servicio luchando contra las revoluciones.

En Europa, atrapada por la amenaza de la revolución social y por el progreso moral y de las costumbres de los ciudadanos democráticos, vivió tiempos de confusión. acobardada y acomplejada.. Como los había vivido durante el siglo XIX. Desbordada porque todas las fuerzas del progreso, científico, político, social, moral… desencadenadas durante el siglo XIX habían triunfado y no dejaban de seguir desarrollándose. La “guerra fría” creó el escenario en el que dos modos de producción, con sus antagónicas ideologías, teorías del poder, de la soberanía y de los derechos o deberes individuales, se mantuvieron en tensión para impedir el triunfo del uno sobre el otro. En los países europeos, liberados del totalitarismo nazi y fascista, la síntesis de esa tensión fue la construcción de los Estados de bienestar. Una victoria de las fuerzas de progreso.

El papa Juan XXIII en sus encíclicas Mater et Magistra, 1961, y “Pacem in terris”, 1963,  y Pablo VI en las suyas “Populorum progressio”, 1967, y “Humanae vitae”, 1968, trataron de romper el vergonzoso silencio, producto de su  colaboracionismo con los totalitarismo y dictaduras católicas. En la Mater et Magistra conmemoraba las encíclcias “Rerum novarum” y “Quadragessimo anno”. En la “Mater et Magistra”, repitiendo la doctrina dogmática y ortodoxa de sus predecesores hacía una defensa a ultranza de la propiedad privada,  condenaba la lucha de clases, el socialismo y comunismo, rechazaba la propiedad pública o social estatalizada y, solicitaba, sin embargo, la intervención del Estado capitalista  para regular la miseria de los obreros  afín de que no se dejaran caer en manos de los revolucionarios.  Decía:

… “Y como la propiedad privada lleva naturalmente intrínseca una función social, por eso quien disfruta de tal derecho debe necesariamente ejercitarlo para beneficio propio y utilidad de los demás….

  1. El Sumo Pontífice manifiesta además que la oposición entre el comunismo y el cristianismo es radical. Y añade qué los católicos no pueden aprobar en modo alguno la doctrina del socialismo moderado. En primer lugar, porque la concepción socialista del mundo limita la vida social del hombre dentro del marco temporal, y considera, por tanto, como supremo objetivo de la sociedad civil el bienestar puramente material; y en segundo término, porque, al proponer como meta exclusiva de la organización social de la convivencia humana la producción de bienes materiales, limita extraordinariamente la libertad, olvidando la genuina noción de autoridad social”.

Total, que la causa de la miseria y la lucha de clases, la explotación económica, la propiedad privada de los medios de producción y la dominación política, las ignora como causas de la miseria. Fiando la justicia social o la solución de la miseria a la buena voluntad de los que poseen propiedad privada, la necesidad de la intervención del Estado capitalista, a la caridad y la subsidiaridad para regular la miseria mejorando las condiciones de vida de los trabajadores. En ninguna parte del documento se critica, ni una sola vez, con palabras claras, el imperialismo, el colonialismo, el capitalismo, el liberalismo político, la explotación económica como la causa de la miseria de los trabajadores y de los pueblos. Estas expresiones nunca las utilizan los papas. Las ignoran completamente. Tampoco se denunciaron nunca las dictaduras católicas en América, Europa, África y Asia. Ni se defendieron contundentemente nunca las democracias y las declaraciones de derechos.

En 1948 las Naciones Unidas proclamaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La Iglesia católica se negó a firmar esa declaración. Ignorándola.  Quince años después, en 1963, en  la “Pacem in terris”, un papa se refería, por primera vez a los derechos humanos. Podría haber sido un giro radical porque habría entrado en conflicto con el dogma y la ortodoxia católica al cuestionar la doctrina de todos sus predecesores y por lo tanto, el principio de autoridad de los papas.  Por eso en su declaración no utilizó la expresión “derechos humanos”, ni incluyó entre ellos los derechos relativos a la libertad de conciencia, de pensamiento, de palabra, de opinión, de impresión, de difusión, ni si quiera se atrevió a incluir la expresión libertad religiosa, por la sencilla razón de que ésta estaba prohibida en las dictaduras católicas, según el acuerdo suscrito por los papas en los concordatos firmados con éstas como el caso de Franco, Salazar o Perón y todas las dictaduras sudamericanas.

Exactamente, de qué derechos hablaba este papa. Su “proclamación particular” de derechos se refería a “derechos naturales”, que, como sabemos, son de origen divino, y de contenido social, no moral ni relativo a ningún tipo de libertades ni derechos individuales, no eran derechos de origen humanos ni humanos, hablaban de: … “derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible”. En la terminología religiosa la “ley natural” es una ley de origen divino en la que dios impregna su providencialismo, determinismo o gracia.

Y enumera los siguientes:

La persona humana, sujeto de derechos y deberes

  1. En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto[7].
  2. Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna.

Los derechos del hombre:

Derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida; Derecho a la buena fama, a la verdad y a la cultura; Derecho al culto divino; Derechos familiares; Derechos económicos; Derecho a la propiedad privada: También surge de la naturaleza humana el derecho a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, derecho que, como en otra ocasión hemos enseñado, constituye un medio eficiente para garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos los campos de la actividad económica, y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el Estado; Derecho de reunión y asociación; Derecho de residencia y emigración; Derecho a intervenir en la vida pública; Derecho a la seguridad jurídica.

Estos derechos van invisiblemente unidos a los deberes: Los deberes del hombre

“Conexión necesaria entre derechos y deberes

  1. Los derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor indestructible.
  2. Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia corresponde el deber de conservarla; al derecho a un decoroso nivel de vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el deber de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud. El deber de respetar los derechos ajenos; El deber de colaborar con los demás; El deber de actuar con sentido de responsabilidad”.

 “Carácter espiritual de la sociedad humana

“36. La sociedad humana, venerables hermanos y queridos hijos, tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo.

  1. El orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual. Porque se funda en la verdad, debe practicarse según los preceptos de la justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo, y, por último, respetando íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana.

La convivencia tiene que fundarse en el orden moral establecido por Dios

  1. Sin embargo, este orden espiritual, cuyos principios son universales, absolutos e inmutables, tiene su origen único en un Dios verdadero, personal y que trasciende a la naturaleza humana. Dios, en efecto, por ser la primera verdad y el sumo bien, es la fuente más profunda de la cual puede extraer su vida verdadera una convivencia humana rectamente constituida, provechosa y adecuada a la dignidad del hombre. A esto se refiere el pasaje de Santo Tomás de Aquino: El que la razón humana sea norma de la humana voluntad, por la que se mida su bondad, es una derivación de la ley eterna, la cual se identifica con la razón divina… Es, por consiguiente, claro que la bondad de la voluntad humana depende mucho más de la ley eterna que dé la razón humana”.

Y vuelve a reiterar el dogma sobre el origen divino del poder y de los derechos: “Toda la autoridad que los gobernantes poseen proviene de Dios, según enseña San Pablo: Porque no hay autoridad que no venga de Dios. Enseñanza del Apóstol que San Juan Crisóstomo desarrolla en estos términos: ¿Qué dices? ¿Acaso todo gobernante ha sido establecido por Dios? No digo esto -añade-, no hablo de cada uno de los que mandan, sino de la autoridad misma. Porque el que existan las autoridades, y haya gobernantes y súbditos, y todo suceda sin obedecer a un azar completamente fortuito, digo que es obra de la divina sabiduría. En efecto, como Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común, resulta necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor”.

Y recuerda imperativamente que: “La ley debe respetar el ordenamiento divino”, luego, en qué consiste la libertad? En someterse al ordenamiento divino. Al clero, su representante. “51. El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres. Más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña Santo Tomás: En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada, es manifiesto que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter de ley, sino más bien de violencia.

Autoridad y democracia.

  1. Ahora bien, del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse que los hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes de la nación, establecer la forma de gobierno y determinar los procedimientos y los límites en el ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase de régimen auténticamente democrático”.

Siguiendo este razonamiento, el mismo que el de todos los papas que la precedieron, habría que añadir que la Iglesia está dispuesta a conciliarse con cualquier gobierno democrático pero no con los fundamentos ideológicos de la democracia que niegan el origen divino del poder y afirman un sistema de valores y derechos individuales que niegan el origen divino del poder, el poder de dios y el clero y el concepto de libertad cristiano. La “ideología” de la democracia son los derechos y libertades individuales, negados por la Iglesia, porque son incompatibles con su sistema de valores y su concepto de libertad.

Resulta, cuando menos, una ironía de la Historia que el papa cite, reiteradamente,  a Tomás de Aquino, un señor del siglo XIII para quien la Edad Media, de señores y vasallos, era el Estado perfecto, la esclavitud necesaria y la mujer una vaca-burra. Y lo cita como argumento de autoridad sobre el que fundamentar la afirmación clerical de que “todo poder viene de dios” o sea, del clero.

Hace muchos siglos, en el XIV, Marsilio de Padua, protegido por el príncipe de Baviera, ya defendió  en sus textos “Defensor pacis” y “Defensor minor”, que siendo dios juez de las almas de los muertos, como el dios egipcio Osiris, ni dios ni el clero podían tener jurisdicción sobre los asuntos humanos, hasta que su alma no saliera de sus cuerpos. Por lo tanto, no habiéndose muerto aún, sobre las relaciones sociales sólo tienen autoridad para legislar los seres humanos, no el clero, por ser de los civiles de los únicos que emana el poder.

