Qué es y qué quiere el antidesarrollismo

El antidesarrollismo por un lado sale del balance crítico del periodo que se cierra con el fracaso del viejo movimiento obrero autónomo y con la reestructuración global del capitalismo; nace pues entre los años setenta y ochenta del siglo XX. Por otro lado, se manifiesta tanto en el incipiente intento de ruralización de entonces como en los estallidos populares contra la permanencia de fábricas contaminantes en los núcleos urbanos y contra la construcción de centrales nucleares, urbanizaciones, autopistas y pantanos. A la vez, es un análisis teórico de las nuevas condiciones sociales auspiciadas por la ideología del progreso y el desarrollismo capitalista, y una lucha contra sus consecuencias. Es pues un pensamiento crítico y una práctica antagonista nacidos de los conflictos provocados por el desarrollo en la fase última del régimen capitalista, la que corresponde a la fusión de la economía y la política, del Capital y el Estado, de la industria y la vida. En resumen, la que corresponde a la sociedad de masas.

A causa de su novedad, y también por la extensión de la sumisión y la resignación entre las masas desclasadas, reflexión y combate no siempre van de la mano; una postula objetivos que el otro no siempre quiere asumir: el pensamiento antidesarrollista formula intereses generales y pugna por una estrategia global de confrontación, mientras que la lucha a menudo no sobrepasa el horizonte local o sectorial y se reduce a tacticismo, lo que solamente beneficia a la dominación y a sus partidarios. Esa separación es responsable de que la lucha se oriente hacía una modificación de las condiciones capitalistas, no hacia un anticapitalismo. Los medios contradicen a los fines porque as fuerzas movilizadas casi nunca son conscientes de su tarea histórica, mientras que la lucidez de la crítica tampoco consigue iluminar siempre las movilizaciones.

El mercado mundial transforma la sociedad continuamente de acuerdo con sus necesidades y sus deseos. El dominio formal de la economía en la antigua sociedad de clases se transforma en dominio real y total en la moderna sociedad tecnológica de masas. Los trabajadores masificados ahora son ante todo consumidores. La principal actividad económica no es industrial, sino administrativa y logística (terciaria). La principal fuerza productiva no es el trabajo, sino la tecnología. En cambio, los asalariados son la principal fuerza de consumo. La tecnología, la burocracia y el consumo son los tres pilares del actual desarrollo. El mundo de la mercancía ha dejado de ser autogestionable. Es imposible de humanizar: primero hay que desmontarlo.

Absolutamente todas las relaciones de los seres humanos entre sí o con la naturaleza no son directas, sino que se hallan mediatizadas por cosas, o mejor, por imágenes asociadas a cosas. Una estructura separada, el Estado, controla y regula esa mediación. Así pues, el espacio social y la vida que alberga se modelan según las leyes de la mercancía, la tecnología, la burocracia y el espectáculo, particularmente las relativas a la circulación, el control y la seguridad, originando todo un conjunto de divisiones sociales: entre urbanitas y rurales, dirigentes y dirigidos, ricos y pobres, incluidos y excluidos, veloces y lentos, conectados y desenganchados, vigilantes y vigilados, etc. El territorio, libre de agricultores, es reordenado según las nuevas necesidades de la economía, convirtiéndose en una reserva de espacio urbano, en una nueva fuente de recursos (una nueva fuente de capitales), un decorado y un soporte de macroinfraestructuras (un elemento estratégico de la circulación). Esta fragmentación espacial junto con las divisiones sociales que la acompañan aparece hoy en forma de una crisis global que presenta diversos aspectos, todos ellos interrelacionados: demográficos, políticos, económicos, culturales, ecológicos, territoriales, sociales… El capitalismo ha rebasado sus límites estructurales, o dicho de otra manera, ha tocado techo.

La crisis múltiple del nuevo capitalismo es fruto de dos clases de contradicciones: las internas, que son causa de las divisiones aludidas y de fuertes desigualdades sociales; y las externas, responsables de la contaminación, del cambio climático, del agotamiento de recursos y de la destrucción del territorio. Las primeras no sobresalen del ámbito capitalista donde quedan disimuladas como problemas culturales, laborales, asuntos crediticios o déficit parlamentario. Las luchas sindicales, nacionales y políticas que les corresponden jamás plantean salirse del cuadro que enmarca al orden establecido; menos todavía se oponen a su lógica. Las segundas rebasan el área capitalista, revelando la naturaleza terrorista de la economía, por lo que apenas pueden camuflarse como problemas ambientales, ecológicos o agrarios: las contradicciones principales son pues las externas, bien producidas por el choque entre la finitud de los recursos planetarios y la demanda infinita que exige el desarrollo, bien por el choque entre las limitaciones que impone la devastación y la destrucción ilimitada a la que obliga el crecimiento continuo. La autodefensa ante el terrorismo de la mercancía y del Estado se manifiesta tanto como lucha urbana que rechaza la industrialización del vivir –o sea, como anticonsumismo–, que como defensa del territorio negando la industrialización del espacio. Los representantes de la dominación, si no pueden integrar ambas luchas bajo el ropaje de oposición “verde” y ciudadana, respetuosa con sus reglas de juego, la presentarán como un problema minoritario de orden público, para poder así reprimirlas y aplastarlas.

