Obsolescencia programada: me cisco en los fabricantes

Anoche, cuando me disponía a ver en La Dos de RTVE el documental Comprar, tirar, comprar, de Cosima Dannoritzer, mi flamante televisor de la marca LG dejó de funcionar. Acudí raudo a comprobar la garantía del mismo, legalmente dos años en España. Descubriendo con horror que había expirado el 8/12/2010. Es decir, que el aparato se rompió justo un mes después de terminar la cobertura. Lo que equivale a la prueba del nueve de la obsolescencia programada.

TelevisorEl televisor anterior, de los antiguos de pantalla catódica, llevaba tanto tiempo en esta casa que no recuerdo con exactitud los años que duró. Mi anterior automóvil me prestó servicio durante 22 años, y lo hubiera hecho por lo menos otros diez a no ser por el maldito accidente que lo puso fuera de juego: una colisión con otro vehículo conducido sin control por un niñato de mierda que regresaba cargado de alcohol de alguna juerga. Dada la antigüedad de mi vehículo, la aseguradora lo declaró siniestro total, con una indemnización que hubiera sido fastuosa un siglo atrás.

Pero un producto que dure siempre es un mal negocio para las empresas, por lo que es práctica habitual crear cosas con fecha de caducidad programada, cuando realmente la tecnología existente permitiría un mucha mayor duración del mismo. Durante veinticinco años me ha acompañado a todas partes una robusta cámara réflex Nikon, sin sufrir ninguna avería. Para ponerme al día, la sustituí por otra digital de la misma marca. Una vez pasada la garantía dejó de funcionar. Por la reparación, consistente en sustituir ese motorcillo de señorita Pepis más simple que el mecanismo de una zambomba, como se puede apreciar en la fotografía, en el servicio oficial me soplaron la friolera de 200 euros.

La obsolescencia programada por parte de los fabricantes planifica, ya durante la fase de diseño un producto o servicio, el fin de la vida útil del mismo, de modo que este se torne obsoleto, no funcional, inútil o inservible tras un período de tiempo calculado de antemano, por el fabricante. La obsolescencia planificada tiene un potencial considerable y cuantificable para beneficiar al fabricante dado que el producto va a fallar en algún momento, obligando al consumidor a que adquiera otro producto nuevamente, ya sea del mismo productor (mediante la adquisición de una parte para reemplazar y arreglar el viejo producto o mediante la compra de un modelo del mismo más nuevo), o de un competidor, factor decisivo que también se prevé en el proceso de obsolescencia planificada.

A estas alturas, ninguna persona con dos dedos de frente ignora que, al menos en lo que concierne a los países desarrollados, tenemos acumulada suficiente riqueza para vivir holgadamente durante mucho tiempo. Las desigualdades sociales existentes no derivan de la escasez, sino de una distribución injusta. Pero lo cierto es que, en conjunto, hemos producido bienes de consumo en cantidad suficiente como para permitirnos el lujo de permanecer durante una década sin producir, aparte de alimentos, más que un pequeño contingente de mercancías destinadas a la reposición.

Aunque las fábricas funcionasen tan sólo al diez por ciento de su capacidad, es seguro que no faltaría el abastecimiento de los productos secundarios. Se cuenta que el hombre feliz no tenía camisa, pero cuando cada habitante de los países ricos tiene ya una docena de camisas en su armario parece que debería ir pensando en buscar la felicidad.

¿Por qué no se hacen leyes contra este abuso de la obsolescencia programada? La respuesta es el mantenimiento del consumo. Alimentando el círculo tan vicioso como estúpido de fabricar, comprar, tirar, volver a fabricar, se mantiene el motor de una economía absurda de la que obtienen beneficio los fabricantes. Ah, y el empleo, no se olvide: así se mantienen millones de empleos basura ocupados en la fabricación de basura.

Esta maraña de contradicciones del sistema se han enredado hasta formar un nudo gordiano que las élites politicas son incapaces de deshacer. Faltos de la decisión de un Alejandro para cortar el nudo con un tajo certero, los dirigentes sólo saben pedalear para que la bicicleta no se detenga. Aunque no sepamos con qué objeto ni hacia qué destino, la consigna es seguir dando pedales. En palabras de Agustín García Calvo:

“Como te han convencido de que hay que trabajar, no sólo hay que trabajar, sino que hay que trabajar ocho, nueve o diez horas; porque, como aquello de disminuir las horas de trabajo no iba por buen camino, […] hay que inventar la fabricación de inutilidades. Pero, amigo, son inutilidades que no sólo tenéis vosotros el trabajo de comprarlas, sino que antes hay el trabajo de fabricarlas […] manteniendo el trabajo inútil y, por lo tanto, dando a los gobernantes la justificación de la creación de puestos de trabajo”. (Contra el automóvil, Barcelona, 1996)

Por lo pronto, con toda solemnidad y como mejor proceda en Derecho, me cisco en el alma de los fabricantes, conteniéndome, por educación cívica, de mentarles la madre. Al menos por escrito.

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