Resulta otra ironía de la Historia que este papa admita el derecho de los ciudadanos, previamente sometidos a la voluntad de clero, a elegir a los gobernantes. Y ya resulta mucho más que una ironía un chiste que siendo el papa un monarca teocrático, y la Iglesia una organización autoritaria antidemocrática, se atreva a poner calificativos de auténtica o no  la democracia. Como si la autenticidad dependiera de su calificación o descalificación. Calificación que en manos del clero se utiliza para descalificar los gobiernos democráticos cuando no benefician a la Iglesia ni protegen sus intereses. Se lo tienen bien montado. Es más, al aceptar la existencia de la democracia, la participación de los católicos en las democracias le habría al papa la posibilidad de intervenir políticamente en los países no católicos, como Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Dinamarca, Suecia, Suiza, Noruega, Holanda…

La perversión de este argumento se vuelve contra ellos mismos porque si todo poder procede, necesariamente de de su dios, eso significa que todos los imperios, imperialismos, monarquías, dictaduras y fascismo han sido providencialmente puestos por dios. No podía ser de otra manera porque su dios es autoritario y teocrático. Y durante 16 siglos sólo han existido gobiernos autoritarios y dictaduras.

En los años ochenta convergieron tres líderes político-religiosos con objetivos comunes. Una especie de santísima trinidad se había propuesto acabar con el comunismo, con el Estado de bienestar y con el ateísmo y las libertades individuales. Una trinidad formada por el presidente de los Estados Unidos, Reagan, la primera ministra británica, Margaret Thatcher, y el Jefe Supremo y Sumo Sacerdote del Estado teocrático de El Vaticano, el papa Juan Pablo II.

Todos ellos tenían en común el mismo enemigo: el comunismos y las libertades individuales, y un mismo interés: proteger la propiedad privada, liquidar la propiedad pública y consolidar el imperialismo, camuflado, ahora, en los términos de neoliberalismo y globalización. ¿Por qué tenían todos tanto interés en liquidar la propiedad pública, el Estado de bienestar?, sencillamente porque era una conquista de las izquierdas. Un instrumento de poder de las fuerzas de progreso que amenazaba y amenaza los intereses del capitalismo y de la Iglesia que, asociada al capitalismo como corporación multinacional de servicios educativos y sanitarios. Es una empresa capitalista multinacional. Que tiene pánico a las desamortizaciones y a las nacionalizaciones de los Estados de bienestar.

Todos ellos tenían en común un mismo sistema económico: el neoliberal y la globalización. Como dicta la doctrina cristiana y han defendido todos los papas, hasta el día de hoy, la propiedad privada de los medios de producción es “necesaria”. En la encíclica “Centessimus annus”, después de condenar el comunismo, la lucha de clases y el ateísmo, el papa Juan Pablo II lo argumenta en los siguientes términos:

… “La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la múltiple actividad humana y en ella, como en todos los demás campos, es tan válido el derecho a la libertad como el deber de hacer uso responsable del mismo. Hay, además, diferencias específicas entre estas tendencias de la sociedad moderna y las del pasado incluso reciente. Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás.

… En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía del aislamiento del mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en las propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países que se han marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la interrelación general de las actividades económicas a nivel internacional. Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un acceso equitativo al mercado internacional, fundado no sobre el principio unilateral de la explotación de los recursos naturales, sino sobre la valoración de los recursos humanos.

…La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Sin embargo, los beneficios no son el único índice de las condiciones de la empresa. Es posible que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Además de ser moralmente inadmisible, esto no puede menos de tener reflejos negativos para el futuro, hasta para la eficiencia económica de la empresa. En efecto, finalidad de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera. Los beneficios son un elemento regulador de la vida de la empresa, pero no el único; junto con ellos hay que considerar otros factores humanos y morales que, a largo plazo, son por lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa.

… 42. Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.

La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.

  1. La Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afronten los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí 84. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual —como queda dicho— reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina reconoce también la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores por conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar en cierto sentido que «trabajan en algo propio» 85, al ejercitar su inteligencia y libertad.

El desarrollo integral de la persona humana en el trabajo no contradice, sino que favorece más bien la mayor productividad y eficacia del trabajo mismo, por más que esto puede debilitar centros de poder ya consolidados. La empresa no puede considerarse única- mente como una «sociedad de capitales»; es, al mismo tiempo, una «sociedad de personas», en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir estos fines, sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de los trabajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la persona”.

La frase: “La libertad que brota cuando el ser humano alcanza la certeza de la verdad es el testimonio de esperanza que el mundo necesita”. Nos remite, una y otra vez, a la concepción totalitaria del poder clerical. Si la Verdad católica nos hace libre eso significa que para ser libres tenemos que someter nuestra voluntad a la voluntad y dominio del clero. Extraño concepto de libertad que condena las libertades y derechos individuales. pues esta es la coletilla que, hoy, no se cansan de repetir. La libertad, afirman machaconamente, sólo es posible si te sometes a la voluntad divina. Es, simplemente, ridículo.

Con el papa Juan Pablo II la Iglesia pasa a una nueva ofensiva contra las libertades. En las anteriores contra el humanismo renacentista y contra los valores liberales de las revoluciones norteamericana y  francesa se atacaron los nuevos valores tratando de desprestigiarlos. Este desprestigio utiliza actualmente el lenguaje de “pensamiento débil”, “ocaso de las ideologías”, decadencia del humanismo renacentista”, “relativismo moral”, “crisis de valores”, “debilidad intelectual”, “tardo-modernidad”, “fracaso de la modernidad”.  Ocultos en estos calificativos su ataque se concentra en la declaración de derechos y libertades individuales. Ese es el enemigo que se han dispuesto combatir y destruir en la actualidad.

Son la parte de la democracia que ellos identifican como “ideología” de las democracias. De esta ideología forman parte derechos como: al aborto, la homosexualidad, los anticonceptivos, el desnudo, el sexo, el vestido, la educación no sexista, la igualdad de género, el divorcio, la libertad moral, de conciencia, de pensamiento, de palabra, de impresión, de difusión…etc. el rechazo a los valores y la doctrina cristiana es, como desde el Renacimiento y las Luces, el rechazo de la autoridad y el dogma clerical. El rechazo a la autoridad clerical. Una actitud que califican de arrogante, desafiante, orgullosa, contraria a la humildad, sumisión y mortificación cristiana. Su sistema de valores.

Ya he dicho que la estrategia actual no consiste en atacar el mecanismo electoral y parlamentario de las democracias sino su “ideología”. Una estrategia que, tomando como argumento y fuente de autoridad  las encíclicas papales, se prepara intelectual y teóricamente en las Universidades católicas y se desarrolla en tres frentes: la formación de una clase política adoctrinada por el clero; la formación de una clase intelectual, especialmente abogados y periodistas, adoctrinada por el clero y la formación de economistas, al servicio de los intereses económicos de la Iglesia. Que coinciden con los del neoliberalismo y globalización como el mismo Juan Pablo II ha argumentado.

Los objetivos de esta casta intelectual laica, formada por el clero en su propio beneficio, son: conquistar los parlamentos para legislar bajo el dictado moral de la doctrina cristiana; conquistar las instituciones del Estado, especialmente los tribunales de justicia y constitucionales, para liquidar los derechos individuales, la “ideología” de los derechos democráticos, y conquistar los medios de comunicación para eliminar las libertades de prensa, pensamiento y difusión.

Además deben elaborar todo tipo de teorías pseudocientíficas, porque necesitan aparentar que sus planteamientos son científicos y no de origen escolástico, sometidos a las verdades de la revelación y de la fe, defender con todo tipo de argumentos el neoliberalismo y la globalización y cuestionar, desde las universidades y medios de comunicación todo avance científico que cuestione la providencia divina o entre en conflicto con las verdades reveladas, la fe y la teología. Un ataque a todas las libertades y a la propia ciencia astutamente enmascarado como defensa de la libertad. Que no es otra cosa que la verdad del clero. Y con esta astucia legal tratan de vaciar de contenido la ideología progresista de las Constituciones. Hasta imponer una dictadura moral con una forma de gobierno parlamentario y responsable.