En un momento en que la cuestión social tiende a presentarse más nítidamente como cuestión territorial y un sujeto histórico tiende a constituirse como comunidad vecinal, sólo la perspectiva antidesarrollista es capaz de plantearla correctamente. De hecho, la crítica del desarrollismo es la crítica social tal como ahora existe; ninguna otra es verdaderamente anticapitalista, puesto que ninguna cuestiona la abundancia, el crecimiento o el progreso, los viejos dogmas que la burguesía traspasó al proletariado. Al revisar el papel de la resistencia y creatividad campesina en la historia, proporciona, en nombre de la Razón, una teoría histórica radicalmente antiprogresista: la historia se ralentiza con el desarrollo del Estado y no al contrario; los tiempos intensos transcurren en los años oscuros. Las grandes masacres de campesinos respondieron a los intentos por parte del Poder constituido de resistir a la historia, es decir, la memoria de abajo, y convertirla en conocimiento codificado del pasado muerto. Por otro lado, las luchas en defensa y por la preservación del territorio, mediante la segregación revolucionaria y la reordenación comunitaria del espacio, al sabotear el desarrollo económico y la burocratización política, hacen que el orden de la clase dominante se tambalee: en la medida en que consigan conformar un sujeto colectivo anticapitalista esas luchas no serán más que la lucha de clases moderna.

La conciencia social anticapitalista se desprende de la unión de la crítica y la lucha, es decir, de la teoría y la práctica. La crítica separada de la lucha deviene ideología (falsa conciencia); la lucha separada de la crítica deviene aventurerismo, vanguardismo o reformismo (falsa oposición). La ideología propugna a menudo un retorno imposible al pasado, lo cual proporciona una excelente coartada a la inactividad (o a la actividad virtual, que es lo mismo), aunque la forma más habitual de la misma sea desde el área económica marginal, el cooperativismo subvencionado o las redes consumistas –la llamada economía social; y desde el área política, el ciudadanismo (o populismo a la europea). La verdadera función de la praxis ideológica es gestionar el desastre. Tanto la ideología como el reformismo que es su necesaria secuela, separan la economía de la política para así proponer soluciones dentro del sistema dominante, bien sea en un campo o en el otro. Y ya que los cambios han de derivar de la aplicación de fórmulas económicas, jurídicas o políticas que desarrollen burocracias en los campos correspondientes, el reformismo niega la acción, que sustituye con sucedáneos lúdicos, convivenciales y simbólicos. Huye de un enfrentamiento real, puesto que quiere a toda costa compatibilizar su práctica con la dominación, o al menos aprovechar sus lagunas y resquicios para subsistir y coexistir. Quiere gestionar espacios aislados y administrar la catástrofe, no suprimirla.

La unión arriba mencionada entre la crítica y la lucha proporciona al antidesarrollismo una ventaja que no posee ninguna ideología: saber todo lo que quiere y conoce el instrumento necesario para ir a por ello. Puede presentar de modo realista y creíble una teoría unitaria de la historia, de la crisis y del sujeto, a la vez que los trazos principales de un modelo alternativo de sociedad, sociedad que se hará palpable tan pronto como se supere el nivel tacticista de las plataformas, asociaciones y asambleas, y se pase el nivel estratégico de las comunidades combatientes. O sea, tan pronto como los medios empleados se adecuen a objetivos finales; en fin, tan pronto como la fractura social pueda expresarse en todo el sentido con un “nosotros” frente a “ellos”. Los de abajo contra los de arriba.

Las crisis provocadas por las huidas hacia adelante del capitalismo no hacen sino afirmar a contrario la pertinencia del mensaje antidesarrollista. Los productos de la actividad humana –la mercancía, la ciencia, la tecnología, el Estado, las conurbaciones– se han complicado, independizándose de la sociedad e irguiéndose contra ella. La humanidad ha sido esclavizada por sus propias creaciones incontroladas. En particular, la destrucción del territorio debido a la urbanización cancerosa se revela hoy como destrucción de la sociedad misma y de los individuos que la componen. El desarrollo, tal como un dios Jano, tiene dos caras: ahora, las consecuencias iniciales de la crisis energética y del cambio climático, al ilustrar la extrema dependencia e ignorancia del vecindario urbano, nos muestran la cara que permanecía escondida. El estancamiento de la producción gasística y petrolera, anuncian un futuro donde el precio de la energía será cada vez más alto, lo que encarecerá el transporte, acarreará crisis alimentarias (acentuadas todavía más por el calentamiento global) y causará colapsos productivos. A medio plazo las metrópolis serán totalmente inviables y sus habitantes se encontrarán en la tesitura de escoger entre rehacer su mundo de otro modo o desaparecer entre las ruinas las megalópolis.

El antidesarrollismo quiere que la descomposición inevitable de la civilización capitalista desemboque en un periodo de desmantelamiento de industrias e infraestructuras, de ruralización y de descentralización, de descapitalización y desestatización, o dicho de otra manera, que inicie una etapa de transición hacia una sociedad justa, igualitaria, equilibrada y libre, y no un caos social de dictaduras y guerras. Con tal augusto fin, el antidesarrollismo trata de que estén disponibles las suficientes armas teóricas y prácticas para que puedan aprovecharlas los nuevos colectivos y comunidades rebeldes, germen de una civilización distinta, liberada del patriarcado, de la industria, del capital y del Estado.

Editorial #5 de la Revista Antidesarrollista y Libertaria Argelaga

https://argelaga.wordpress.com/2016/07/05/editorial-5-que-es-y-que-quiere-el-antidesarrollismo/

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