Capitalismo rural

CultivoDesde hace algún tiempo quienes sentimos cercanía, interés y respeto por el campo y la vida campesina hemos asistido, desconfiados, al redescubrimiento del ámbito rural por parte de las instituciones, así como al inicio de un nuevo monólogo de la clase política para convencernos, una vez más, de que tiene la solución a todos nuestros problemas. Que el capitalismo se vuelve verde es algo ya sabido, como también que se trata de una estrategia encaminada a la perpetuación de la industria desarrollista. Lo que hoy llega, sin embargo, es novedoso y requiere un análisis pormenorizado. Se trata de la recuperación de una parte de la economía que el capitalismo había desechado en su carrera hacia la tecnología, la velocidad y el asfalto: la economía rural. O capitalismo rural, como lo he bautizado.

Este nuevo paso del capitalismo consiste en un rosario de iniciativas supuestamente en favor de la agricultura ecológica, la recuperación de los usos tradicionales, la sostenibilidad de la vivienda, la creación de bancos de tierras… Pero la cosa no se queda ahí: además de este interés por la vida y la economía campesinas, los políticos —y las instituciones que dirigen— han comenzado a hacer uso de un lenguaje que hasta el día de hoy era propio de ideólogos decimonónicos, de idealistas y de militantes de los movimientos sociales (ahora denominados “radicales antisistema”). Hablamos de términos como apoyo mutuo, autoempleo, solidaridad, comunidad (en su sentido de comunismo), etcétera. A nadie se le escapa que la vida en las urbes capitalistas (¿deberíamos decir ubres capitalistas?) se está volviendo cada vez más difícil; para algunas personas, de hecho, la situación roza ya lo insoportable. La velocidad a la que el sistema desmonta el espejismo del bienestar, privatiza servicios y derechos hasta ayer intocables, expulsa a decenas de miles de personas de sus puestos de trabajo sin garantía alguna, fortalece las fuerzas represivas y expolia las arcas públicas (¿alguna vez lo fueron?) da buena cuenta de la orientación que ha tomado la clase gobernante, vinculada sin rubor al casino financiero, y del derrotero por el que discurrirá el entramado europeo en general y el Estado español en particular durante los años venideros.

Pero el poder, y, sobre todo, el poder capitalista, se distingue entre otras cosas por su capacidad de adaptación, redefinición, y, como diría el neofascismo europeísta, de refundación. Es por ello que tras medio siglo de destrucción perseverante del medio rural, ahora vuelve el interés por la reactivación de una economía y una organización social que creíamos sepultada bajo los raíles del progreso. Tras años de crisis más o menos suave y, sobre todo, ante la promesa de nuevos hitos de vergüenza política, explotación miserable y aberraciones varias, urge ofrecer válvulas de oxígeno —o simplemente vías de escape— para buena parte de esos explotados a quienes el Estado y el Capital van a dejar, o han dejado ya, sin asistencia y casi sin existencia. Ahora que las oportunidades escasean en las megaciudades y sus calles amenazan con convertirse en refugio —y previsiblemente campo de batalla— para la horda de burgueses expulsados del Edén asalariado y la lógica consumista, es tiempo de reinventar el viejo discurso de la austeridad, la sencillez, la ecología y la armonía con el entorno. De un plumazo y sin que apenas tengamos tiempo de digerirlo, hemos pasado de las políticas de reconversión a la preocupación por la sostenibilidad; de la criminalización de la ganadería y la agricultura tradicionales al discurso sobre las bondades del campo y sus ancestrales métodos productivos; de la mistificación del ladrillo a la adoración del adobe; de la producción intensivo-industrial a precios ínfimos a la obsesión ecológica a cualquier precio; de la construcción desaforada de chalets en parcelas de cultivo y la destrucción de infraestructuras de regadío a la tutela de iniciativas de autoempleo en el ámbito de la agroecología. El decrecimiento y la ecología eran sólo la base teórica de esta nueva composición del Capital. Lo que ahora nos llega es, al fin, su materialización en políticas reales.