Ya Carlos Marx en “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, durante la revolución de 1848, escribía, con ironía, cómo la misma burguesía financiera utilizaba la  ley para vaciar de contenido los derechos, la “ideología progresista” de la democracia, proclamada en la constitución. En este texto escribió:

…”El inevitable Estado Mayor de las libertades de 1848, la libertad personal, de prensa, de palabra, de asociación, de reunión, de enseñanza, de culto, etc., recibió un uniforme constitucional, que hacía a éstas invulnerables. En efecto, cada una de estas libertades es proclamada como el derecho absoluto del ciudadano francés, pero con un comentario adicional de que estas libertades son ilimitadas en tanto en cuanto no son limitadas por los “derechos iguales de otros y por la seguridad pública“, o bien por “leyes“ llamadas a armonizar estas libertades individuales entre sí y con la seguridad pública. Así, por ejemplo: “Los ciudadanos tienen derecho a asociarse, a reunirse pacíficamente y sin armas, a formular peticiones y a expresar sus opiniones por medio de la prensa o de otro modo. El disfrute de estos derechos no tiene más limite que los derechos iguales de otros y la seguridad pública“ (Constitución francesa, cap. II, art. 8). “La enseñanza es libre. La libertad de enseñanza se ejercerá según las condiciones que determina la ley y bajo el control supremo del Estado“ (art. 9). “El domicilio de todo ciudadano es inviolable, salvo en las condiciones previstas por la ley“ (cap. II, art. 3). Etc., etc. Por tanto, la Constitución se remite constantemente a futuras leyes orgánicas, que han de precisar y poner en práctica aquellas reservas y regular el disfrute de estas libertades ilimitadas, de modo que no choquen entre sí, ni con la seguridad pública. Y estas leyes orgánicas fueron promulgadas más tarde por los amigos del orden, y todas esas libertades reguladas de modo que la burguesía no chocase en su disfrute con los derechos iguales de las otras clases. Allí donde veda completamente “a los otros“ estas libertades, o consiente su disfrute bajo condiciones que son otras tantas celadas policíacas, lo hace siempre, pura y exclusivamente, en interés de la seguridad pública, es decir, de la seguridad de la burguesía, tal y como lo ordena la Constitución. En lo sucesivo, ambas partes invocan, por tanto, con pleno derecho, la Constitución: los amigos del orden al anular todas esas libertades, y los demócratas, al reivindicarlas todas. Cada artículo de la Constitución contiene, en efecto, su propia antítesis, su propia cámara alta y su propia cámara baja. En la frase general, la libertad; en el comentario adicional, la anulación de la libertad. Por tanto, mientras se respetase el nombre de la libertad y sólo se impidiese su aplicación real y efectiva —por la vía legal se entiende—, la existencia constitucional de la libertad permanecía íntegra, intacta, por mucho que se asesinase su existencia común y corriente”.

Ciertamente, desde la legalidad, conquistada democráticamente, se pueden liquidar las libertades proclamadas en la misma Constitución con tan solo aprobar leyes que obstruyan su cumplimiento o lo limiten con argumentos que entran en conflicto con la doctrina cristiana. En este caso. La labor de los legisladores y parlamentarios es determinante en el arte de zurcir un lenguaje ideológico,  político y constitucional que confunda los términos de legalidad y legitimidad para ponerlos al servicio del pensamiento reaccionario y clerical.

Esta experiencia, referida por Marx, también ocurrió en el caso del nazismo. Desde la legalidad de los mecanismos electorales y parlamentarios Hitler conquistó el poder y desde él liquidó las libertades, instaurando un Estado totalitario. La pregunta es ¿este acto legal es legítimo? Legalidad y legitimidad ¿son la misma cosa? De la respuesta que demos entenderemos o no qué es lo más importante en un sistema democrático: el mecanismo electoral y parlamentario o el ejercicio de las libertades y derechos individuales. Evidentemente, lo sustantivo es el ejercicio de las libertades. Todo aquello que nos hace libres contra el dogma, la ortodoxia y la autoridad.

Todo aquello que nunca puede ser obstruido por ningún gobierno responsable porque es la única garantía que tenemos para declarar inconstitucional cualquier política legal que limite el ejercicio de las libertades. Y el fundamento del derecho a la resistencia contra cualquier gobierno que, invocando la legalidad parlamentaria, quiera destruir la “ideología democrática”. Los derechos y libertades individuales.  Ser libre es lo fundamental. De manera que la legitimidad del sistema no la garantiza la legalidad sino el ejercicio de los derechos y libertades. En ellos reside el único fundamento de legitimidad. Ciertamente, las constituciones establecen el derecho a conquistar el poder, pero también los límites del poder, que son los derechos y libertades individuales. Un poder que regule el ejercicio de estos derechos es un poder dictatorial porque ataca el fundamento de legitimidad de las constituciones. Actualmente en Turquía Erdogan está utilizando la legalidad contra las libertades. En España el actual gobierno del Partido popular, con ministros católicos opusdeístas y jesuitas, está legislando, también, contra las libertades.

Exactamente esto es lo que tratan de elaborar teóricamente los juristas de las universidades católicas. Lo que critica Marx. Para demostrar que esto es así sólo hay que leerse el siguiente documento de Gabriel Limodio, leído en la Universidad católica de La Sapienza 17/05/03, y reproducido por todas las demás y en sus medios de comunicación,  titulado “La enseñanza del derecho privado: un aporte desde el realismo jurídico”. Empieza citando, inevitablemente, la autoridad del papa como fuente única de autoridad, dice él mismo:

 “No pueden dejar de citarse aquí dos trabajos que arrojan luz sobre esta cuestión por lo menos a partir del marco conceptual como son la obra de Karol Wojtyla en Memoria e identidad, Planeta, 2005, y la de Joseph Ratzinger, Iglesia y Modernidad, Paulinas, 1991, traducción del original Wendenzeit für Europa?
En este mismo sentido cobra vigencia la formulación que ha hecho el Cardenal Ratzinger en su conferencia sobre “ Fundamentos espirituales de Europa”, acerca de la herencia cultural que forma a Europa y presenta su tema diciendo “Europa no es un continente netamente determinado en términos geográficos sino más bien es un concepto cultural e histórico” (conf. Joseph Ratzinger, Fundamentos espirituales de Europa, puede consultarse en la página Zenit ZSI04052201).

Dentro de esta mismo plexo de lecturas puede consultarse Pedro Morande, “Balance de un siglo y perspectivas para una nueva fase histórica”, en Revista Humanitas, nº 24, pp. 597 y sgts., Santiago de Chile, 2001. Giandomenico Mucci, “La postmodernidad buena” en Revista Humanitas, nº 9, pp. 14-23, Santiago de Chile, 1998. Pedro Morande Court, “Claves para una comprensión cristiana de la crisis de la Modernidad”, en revista Vertebración, nº 40, p. 29, Puebla, México 1997. Fabio Duque Jaramillo, Cristianismo y Mundo Contemporáneo, idem anterior p. 10 Puebla México 1997”.

En su conferencia, comienza afirmando que es necesario construir la posmodernidad sobre las cenizas de la modernidad ilustrada. Vuelven a repetir argumentos los mismos argumentos ideológicos, que ya he referido, de los intelectuales católicos contra la revolución francesa y contra las libertades democráticas. Su objetivo es claro:

… “Una adecuada respuesta al problema de la enseñanza no puede sino partir de un adecuado análisis de la realidad. Asimismo debe ponderarse el marco cultural desde el cual cabe hacer el análisis. (1) Así es necesario partir de una noción general del momento histórico en el cual se forjan los modelos de estudio que todavía padecemos, y por otra parte, el momento cultural dentro del cual estamos obligados a diseñar un nuevo modelo. De allí que sea necesaria una breve referencia a la modernidad, a la modernidad ilustrada y a la posmodernidad. En este aspecto, si bien el tema del trabajo gira en torno a una respuesta a la enseñanza desde el realismo jurídico, se entiende necesario volver a plantear el problema de la tensión modernidad ilustrada-posmodernidad, como se ha hecho en otro trabajo”.

… “Pero cabe preguntarse: ¿Es razonable pensar que la libertad pueda realizarse a despecho de una verdad universal y absoluta? ¿Es realista confiar en que la protección de los derechos de la persona sólo puede fundarse en la voluntad política de los Estados y de quienes controlan transitoriamente el gobierno de sus instituciones? ¿Puede alcanzarse el equilibrio social obligando al ser humano a renunciar a sus preguntas últimas y a trivializar su existencia hasta el punto que ya no tenga nada relevante que preguntar ni que buscar? La experiencia de este siglo lleva a responder con Fides et Ratio: “Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”.[10]

(Recuerdo, una vez más, que la “verdad” es la verdad católica administrada por el clero y no revelada a los seres humanos. No es otra cosa que la autoridad clerical. Y una y otra vez se tratará de fundamentar la condena de los derechos y libertades individuales, con referencia a esta verdad católica). Y sigue:

“La Iglesia durante todo el siglo, se ha visto en la necesidad de enseñar pacientemente al hombre de hoy que la fe cristiana no sólo no es obstáculo para la libertad humana, sino que la realiza en su expresión más alta. En sentido negativo, mostrando a la razón cuáles son los falsos ídolos que ella puede construir, consciente o inconscientemente, en su deseo de Absoluto. No todo lo que aparece como una elección libre, de verdad lo es. Bajo la apariencia de una libertad de elección, apenas logra ocultarse la dependencia de las personas a las grandes corrientes de opinión, a las supuestas inclinaciones de la mayoría, a la voz de los poderosos y exitosos o a las situaciones de hecho. La fe auténtica muestra los pies de barro en que se sustentan los ídolos, ayudándole a la razón a salir de su propio encierro y a abrir el horizonte de su visión a la presencia del Misterio.

Juan Pablo II describe con una hermosa expresión, inspirada en el argumento de San Anselmo, la liberación que produce la fe. Señala que la razón, de cara al misterio, “posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios”.[11] Es decir, esta limitación corresponde a la realidad misma del hombre frente a Dios, y por tanto, no es la coacción de un límite humano arbitrario, sino la condición verdadera en que el hombre ejerce su actividad racional. Cuando Dios es reconocido como Dios y el ser humano como criatura, los falsos ídolos enmudecen y aflora la libertad como dimensión ontológica de la persona, no concedida por poder social alguno, sino inscrita en la misma naturaleza de la razón humana.

