En el nombre del Punki

La cárcel es la mayor evidencia de nuestro fracaso como sociedad, o algo así creo que decía Xosé Tarrío en “Huye, hombre, huye”. Últimamente en programas amarillistas y en tertulias “políticas” de la tele, y por asimilación o contagio en bares y reuniones familiares, se frivoliza mucho con el tema carcelario. A cuenta de algunos casos que los medios han elevado a la categoría de “reality”, y operando el morbo y el aburrimiento de la población como acicate, cualquier individuo de a pie se siente autorizado para restituir el crimen cometido por medio de su indignación, y cual Batman casero de la decencia exige al Estado que afile sus instrumentos de represión, en concreto los privativos de libertad. A menudo ocurre que el ciudadano respetable que señala, ha de deshumanizar y asquerosizar al culpable, no tiene la mínima intención de comprender por qué y quiénes son las personas que rellenan las prisiones, toma los delitos más sangrantes por el todo, adolece de un tipo de esquizofrenia producida por una conjunción defectuosa entre la responsabilidad del individuo y las circunstancias sociales que rodean el caso, y lo que es más terrible, no oculta su voluntad de venganza. Esto último se traduce en que se prioriza el castigo al culpable a la reparación de la víctima y a la prevención del hipotético daño.

Pero la cárcel es sufrimiento. Que un ser querido cumpla condena es una gran tragedia para la familia, para los amigos. En lo relativo al dolor que padece el preso y los que le rodean no importa la naturaleza del delito, da igual que el reo haya entrado por atraco, agresión, motivación política, o sea el camello de tu barrio. Todo el mundo tiene la capacidad de llorar la ausencia y el cautiverio. Que te arranquen de la gente que quieres, que te inmovilicen y tutelen supone que te quiten la vida durante los años que dura la condena y te estigmaticen para siempre. Dentro de la cárcel impera la arbitrariedad, no existen los derechos humanos. La fuga es el único camino posible hacia la dignidad. El objetivo de ésta no es corregir una sociedad enferma, sino perpetuarla a fuerza de crear una población pobre y marginada que nos brinde una sensación de seguridad al resto.  Que la brutalidad del Estado se traduzca en la más honda tristeza del alma, tal es la lógica del sistema penal y penitenciario.

Recuerdo que cuando contaba dieciséis o diecisiete, en la casa okupada a la que iba a ensayar con el grupo, vivía un chaval llamado Javi, todavía no habría cumplido los treinta. Javi era punki de profesión. Era muy buena persona, todos lo saben. Pero también cumplía todos los clichés de las personas marginadas que acaban siendo carne de cañón. Familia desestructurada, problemas serios de drogas y una actitud nihilista con la vida. La verdad es que mientras yo me iba a estudiar a Granada con el dinero de papá (gracias al cual puedo escribir estas cosas), él entró en la cárcel de Martutene. Creo que por una agresión a un policía aunque no lo puedo asegurar. Era buena gente, de esos que dicen de buen corazón. De esos que te dan hasta lo que no tienen. Pero la vida se le fue de las manos como era de esperar y dio con sus huesos en el trullo, porque no existe ningún dios. Así, acabó muriendo dentro. Y en la cárcel de Martutene, que tiene fama de conflictiva y violenta, además de por las ratas que salen de los desagües de las duchas, los presos se juntaron para poner un bote con dinero para comprar un ramo de flores. Un ramo de flores en el nombre del punki. Ese día la única sociedad posible, la única sociedad en la que deberíamos creer estaba tras de los muros de la prisión de Martutene. Este escrito sólo pretende ser un ramo de flores a la memoria de Javi y de todos los presos que han muerto, o están solos, o siguen malviviendo, a causa de nuestra ignorancia e irresponsabilidad. Porque la justicia es lo contrario a la venganza. Porque en esa escoria hemos de depositar nuestra esperanza en una sociedad libre.

Jimmy Muelles

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