Tomemos como ejemplo las iniciativas Red Terrae y Abraza la Tierra. Promovidas por ayuntamientos locales, Ministerio de Agricultura, Fundación Biodiversidad y gobiernos autonómicos, estos proyectos fomentan la creación de bancos de tierras mediante los cuales sea posible poner en comunicación a propietarios de terrenos en desuso con potenciales arrendatarios que suscriban un contrato basado en el compromiso de “preservar el paisaje y la biodiversidad rural, fomentar el uso de variedades hortícolas, agrícolas y ganaderas autóctonas, aprovechar los residuos y abonos orgánicos, recuperar la identidad agraria tradicional, fomentar la iniciativa social y el autoempleo”. Puede parecer una broma, pero no lo es. De repente y sin previo aviso la economía rural quiere ser sostenible y preservar la cultura campesina. Es significativo, sin embargo, que a renglón seguido la convocatoria inste a las personas interesadas a aceptar la mediación del organismo institucional, que será quien posibilite, supervise y tutele dicha colaboración, condición que incide, una vez más, en el mito de la necesidad de tutela de las personas, a las que presupone incapaces de establecer comunicación por sí mismas, además de insensibles al medio ambiente y con tendencia a destruir su cultura autóctona. Esta afirmación es interesante porque, de hecho, es así: las empresas agrícolas y ganaderas usan técnicas y tecnologías que atentan contra el medio rural y el medio ambiente en general, pero este comportamiento no surge espontáneamente de las propias personas que regentan esas empresas, sino que responde a las exigencias y condicionamientos del mercado capitalista, empeñado durante décadas en acabar con toda iniciativa que no se ajuste a sus necesidades y objetivos. En otras palabras: abren una nueva vía de negocio controlada por ellos mismos pero la dotan de un discurso que en apariencia les contradice. ¿Paradoja de la vida o estrategia de supervivencia?

El poder no va a prescindir del control absoluto sobre las actividades y los recursos, y si el disfraz de preocupación por lo rural le está funcionando es sólo porque en la mayor parte del territorio no se ha producido aún el enfrentamiento entre personas e instituciones, es decir, entre legalidad y legitimidad, a la hora de acceder a la tierra. Lo sucedido en Somontes (Córdoba) es un claro ejemplo de ello: se trata de un extenso terreno de cultivo, propiedad de una familia aristocrática, que se encontraba en situación de abandono casi total. Varios trabajadores y trabajadoras del campo ocuparon la finca e hicieron valer su capacidad de trabajo, empoderándose y reconociéndose el derecho sobre la tierra en desuso. A los pocos días, la Guardia Civil se presentó en la finca y procedió al desalojo. Sin embargo, los trabajadores y trabajadoras respondieron con la reocupación, enviando así un claro mensaje de insumisión a la autoridad represora y al caciquismo local. Otro ejemplo que también resulta esclarecedor es el caso del colectivo Bajo el Asfalto está la Huerta (BAH!), que centra su actividad en el ámbito de la agroecología y busca para ello el territorio de expansión capitalista por excelencia: la periferia urbana. Esta iniciativa —y otras similares que surgieron después— ha visto en repetidas ocasiones cómo los gobiernos locales y autonómicos les expulsaban de la tierra de labor que previamente les habían cedido argumentando la necesidad de disponer de esas parcelas para la construcción de aeropuertos, carreteras y demás intervenciones “de interés público”, infraestructuras que poco a poco ganan terreno para la megaurbe y destruyen los últimos vestigios de un entorno rural por el que nadie daba un duro.

¿Acaso podemos creer que una clase política y empresarial dedicada durante décadas a erradicar la cultura agropecuaria y la vida rural ha sido imbuida de pronto por un amor incondicional al campo? Debemos inclinarnos, más bien, a pensar que ante la incertidumbre de la crisis y la caída frenética de sectores como la construcción y las finanzas, buscan a toda costa nuevas fórmulas hacia las que enfocar su esfuerzo especulativo y destructor. El territorio, como advierten desde hace tiempo algunas mentes preclaras, es el campo de pruebas del capitalismo internacional, y su dinámica pasa por la conversión del entorno —paisaje, recursos y personas— en bienes de consumo. La ecuación es sencilla: si en la ciudad ya no hay sitio, es necesario ampliar el mercado; y en ese concepto de ampliación cabe cualquier lugar que pueda ser explotado, integrado en el sistema productivo y comunicado por medio de carretera, puerto o aeropuerto. El negocio se ha vuelto verde y los beneficios que se preveen estimulan eficazmente las glándulas inversoras de los conglomerados empresariales. Un ejemplo de ello es la reorientación de la construcción “sin ley” que se ha practicado durante los años de la burbuja inmobiliaria hacia un nuevo concepto de vivienda sostenible, respetuosa con el paisaje, integrada en el ecosistema y propensa al uso de materiales ecológicos. Para ello, se ha presentado en la Comunidad de Madrid un anteproyecto de ley que permitirá la construcción en áreas protegidas (ya que, dicen, estas viviendas carecerán de impacto ambiental), abriendo así la veda para que las empresas constructoras y los ayuntamientos perpetúen su negocio con la excusa de que la ciudadanía madrileña demanda una vida más en equilibrio con la naturaleza.