Éste parece ser el núcleo del actual diálogo entre la Iglesia y el mundo, y el magisterio de la Iglesia lo ha recordado con particular coherencia y perseverancia a lo largo de todo el siglo, tanto en el plano antropológico y cultural, como en el plano económico, político y social, es decir, no sólo de cara a la herejía en sentido estricto, sino también y principalmente en este tiempo de “pensamiento débil”, de cara a los incontables sufrimientos causados a la población por la acción inspirada o “justificada” en la clausura de la razón sobre sí misma. La renuncia a la objetividad de la verdad y el desconocimiento de la trascendencia de la persona como portadora de la inteligencia del ser, no puede ser sino también una renuncia a la dignidad humana y a la libertad que de ella nace”.

Quiero que el lector tenga en cuenta un detalle. Todo texto religioso, como las ciencias, tiene su propio lenguaje, que se repite siglo tras siglo. Ese lenguaje, inmodificable por su referencia dogmática y ortodoxa, contiene invariablemente una idea obsesiva que es la que hace referencia al poder clerical. El clero se siente así mismo como la autoridad absoluta en el pensamiento político, en el científico y en el moral. Poder y autoridad clerical se contienen en la palabra “Verdad”. Verdad sólo existe una para el clero, la revelación divina. Ellos solos la poseen. Sócrates le llamó “Orden Moral Universal”. Siempre que leamos un texto que diga que sólo aquello que se sustenta en la “Verdad” debe ser creído, estamos leyendo una forma de descalificar todo pensamiento que no emane de esa Verdad clerical. Estar contra ella es estar contra el poder del clero. Es importante desmitificar ese concepto abstracto, socrático o hegeliano, de verdad espiritual o religiosa. Y este autor también lo cita como referente fundamental a partir del cual el lanza su andanada de calificativos contra la modernidad o libertades.

Y termina su conferencia en los siguientes términos:

… “Desde esta óptica entonces y tomando las palabras del Papa Juan Pablo II cuando dice que el derecho debe servir a la vida social (103) y ubica el fundamento del mismo en la persona humana es necesario proponer una lectura distinta a la enseñanza del derecho privado, toda vez que el paradigma en el cual el mismo se sitúa sigue girando en base a la noción de ley positiva y en la racionalidad entendida como autónoma del valor. Por fin entonces corresponde enfatizar que la solución podrá darse a partir de la mirada sobre los paradigmas de una determinada época, es decir, los esquemas generales de interpretación. Estos paradigmas, que sin negar la libertad personal, constituyen un factor determinante del modo de expresar, pensar y afrontar la vida, se forman lentamente y es muy probable que se esté asistiendo a la formación de un nuevo paradigma, un paradigma posmoderno, caracterizado por elementos positivos que lo hacen seguro y realizable. (104) Para que esta última circunstancia se vea efectivamente cumplida deberá atenderse al concepto de posmodernidad como toma de conciencia de la crisis de la primera modernidad y propuesta de nuevos modelos intelectuales y políticos, desechandose la tardomodernidad como intento de retrasar el final de la Ilustración, que al prolongarla inercialmente se acoge al relativismo ético y cultural que es el llamado pensamiento débil.

En este sentido se espera de la posmodernidad una verdadera integración de las distintas capacidades de la persona humana, que necesariamente especificará la integración de los saberes, lo cual generará los límites que se muestran necesarios para comprender la esencia de las cosas. Esto es precisamente lo que debe distinguir al nuevo pensamiento del iluminismo supérstite, para el cual pensar significa producir un orden científico unitario y entiende los principios como axiomas determinados arbitrariamente como abstracciones supremas.

Por fin aquí cobra vigencia el realismo jurídico en cuanto el mismo puede considerarse como un descubrimiento del valor de los fines del derecho, y en este sentido cabe decir que si el derecho pretende mantener su legitimidad debe ser fuente permanente de invocación y de reclamo por aquello que es lo justo, y para ello deberá redescubrirse que el sentido legitimador del derecho por antonomasia se encuentra en el respeto por la naturaleza humana”.

Las citas a los papas son constantes así como la calificación de “pensamiento débil”, “ocaso de la modernidad”, relativismo moral”…con el que tratan de descalificar los derechos y libertades individuales y el origen popular o nacional del poder democrático. Estamos asistiendo a una contrarrevolución intelectual teóricamente elaborada por el pensamiento político  clerical católico. Esta contrarevolución la puso en marcha el papa Juan Pablo II a partir de tres encíclicas: “Razón y fe”, Centessimus annus” y “Splendor veritatis”.

Con la pretensión de someter el pensamiento científico al control de la fe y la revelación, la “verdad”, escribió “Razón y fe”. En esta se repiten los argumentos de las encíclicas “Qui pluribus” de Pío IX,  “Aeterni patris” de León XIII y “Divino afflante” de Pío XII. En todas recurren a un argumento de autoridad tan atrofiado como la constitución “Dei Filius” del concilio Vaticano I, 1879. Donde se afirma:

“Si según la constitución “Dei Filius” del concilio Vaticano II, hay un doble orden de verdades: del orden natural, que la razón solo puede alcanzar, y del orden sobrenatural, que sólo la revelación nos enseña…los dominios de la razón y la fe, de la ciencia y la religión quedan bien deslindados, y es imposible desacuerdo entre la fe y la razón, pues Dios es el autor de ambos órdenes de verdades”.

Esta tesis está ratificada en la encíclica “Centesimus annus”, 1991, del papa Juan Pablo II, comentada por el jesuita Morandé en su artículo “Balance de un siglo y perspectivas para una nueva fase histórica, Humánitas, nº 24, donde escribió: “El individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado… Da la impresión a veces de que existe sólo como productor y consumidor de mercancías, o bien como objeto de la administración del Estado, mientras se olvida de que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado… El hombre es, ante todo, un ser que busca la verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que implica a las generaciones pasadas y futuras”.[15] Al observar esta antinomia podemos entender mejor la urgencia y hasta la dramaticidad de que la cultura recupere la tradición sapiencial, interrogándose por el sentido último de todo, como plantea Fides et Ratio, para lo cual, a su vez, es necesario confiar en la capacidad metafísica de la razón humana para buscar a Dios incansablemente en toda experiencia natural y humana.

Junto con recordar Centesimus annus cuál es la antinomia central de nuestro tiempo, la misma encíclica da una preciosa sugerencia de cómo abordar a través del diálogo intergeneracional, la viva actualización de la tradición cristiana. Señala: “El patrimonio de los valores heredados y adquiridos es siempre objeto de contestación por parte de los jóvenes. Contestar, por otra parte, no quiere decir necesariamente destruir o rechazar a priori, sino que quiere significar sobre todo someter a prueba en la propia vida y, tras esta verificación existencial, hacer que esos valores sean más vivos, actuales y personales, discerniendo lo que en la tradición es válido respecto de falsedades y errores o de formas obsoletas, que pueden ser sustituidas por otras más en consonancia con los tiempos”.[16]

Creo, sinceramente, que de esto se trata en la coyuntura actual, de la verificación existencial de los bienes culturales que han dado sentido a nuestra historia. ¿Y cuáles son los lugares propios de esta verificación existencial? La familia, la escuela, la universidad, el trabajo, las comunidades y movimientos eclesiales, las obras. En otras palabras, cualquier lugar en que es necesario tomar una decisión para la existencia y asumir una responsabilidad compartida sobre ella. Necesitamos que esa racionalidad sapiencial que nos invita el Santo Padre a redescubrir y profundizar en el diálogo de la razón y la fe sea transmitida como una experiencia de vida que pueda ser verificada. Ésta es la expresión más auténtica de la solidaridad intergeneracional que sostiene la vida personal y social, como don recibido y como don entregado. La confianza en la razón que se abre conmovida a la experiencia de la gracia, que se arrodilla humilde y obediente ante el umbral del Misterio, ante el don increado “es el acto más significativo de la propia existencia; en él… la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma”.[17] La libertad que brota cuando el ser humano alcanza la certeza de la verdad es el testimonio de esperanza que el mundo necesita”.

Observemos tres afirmaciones: la primera, el hombre es, ante todo, un ser que busca la verdad; la segunda, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma; y la tercera, la razón que se abre conmovida a la experiencia de la gracia, que se arrodilla humilde y obediente ante el umbral del Misterio. Si analizamos la coherencia interna  de este razonamiento, llegaremos a la conclusión que la ciencia, el pensamiento científico y los científicos también deben someterse al poder clerical. Porque la ciencia no puede cuestionar la autoridad del clero demostrando las barbaridades que se han creído y afirmado durante siglos.

Entre otras las teorías de los antropólogos, arqueólogos e historiadores sobre las fantasías bíblicas y de los propios evangelios. Que la ciencia cuestiona científicamente. Y, en consecuencia, desmonta el mito de la revelación y del propio dios bíblico y cristiano. La verdad científica muestra la falsedad de la “Verdad” divina y revelada. Por lo que  la teoría del poder católico clerical se complementa, junto con el concepto de libertad sometido a la voluntad de clero, el del pensamiento científico sólo posible en la metodología escolástica o aristotélico-tomista.

La primera afirmación es falsa. El hombre, los seres humanos no buscamos la Verdad divina revelada al clero, buscamos la felicidad. Exactamente nuestra razón de ser, puesto que somos la medida de todas las cosas, no está en vivir para purificar nuestra alma y salvarla al morirte, que ya es patético. Nuestra razón de ser es conquistar y transformar el mundo para nuestro bienestar, para nuestra felicidad, para nuestra gloria y para el desarrollo de nuestra inteligencia y nuestros placeres. Fuera de esto la muerte no tiene sentido ninguno. No puede ser lo que dé sentido a la vida de nadie. Es la muerte.

Pero qué es la verdad? El concepto de la Verdad en abstracto es de origen religioso y, como la libertad, sólo sirve para someter el conocimiento y el pensamiento humano a la autoridad o poder clerical. Ya que es él el que establece el contenido de esa Verdad, a quien le es revelado, quien lo guarda como propiedad propia. Juan Pablo II en su encíclica “Veritatis splendor” habla del significado de la “Verdad” y nos saca de dudas. “El esplendor de la verdad, dice, brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama: «¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).

Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre

  1. Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), los hombres llegan a ser «luz en el Señor» e «hijos de la luz» (Ef 5, 8), y se santifican «obedeciendo a la verdad» (1 P 1, 22).

Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Ts 1, 9), cambiando «la verdad de Dios por la mentira» (Rm 1, 25); de esta manera, su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma”. En pocas palabras, la sumisión a la autoridad y voluntad clerical es lo que nos hace libres. Igual que el voto de obediencia.

Y confirma el argumento páginas más adelante dogmatizando:

  1. La libertad y la ley

«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» (Gn 2, 17)

  1. Leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio»» (Gn 2, 16-17).

Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos.

La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior, algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones éticas, que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y la ley. Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta.

…41. La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios: «Dios impuso al hombre este mandamiento…» (Gn 2, 16). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana.

Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos» (cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente trascendente. Deus semper maior”. Siempre más de lo mismo.

Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor (cf. Sal 1, 1-2)

  1. La libertad del hombre, modelada según la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre, como dice claramente el Concilio: «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados para ello»

Los artículos de los propagandistas católicos se escriben con la misión de difundir el pensamiento papal y hacer extensiva entre los católicos la voluntad de la Iglesia. En esos textos se ataque brutalmente la modernidad o declaración de derechos y libertades, desprestigiando las Luces de la Ilustración. Su machacona insistencia en que sólo la sumisión a la Verdad católica les hace libres, negando las libertades individuales, se manifiesta en los epítetos descalificativos que ya he mencionado, como “ocaso de las ideologías?

¿Se puede presumir de estar a favor de la libertad atacando la Declaración Universal de Derechos Humanos y las Declaraciones de Derechos individuales proclamadas en todas las constituciones democráticas? Bien, pues esta demencia intelectual, moral y mental es lo que nos ponen como modelo de postmodernidad. La negación de las libertades como afirmación de la libertad cristiana. ¿No es, incluso, una actitud mental patóliga? Exactamente el mismo odio a las libertades que tenían Hitler, Mussolini, Franco, Pinochet. Pero no es este pensamiento político más que una demencia una amenaza totalitaria teocrática? Bien, pues los jesuitas y sus propagandistas lo explican convincentemente en sus artículos la defensa de la decadencia católica potsmodernistas.

En la revista de los jesuitas chilenos “Humanitas” nº 24, Pedro Morandé Court escribió el artículo “Balance de un siglo y perspectivas para una nueva fase histórica”, dice Pedro Morandé Court:

“ Nadie se puede engañar respecto a que la proclamación del “fin de la metafísica” no es otra cosa que la pretensión de dar origen a una era postcristiana. Nietzsche lo había entendido así desde el primer momento. Cuando se pregunta: “¿Qué significa el nihilismo?”, responde: “Que los valores supremos pierden validez. Falta la finalidad, falta la respuesta al por qué” y añade: “El nihilismo radical es el convencimiento de la insostenibilidad de la existencia, cuando se trata de los valores más altos que se reconocen, añadiendo a esto la comprensión de que no tenemos el menor derecho a plantear un más allá o un en-sí de las cosas que sea “divino”, que sea moral viva… Ésta es la antinomia. En tanto creamos en la moral, condenamos la existencia… Vemos que no alcanzamos la esfera en que hemos situado nuestros valores, con lo cual la otra esfera, en la que vivimos, de ninguna forma ha ganado en valor: por el contrario, estamos cansados, porque hemos perdido el impulso principal. ¡Todo ha sido inútil hasta ahora!”. Esta última sentencia parece aplicarse con paradojal ironía mucho más que a la tradición metafísica cristiana, a la filosofía del “pensamiento débil” post-nietzscheano, a la proclamación del término de los grandes “metarrelatos” que habían dado unidad a la historia y a la “deconstrucción” de la tradición que busca renunciar a todo fundamento. A la exaltación de la voluntad de poder de la primera mitad del siglo XX ha seguido, al menos en el plano del pensamiento, la percepción del absurdo, del sinsentido, del vacío existencial, los que apenas logran ocultarse ante una casi desesperada búsqueda de valoración de lo efímero.

… Los límites de la ideología democrática. Lo que tiene de inesperada la caída del bloque soviético se debe a que no éramos suficientemente conscientes de que el paradigma ideológico, cuya instancia más drástica era el marxismo, estaba ya agotado. Y lo que tienen de decepcionantes las secuelas de esa quiebra se debe a que muchas consecuencias operativas del modelo moderno continúan vigentes y, en cierto modo, se han radicalizado. La más notoria de esas consecuencias es la que se podría llamar “ideología democrática”, que poco o nada tiene que ver – más bien todo lo contrario- con la promoción y defensa de la democracia política. Tanto en la encíclica Centesimus annus como en la Veritatis splendor se denuncia la alianza entre democracia política y relativismo ético como una de las principales causas del deterioro moral de las sociedades de nuestro entorno. Se trata de la ideología del individualismo radical, que ya hace años Martin Kriele señaló como el constructo teórico-práctico dominante en los países del capitalismo avanzado. (Cabría, por cierto, recordar ahora a John Henry Newmann, cuando resumió toda su labor intelectual como una lucha contra el liberalismo, en cuanto indiferentismo social en materia de religión). Para lo que aquí nos interesa, el punto álgido de la cuestión es el siguiente: parece que en una sociedad democrática – pluralista y configurada por los grandes medios de comunicación colectiva- no es posible defender la vigencia pública de unos principios morales sustantivos y permanentes. Y ello, por una fundamental razón: porque los ciudadanos no están de acuerdo en ningún ideal de la vida buena, de manera que imponerles uno de ellos iría en contra de la libertad individual de pensamiento y expresión, que es el quicio mismo del sistema democrático”.

Este razonamiento pone en evidencia el desprecio que la Iglesia siente por todas las libertades. Un defensor de la teocracia, jesuita, cuya razón de ser, desde sus orígenes, no ha sido otra que atacar, perseguir, destruir a todos los librepensadores, impedir en todos los Estados católicos la enseñanza de ninguna ideología que no fuera la católica; apoyar e identificarse con el fascismo y con todas las dictaduras que son las que garantizan la imposición de la doctrina cristiana…etc, se muestra, poco menos que como víctima de las libertades porque las declaraciones de derechos no le permiten imponer a todo el mundo la doctrina cristiana.

El razonamiento y el comentario son propios de un embaucador. Se queja de que la Iglesia no puede imponer su doctrina porque entra en conflicto con la ideología democrática. Evidentemente. De eso es de lo que se trata, de que los enemigos de las libertades no las utilicen para imponer una dictadura moral. Pero sí han encontrado formas de imponer esta dictadura. Como ya he dicho, ocupando los parlamentos y las instituciones para manipular y obstruir el ejercicio de las libertades.

Pero como la doctrina cristiana o poder clerical no se puede difundir por convicción sino imponer por coacción y violencia estatal contra los derechos individuales, ahí están las dictaduras para imponerla y en las democracias la clase política católica. Es aquí donde entran en juego la clase política católica, sus jueces, abogados y periodistas en el proceso de desarrollo de la nueva estrategia de aceptar los mecanismos democráticos pero no su ideología. Que debe ser sustituida por la “verdad” o poder clerical.

La estrategia de la lucha contra las libertades, ya expuesta, fue la novedad de Juan Pablo II, pero la exigencia de que la clase política tiene que someterse a la doctrina cristiana, ya fue formulada por el papa León XIII en su encíclica “Inmortale dei”, donde escribió:

 “21. Si, pues, en estas difíciles circunstancias, los católicos escuchan, como es su obligación, estas nuestras enseñanzas, entenderán con facilidad cuáles son los deberes de cada uno, tanto en el orden teórico como en el orden práctico. En el orden de las ideas, es necesaria una firme adhesión a todas las enseñanzas presentes y futuras de los Romanos Pontífices y la profesión pública de estas enseñanzas cuantas veces lo exijan las circunstancias. Y en particular acerca de las llamadas libertades modernas es menester que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y se identifiquen con el sentir de ésta. Hay que prevenirse contra el peligro de que la honesta apariencia de esas libertades engañe a algún incauto. Piénsese en el origen de esas libertades y en las intenciones de los que las defienden. La experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que producen en la sociedad. En todas partes han dado frutos tan perniciosos que con razón han provocado el desengaño y el arrepentimiento en todos los hombres honrados y prudentes. Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con otro Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y abiertamente a la religión cristiana, podrá parecer el primero más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que se basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser aceptados por nadie.