¿Y qué tiene esto que ver con la apropiación terminológica que decíamos al comienzo? La respuesta es: todo. Ahora que el capitalismo deja entrever sus fauces y los entramados financieros se despojan de sus máscaras, se producen por todo el “norte opulento” estallidos de indignación ciudadana, tentativas de soberanía popular por medio de estrategias de democracia directa y numerosas propuestas para la construcción de espacios liberados donde repensar las relaciones humanas y caminar hacia nuevos modelos económicos y sociales. Muchas personas, ya sea por coherencia política, por experimentación o por pura necesidad han comenzado a buscar alternativas en el medio rural y a tejer redes enfocadas a la recuperación de un tejido que haga posible la ayuda mutua, la confianza y el colectivismo entendidos en su acepción original, es decir, como convivencia libre y al margen de superestructuras, mercados, propiedad privada e intereses individuales.

En este contexto de dificultad, como decíamos al principio, el capitalismo se reinventa apoyándose en la complicidad de las instituciones y en las iniciativas reformistas del Estado asistencial. Y se apropia sin pudor de buena parte del discurso de la izquierda social para lanzar una versión light, bienintencionada, burguesa, de algunas de sus propuestas, como son: la soberanía alimetaria, la economía campesina basada en lazos comunitarios y en la gratuidad, la autogestión de la vida cotidiana, el apoyo mutuo y los principios de la agroecología como base para un nuevo modelo de producción. El sistema sabe que su crisis podría dar alas a una izquierda anticapitalista que ha surgido de la marginalidad para lanzar un mensaje de ruptura y de proposición de alternativas. Sabe, igualmente, que sus reformas laborales, ajustes y recortes supondrán un enorme coste de potencial humano que, habiendo sido despojado de su capacidad de consumo —y sin la figura ya de ese Estado protector que lo proveía de una renta básica—, deberá ser reconducido no sólo hacia otras actividades al margen de la producción industrial y de servicios, sino también hacia otros lugares fuera de la ciudad y de la tentación de la revuelta. Con toda esa masa humana instalada de nuevo en el campo, los gobernantes sucumben a su sed de poder y al imperativo de control de los recursos que impone el Capital, se lían la manta a la cabeza e inventan toda suerte de fórmulas que les ayuden a despojar a la gente de su capacidad de decisión, o, mejor dicho, a evitar que esa capacidad llegue a sus manos. Antes que enfrentarse a las iras de una muchedumbre desesperada y quizá tentada por el resurgir de ideologías libertarias, optan por su desmovilización mediante estrategias de reconversión, y recrean para ellos un discurso que les brinde la oportunidad de pronunciar palabras biensonantes y vacías, practicar una “autogestión” tutelada, experimentar sucedáneos de comunidad en entornos falsamente ruralizados, crear cooperativas destinadas a un mercado donde la solidaridad lucrativa y la adulteración del colectivismo son valores en alza, y doblegarse (¡cómo no!) ante la sacralidad de la propiedad privada. En definitiva, a toda una serie de medidas que permitan al ciudadano venido a menos sobrevivir en un contexto de crisis, al capital financiero instalarse en la totalidad del territorio — disolviendo el obsoleto Estado-fábrica en el nuevo modelo de Mercado total (o totalitario)—, y a la clase política afianzarse en sus poltronas.

Que nadie se engañe: la crisis no remitirá en un par de años, tras los cuales regresaremos a un estadío más amable del capitalismo asistencial. La crisis no existe, es sólo el ajuste que el sistema requiere para avanzar hacia la nueva era posterior al Estado de bienestar, una era que se define en términos de fascismo, ultracapitalismo y ecología. Por eso la izquierda creativa, la iniciativa antisistema y todas aquellas personas que transitamos hacia la autogestión real y el anticapitalismo honesto deberemos estar más atentos que nunca para evitar a los que Miquel Amorós califica de “recuperadores” del sistema, aquellos elementos que bajo el disfraz del discurso crítico y alternativo ocultan el rostro de la dominación. Deberemos también repensar el lenguaje, reafirmarnos en él con la asertividad irrefutable de la práctica. Y, en la medida de nuestras posibilidades, ayudarnos mutuamente en el esfuerzo conjunto de combatir este sistema y construir realidades más allá de la lógica del Capital.

Juako Escaso [Manzanares El Real, junio de 2012]
Fuente: http://estudioslibertarios.wordpress.com/2012/07/07/capitalismo-rural/
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