En el orden práctico

22 …Tanto más cuanto que los católicos, en virtud de la misma doctrina que profesan, están obligados en conciencia a cumplir estas obligaciones con toda fidelidad. De lo contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos políticos caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el Estado. Situación que redundaría también en no pequeño daño de la religión cristiana. Podrían entonces mucho los enemigos de la Iglesia y podrían muy poco sus amigos. Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos. No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosa, la eficaz influencia de la religión católica.

Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos, siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente dondequiera que podían. Ejemplares en la lealtad a los emperadores y obedientes a las leyes en cuanto era lícito, esparcían por todas partes un maravilloso resplandor de santidad, procurando al mismo tiempo ser útiles a sus hermanos y atraer a los demás a la sabiduría de Cristo; pero dispuestos siempre a retirarse y a morir valientemente si no podían retener los honores, las dignidades y los cargos públicos sin faltar a su conciencia. De este modo, las instituciones cristianas penetraron rápidamente no sólo en las casas particulares, sino también en los campamentos, en los tribunales y en la misma corte imperial. «Somos de ayer y ya llenamos todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las fortalezas, los municipios, las asambleas, los campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el Senado, el foro»[30]. Hasta tal punto que, cuando se dio libertad de profesar públicamente el Evangelio, la fe cristiana apareció no dando vagidos como un niño en la cuna, sino adulta y vigorosa ya en la mayoría de las ciudades.

La defensa de la religión católica y del Estado

  1. Es necesario renovar en nuestros tiempos los ejemplos de nuestros mayores. Es necesario en primer lugar que los católicos dignos de este nombre estén dispuestos a ser hijos amantes de la Iglesia y aparecer como tales. Han de rechazar sin vacilación todo lo que sea incompatible con su profesión cristiana. Han de utilizar, en la medida que les permita su conciencia, las instituciones públicas para defensa de la verdad y de la justicia. Han de esforzarse para que la libertad en el obrar no traspase los límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios. Han de procurar que todos los Estados reflejen la concepción cristiana, que hemos expuesto, de la vida pública. No es posible señalar en estas materias directrices únicas y uniformes, porque deben adaptarse a circunstancias de tiempo y lugar muy desiguales entre sí. Sin embargo, hay que conservar, ante todo, la concordia de las voluntades y tender a la unidad en la acción y en los propósitos. Se obtendrá sin dificultad este doble resultado si cada uno toma para sí como norma de conducta las prescripciones de la Sede Apostólica y la obediencia a los obispos, a quienes el Esfüritu Santo puso para gobernar la Iglesia de Dios[31]. La defensa de la religión católica exige necesariamente la unidad de pensamiento y la firme perseverancia de todos en la profesión pública de las doctrinas enseñadas por la Iglesia. Y en este punto hay que evitar dos peligros: la connivencia con las opiniones falsas y una resistencia menos enérgica que la que exige la verdad. Sin embargo, en materias opinables es lícita toda discusión moderada con deseo de alcanzar la verdad, pero siempre dejando a un lado toda sospecha injusta y toda acusación mutua. Por lo cual, para que la unión de los espíritus no quede destruida con temerarias acusaciones, entiendan todos que la integridad de la verdad católica no puede en manera alguna compaginarse con las opiniones tocadas de naturalismo o racionalismo, cuyo fin último es arrasar hasta los cimientos la religión cristiana y establecer en la sociedad la autoridad del hombre independizada de Dios.

Tampoco es lícito al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la vida pública. Esta distinción vendría a unir el bien con el mal y a dividir al hombre dentro de sí, cuando, por el contrario, lo cierto es que el hombre debe ser siempre consecuente consigo mismo, sin apartarse de la norma de la virtud cristiana en cosa alguna ni en esfera alguna de la vida. Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta diversidad de opiniones. Por lo cual no tolera la justicia que a personas cuya piedad es por otra parte conocida y que están dispuestas a aceptar dócilmente las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les acuse de falta grave porque piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho. Mucho mayor sería la injusticia si se les acusara de violación o de sospecha en la fe católica, cosa que desgraciadamente ha sucedido más de una vez. Tengan siempre presente y cumplan esta norma los escritores y, sobre todo, los periodistas. Porque en una lucha como la presente, en la que están en peligro bienes de tanta importancia, no hay lugar para las polémicas intestinas ni para el espíritu de partido, sino que, unidos los ánimos y los deseos, deben todos esforzarse por conseguir el propósito que los une: la salvación de la religión y del Estado. Por tanto, si anteriormente ha habido alguna división, es necesario sepultarla voluntariamente en el olvido más completo. Si ha existido alguna temeridad o alguna injusticia, quienquiera que sea el culpable, hay que recuperarla con una recíproca caridad y olvidarlo todo como prueba de supremo acatamiento a la Sede Apostólica. De esta manera, los católicos conseguirán dos resultados excelentes. El primero, ayudar a la Iglesia en la conservación y propagación de los principios cristianos. El segundo, procurar el mayor beneficio posible al Estado, cuya seguridad se halla en grave peligro a causa de nocivas teorías y malvadas pasiones.

  1. Estas son, venerables hermanos, las enseñanzas que Nos juzgamos conveniente dar a todas las naciones del orbe católico acerca de la constitución cristiana del Estado y de las obligaciones propias del ciudadano”.

Esta es la teoría de la estrategia clerical católica para conquistar el poder en las democracias. Veamos su aplicación concreta en el caso de un país no católica, Estados Unidos”.  En “El Poder y la Gloria”, su autor, David Yallop ha escrito: “La política papal fue una constante, en realidad incesante característica del pontificado de Karol Wojtyla. Como muchos otros asuntos, su ataque contra el aborto nunca se limitó al púlpito o la carta pastoral, sino que se expresó repetida y abiertamente en el ámbito político. Cuando al presidente francés Valery Giscard d’Estaing le fue concedida una audiencia papal en 1981, el papa lo reprendió por «permitir el aborto» en un país en gran medida católico. El papa creía que la opinión de la Iglesia católica sobre el aborto debía imponerse a cada persona en cada país.

Tal vez haya comprendido cómo funciona la democracia, pero tenía muy poca simpatía por el concepto, como observó más de una vez durante su papado. En septiembre de 1987, hallándose de visita en Estados Unidos, ignoró una solicitud de los obispos estadounidenses de que afirmara su creencia en la libertad de expresión, optando en cambio por observar: «La Iglesia católica romana no es una democracia. El desacuerdo con el magisterio es incompatible con la condición de católico».

En 2004, muchos obispos estadounidenses hicieron grandes esfuerzos por lograr que el laicado católico obedeciera este precepto. En enero de ese año, el obispo Raymond Burke, estrella ascendente en la jerarquía estadounidense, llamó la atención de los medios cuando declaró en su diócesis de Lacrosse, Wisconsin, que a ningún político católico que, según él, hubiera mostrado «apoyo» al aborto o a la legislación de la eutanasia le sería concedida la Sagrada Comunión en su diócesis. Este pronunciamiento, deliberadamente coincidente con las primeras elecciones primarias demócratas, fue visto como un ataque directo contra el senador John Kerry, uno de los contendientes por la nominación demócrata. Ascendido a la arquidiócesis de St. Louis, Burke se adelantó a los acontecimientos declarando que a John Kerry, ya para entonces candidato presidencial demócrata, le sería negada la comunión, y que todo elector católico que votara por él en las siguientes elecciones también sería excluido de la comunión hasta que se arrepintiera de su «pecado» de haber votado por ese «político pro decisión».

El obispo Michael Sheridan, de Colorado Springs, intervino en el acto advirtiendo que los católicos que votaran por Kerry «pondrían en peligro su salvación». La encíclica papal Evangelium Vitae, «Sobre el valor incomparable de la vida humana», era frecuentemente citada por esos obispos. Los medios noticiosos, tanto católicos como no católicos, dieron creciente cobertura a una Iglesia católica totalitaria y antidemocrática en curso de colisión contra John Kerry, devoto católico practicante en pos del más alto puesto democrático del mundo. Su «pecado», a ojos de sus críticos, no era ser pro aborto, sino pro decisión. En mayo de 2004, tiempo antes de que fuera incluso el candidato oficial demócrata, una encuesta de Zogby entre cerca de 1,500 votantes católicos dio un claro indicio de lo que le esperaba a Kerry.

La derechista agenda Catholic World News proclamó: «Poco apoyo católico a Kerry en cuestiones eclesiales». Solo 23 por ciento aprobaba la posición de Kerry sobre la investigación de células madre, que él apoya. Recibió el mismo índice de aprobación en la cuestión de las uniones entre personas del mismo sexo; Kerry apoyaba esas uniones, aunque se oponía a los matrimonios homosexuales. El ataque contra Kerry se había ampliado entonces, para abarcar un gran espectro de cuestiones morales. El director de Catholic World News, Phillip Lawler, antes funcionario de la extremadamente conservadora Heritage Foundation, el principal grupo de asesores de la Nueva Derecha, se cercioró de que los ataques contra Kerry recibieran destacada cobertura a todo lo largo del verano de 2004. Lawler también había encabezado el Comité Católico Estadounidense, grupo de católicos de derecha opuesto a la posición de los obispos de su país sobre el control nuclear; había estado en el corazón de la campaña contra el liberal arzobispo Hunthausen, y era un republicano de mucho tiempo que había trabajado en las campañas presidenciales de Ronald Reagan en 1980 y 1984.

En 2000 anunció su intención de contender con el senador Edward Kennedy. Para Lawler, «la cuestión clave siempre ha sido el aborto», aunque también quería ver la abolición del impuesto sobre la renta, el Departamento de educación y el Consejo Nacional para las Humanidades y las Artes. Deseaba ver restringido asimismo el poder de la Suprema Corte, y se oponía a toda forma de control de armas. Contender con ese tipo de plataforma en Massachusetts con Kennedy no requería valor ciego, sino profunda estupidez. También requería financiamiento y sustancial apoyo aun para llegar a la papeleta electoral.

En definitiva, Lawler no atrajo ni lo uno ni lo otro. Él y otras personas de mentalidad similar veían a John Kerry como el enemigo natural. Entre esas personas estaban el papa Juan Pablo II, el cardenal Joseph Ratzinger (como se Llamaba entonces) y la abrumadora mayoría de la jerarquía católica. En junio, tras conferenciar con el papa, Ratzinger escribió una carta oficial a los obispos estadounidenses en la que declaraba que «las figuras públicas que disienten abiertamente de las enseñanzas de la Iglesia no deben recibir la comunión». Los obispos ya habían demostrado para ese momento que estaban divididos sobre este asunto. El Partido Republicano aprovecho las implicaciones de ello. Constantes referencias públicas por republicanos recordaban al electorado que el presidente Bush se oponía al aborto, los matrimonios entre personas del mismo sexo y la investigación de células madre.

El presidente, en una conversación con el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Sodano, se quejó de la división en las filas de los obispos: «Algunos obispos estadounidenses no están conmigo en las cuestiones del aborto y la investigación de células madre». Para agosto, la campana de Kerry era atacada por una amplia variedad de frentes. Catholic World News de Lawler informó jubilosamente sobre una entrevista del cardenal Theodore McCarrick con el diario italiano Avvenire. ‘»No hay candidato presidencial ideal en EU’, dice el cardenal McCarrick», rezaba el titular. Los obispos estadounidenses, más allá de sus diversas opiniones, estaban unidos en al menos una cosa.

Una «Guía del voto para católicos serios», de 10 páginas de extensión, fue creada por Catholic Answers, apostolado laico con sede en San Diego, California. En ella se identificaban cinco aspectos como «no negociables». Ellos eran el aborto, la eutanasia, la investigación fetal de células madre, la donación humana y las uniones homosexuales. Cualquier candidato que apoyara cualquiera de esas políticas estaba, en opinión de esa guía, «automáticamente descalificado como opción viable para un fiel votante católico». Tan sólo en agosto se distribuyó un millón de ejemplares de esa guía, y cuatro millones más circularon antes del día de la elección. Anuncios de una plana de este folleto en USA Today sirvieron como contrapunto a los constantes recordatorios del presidente Bush al electorado de sus virtudes como cristiano renacido. Cuando alguien en un mitin republicano le gritó a Bush: «¡Me da gusto ver que Dios está en la Casa Blanca!», el presidente no lo desmintió. En su tercer y último debate televisivo con John Kerry, Bush dijo: 

La oración y la religión me sostienen. Recibo calma en las tormentas de la presidencia. Aprecio el hecho de que la gente rece por mí y mi familia en todo el país. Alguien me preguntó una vez: «¿Cómo lo sabes?» Le contesté que sencillamente lo siento. La religión es importante. Nunca he querido imponer mi religión a nadie más. Pero cuando tomo decisiones, me baso en principios. Y los principios se derivan de lo que soy […] Creo que Dios quiere que todos seamos libres. Eso creo. Y eso es una parte de mi política exterior. En Afganistán, creo que la libertad ahí es un don del Todopoderoso. Y no saben que alentado me siento a ver la libertad en marcha. Así, los principios en los que baso mis decisiones son parte de mí. Y la religión es parte de mí. Para entonces, la separación entre la Iglesia y el Estado consagrada por los padres fundadores en la Constitución estadounidense se había suspendido hasta nuevo aviso. Volantes republicanos oficiales se emitieron en Arkansas y Virginia del Oeste en los que se aseguraba que, de ser elegido, John Kerry prohibiría la Biblia. El candidato demócrata no era un cristiano renacido; siempre había sido cristiano. No está en la naturaleza de esos hombres, particularmente de los católicos romanos, ir por todas partes proclamando interminable y ruidosamente su fe. Esta natural reticencia puso a Kerry en franca desventaja conforme se acercaba el día de las elecciones. El ubicuo arzobispo Burke nunca se alejó de los titulares.

A principios de octubre envió una carta pastoral a más de medio millón de católicos de su diócesis, con copias para todos los medios. En ella declaró que votar por un candidato que respaldaba cualquiera de las cinco cuestiones que la guía del voto había identificado «no puede justificarse». Todas ellas eran «intrínsecamente malas», aunque la guerra y la pena capital no lo eran. Esta fue una inusual manera de respaldar a George W. Bush. Los medios noticiosos citaban a un significativo número de electores que compartían la opinión de John Strange, de Plymouth, Pensilvania: 

Apoyo al presidente no porque yo sea republicano, sino porque él es cristiano. Creo que un creciente número apoya a Bush por los valores que tiene, el mensaje pro vida y el hecho de que apoya al matrimonio tradicional. Estos valores trascienden las diferencias entre partidos. 

Cuando Phillip Lawler publicó una nota titulada «Kerry dice que lo excomulguen», no importó que esto fuera una tergiversación basada en la respuesta que el subsecretario de una Congregación del Vaticano había transmitido a un obsesivo abogado canónico en Los Ángeles, quien había iniciado previamente un proceso en un tribunal eclesiástico acusando a John Kerry de herejía. En 24 horas, esta era noticia de primera plana en todo Estados Unidos. La cacería de brujas estaba de moda otra vez. Kerry había sido satanizado por sus adversarios políticos, algunos obispos estadounidenses y el Vaticano. Si el electorado hubiera leído la encíclica de 1995 de Juan Pablo II Evangelium Vitae y comprendido la posición del papa de que el proceso democrático debe obedecer la enseñanza católica, John Kerry habría sido derrotado por un margen mucho mayor.

Hubo un factor dominante entre los que llevaron a Bush de regreso a la Casa Blanca. No fue Irak, el terrorismo ni la economía. Fueron los «valores morales». En encuestas de salida, 22 por ciento del electorado identificó ésa como la cuestión más importante. En el Vaticano, en las últimas semanas de 2004 era claramente discernible una callada satisfacción «por el deber cumplido». El ala reaccionaria de la Iglesia católica en Estados Unidos no sólo había logrado quitarle a John Kerry cerca de 50 por ciento del voto católico, tradicionalmente un baluarte demócrata, sino que además le había facilitado al Partido Republicano captar millones de votos de cristianos evangelistas. Había ayudado a esparcir la falsa creencia de que John Kerry era pro aborto: no lo era ni lo ha sido nunca. Es pro decisión, como lo son la mayoría de los estadounidenses.

Una oscilación de cinco puntos en el voto católico a favor de Bush le concedió a este los estados de Ohio y Florida, y con ellos la Casa Blanca. En noviembre de 2005, el síndrome de Hitler —repite mucho y muy fuerte una mentira y se convertirá en verdad— se puso nuevamente de manifiesto en la jerarquía católica en Estados Unidos. El arzobispo José Gómez, de San Antonio, Texas, declaró que «la mayoría de los políticos católicos de Estados Unidos han incurrido en una interpretación distorsionada de lo que es la fe. Setenta por ciento de los políticos que dicen ser católicos en el Congreso y el Senado apoyan el aborto, cifra que llega a casi 90 por ciento en estados tradicionales como Massachusetts o Nueva York».

Gómez se refirió a los senadores que, mientras profesaban ser católicos, «votaban 100 de cada 100 veces en apoyo al aborto, la eutanasia, las uniones homosexuales y la experimentación con células madre embrionarias». El arzobispo citó como ejemplo a John Kerry: «Kerry decía ser católico, pero apoyaba abiertamente el aborto». Es difícil creer que este arzobispo no supiera, al pronunciar estas palabras, que Kerry no apoyaba, ni apoya, el aborto. John Kerry ha dejado constancia de esto muchas veces. Lo que apoya, como muchos de sus colegas católicos tanto en el Congreso como en el Senado, es el derecho de las mujeres a ejercer su capacidad de decidir. Para este arzobispo, la solución era simple: negar la Sagrada Comunión a los políticos descarriados hasta que se retracten.

El deleite del papa y sus asesores por los resultados de las elecciones presidenciales en Estados Unidos fue contrarrestado por su enojo ante el rechazo como comisario de la UE del político italiano Rocco Buttiglione, buen amigo del papa y uno de sus primeros biógrafos. Buttiglione fue candidato al puesto de comisario de Justicia hasta que expresó la opinión de que los actos homosexuales eran pecado. En otra ocasión comparó la relación de Estados Unidos con Europa con la de los hijos de una madre soltera, diciendo: «Los hijos sin padre no son hijos de muy buena madre». Una mayoría en el Parlamento europeo consideró que esas opiniones eran incompatibles con un comisario de Justicia.

Tras un impasse político de varias semanas, el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, convenció a Buttiglione de retirar su nominación, y éste fue reemplazado por un candidato suficientemente discreto para guardar para sí sus opiniones sobre los homosexuales y las madres solteras. Este caso vino a sumarse a la negativa de la Unión Europea a ceder al intenso y a veces furioso cabildeo del Vaticano sobre la Constitución escrita. Del papa para abajo, parecía que todos los miembros de la jerarquía católica romana exigían que esa Constitución reconociera en su preámbulo los orígenes «cristianos» de Europa. Al nacer esa intensa campaña de alto perfil sobre el asunto, el papa Juan Pablo II se arriesgaba a una humillación pública si la campaña fracasaba, como ocurrió.

El arzobispo Giovanni Lajolo, secretario de Relaciones con los Estados, vio la ausencia de toda referencia al cristianismo en la Constitución europea como «algo más que un prejuicio anticristiano […] Es la miopía cultural lo que nos asombra». El cardenal Christoph Schonborn, de Viena, expresó la creencia de que «poderosas fuerzas anticristianas están hoy en evidencia en la escena europea». Buttiglione apareció entonces con la opinión de que sus propias experiencias demostraban la existencia de una «inquisición anticristiana», y alegó que había sido objeto de una «campaña de odio que torció y distorsionó mis declaraciones públicas», aunque fueron los príncipes de la Iglesia católica romana los únicos que lo oyeron. Ninguno de ellos reconoció que alguna deficiencia del aparato político de la Iglesia fuera culpable de tan extendida alienación. Lo que estaba más allá de toda duda era que mientras que el cristianismo, así fuera el cristianismo evangelista, florecía en Estados Unidos, el cristianismo en todas sus numerosas denominaciones estaba de rodillas en toda Europa, y no precisamente para orar”.

La Iglesia, ya hemos visto, que, desde sus orígenes, viene interviniendo en la política. Que desde las guerras político religiosas de los siglos XVI y XVII no ha dejado de perder posiciones. La paz de Wesfalia, 1648, confirmó su segunda gran derrota. La primera fue la ruptura entre Occidente y Oriente. Donde Bizancio formó su propia casta clerical independizada de Roma. La Revolución francesa debilitó el poder clerical en los países católicos y desencadenó una brutal respuesta intelectual contra la proclamación de los Derechos Humanos, el concepto de soberanía de origen popular y/o nacional, el sufragio universal y la democracia.

Consolidada la democracia y la pérdida de poder del clero, la Iglesia lanzó nuevas estrategias para utilizar la democracia contra las libertades. La primera, finalizando el siglo XIX, el posibilismo que consideraba las democracias como formas de gobierno “accidentales”, y por lo tanto circunstanciales o pasajeras y la cuestión social, con la que se pretendía anular la influencia de los marxistas y anarquistas en la clase obrera mediante la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, la prohibición de los sindicatos marxistas y anarquistas, sustituidos por corporaciones y la sustitución de los gobiernos democráticos por formas autoritarias de gobierno.

Esta propuesta “populista”, de gobernar autoritariamente en nombre del pueblo pero contra el pueblo, que carecería de derechos y libertades individuales a cambio de concederle algunos derechos sociales, como mejores salarios, vivienda y educación, se concretó en los países católicos, durante la segunda mitad del siglo XX, en dictaduras militares y en el Fascismo italiano. Pero esta propuesta totalitaria también fracasó porque los anglosajones y los soviéticos derrotaron esas dictaduras totalitarias.

Durante la “guerra fría” la Iglesia, en colaboración con los anglosajones, reorganizó, en partidos demócrata cristianos, a la derecha totalitaria y autoritaria, que había apoyado al fascismo. En Portugal y España siguió gobernando apoyada en dictaduras militares pero en Italia, Francia, Bélgica y Austria el poder clerical, refugiado, ahora en partidos demócratas cristianos, se había desplomado. Aún así sobrevivió en esos partidos que en esos países obtuvieron mayorías suficientes para gobernar o en alianza con los socialistas y comunistas o en minoría.

La población de esos países ya no votaba en términos religiosos sino por intereses de clase. Nunca antes el pueblo, los ciudadanos, habían estado tan divididos en dos grandes bloques, uno la burguesía y otro el proletariado. Al 50%. Eso en los países católicos. Aún así, la conciencia popular se fue emancipando de la influencia moral del clero. Y se fue produciendo una revolución moral que afectaba a los mismos partidos católicos.

Los asuntos del divorcio, anticonceptivos, aborto, homosexualidad, feminismo, libertad sexual, formas de vestir: short, vaqueros, tanga, desnudo, minifalda…se fueron instalando en la moral pública a costa de la moral católica, puritanamente incompatible con estos nuevos valores. Los partidos de derechas, por muy católicos que se manifestaran, tenían que incorporar esos nuevos valores en sus programas electorales o perdían millones de electores. De esa manera el poder clerical, que se ejercía sobre todo bajo la dictadura moral impuesta por los partidos, fue perdiendo poder.

Tanto que finalizando los años noventa los partidos católicos en Italia, en Francia y en España desaparecieron del mapa. La derecha, identificada con los valores católicos, no podía defender estos, descaradamente, porque perdía millones de electores. Esta pérdida será cada vez más real porque las nuevas generaciones están creciendo bajo la influencia de los valores progresistas, aborto, anticonceptivos, libertad sexual…, ajenos a la moral católica de humildad, resignación, castidad, mortificación. Nada más ajeno al clima cultural de hedonismo y libertad en el que gusta vivir a los jóvenes.

Hemos visto cómo en Estados Unidos, a pesar de la brutal campaña contra el candidato católico Kerry, defensor del aborto contra la voluntad de clero, la Iglesia, no pudo impedir que sacara casi 60 millones de votos, dos menos que el republicano Bush, que no era católico. El fracaso de la Iglesia por tratar de controlar la política norteamericana y oponerse a la cultura liberal americana, fue estrepitoso.

En España, considera como católica, esta misma cultura de libertades sexuales se ha instalado entre los jóvenes, lo mismo da que sean como que no sean educados por curas y sometidos en sus centros educativos a la dictadura moral del clero. Las encíclicas papales se aplican en su sistema educativo contra las libertades sexuales. El resultado es un fracaso rotundo. Las mismas encuestas del CIS vienen confirmando, año tras años, que cada vez menos españoles, el 25%, no se declaran católicos, pero esto es irrelevante porque declararse católico es como declararse fans de un equipo de fútbol, puro folklore.

Lo relevante es que en torno al 85% afirman que prácticamente nunca van a misa. Algunos, si acaso, a una boda, a un bautizo o a algún entierro. El poder de coacción moral de la Iglesia ha quedado reducido a nada porque los propios creyentes lo son más por tradición folclórica que por cumplimiento de la doctrina y valores católicos. Y esta cultura laica, hedonista y prácticamente ajena al fenómeno religioso afecta a los programas de los partidos. En el caso del Partido Popular, fanáticamente identificado con la doctrina cristiana, y sometido a la voluntad del clero, se está tratando de imponer por la vía legal esta dictadura moral. Ello supondrá una pérdida de base social. Especialmente durante el proceso de rejuvenecimiento del censo electoral.

Toda esta secularización hedonista, libertaria y democrática de la juventud y de la cultura en general se estaba produciendo y consolidando desde los años ochenta en Europa. Esta moral confirma el fracaso de la Iglesia como poder político. Por mucho que se haya fortalecido como multinacional de servicios educativos y sanitarios, más allá de sus propias instituciones no pinta nada. Saben que estas libertades son su principal enemigo. Por eso las atacan, enmascaradamente utilizando, a veces argumentos científicos.

A menos dictadura moral menor poder clerical. Lo mismo ocurriría con el islam, si las mujeres decidieran tomar sus propias decisiones. La religión ya no serviría para nada porque no tendría capacidad de dominación. Que el mismo Freud había anticipado en su ensayo “El porvenir de una ilusión”. De momento estamos en esta situación de encrucijada y cambio contra la que la Iglesia y los partidos de derechas luchan desesperadamente.

Javier Fisac Seco

[1] Tardieu, A.: La reforma del Estado. Su problema en España, preámbulo de José María Gil-Robles, Madrid, Librería Internacional, 1935, pg. 25; Rojas Quintana, F.A.: José María Gil-Robles (1898-1980). Una biografía política. Tesis doctoral, Universidad Complutense, 2000

[2] Arrarás, J., Historia de la Segunda República española, tomo segundo, Editora Nacional, Madrid, 1964, págs. 223-224

[3] AA.VV. “La crisis del Estado: Dictadura, República y Guerra(1923-1939), Historia de España, Labor, Madrid, tomo 9, pg. 385

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